Octubre de 2020
Hermano:
«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la
perderá; el que la pierda por mí la encontrará»
«Quisiera vivir siempre confiado y abierto a lo que la
vida me pide en cada momento. Sin angustiarme por no cumplir. Me gusta vivir
así el presente, con la libertad de los hijos de Dios»
Las categorías de este mundo están claras. Sé lo que
tengo que hacer para adaptarme al mundo. Lo que vale es el éxito, el
reconocimiento, la fama. El dinero que me abre las puertas. Mi imagen pública y
conocida que me da la vida y me acerca a las personas. El ego que tiene más
fuerza que cualquier amor. El mundo me invita a pensar en mí para salvar mi
vida. Es lo que cuenta, mi propia vida. Importa ser capaz de afirmarme a mí
mismo por encima del resto. Negarme no tiene sentido. No quiero vivir pendiente
de las necesidades de los demás. El mundo me invita a salvarme, a protegerme, a
refugiarme. Las reglas del mundo son las que me hacen vencer en las batallas y
no perder ninguna. Es lo que el corazón desea, ganar siempre. Me ajusto al
mundo tantas veces. Y hoy escucho: «No os ajustéis a este mundo, sino
transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es
la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto». Lo perfecto, lo
que Dios quiere. ¡Qué lejos de este mundo que me invita a seguir otras normas,
otros criterios! Escuchaba en una película: «Ganaste, no por jugar el juego, sino
porque fuiste tú. Eres una buena persona». Esta persona de la que hablan no
juega el juego de este mundo. No quiere protegerse. Busca salvar la vida de
otros. Y para hacerlo es fiel a ella misma. Fiel a su corazón, aunque eso no
sea lo que el mundo le invita a hacer. No quiero ajustarme a este mundo. A lo
que el mundo espera de mí, a lo razonable, a lo prudente, a lo que corresponde,
a lo que es justo. El mundo tiene sus reglas y yo quiero hacer caso a la
voluntad de Dios. Quiero discernir lo que a Él le agrada, lo que va a ser mejor
para mí a la larga. Quiero ser fiel a mí mismo y no quiero vivir cumpliendo las
expectativas de los que observan mi vida. Me demandan, me exigen y yo pretendo
adaptarme a los gustos del mundo, a sus normas y criterios. Se trata de ser más
de Dios. Pertenecerle a Él sin dejar el mundo, sin bajarme de este mundo que me
da la vida y me la quita al mismo tiempo. Hoy Jesús me lo recuerda: «¿De qué le
sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?». Me gusta ganar
el mundo entero. Amo todo lo que la vida me ofrece en el mundo en el que vivo.
Me gustaría cambiar muchas cosas, es cierto. Pero no tengo fuerzas y al final
me veo cambiando yo en ese intento fútil de intentar cambiar las cosas. En
lugar de vivir de acuerdo con lo que pienso, con mis criterios y principios,
acabo viviendo como el mundo me dicta. Me importa lo que al mundo le importa.
Voy corriendo al ritmo, a la velocidad del mundo. Quiero ganar el mundo entero
y tenerlo a mi servicio. No quiero perder el poder, mi posición, mi seguridad,
mi estatus. Me siento privilegiado y no quiero que cambie nada a mi alrededor.
Pienso que es imposible cambiar el mundo y me lo acabo creyendo. Jon y Missy
Butcher comentan: «¿Quién soy? ¿En qué creo? ¿Quién elijo ser? Todos somos
capaces y podemos. La única manera sostenible de ayudar a los demás es
activarlos para que se ayuden a sí mismos. Que conecten con su razón de ser. Te
acosa el mundo cuando no sigues las reglas de todos». No tengo por qué
adaptarme al mundo. No tengo una razón clara para querer poseer el mundo. No me
pertenece. Sólo estoy de paso. Y sé que en ese caminar mío por el mundo puedo
cambiar muchas cosas. Incluso aunque escuche que eso no es posible. En la
película «Una vida oculta», le decían al protagonista: «Nadie va a cambiar. El
mundo será como siempre. Tus acciones hicieron lo contrario a lo que esperabas.
Alguien ocupará tu lugar». Sólo quieren que no muera por una idea. Que renuncie
a sus creencias. Que jure fidelidad a Hitler. Pero el protagonista no ve que
tenga que dar ese paso, aunque lo pierda todo. Esos actos ocultos cambian el
mundo, aunque no lo parezca. No quiero renunciar a mis creencias, a mi fe. No
quiero vivir adaptándome a los moldes que me impone el mundo. Detesto esos
moldes que no se corresponden con lo que yo quiero ser. Soy más de lo que ahora
veo en mí. Puedo llegar mucho más alto, más lejos. Puedo cambiar criterios de
este mundo, aunque yo no viva para verlo. La semilla enterrada dará fruto, en
eso creo. Por lo menos mi ejemplo puede ayudar a otros. Está en mí la
posibilidad del cambio. Pero todo tiene que surgir desde dentro. No puedo hacer
las cosas por los demás. Ellos tienen que hacerlas solos, desde su verdad,
desde sus opciones personales más importantes. Desde lo más hondo de su ser.
Esa es la realidad. Puedo cambiar el mundo y sus criterios si soy fiel a lo que
hay en mi interior. Si lucho por saber lo que quiero hacer con mi vida. Si
descubro en el corazón de Dios el sueño para el que Él mismo me creó. Si guardo
silencio para escuchar la voz queda de un Dios que susurra en mis oídos
verdades que me cambian por dentro. No le tengo miedo a ese Dios que me muestra
quién soy yo y lo que valgo, lo que puedo dar. No me adapto al mundo. No me
conformo con los mínimos que me ofrece. Quiero ir más lejos y ser capaz de
vivir una vida más plena. Mi vida, la que Dios ha puesto en mis manos para que
la haga fecunda. Ganar el mundo es posible adaptándome a las exigencias que me
impone. No lo quiero. Sólo quiero actuar desde dentro. No movido por los hilos
que alguien maneja desde fuera de mí. Puedo dar mucho más, ser mucho más, ser
yo mismo, fiel a mi verdad.
Jesús me invita a darlo todo, a entregar la vida y
perder incluso lo que más amo. Es la condición para el seguimiento verdadero:
«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su
cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda
por mí la encontrará». Seguirlo a Él, negarme a mí mismo, cargar con su cruz,
no querer salvar mi vida, es el camino que Jesús me muestra. Hoy en día reina
el miedo al contagio. El virus, la pandemia, es una realidad que atemoriza.
Quiero protegerme para que nadie me haga daño. Vivo centrado en mí mismo,
asustado, oculto. Trato de conservar mi vida, que nadie la ponga en peligro.
Esta enfermedad puede sacar lo mejor de mí y hacerme solidario y generoso. Pero
también puede sacar lo peor. Me puedo volver egoísta, egocéntrico, miserable,
amargado. Pienso sólo en mí, busco sólo mi bien, pienso en mi futuro. Esta situación
de crisis puede llegar a despertar lo peor que hay en mi corazón. Salvar la
propia vida se convierte en una prioridad. Poco más me importa, sólo lo mío. Lo
que necesito es salvarme yo, aunque sea yo solo, sin contar con nadie más. Este
pensamiento tan del mundo me ciega y me vuelve solitario e individualista. Los
demás son una carga y sólo me complican. Cambiar esta forma de pensar, cambiar
estos criterios, no es tan fácil. Tengo que dejarme convertir por el amor de
Dios. Comenta el P. Kentenich: «Sólo podemos prepararnos por medio de un
desprendimiento constante, serio y profundo de nosotros mismos y del mundo,
sobre todo, por un desprendimiento de cosas que nos son muy queridas.
Sacrificio del corazón. Desprendimiento. De este modo, puedo despejar el camino
para Dios, para que, cuando él descienda, tome mi voluntad y la arrastre
consigo hacia lo alto, de modo que mi vida llegue a ser realmente una vida de
amor» . Tal vez hoy Dios me está pidiendo el sacrificio del corazón. El
sacrificio duele y me parece algo ajeno a mis deseos. No quiero renunciar a
nada de lo que deseo, porque la renuncia siempre me parece mala. No quiero
negarme a mí mismo, porque creo que es necesario afirmar mi valor. El mundo me
dice que no es necesaria la renuncia. Me grita que no tengo que renunciar a
nada, porque puedo tenerlo todo. Pero en el fondo de mi alma sé que eso no es
posible. Cualquier decisión que tome implica siempre una renuncia. Cualquier
camino me lleva a dejar otro de lado, con todo lo bueno que ese otro camino tiene.
Hoy resuenan en mi corazón las palabras de Jesús: entregar la vida, negarme a
mí mismo, dar la vida, morir por otros, amar sufriendo. Son palabras fuertes,
invitaciones radicales. Mi corazón sufre sólo de pensarlo. Este es el camino al
que me invita hoy Jesús. Me pide un desprendimiento constante y serio. Una
renuncia profunda a mí mismo, a mis deseos. Me pide que deje de lado esas cosas
que me vuelven egoísta. Y que renuncie y me sacrifique por amor. El seguimiento
implica siempre dejar atrás lo que me pesa, lo que me encadena, lo que me ata a
otra forma de vida. Seguir a Jesús me lleva a mirar al hombre, al que me
necesita, al que está perdido y solo en medio de la vida, al que más sufre.
Comenta Jon Sobrino: «Sólo una Iglesia que baje de la cruz a los crucificados
hará presente a Dios en medio del mundo». Sólo un cristiano que piense en la
vida de los demás, en su salvación, antes que, en la propia, es un verdadero
cristiano. Esta forma de pensar me lleva a querer salvar a otros mucho antes
que salvarme a mí mismo. Tengo claro que cuando un barco se hunde la tentación
es querer sálvame yo. Cuando el mundo vive una enfermedad como la actual la
tentación es querer proteger mi mundo, a los míos y salvarlo. Pienso en medio
de la exigencia de la vida sólo en mi pequeño mundo. Desprenderme de mis
pretensiones mundanas va a ensanchar mi corazón y a elevarlo a la altura del
cielo. Quiero dejar de lado las pretensiones de este mundo. Lo que la gente
valora. Lo que me han dicho que merece la pena. Esa renuncia es la que Dios me
pide. Sólo así podré correr a su paso, seguir por su camino, caminar a su lado.
Esto será posible cuando logre que mi alma sea más liviana, cuando haya dejado
de pensar como los hombres. Dejo mi mundo atrás para seguirlo a Él. me gusta mirar
a Jesús para seguir sus pasos. Quiero optar por sus caminos y aceptar las
renuncias que eso implica. No me importa el sacrificio porque sólo quiero hacer
su voluntad. No puedo seguir a Jesús a medias. No valen las medias tintas. O lo
sigo por entero, con todo lo que soy y tengo, dejando a un lado lo que me sobre
y entorpece. O mejor no lo sigo y permanezco atado a mi mundo, a mi realidad
sin preocuparme de los deseos de Dios. El seguimiento siempre es radical.
Hoy Jesús me señala la meta de mi camino hablando de
su propio camino. Él va a morir en la cruz como lo haré yo, porque no puedo
dejar la cruz a un lado. Le meta tiene que ver con el paraíso, con el cielo. Sé
que voy a vivir para siempre: «En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus
discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los
ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y
resucitar al tercer día». Jesús hoy se lo explica así a sus discípulos, pero
ellos no entienden, es demasiado pronto, piensan como los hombres: «Pedro se lo
llevó aparte y se puso a increparlo: - ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede
pasarte». Yo pienso como Pedro. No quiero que lo malo suceda en mi vida. No
quiero perder lo bueno que estoy viviendo. Amo el éxito, la fama, la vida, la
alegría, la paz, el amor, la sonrisa, el abrazo. No quiero que se acabe lo que
me da alegría. Huyo del dolor, de la muerte, de la pérdida, del fracaso, del
final de lo bueno, de la tristeza, del odio. Las alegrías de esta vida le dan
sentido a mi camino. Añoro siempre la alegría del domingo, del día de fiesta,
de las vacaciones. La alegría de esos momentos de cielo en la tierra sostiene
mis pasos. Tengo claro la verdad de las palabras de C. S. Lewis en «Tierras de
penumbra»: «El dolor de entonces es parte de la felicidad de ahora. El dolor de
ahora es parte de la felicidad de entonces». Presente y futuro van siempre de
la mano. Lo que vivo ahora pertenece a lo que viva para siempre. El pasado, el
presente y el futuro están unidos. Por eso quiero vivir la felicidad del
momento como un regalo inmenso sin pensar en el futuro incierto. Sé que forma
parte del dolor que vendrá, pero vivo la alegría en presente. Al mismo tiempo
el dolor que sufro ahora es parte de un futuro lleno de paz y alegría y también
está unido a las alegrías que ya he vivido y llenan de luz el pozo de mi alma.
Todo está unido en mi interior y en el corazón de Dios. No quiero vivir con
miedo a perder la alegría del momento que tengo ahora ante mis ojos. Pedro no
quería perder lo que tenía ante sus ojos. Lo había dejado todo por seguir a
Jesús y no quería que ese sueño se acabara. La felicidad de tener Jesús a su
lado cambiando el mundo era lo que le llenaba de paz y esperanza. Pensar en
perder a Jesús le llenaba de oscuridad el alma. Tenía claro que quería que ese
momento de Tabor en su vida fuera eterno. No quería perder su alegría. Pensaba
como los hombres, es la realidad. Me pasa a mí tantas veces cuando no quiero
que se acabe nunca lo que ahora disfruto. Santa Teresita del Niño Jesús decía
que la morriña de los domingos es añoranza del cielo y tenía razón. Quiero
retener la gloria del presente, la felicidad pasajera que se me esfuma entre
los dedos. Quiero sostener entre mis manos lo que más feliz me hace. Cada día
alegre que vivo va llenando de agua el pozo de mi alma. No vivo con miedo a que
pase. Porque toda esa alegría forma parte del dolor que un día traerá a mi alma
el perder lo que ahora amo. Y entonces ese dolor estará mitigado, suavizado,
por la alegría ya vivida y guardada como un tesoro. Al mismo tiempo sé que ese
dolor será sólo parte de la alegría eterna que un día viviré en el cielo. Miro
hacia mi pasado, me anclo en mi presente y sueño con un cielo cargado de
estrellas. Mientras tanto sentirá la nostalgia del cielo se hace más fuerte con
la ausencia, con la pérdida y la carencia. Pero no quiero mirar a Jesús como lo
mira Pedro, lleno de reproches. Quiero que Jesús me mire conmovido, no como hoy
mira a Pedro: «Jesús se volvió y dijo a Pedro: - Quítate de mi vista, Satanás,
que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios». Quiero
confiar en Dios en mi vida. Él me sostiene en la pérdida y me levanta en las
caídas. Él me llena de paz y esperanza y me regala momentos de cielo. Sé que
los dolores del presente forman parte de la alegría que ya viví y de la alegría
que tendré para siempre en el cielo. Por eso no me turba pensar en la cruz, en
la muerte, en el horror que no deseo, del que huyo. La meta final es la vida,
la alegría, la esperanza. Esa mirada llena de esperanza es la de Dios en mí.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.