sábado, 28 de noviembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 29 NOVIEMBRE DE 2020

  



29 de noviembre de 2020

 

Hermano:

«¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?»

«Ojalá pudiera siempre crear a mi alrededor este tipo de ambientes. Donde la competitividad no enturbia el ánimo. Donde la ayuda al hermano es siempre lo primero. Donde la paz reina»

Asturias ya es la comunidad con los peores datos de contagios de la última semana.

La incidencia de la Covid-19 por cada 100.000 habitantes a siete días se sitúa en el Principado en 345 casos.

Asturias es una de las comunidades que más está sufriendo la segunda ola del coronavirus no es ningún secreto. A pesar del pequeño alivio de los dos últimos días en cuanto al número de infectados, la región sigue en una situación crítica y su sistema sanitario está próximo a la saturación. Y ahora hay un nuevo dato que confirma la gravedad del momento: Asturias es la comunidad con la tasa más alta de contagiados por cada 100.000 habitantes en los últimos 7 días, con 345. La media española se sitúa en 193 casos.

La presión hospitalaria es del 16% con 20.007 pacientes hospitalizados por la covid-19 en España. En las UCI la ocupación de las camas es del 32%, con 3.127 ingresados. En cuanto a esas hospitalizaciones, Asturias también tiene el récord negativo en porcentaje de ocupación de camas en planta por enfermos de Covid-19, con el 30%. En las UCI, el porcentaje sube al 47%, tan solo por detrás de Aragón (49%) y La Rioja (61%). Por otro lado, las instalaciones del hospital provisional instalado en el pabellón central del recinto ferial gijonés Luis Adaro acoge a fecha de este martes a un total de 29 pacientes

No sólo la muerte y la enfermedad me incomodan e inquietan. La misma vida que tengo por delante se convierte en un problema. No sé qué hacer con mi vida, no sé cómo vivir el presente y soñar el futuro. A menudo no encuentro un sentido, una razón, un camino seguro y válido. ¡Cuántas veces veo a personas que viven su vida sin un rumbo, sin claridad sobre lo que han de hacer, sin paz en el alma! Deja de ser un problema la muerte. Y es la propia vida la que incomoda. ¿Cómo se programa la vida para que funcione bien? ¿Cómo se delinea un futuro y se levantan los cimientos de mi camino para que resistan firmes en medio de los vientos? Vivir puede llegar a ser una tortura. Enfrentar un nuevo día. Soñar con mi vida dentro de años. Mientras me toca darle el sí al sol que amanece. No es tan fácil comenzar de nuevo. Reinventar mis pasos. Abrazar mis horas con un corazón alegre y confiado. El problema es entonces aprender a vivir. Sólo cuando sé vivir la muerte es un problema. En ese momento me angustia perder el camino que amo, los pasos que me enamoran. Me han abandonado en el mundo sin un manual de instrucciones. Simplemente me han aconsejado que siga lo que manda el corazón. Pero el corazón a menudo se equivoca. Desea lo que no le conviene y se obsesiona con lo que no le da paz. Y vive angustiado por los caminos de la vida. Mi pobre corazón que está hecho para el amor y se queda a veces atado en rencores y en heridas. Aprender a vivir no es tan sencillo. Encontrarle un sentido a todo lo que hago. Disfrutar lo que tengo sin echar de menos lo que me falta. Valorar las ventanas de luz que se me abren en la noche. Como esas estrellas rebeldes que pretenden iluminar mi camino. Quisiera amar sin retener. Querer bien sin exigir lo que no me pueden dar. Sonreír incluso cuando broten las lágrimas por el dolor. Acariciar mis heridas sin sentir que son injustas. Sobreponerme a los golpes y tener esa resiliencia que mi alma anhela. Aprender a comprender las razones de los otros, aunque no las comparta. No vivir pensando que el mundo me debe algo, la vida, Dios mismo. Dejar de pensar que estoy tirando mis horas y mis días cuando realmente son oportunidades que tengo ante mis ojos. Empezar a andar con paso firme sin volver atrás la mirada añorando días mejores. Amar a los que Dios pone a mi lado, sin cuestionarle a Dios el porqué de su presencia. Aceptar la enfermedad y la muerte como el peaje de toda vida. Descubrir que yo mismo no le puedo dar sentido a mis pasos. Que hay un Alguien oculto en el camino hacia el que yo avanzo torpemente. Pero no es fácil descubrirlo porque mis pasos son torpes, finitos, lentos. Tengo mi alma rota, mi vasija quebrada. Tal vez por eso a veces no sé encontrarles un sentido a mis pasos doloridos. Y me cuestiono la vida y el porqué de tantas cruces. El dolor de las heridas. Cuando los japoneses reparan objetos rotos, enaltecen la zona dañada rellenando las grietas con oro. Creen que cuando algo ha sufrido un daño y tiene una historia, se vuelve más hermoso. El pasado con su dolor me embellece. Las heridas causadas me hacen más hondo, más maduro en mis grietas. Y ese oro de la vasija la hace más valiosa. Antes de las heridas valía poco, era igual quizás a otras muchas vasijas. Pero después, la forma en que está rota, las grietas que la recorren le dan una entereza nueva. Su historia es sagrada. Es más bella, más valiosa. En mi historia encuentro el sentido de mis pasos. En mis decisiones y en mis fracasos. En mis éxitos y en mis logros. En el amor recibido y en el amor entregado. En el amor que me han negado, en el que deseándolo nunca lo tuve. Toda esa historia mía está llena de oro, que tapa con cuidado las profundas heridas de mi alma. Soy muy distinto al niño que miraba sonriendo al comenzar sus primeros pasos. Ese niño sin heridas. Puro, virgen. Ahora soy mejor, más hondo y verdadero. He sufrido, amado, reído. Y el sentido está escondido en los pliegues que duelen de mi alma enferma. Y sé que voy bien por donde voy sin tener que cuestionar lo que ahora vivo. Sólo deseo aprender a vivir con una mirada ancha y un corazón humilde. Sin exigirle a la vida lo que no puede darme.

Me dicen que el cristianismo se ha contagiado siempre por envidia. El que no cree ve la forma como vive el que sí cree y se admira. Veo al creyente enamorado de Dios y pienso que me gustaría tener su fe y su amor. Surge la envidia. Quiero ser como él es para poder enfrentar la muerte con la misma entereza, y la enfermedad, y la incertidumbre. El creyente, el que de verdad ama a Dios, despierta mi envidia. No cualquier creyente, no cualquier cristiano. Tiene que ser una fe transformada en vida. Y no me refiero tanto a su comportamiento perfecto, correcto, impecable. Eso quizás no despierta tanto la envidia. Me refiero a otra cosa. Se ve, se huele, hay formas de vivir que despiertan vida. Una forma diferente de mirar a los demás. Un respeto que viene de Dios. Una pasión por la vida que es algo sano y hondo. Una manera de vivir en la dificultad, en las incertidumbres. Jesús no atrajo a nadie por cumplir todos los preceptos de la ley. Fue otra cosa. Fue su forma de mirar, de hablar, de vivir, de amar. Fue su manera de vivir tan diferente, tan única. Cumplir normas morales puede resultar hasta sencillo, exige esfuerzo, cierto, pero es posible. Me pongo rígido y voy cumpliendo una tras otra. Ahora esta norma, luego esta otra. Pero eso no cautiva, no enamora, no atrae. Es algo diferente que a veces no alcanzo a ponerle nombre. Es una presencia del Espíritu que hace diferente a esa persona. Un toque de Dios como con un dedo que ha cambiado su corazón para siempre. Entonces surge la envidia sana. Deseo en mi vida ese mismo toque de Dios. Deseo mirar así, para tener más paz, para dar más paz. Ser santo no es un fruto de mi abnegado esfuerzo. Y eso que en mi vida tengo que hacer muchos esfuerzos. Porque la vida es exigente y el amor demanda que me rompa, que me parta por los demás. Pero creo que la santidad que a mí me enamora es la que veo en algunas personas. Lo hacen todo fácil, aun siendo difícil lo que pretenden. Siempre tienen palabras sabias sin buscarlo. No se creen especiales, y lo son sin saberlo. Dimanan una luz que no es suya, no son sus talentos extraordinarios, ni su inteligencia fuera de lo normal. Es algo diferente. Una paz que no viene de ellos. Una alegría que no es forzada. Una esperanza que va más allá de cualquier miedo. Saben mirar con optimismo cuando el cielo es oscuro. Y sonríen abrazando con miedo, porque son humanos, los pasos que dan temblando. Me gusta esa humanidad abrazada por la gracia. Sus pecados lavados. Su alma impura llena de pureza. Me desborda la paradoja de su vida. Sonríen mientras les duele. Perdonan mientras caen por el dolor de la herida. Abrazan mientras los golpean. Y miran a Dios ante cada paso que dan, ante cada decisión que toman. Mi envidia es sana, sólo quiero ser como ellos. Quiero el don que tienen, la gracia que los transforma. «Una aspiración individual y comunitaria a una santidad heroica. Una aspiración de tal naturaleza solo es posible cuando los dones del Espíritu Santo se despliegan sin obstáculos». Necesito dejar que el Espíritu Santo actúe en mí venciendo los obstáculos que pongo en mi debilidad. La envidia que tengo hace que no deje de luchar por allanar el camino. Yo pongo de mi parte tratando de cuidar la intención que me mueve por dentro. No busco ser yo el centro, el primero. Dejo que sea Dios con su Espíritu el que me vaya cambiando. La santidad que anhelo es la que vive la vida como un paso hacia el cielo. No se trata de cumplirlo todo sino de hacer mejor lo que Dios me pide. Hacerlo con alegría. Vivir anclado en el cielo, navegando hondo en los mares de mi alma, en los mares de Dios. Me gusta esa sonrisa amplia de los santos. Esa mirada misericordiosa que siempre tienen. Esa paz que no sé de dónde la sacan. No hacen todo bien, no cumplen con todo. Eso también me gusta. Porque a veces me parece que no puedo cometer errores, tomar caminos equivocados o desviarme lo más mínimo. Y esa férrea tensión y disciplina acaban matando mi ánimo. Me gusta más esa santidad que es pertenencia. Que se mueve en el juego del perdón constante y no se dedica a esquivar grandes pecados. Un confesor le preguntaba a una persona con mirada pura: «¿Y no tienes nada que sea materia grave de confesión?». Ella sólo había mencionado su egoísmo como actitud del alma. El confesor esperaba pecados más concretos. «Eso es sólo un sentimiento», le dijo. Eran quizás dos miradas enfrentadas. Dos puntos de vista muy diferentes. Me despierta envidia esa sensibilidad que era capaz de ver egoísmo donde yo sólo veo entrega. Y era incapaz de mencionar hechos dignos de una gran penitencia, tal vez no los había. Esas almas puras a mí me enamoran y despiertan en mi corazón el deseo de dejarme tocar por Dios hasta lo más hondo. Sólo así mi mirada será más verdadera.

Jesús me invita a trabajar en su viña. Esa imagen siempre me ha gustado. Él sale a mi encuentro y viene a buscarme para que trabaje a su lado: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: - Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: - ¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: - Nadie nos ha contratado. Él les dijo: - Id también vosotros a mi viña». Me gusta la viña en la que tengo un lugar y puedo trabajar. Quiero trabajar al lado de Jesús, que Él esté en lo que hago, en mi misión diaria. No quiero trabajar sin Él, sin tomarle en cuenta a Él. El gran desafío en la vida es encontrar ese lugar en el que puedo desplegar mis talentos y ser feliz trabajando en su presencia. El trabajo es una necesidad del corazón. Necesito encontrar ese lugar en el que soy útil y necesario para Dios, para los hombres. Sé que no hay nada más indigno que esos trabajos que no respetan mi dignidad. Trabajos en los que se explota a los que trabajan por necesidad, para mantener a su familia, para sobrevivir. Jesús quiere que tenga un trabajo que me dignifique como persona, que me haga feliz. Una ocupación que saque lo mejor de mi alma. Que permita que mis talentos se exploten y sean útiles para muchas personas. ¡Cuántas personas conozco que no son felices haciendo el trabajo que hacen! ¡Cuántos buscan trabajos dignos y justos! No es tan sencillo tener un trabajo justo. Un trabajo que me permita conciliar mi vida familiar y mi vida laboral. Dios me ha confiado una misión en la vida y quiere que la realice, que no me quede quieto al borde del camino. Él ha pensado un camino para mí, una forma de vivirlo en la que sea pleno. Sé que no todo se reduce sólo al trabajo que realizo. Mi misión es más amplia y tiene que ver con mi vida personal, familiar, laboral, todo va unido. Lo abarca todo, lo integra todo. No basta con la inteligencia racional, con la capacidad para especular, para pensar soluciones a los problemas que se me presentan. Eso no basta para llevar una vida plena. No basta con ser brillante a la hora de exponer cualquier tema. Sin inteligencia emocional no soy nada. Las personas más felices no son las que han conseguido el puesto más alto en una empresa o han triunfado a nivel profesional. No es más feliz el que más gana. La felicidad y la vida lograda va más allá de mi trabajo. Pero es cierto que lo que hago en mi trabajo importa y mucho. Necesito encontrar un lugar en el que echar raíces, una misión clara en mi vida en la que me sienta útil. Es eso más valioso que ser importante. Por supuesto todo tiene que estar integrado en una vida plena en lo familiar, en lo afectivo, en mi desarrollo espiritual. La vida está llena de trabajos que realizo durante el día. Desde que me levanto hasta que me acuesto trabajo, sirvo, hago cosas por los demás que podrían ser consideradas parte de mi trabajo. Dios me invita a su viña que es la vida en la cual puedo entregar lo que soy, lo que tengo. A menudo la sociedad me invita a ver como trabajo sólo lo que tiene un precio, lo que es bien valorado, lo que brilla, el trabajo remunerado. Y deja de apreciar los trabajos que no son vistosos o no están bien pagados o directamente no son pagados. El trabajo en la casa, la limpieza del hogar, el hacer la comida diaria y lavar la ropa, el cuidar a los hijos, el atender a un familiar enfermo, el cuidar a los propios padres, el servicio en voluntariados, sirviendo a los más necesitados. Parece que no son trabajos importantes porque nadie paga nada por ellos. Todo lo que parece gratuito es como si no contara como trabajo. Hoy Jesús me invita a trabajar en su viña. Y ese trabajo tiene que ver con todo lo que hago en mi vida. Trabajo por Él cuando cuido mis relaciones personales, cuando ayudo a los que me necesitan, cuando sirvo en el silencio, en lo oculto. Trabajo en su viña cuando acepto su voluntad en mi vida y me pongo a su servicio. Cuando amo de forma desinteresada sin buscar sólo mi bien, mi provecho. La viña es la vida, mi vida como misión, como lugar para entregarme y amar a mi hermano. «No simplemente lo grande, ni lo más grande, sino lo más excelso ha de ser el objeto de vuestras aspiraciones». Mi corazón debe amar, ser generoso, ser creativo allí donde Dios me invita a dar la vida. Me viene a buscar cuando vivo lejos de Él, sin entregarme, sin crear con mi vida ambientes en los que el amor de Dios pueda crecer. Lugares en los que se respiran altos ideales y la vida tiene belleza y hondura. Ojalá pudiera siempre crear a mi alrededor este tipo de ambientes. Donde la competitividad no enturbia el ánimo. Ni las envidias, ni los egoísmos. Donde la ayuda al hermano es siempre lo primero. Donde no hay violencias ni iras. Donde la paz reina.

Me parece injusto lo que Jesús me propone. Es verdad que el dueño de la viña puede hacer con lo suyo lo que quiera, pero parece injusto: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: " Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: - Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: - Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. Él replicó a uno de ellos: - Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?». Lo escucho y me parece injusto. ¿Acaso no trabajaron más los del principio del día? Sí. Así fue. Entonces, ¿por qué no les pagó más? No es así. Dios ha prometido un denario. Me lo ha prometido a mí, a todos. ¿Qué más da el momento en el que me convierto y me acerco a Dios? Lo importante es estar en la viña, con Cristo, no importa la hora a la que llegue. Vale más llegar pronto que tarde. El que lo hace al final del día se ha perdido muchas horas de alegría, de descanso, de paz. El pago es el mismo, pero la vida que vivo no es la misma. El que estuvo al borde del camino, o en la plaza sin hacer nada se perdió la posibilidad de llevar una vida plena, con un sentido. Llegar tarde es una pérdida, da igual que al final me paguen lo mismo. A veces los cristianos parecen que viven a regañadientes en la Iglesia. Peleados con las normas a las que se someten libremente. Haciéndolo todo bien como si ese hecho fuera en sí una tortura. No ven el hecho de ser cristianos como una alegría, sino más bien como una carga. Esa forma de ver la fe es limitante y pobre. Me han prometido el mismo pago, la felicidad eterna. Pero no importa cuando llegue a la casa. En la parábola del hijo pródigo el hijo mayor reclama a su padre por su actitud con el hijo pequeño que ha dilapidado su fortuna lejos de casa. Pero ese hijo ha perdido mucho. Ha perdido la alegría de estar en casa con su padre. Ha perdido la paz de saberse amado y seguro cada mañana. Por eso es tan feliz el padre al recuperarlo. En la parábola de la viña el dueño es feliz al lograr que un trabajador llegue a la viña al final de la tarde, cuando ya anochece. Esa mirada me conmueve. Se alegra por el hijo que llega a trabajar a casa. Le pregunta por qué no ha venido antes. Y la respuesta es que no sabía, nadie le dijo. Puede ser. Porque los cristianos no hacemos atractiva la Iglesia con nuestra vida. La hemos convertido en una casa de normas imposibles de cumplir. Una casa sin sonrisas, sin alegría, sin fiesta. Pero no es así. Lo importante es estar con Jesús toda mi vida. Tal vez pienso como hombre y no como Dios. Estoy acostumbrado a que me paguen por mi servicio. A que me den lo que me merezco. Me parece injusto que me den menos que a otros si trabajo más que ellos, o que me den lo mismo. No reclamo cuando es al revés y recibo más sin hacer mucho. Pero lo cierto es que no aprecio el valor de mi vida junto a Dios, en su Iglesia. Es como si pensara que es una carga. Mucho más que en un bien que tengo que disfrutar lo antes posible. Es lo que me viene a decir hoy Jesús. Quiere que viva la vida a su lado, con sus valores y principios, con su mirada. Eso hará que sea más feliz, más pleno. No lo contrario. No quiero permanecer perdido al borde del camino. Quiero que me llame, que me busque. Quiero encontrarlo en la vida y dejarme invitar por Él. Hoy Jesús sale a buscarme como cada día. Sale a pedirme que no pierda mi tiempo lejos de Él. ¿Qué puedo hacer por Él? ¿Dónde me necesita hoy? Sé que el pago es el mismo para todos. Dios me promete la plenitud, el cielo, el paraíso en el que todo tendrá un sentido. Y se ordenarán las fichas de mi vida que aquí en la tierra viven en desorden. La promesa es la misma sin importar el momento en el que acepto su invitación a cambiar de vida y vivir a su lado. Me gusta esa generosidad de Dios. No me echa en cara lo tarde que le he dado mi sí. No me recrimina por haber perdido gran parte de mi vida. Simplemente se alegra al ver regresar al hijo pródigo, o al recuperar, llevándola sobre sus hombros, a la oveja perdida. La misericordia de Dios me sorprende e incómoda. ¿No debería haber cielos diferentes? Unos para los que han dado su vida por amor a los demás. Otros de peor calidad para los que se han decidido más tarde por Dios. Él no es así. No escatima en su amor. Es el mismo para todos. Es como la madre que ama lo mismo al primer hijo, fruto de ese comienzo lleno de esperanza. como al último hijo al que quizás ya no esperaba. Su amor es el mismo. Lo ama con todo su corazón, no lo ama menos. Así es Dios. su misericordia no depende del momento de mi sí. Me ama con locura sin importar cuando. Hoy escucho: «Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». No importa el momento. El abrazo es más fuerte. Su mirada, su amor. Incluso cuando llego tarde parece que sonríe más. Ha recuperado a ese hijo que parecía deambular perdido por los caminos.

El problema en mi vida es la envidia. Cuando me comparo me doy cuenta de lo infeliz que puedo llegar a ser. Me comparo con otros, miro sus vidas felices y sufro porque yo no estoy tan bien. Leía el otro día: «La envidia es fuente de numerosos pecados de pensamiento, palabra y obra. De esa turbia fuente brotan pensamientos faltos de amor, odiosos e injustos, palabras detractoras y difamatorias como también actos hostiles y hasta criminales». La envidia se introduce en mi ánimo y me amarga por dentro. Me quita la paz y la felicidad. Cada vez que me comparo encuentro a personas que son más felices que yo, tienen más bienes, han tomado decisiones mejores, les va mejor en la vida, tienen más éxitos, son más queridos y valorados. La gente los aprecia y respeta mucho más que a mí. Los toman más en cuenta. Los invitan a lugares a los que yo no puedo ir. Los elogian por lo que hacen mucho más de lo que a mí me elogian. Toman en cuenta sus opiniones y puntos de vista más que los míos. Me comparo con los que están mejor que yo, curiosamente no con los que están peor. Tal vez por eso sufro más. Miro más a los que viven una vida aparentemente más plena que la mía. Y de esa comparación brota siempre la envida. Deseo lo que ellos tienen. Anhelo los mejores puestos, los lugares más bellos, los puestos de más responsabilidad. Me comparo y es todo muy sutil. Me voy envenenando mientras miro a mi alrededor. Y pierdo la paz inmediatamente. Me fijo, como en la parábola, en los que han trabajado menos por llegar al final del día. Cuando el trabajo era menos exigente porque el sol ya se estaba ocultando. Me fijo en lo que los demás hacen y me quejo inmediatamente. Es injusto que ellos reciban lo mismo que yo que llevo trabajando todo el día. Pero en realidad Dios es bueno y hace lo que quiere con lo suyo. A mí me prometió un denario como pago y yo estaba de acuerdo. Pero luego, cuando me comparo, creo que merezco más. He trabajado más que los otros. No más de lo que prometí. Pero pienso que ellos merecían menos pago o si no, yo más. No me parece justo. Siempre suelo apelar a la justicia cuando a mí me conviene. Pienso en lo que es justo para mí, más que para los otros. Creo que yo merezco más. No me importan los demás cuando la vida es injusta con ellos. Me duele cuando conmigo es injusta. Y me rebelo contra ese Dios que no me paga lo que creo que me corresponde. Las comparaciones siempre me hacen daño. Hoy me lo vuelven a recordar: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos». Ese Dios al que digo amar es mucho más misericordioso de lo que yo soy. Él es bueno y su forma de actuar no es la mía. Yo tengo otros criterios más humanos, que brotan de mi herida, de mi propio pecado. Dios no es así, es justo y misericordioso al mismo tiempo. Y su justicia, cuando se aplica, trae la salvación a mi vida: «El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente». Quiero cambiar por dentro para ser tan misericordioso como lo es Dios, pero me cuesta. Vivo midiendo lo que recibo, lo que me dan, lo que merezco, lo que no tengo. Dios es bueno y misericordioso. Aunque yo sienta que me debe algo y está en deuda conmigo. ¡Cuántas personas viven echándole en cara a Dios su mala suerte! Apostaron por un camino. Siguieron lo que creyeron era su voz. Tomaron decisiones y las cosas no salieron como ellos esperaban. La promesa de felicidad que Dios susurró en sus corazones parece no hacerse realidad y sienten que Dios, la vida, el mundo, les debe algo. Esa mirada me sorprende. Tienen que perdonarle a Dios por lo que no les ha dado. Viven llenos de quejas y protestas. Mirando a su alrededor, buscando a personas más felices. Se olvidan de lo importante: «Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo». Una vida digna del Evangelio. Una vida concorde a lo que Jesús vivió. Una vida hecha a la medida de Dios, con los criterios de ese amor de Jesús que se parte hasta dar la vida. Estoy tan lejos de su amor, tan lejos de su voluntad. Y necesito a la vez perdonarle porque no ha hecho en mí realidad muchas de las cosas que yo deseé. No me ha dado el camino que esperaba. No ha ocurrido como yo pensaba. Le perdono con paz en el alma. No me alejo de Él porque lo quiero. Es bueno y su misericordia sana mi alma.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

viernes, 27 de noviembre de 2020

¿QUÉ ES EL ADVIENTO Y CUÁNDO EMPIEZA?



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El Adviento es el tiempo de preparación para celebrar la Navidad y comienza cuatro domingos antes de esta fiesta. Además, marca el inicio del Nuevo Año Litúrgico católico y este 2020 empezará el domingo 29 de noviembre.

Adviento viene del latín “ad-venio”, que quiere decir “venir, llegar”. Comienza el domingo más cercano a la fiesta de San Andrés Apóstol (30 de noviembre) y dura cuatro semanas.

El Adviento está dividido en dos partes: las primeras dos semanas sirven para meditar sobre la venida final del Señor, cuando ocurra el fin del mundo; mientras que las dos siguientes sirven para reflexionar concretamente sobre el nacimiento de Jesús y su irrupción en la historia del hombre en Navidad.

En los templos y casas se colocan las coronas de Adviento y se va encendiendo una vela por cada domingo. Asimismo, los ornamentos del sacerdote y los manteles del altar son de color morado como símbolo de preparación y penitencia.

Muchos católicos conocen del Adviento, pero tal vez las preocupaciones en el trabajo, los exámenes en la escuela, los ensayos con el coro o el teatro de Navidad, el armado del nacimiento o pesebre y la compra de regalos, hacen que se olvide el verdadero sentido de este tiempo.

 

 

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

jueves, 26 de noviembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 26 NOVIEMBRE DE 2020

  



26 de noviembre de 2020

 

Hermano:

«Mi felicidad no pasa por vivir yo feliz, con paz, protegido. Mi felicidad crece cuando busco la felicidad del que sufre y me lanzo al agua para socorrer su vida en peligro».

Comidas y cenas con seis personas a la mesa y el toque de queda a la una en Navidad.

El Gobierno negocia hoy con las comunidades un plan de restricciones que propone que no haya más de seis comensales a la mesa ni cabalgatas.

Escucho con demasiada frecuencia que el mundo está fatal. Me hablan de la crisis de valores, económica y social. Veo los conflictos sociales que estallan en tantas partes. La pandemia que arrasa y se lleva vidas inocentes y acaba con las seguridades que antes parecían inamovibles. Siento que necesito un sicólogo para que vuelva a poner en orden el desorden de mi caos interior. Bulle el pesimismo en el alma y contagio negatividad. Parece como si nada valioso fuera a resistir en medio de la tormenta que me amenaza. Se caen los pilares del mundo en el que vivo. ¿Qué va a quedar cuando todo muera? ¿Qué surgirá de debajo de la tierra? No comparo el hoy con épocas pasadas. No pienso tampoco en las guerras que asolan y han asolado mi mundo. Me detengo asombrado ante este mundo inestable, en peligro de desaparecer. Pienso en todo en lo que creo, en todo lo que amo. Y en medio de tanto desánimo que veo a mi alrededor opto por la esperanza y elijo el camino de la luz. No me desanimo a la hora de hacer planes. Proyecto, sueño, espero, deseo. No quiero que se apague en mí ese fuego de amor que Dios ha encendido. Me gusta la mirada del Papa Francisco: «Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien. La reciente pandemia nos permitió rescatar y valorizar a tantos compañeros y compañeras de viaje que, en el miedo, reaccionaron donando la propia vida. Fuimos capaces de reconocer cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes que, sin lugar a duda, escribieron los acontecimientos decisivos de nuestra historia compartida: médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, empleados de los supermercados, personal de limpieza, cuidadores, transportistas, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas... comprendieron que nadie se salva solo» . Pienso en los brotes verdes de esperanza en medio del desierto. Las luces sutiles que emergen en la oscuridad de la noche. Las gotas de agua que humedecen las arenas secas del alma. Y me quedo con las semillas de bien que observo en los que hacen el bien, en los que aman la vida, en los que respetan al que sufre, en los que se entregan por amor. No pienso que todo está fatal, no lo digo, porque el pesimismo se contagia con la fuerza de una pandemia. Son contagiosos la tristeza y el desánimo. No quiero ser yo canalizador de este espíritu oscuro. Elijo la luz, la esperanza, me apego al bien de los que hacen el bien. Quiero ser imitador, hacedor de buenas obras. No le tengo tanto miedo a un futuro imprevisible. Si me obsesiono con lo que está mal me deprimo. Si pienso en lo que florece, sonrío. Me abrazo como un niño a esa esperanza última que nunca se pierde. Después de la enfermedad viene la salud, después de la noche el día, después de la muerte la vida. Y sé que tendré que echar de menos lo que haya perdido. Y enfrentar como un hombre las desgracias en mi vida. Asumir con madurez lo que nunca volverá a ser igual. Aceptar la derrota y comprender que la mirada negativa engendra negatividad. Me visto con un traje de gala para enfrentar esta nueva andadura. Sé que los sueños se construyen sobre sólidos pilares, los que Dios coloca en el fondo de mi alma. No temo, sonrío. Deseo que las cosas sean más hondas, más verdaderas. No pienso en lo que puede salir mal, en lo que no resulta. Pienso más bien en la ventana abierta cuando se cierran las puertas. Pienso en el futuro inmenso que tengo ante mis ojos y en todo lo que puedo hacer yo. Puedo construir un mundo mejor que el que ahora veo. Puedo abrazar cuando la sequedad se apodere del alma. Puedo cantar cuando el llanto se asome a mi garganta. Puedo sonreír cuando las lágrimas se impongan en mi ánimo. Me gusta más ver el bien que quedarme detenido en el mal. Tomo nota de los paisajes llenos de luz que alegran mi ánimo. Leo aquellas paginas que me elevan el corazón. Escribo lo que sale de mi alma que suele ser positivo. No me deprimo con facilidad, no me recuerdo deprimido. Soy capaz de adaptarme en situaciones difíciles. Sé ver el lado bueno de las derrotas, aunque me cueste pasar página y olvidar lo ocurrido. Pero lo olvido y vuelvo a la batalla. Pienso que la vida se juega en el presente, por más que a veces me cueste perdonar cosas de mi pasado. Pero sé que el perdón es de Dios, Él es el que lo logra. Mi alma se resiste a olvidar las ofensas. Y el día logra con el paso de las horas que el dolor se amortigüe. Tengo en mi corazón heridas y alegrías. Recuerdos sagrados que alimentan mi esperanza y son esa agua que calma la sed de amor que tengo muy dentro. Sé que lo que ahora decido hacer no está ya hecho, porque a menudo he palpado mi debilidad para ser fiel en el camino emprendido. He aprendido a llevar cuenta del bien que me hacen y eso me ayuda a ser agradecido con frecuencia. Tengo en la piel grabado el nombre de los que amo, y de los que me han amado. He vertido muchas lágrimas, algunas al recordar momentos duros, la mayoría al pensar en la hondura de lo que vivo. Me emocionan escenas muy diversas, cuando lo que veo, escucho o siento encuentra un eco en mi propia alma, en mi misma historia. Son lágrimas de verdad, llenas de esperanza, porque el sol lo dibujo siempre de nuevo con mis dedos. Nada es tan negro ni tan oscuro como para que no pueda brotar de su interior una luz escondida que me muestre el camino a seguir. 

A menudo pretendo que la vida se adapte a mis necesidades. Que los demás se adapten a mis planes y deseos. Que los sueños se adapten a la realidad o la realidad a los sueños. Pretendo que se haga posible lo que busco, lo que anhelo, lo que aún no poseo. Lanzo los brazos al aire queriendo retener pájaros al vuelo, sujetándolos con fuerza para que no se escapen, para que no vuelen. Pretendo esconder el sol con la palma de la mano, como si ya no existiera. Y detengo el viento escondiéndome tras un muro, para que no me haga daño, para que no tenga fuerza. Busco que los demás cambien porque yo estoy bien y los demás son los imperfectos. Y siento que yo hago todo por ellos y no recibo nunca a cambio la misma moneda. Pretendo dibujar un mundo irreal, que no existe fuera de las fronteras de mi fantasía. Niego con rabia lo que toco, lo que duele, para que no sea verdad lo que ahora veo. Esa actitud mía de no querer aceptar lo que tengo, ni desear lo que vivo, es la raíz de mi infelicidad, de mi desasosiego, de mi falta de paz. Parece que no soy feliz con lo que tengo. Quiero algo diferente y busco que todo se adapte a mí para que se haga posible el paraíso en la tierra. También me sucede con Dios y con la religión. Imagino a un Dios como el que deseo. Le pinto el rostro, le pongo las manos y lo hago manejable. Quiero que obedezca mis órdenes y haga posible todos mis deseos. El otro día Rafael Nadal comentaba en una entrevista: «No me ha apetecido hacerme mayor, siempre estuve bien en la edad que me tocaba. A mí nunca me apetecía avanzar». Me gusta esa forma de ver la vida. Estar feliz con lo que tengo es el camino de mi santidad. Sonreír alegre con lo que vivo en este momento, sin querer adelantar el calendario para pasar de puntillas por el presente. Hoy escucho: «Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor». Dichoso seré cuando viva temiendo al Señor. Pero no con ese temor que me impide caminar y dar saltos audaces en la vida. No con ese temor reverencial por el que tengo miedo de la reacción del que amo. No me gusta ese miedo que me lleva a ocultar mi debilidad por miedo al rechazo, al enojo, a la rabia de quien dice amarme. Es como si no quisiera decepcionar a nadie con mis pecados, con mis caídas, con mis torpezas. ¿Es que mi amor no es capaz de amar la debilidad del amado? Si alguien, para que yo lo quiera, necesita ocultar su verdad y mentirme, por miedo a mi rechazo. Si eso sucede tengo que preguntarme qué estoy haciendo mal. Si para sentirme amado tengo que ocultar una parte de lo que soy, por miedo a que me rechacen, tengo que cuestionarme cómo es mi amor. El miedo y el amor me parecen incompatibles. Un amor con miedos es un amor tibio, torpe, huidizo. Un amor que exige del otro continuamente una actitud perfecta y no tolera el más mínimo fallo, es un amor muy débil. Un amor incondicional es el que me hace feliz. Cuando lo recibo. Cuando lo entrego. No esperar del otro lo que no puede darme es mi camino a la felicidad. Esperar lo que no me van a dar, es un engaño. Siempre me estarán ocultando lo que no me gusta ver. Y así parecerá que todo está en orden, pero es mentira. Un amor construido sobre mentiras se desmorona muy fácilmente. Quiero vivir en la verdad. Aceptar la verdad de mi vida sin temer que me engañen. Mirar a los ojos y ver la verdad dibujada en ellos, aceptar lo que no me gusta, besar lo que no es perfecto. Quiero que Dios entre en mí venciendo los obstáculos que yo le pongo, a veces le construyo murallas para que no entre dentro. Leía el otro día: «Dios actúa en nosotros cuando le dejamos activar lo mejor que hay en nuestro ser. Toma cuerpo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos. Su presencia se va configurando en cada uno de nosotros adaptándose a lo que le dejamos ser» . Dios respeta al máximo mi libertad. Se adapta a mis formas, a mis maneras. Deja que tenga en el corazón ideas equivocadas sobre Él. No intenta cambiarlas a la fuerza. Ve que hablo mucho de Él y que todavía no vivo en comunión con Él, amándolo. Pero no me fuerza, me deja vivir con mis miedos sabiendo que con esos miedos lo único que consigo es no ser feliz. No puedo vivir con miedo tratando de contentar a todos, incluido a Dios. A la larga me quebraré y no lograré ser quien quiero ser. Mi pobreza es parte de mi verdad. Mis pecados son parte de mi vida. No puedo renunciar a lo que soy tratando de abrazar a un Dios que sólo existe en mi fantasía. Dios es mucho más grande de lo que imagino. Es más misericordioso que ese Dios del que huyo. Cuando no me acepto como soy, cuando no me perdono en mis debilidades y torpezas, cuando no me amo sabiendo que habrá cosas que nunca van a cambiar en mí, me alejaré de Dios porque sentiré que es imposible que pueda quererme viendo como soy. Y viviré pretendiendo tapar el sol con la mano, ocultar las estrellas cerrando las ventanas, hacer desaparecer la lluvia cerrando los ojos. La realidad se impone. Las cosas son como son, aunque yo no quiera aceptarlas. Sólo tengo que amar mi vida como es para ser más feliz.

No ha llegado aún el Adviento y ya me pide Jesús que esté muy atento. No sé la hora ni el día en el que vendrá Jesús a encontrarse conmigo: «En lo referente al tiempo y las circunstancias no necesitáis, hermanos, que os escriba. Sabéis perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados». Soy hijo de la luz, no de las tinieblas. Me gusta esa imagen. Me gusta la luz. Esa luz del sol que todo lo llena de vida. Me cuesta la oscuridad, me duelen las tinieblas que me dejan sin ver. Los hijos de la luz llenan este mundo de esperanza. Viven en la verdad y no les importa enfrentarla, porque la verdad siempre me hace libre. Aunque duela encontrar lo que está oculto en la oscuridad. Descubrir lo que permanecía escondido. Saber lo que hay en mi interior que no sé sacar, ni contar, ni ponerle nombre. Pero dejar que entre la luz en mi alma acaba con esas tinieblas que no me dejan tener paz y alegría. La oscuridad siempre entristece. En ella no me reconozco. Una persona me decía hace algún tiempo: «Siento mucho dolor. No me reconozco. No sé quién soy realmente, no sé para qué valgo». Lo decía después de haber sufrido su pecado y sus consecuencias. Porque mis actos siempre tienen consecuencias. No me puedo olvidar. Mis actos negativos, pecaminosos, me envenenan, me oscurecen, me quitan la alegría y la pasión por vivir. Reconocer quién soy es más difícil cuando estoy turbado. Sin perdón no entra la luz en el alma. Y quizás el perdón a mí mismo es el que más me cuesta dar. Puedo llegar a perdonar al que me ha hecho daño. Al que me hirió sin saberlo. Al que por omisión o acción dejó una huella imborrable de dolor en mi corazón. Eso puedo llegar a perdonarlo por la gracia de Dios. Es un perdón muy importante. Pero el perdón que trae más luz a mi alma es el perdón a mí mismo. Perdonarme por mi pecado, por mis actos que me llenan de dolor, por mis caídas que parecen imperdonables, por mis decisiones equivocadas. Por mi mediocridad y debilidad para enfrentar las tentaciones de la vida. Quiero reconocer que tal vez esté enfermo en mi corazón. O roto por este caminar mío que me ha dejado herido. Y tal vez por eso mis actos son consecuencia de esa rotura interior que a veces no sé de dónde viene. Y tal vez no sea tan importante su origen. Pero sí es fundamental saber que estoy así, herido por dentro. Y que mis actos, esos que no perdono, o mis faltas de amor, esas de las que me acuso, siembran una oscuridad muy densa dentro de mi alma. El perdón a mí mismo trae mucha luz y mucha paz. Soy hijo de la luz. Necesito luz en mi interior para saber qué pasos dar. ¿Quién soy? Brota con fuerza esta pregunta en mi interior. A los ojos de Dios me muestro en mi verdad. No le puedo ocultar nada de lo que soy, de lo que pienso, de lo que hago y no hago. Él lo sabe todo, me conoce muy bien y sabe lo que hay en mi corazón. Sabe que tengo más luz que tinieblas, más fuerza que debilidad, más belleza que fealdad. Me gusta pensar así de Dios. Él me mira muy bien, mejor de lo que yo lo hago. Porque Dios es luz y en su luz todo es verdad. Todo se ve bello a la luz de Dios. Como ese sol que ilumina paisajes maravillosos, bosques llenos de vida. En la noche todos los bosques son iguales, y todos los árboles y todos los rostros. Pero a la luz del día todo se llena de vida, todo lo que observo tiene color. Veo con claridad esa belleza que me enamora. Hay en Madrid una advocación de María que a mí me fascina. María, nuestra Señora de la Almudena. 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 21 de noviembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 22 NOVIEMBRE DE 2020


 


22 de noviembre de 2020


Hermano:

«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y lleno de alegría va a vender todo lo que tiene y compra el campo»

«Necesito la presencia misteriosa de Jesús en lo profundo de mi alma. Sosteniendo mis pasos y haciéndome ver que no hay nada que temer, porque Él va a mi lado caminando»

Caen los contagios y los fallecimientos en Asturias: siete muertes y 274 positivos.

La tasa de positividad, tras las 4.800 PCR procesadas ayer, se mantiene en el 5,74%.

El cierre perimetral se extiende a Langreo, Laviana y San Martín del Rey Aurelio.

El Principado añade estos concejos a Oviedo, Gijón y Avilés, donde prorrogará las restricciones.

El que no arriesga no gana. El que no lucha no vence. El que no lo intenta no fracasa. Siempre queda en mi mano el hacer algo o no hacer nada. Canta Rozalén: «Sólo tropieza el que camina y también hay lugar para el error. Atiende a las señales, en verdad nunca hay nada que temer». No sé bien cuáles son las razones que tengo para no temer nada. Porque lo primero que siento en el alma es miedo ante los desafíos que se abren ante mis ojos. Temo la posibilidad incierta del error. Me asusta el fracaso. Me quedo mirando a un futuro incierto y temo caer, no llegar tan lejos como quiero. Me asusta no alcanzar las metas soñadas. Puedo ser conservador y prudente apagando el deseo de avanzar. O puedo ser arriesgado y valiente dejando que el fuego del amor impulse mis pasos. Sé que puedo perderlo todo en medio de la batalla. Y también puedo ganar más de lo que nunca he tenido. Vivo queriendo poseer lo que nunca ha sido mío. Y pierdo la vida intentando conservar lo que no me llevaré conmigo, aún siendo ahora mío. En esta vida fugaz que dura tanto. A veces mucho más de lo que yo haya deseado. Y otras mucho menos cuando pierdo en seguida lo que he buscado. ¿Cuánto vale un segundo en mi vida tan larga? ¿Para qué vivir esperando el momento perfecto para actuar y ponerme en camino? Solo falla el que lo intenta y se confunde el que habla. Yerra el que opta, y no el que duda y espera. Hablar antes que nadie tiene más riesgo que vivir esperando el momento perfecto para hacerlo. Puedo decir lo incorrecto o hablar de más. Puede ser que me confunda y confunda a otros. Las palabras se malinterpretan. Tengo claro que uno no puede dar lo que no tiene. Por eso no me asusto ante exigencias imposibles. Ya no sé si tengo que experimentar la desolación para poder llegar a consolar al que más sufre. O si tengo que haber vivido la pérdida antes de acompañar al que ha perdido lo que ama. Tal vez sí. Y en todo caso al menos tengo que haber vivido esa indigencia a la que se refería el Papa Francisco en los inicios de la Pandemia: «El comienzo de la fe es la experiencia de la necesidad de la salvación. No somos autosuficientes». Tengo que vivir la necesidad y saber que yo solo no puedo caminar. La experiencia de ser un menesteroso me hace hijo, me hace niño. Mi camino es el de la infancia espiritual. El niño se siente necesitado de su padre y sin él sabe que no puede llegar hasta donde quiere. Y al mismo tiempo, cuando cuenta con él a su lado, no teme las olas en la tempestad ni le asustan los vientos fuertes que empujan su barca sin un rumbo claro. «En medio de la inestabilidad actual, las personas necesitan un punto de apoyo». Necesito ser salvado de mi indigencia sosteniéndome en una mano que me levante de mi abandono. Es la experiencia más básica y necesaria. Es el único camino de salvación que tengo. La pobreza, la pequeñez. No puedo cambiar la realidad. Tan sólo puedo enfrentarla con un corazón confiado y lleno de esperanza. No puedo acabar con la enfermedad, no puedo ocultar las noticias que no me gustan, las que me difaman, las que me hieren. Sólo puedo enfrentar los vientos con la confianza de saber que descanso en el corazón de Dios. Me gustan las palabras leía el otro día: «La vida es bella con su ir y venir, con sus sabores y sin sabores. Aprendí a vivir y disfrutar cada detalle, aprendí de los errores, pero no vivo pensando en ellos, pues siempre suelen ser un recuerdo amargo que te impide seguir adelante, pues, hay errores irremediables. Las heridas fuertes nunca se borran de tu corazón, pero siempre hay alguien realmente dispuesto a sanarlas con la ayuda de Dios. Camina de la mano de Dios, todo mejora siempre. Y no te esfuerces demasiado, que las mejores cosas de la vida suceden cuando menos te las esperas. No las busques, ellas te buscan. Lo mejor está por venir». Me aferro a esta idea, a este sueño. Lo mejor está por venir. Y en medio de la vida necesito a Dios a mi lado y necesito de aquellas personas que me sostienen en medio de mi precariedad. Pedir ayuda me sana, me saca de mi autosuficiencia. Sentirme poderoso me hace prepotente y vanidoso. La necesidad forma parte de mi vida. Soy un necesitado desde que nazco hasta que muero. Vivo mendigando amor, ayuda, cercanía, comprensión, indulgencia, admiración. Necesito el amor en manos humanas. Y la presencia misteriosa de Jesús en lo profundo de mi alma. Sosteniendo mis pasos y haciéndome ver que no hay nada que temer, porque Él va a mi lado caminando. A su lado todo es posible.

Me gusta la petición que hoy escucho en labios de Dios: «En aquellos días, el Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: - Pídeme lo que quieras». Dios se le manifiesta a Salomón porque quiere saber lo que hay en su corazón. En la respuesta que surge espontáneamente del alma me doy cuenta de la calidad de mi corazón. ¿Qué le quiero pedir a Dios en este momento? Me dice que le pida lo que quiera. ¿Ocurrirá el milagro que le pida? No es Dios como esa máquina que dispensa bebidas obedeciendo mis órdenes. No es automático, al menos no de la manera como yo lo espero. Esta pregunta rompe mis resistencias a pedir. ¿Qué necesito? ¿Qué sueño? ¿Qué desea mi corazón? Me adentro en mi interior buscando respuestas, o necesidades concretas. ¿Qué quiero pedirle a Dios? Salomón es muy sensato en sus deseos: «Señor, Dios mío, tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso, incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a este pueblo tan numeroso?». No deja de sorprenderme su respuesta. Podía haber pedido paz, riqueza, descendencia. Podía haber deseado una vida plena, sin fracasos, sin angustias, sin sobresaltos. Una vida pacífica y acomodada. Podía haber pedido logros incomparables que superaran los de su padre David. Pero no lo hace. Pide sólo sabiduría. Pide un corazón dócil para gobernar, un corazón capaz de discernir el mal del bien. ¿Es eso bastante para vivir tranquilo? Salomón pide lo que necesita para gobernar a un pueblo inmenso. Se siente pequeño y necesitado. Sabe que, sin sabiduría, sin docilidad, no podrá ser un buen gobernante. Me sorprende cuando veo hoy a los políticos que gobiernan la tierra. No suelen pedirle sabiduría a Dios, ni docilidad. No suele ser su petición más corriente. Han dejado de ver el poder como un servicio y lo ven más como una oportunidad para medrar, para crecer ellos, para tener más. Y retienen el poder en sus manos. Salomón sabe que tiene ante sus ojos una misión imposible. Gobernar con paz a un pueblo difícil, rebelde, inmenso. Y pide docilidad, no pide tener una mano fuerte. Pide sabiduría para distinguir el mal del bien, no pide que su forma de gobierno infunda el temor en los que lo siguen. Docilidad y sabiduría. Sólo son posibles cuando vivo anclado en el corazón de Dios. Dios le agradece a Salomón su petición: «Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti». Le regala un corazón sabio e inteligente. Eso me sorprende y me alegra. ¿Seré feliz siempre con un corazón así? ¿Viviré largos años en la abundancia con un corazón sabio? No necesariamente. Ser sabio no me traerá la paz de forma natural. Pero sí me permitirá vivir tranquilo y agradecido a Dios. Un corazón sabio busca en todo hacer la voluntad de Dios. Y distinguir el bien del mal es necesario para descansar en Él. Sólo el que busca la verdad en Dios no se altera con las contrariedades del camino. Sabe en quién descansa y no teme el futuro. Esa libertad interior me gusta. Quiero ser sabio, como leía el otro día: «Hablar es de necios, callar de cobardes y escuchar de sabios»2. El que es sabio sabe escuchar antes de hacerse un juicio. Sabe callar y no decir más de lo que es necesario. Sabe esperar su momento antes de tomar una decisión precipitada. El hombre sabio vive con «el oído en el corazón de Dios y la mano en el pulso del tiempo». Quiero vivir buscando en Dios el siguiente paso a dar y percibiendo en mi entorno esa voz que palpita en la sangre, en lo que sucede. El hombre necio busca las respuestas sólo dentro de él. No pide ayuda. No busca a Dios. El hombre sabio es un hombre arraigado en Dios. En Él encuentra las respuestas que busca. En Él puede descansar y sabe en cada caso lo que tiene que hacer, decir, callar, juzgar. Esa sabiduría de los hombres de Dios es la que quiero. No quiero hablar por mí mismo, sino que Dios ponga sus palabras en mi corazón. Quiero ser el instrumento dócil en sus manos y dejar que escuchen la Palabra de Dios en las mías. Y sigan sus pasos en mis pasos torpes. Eso es lo que de verdad deseo. No me importa ser necio a los ojos del mundo mientras siga siendo sabio para Dios. No le pido entonces la realización de mis deseos. Sino que se haga siempre su voluntad en todos mis planes. Esa sabiduría que Dios me regala me hace paciente, manso, humilde, alegre, confiado y fiel. Esa sabiduría para vivir es la que le pido a Dios cada mañana. Que sepa descansar en Él sin temer que no se hagan realidad todos los caminos que emprendo, todos los sueños que sueño.

Me doy cuenta de una verdad muy evidente. El que ama es más feliz que el que no ama. El que ama encuentra un motivo para luchar, para trabajar, para sobrevivir. Porque alguien le espera para recibir su amor. El que no ama se seca como una planta que no recibe agua. Hoy escucho: «Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien». Al que ama a Dios todo le sirve para un bien en su vida. Es curioso. ¿Será siempre así? Quizás el amor a Dios, el amor de Dios, cambia la mirada. Es como el amor humano de una madre que sostiene al hijo en la adversidad. O el amor del cónyuge que mantiene con esperanza al que ha sido condenado a la muerte. El amor recibido, el amor dado, sostiene mi ánimo. Y el mal se torna en un bien tangible. ¿Cómo puede ser eso? La mirada del amor cambia mi propia mirada. ¿Vale todo amor humano? No lo sé. Puede que haya amores que no me dan paz y me dejan un gusto amargo «Todo amor que no sea de alguna manera amor a Dios deja tras de sí un sabor amargo. Deja el alma interiormente insípida y vacía. En modo alguno da respuesta a la tendencia innata del alma hacia el infinito, hacia el amor infinito. Tal respuesta sólo puede esperarse en cuanto y en la medida en que el amor humano sea amor a Dios, en cuanto y en la medida en que el amor al tú divino y humano confluyan en un único torrente»3. Un único torrente que une mi amor a Dios y mi amor a esa persona que me ama, a la que amo. Mi amor humano me lleva con la fuerza del viento a lo más alto de mi vida, a lo más sagrado. Amo en el otro a Cristo. Es lo que espero y sueño. Que al amar a alguien o al ser amado en la misma o mayor medida, sienta que en ese amor está Dios bendiciendo lo que amo, acariciando mi entrega, validando mi sí torpe y a menudo mezquino. Miro la calidad de mis amores. Miro la hondura de mis raíces. Miro la altura de mi mirada. Más alto, más lejos, más dentro. Sueño con ese amor humano en el que confluye el amor a Dios. Sueño con un abrazo de carne que me hable del abrazo de Dios. Con una palabra torpe, con los límites que tienen las palabras, que me evoque esa palabra de Dios que atraviesa con su ímpetu el alma. Hoy escucho: «He resuelto guardar tus palabras. Más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata». Me gusta jugar con las palabras. Como un niño juega con las piezas de un castillo. Cada palabra tiene una apertura hacia lo eterno. Y en sus límites, sin saber bien cómo, se contiene el infinito. Y deja escapar un aliento que todo lo sostiene. Mis palabras son torpes embarcaciones que remontan el río que lleva al corazón de Dios. Pretenden sostener en su grupa todo el cielo reunido en gotas de rocío. Y los vientos arcanos de la vida recogidos en un suspiro. Pretendo expresar el cielo con palabras limitadas, contenidas, incluso reprimidas. No dicen más de lo que pueden. Y sueñan con atravesar los mares infinitos superando el límite del papel, de los labios que las pronuncian. Quiero guardar en mi alma las palabras de Dios. Las que me ha dicho a mí personalmente y también a través de aquellos que me he encontrado en el camino. He visto personas que llevaban guardadas en su alma una carta de amor de Dios dirigida a mí. He leído sus palabras sagradas en sus labios humanos. Y yo mismo he dicho esas palabras de Dios llevándolas en mi pecho, para otros. La palabra de Dios siembra vida y quema muy dentro. Divide el corazón para que sea capaz de optar por el bien, elegir lo más santo. No quiero dejar de verter palabras sobre el papel blanco. No quiero cansarme de decir lo que sueña mi alma. No quiero callar y olvidar. No quiero ocultar a Dios que se esconde detrás de lo que digo, sueño, escribo, dibujo, canto. Ese mensaje escondido que voy sacando como dice hoy Jesús: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo». Quiero ir sacando de mi alma, del corazón de Jesús, lo nuevo y lo antiguo. Quiero dejar que su palabra antigua y siempre nueva despliegue en mi interior todo su poder y me dé vida. No quiero hablar sólo palabrería. No quiero perderme en un juego de palabras que no transmite nada importante. Quiero saber callar y hablar a tiempo. Guardar silencio para escuchar cuando no tenga nada que decir. Esperar a ver si encuentro la palabra oportuna, el silencio santo. Quizás necesito callar para entender qué palabras son importantes. Leía el otro día: «En el desierto no es posible lo superfluo. En el silencio sólo se escuchan las preguntas esenciales. En la soledad sólo sobrevive quien se alimenta de lo interior»4. Decido alimentar mi mundo interior. Buscar en mis recuerdos, en mi alma sagrada porque Dios la habita. Allí donde puedo encontrar algunas respuestas y muchas preguntas. Allí donde el cielo viene a habitar en mi pecho. Escucho en silencio para saber qué hacer, qué decir y qué callar. No temo el paso del tiempo. Lo cuento con paz, muy despacio entre mis dedos y aguardo a que Dios se haga carne en mi vida. Esa presencia en mí todo lo transforma y saca agua del desierto.

El reino de Dios es un tesoro escondido en medio del campo. O es una perla fina de mucho valor. O es una pesca maravillosa que supera las expectativas de una tarde en el mar. Esa imagen me gusta y emociona: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor (…). El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces». Pienso en un tesoro escondido. Los tesoros se esconden para no ser robados. Tienen perlas finas, y oro, y todos los metales valiosos que el corazón pueda imaginar. Sueño con un tesoro de esos que están escondidos para que nadie los encuentre. Y ni siquiera el que los posee los puede disfrutar. Parece una contradicción. Un tesoro escondido no es útil. Esconder un tesoro es como esconder algo valioso. Guardarlo bajo la tierra pensando que con eso basta. Pero es una riqueza inútil. A veces me empeño en acumular riqueza. O en guardar mis talentos bajo la tierra para que no se pierdan. Me da miedo perder lo que me han dado. O gastar lo que he recibido. Me inquieta la posible pérdida de mi dinero, de mi tiempo, de mi vida. Por miedo a perder lo que más quiero, lo que he conseguido con esfuerzo, puedo llegar a renunciar a aquello en lo que creo. Podrán quitármelo todo, también la vida, pero nadie tiene poder para quitarme el alma. Esa certeza no la puedo perder. ¿Dónde he puesto mi tesoro? ¿Dónde está aquello que más valoro en mi vida? Me asusta pensar que me quiten lo que más quiero. Y tengo vértigo de traicionar mis ideales por no perder el lugar en el que he puesto mi corazón, ese tesoro que me atrapa con finos hilos que atan mi vida como en una red. ¿Dónde está mi tesoro? Dónde está ese tesoro que he escondido allí está mi corazón. En ocasiones puede ser la fama y el prestigio, y por conservarlos estoy dispuesto a vender mis ideas, mis principios y valores. Puede ser el dinero mi tesoro real. O ese lugar que ocupo donde me siento seguro. O ese cargo que detento y que tanto tiempo había anhelado. Esos amores humanos que se enraízan en mi alma. El miedo a perder mi tesoro es grande. Tal vez soy capaz de vender mi tesoro pensando en un tesoro todavía más valioso. ¿Dónde hay un tesoro que valga más que mi propia vida? ¿De qué me está hablando Jesús? Me cuesta creer en sus palabras. O más bien no acabo de comprender lo que significa pertenecerle a Él para siempre. Un tesoro es vivir en su reino. Participar de su vida divina que me descentra de mis egoísmos. ¿Vale la pena darlo todo? Comenta Santa Teresita: «Después de haber dado todas mis riquezas, estimo, como la esposa del Cantar, no haber dado nada. Comprendo que lo único que puede tornarnos gratos a Dios es el amor, que este es el único bien que ambiciono»». ¿Lo he dado todo para estar con Él? ¿Es Dios mi tesoro? Jesús me ha dicho que no puedo servir a dos señores, a Dios y al dinero. Pero yo trato de ponerlos delante de mí como la única realidad. Y soy capaz de vender mis ideales a cambio de tesoros temporales que no llenan mi alma insaciable. ¿Cuál es el tesoro detrás del que corro cada día? El tesoro quiere ser en mi vida el amor de Dios. Yo lo he disfrazado de honor, reconocimiento, prestigio. He puesto mi corazón en mi trabajo y la admiración de los hombres. He puesto mi corazón en lugares inestables que se derrumban en medio de la noche. No puedo salvar el tesoro que Dios pone delante de mí. Jesús me pide que sea pobre, que me desprenda de todos mis tesoros que me esclavizan. Y que acumule tesoros en el cielo. El amor es el tesoro más grande que nadie podrá quitarme. El miedo a perder el tesoro que llevo atado en mi alma me paraliza, no me deja ponerme en camino hacia ese tesoro más grande que me da vida. Es lo que sueño. Ser libre para vender mis pequeños tesoros por el tesoro más grande. ¿Qué haría si encontrara un tesoro delante de mí? Hoy Jesús lo explica: «El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. Se va a vender todo lo que tiene y la compra (la perla). Cuando está llena (la red), la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran». El que encuentra el tesoro o la perla gasta todo lo que tiene, o lo vende, para comprar lo más valioso. El que tiene una pesca milagrosa lo que hace es quedarse con los peces buenos y dejar los malos a un lado. La perla, el tesoro, el pescado bueno. Elijo lo bueno, lo valioso, lo bello. Me gusta esa imagen. Invierto todo lo mío para adquirir un tesoro que merece la pena. Doy para recibir. Me pregunto si de verdad mi amor a Jesús es el tesoro que llena mi alma. Me gustaría que así fuera, pero tantas veces no lo es. No quiero guardar tesoros que se pierden. No quiero retener mi fuerza, mis talentos, mi belleza por miedo a perderlos. No me importa. Gano un tesoro que vale para siempre, porque es eterno.

Puede que me haya confundido muchas veces poniendo mi corazón en el lugar equivocado. Hoy Jesús vuelve a decirme que me desprenda de lo que no me hace pleno, de aquello que no me lleva al cielo. El error bendito forma parte del camino, tengo que aceptarlo. Confundir los pasos, guardar tesoros equivocados, es parte de mi vida y de mi libertad para elegir lo que me hace bien. Hoy escucho: «Mi porción es el Señor. Y mis delicias serán tu voluntad. Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo; por eso aprecio tus decretos y detesto el camino de la mentira. La explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes». Es la mirada del santo que descubre la belleza escondida. Y es capaz de distinguir a unos peces de otros después de una pesca maravillosa. Halla tesoros bien guardados y valora como lo más grande ese amor que Dios le ha dado. Dios es mi porción y mi ganancia. Él tiene el poder sobre mi vida. Quiero dejar de lado lo que me quita la alegría y dejar que el amor de Dios penetre dentro de mi alma y me vista de sus más bellas joyas. Para eso tengo que estar desprendido de todo lo que me aleja de Él. A menudo vivo desparramado por la vida buscando que me sacie lo que no sacia mi sed de infinito. Quiero asumirlo con mucha paz. ¿Qué quiere Dios de mí? Me lo pregunto mientras me desgasto. ¿Quiere que entregue mi vida como lo estoy haciendo hasta ahora? ¿Quiere algún cambio? Tal vez hoy me quedo con una imagen: cavar hondo en la tierra buscando un tesoro escondido. A lo mejor el tesoro no está tan lejos como pensaba. He buscado tesoros en tierras lejanas, con brújula, con planos. He pensado que hacer cosas es lo que me da paz. O vivir en tal o cual lugar. Pero al final eso no es lo más importante. Lo fundamental no es lo que hago, ni siquiera con quién lo hago o dónde lo hago. Lo importante es lo que estoy viviendo y cómo estoy viviendo desde mi interior. Lo que vale es vivir atado a aquello que le da sentido a todo lo que hago. Incluso a los errores y las caídas. Lo valioso es pensar que dentro de mí hay un tesoro que guarda celosamente Aquel que más me ama. Él lo acaricia mientras se pregunta por qué tardo tanto en encontrarlo dentro de mi propia alma. Es la paradoja. Está dentro de mí y yo lo busco fuera. Así lo explica S. Agustín en sus Confesiones: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reténganme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti». Tengo en mi alma un tesoro en el que Dios espeja su propia belleza. Dentro de mí está Él y me permite mirar más allá de mis errores y torpezas. Él sabe que soy débil y me ama. El tesoro es todo aquello que tantas veces no he valorado de mí. Son esos rasgos que tal vez el mundo no ve. O yo no veo en comparación con lo que brilla fuera de mí. No es oro todo lo que reluce. Me digo tantas veces. Tampoco pienso que todo lo que brilla es malo, ni mucho menos. Pero creo que no valoro tanto mi tesoro como lo que brilla en otros. Me quedo en que yo no valgo tanto, no soy tan bueno, tan inteligente, tan capaz. Me abruma mi pobreza y no la valoro como un tesoro digno de los mejores reyes y palacios. Ese soy yo. La mirada de Dios sobre mi vida me hace ver que valgo mucho. Soy más valioso que nada en este mundo. No quiero olvidarlo. Pienso entonces que no tengo que buscar fuera de mí lo que me falta, sino más bien en mi interior. Allí donde Dios habita y yo soy ese niño con sonrisa ancha y ojos grandes. Con el alma inocente y pura y el deseo de entregarlo todo por un amor más grande. Soy ese niño con miedos y anhelos de infinito que recorre los caminos cargado y con prisa. Soy ese niño que desea descansar a la sombra de un buen árbol esperando a que el sol deje de quemar tanto. Me gusta mirar a ese niño y ver en él el tesoro guardado. El alma pura y los deseos más grandes. Ese tesoro que guardo sin saberlo, lo conservo sin poseerlo del todo. Porque no lo veo, no lo aprecio, no lo distingo entre las piedras y ramas dentro de mí mismo. Y busco fuera de mí lo que no me hace falta. Envidio lo que otros tienen sin pararme a valorar la vida que yo tengo. Aprecio más lo que otros parecen vivir con alegría, sin llegar a pensar qué es lo que de verdad ellos sienten. Tengo que ser feliz con mis tesoros, sin desear otros. El camino de la felicidad pasa por aceptar mi presente, mi vida, mi tesoro, sin desear lo que no está dentro de mi camino.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

martes, 17 de noviembre de 2020

¿QUÉ ES LA FIESTA DE CRISTO REY?

 



La fiesta del rey Cristo fue iniciado por el Papa Pius XI en 1925 por la iglesia católica romana y es considerada como una de las últimas incorporaciones del calendario litúrgico del oeste.

Como una consecuencia del rito del último domingo del tiempo normal en 1970, la solemnidad católica es generalmente en la segunda mitad de noviembre, precisamente, entre el veinte y el veintiséis de noviembre.

La fiesta del Rey Cristo no es idiosincrásica por la iglesia romana católica; es que se celebra en muchas iglesias de protestantes por la inclusión de la solemnidad en el Leccionario común Revisado.

Los católicos tradicionales no fueron afectados por la decisión de mover la fecha de la solemnidad por la iglesia romana católica y se celebran en el último domingo de octubre, como fue efectuado.

Aunque la iglesia de los ortodoxos rusos se lo celebra en el último domingo del año litúrgico.

Día de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. expresa el sentido de consumación del plan de Dios.

Conmemora que Cristo es el Rey del universo.

Es el alfa y el omega, el principio y el fin.

Cristo reina en las personas con su mensaje de amor, justicia y servicio.

El Reino de Cristo es eterno y universal, es decir, para siempre y para todos los hombres.

 

 

 

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

 

domingo, 15 de noviembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 15 NOVIEMBRE DE 2020

  



15 de noviembre de 2020


Hermano:

«Al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña»

«Un corazón vinculado, enraizado, atado a la vida humana. Sin miedo a perder el tiempo, el alma y los sueños. Sin miedo a querer con toda el alma, con toda la vida y para siempre»

Alerta máxima: El coronavirus marca un triple récord negativo en Asturias.

La región roza los 800 contagios, suma 23 nuevos muertos y eleva la tasa de positividad al 11,45% en las últimas 24 horas.

Me gusta pensar que el reino de Dios nace como la semilla pequeña y se desarrolla en lo oculto. Hoy escucho: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas». Me gusta la pobreza de los comienzos. La semilla incipiente que muere y da un brote tan pequeño que apenas puede verse. Parece imposible que de una semilla pueda surgir un árbol. Parece todo tan débil. Me resulta incomprensible que de lo pequeño pueda nacer lo más grande. ¿Es siempre así? Los pequeños comienzos de las grandes obras. El reino de Dios actúa como la levadura en la masa en manos de una mujer: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente». Es así siempre en los comienzos. Puede ser así en los momentos en los que parece todo perdido en mi vida. «Nunca me encuentro más a gusto que cuando la esperanza humana decae» . Son momentos en los que el desastre parece inminente, el final de todo lo que había soñado. En ese momento se hace más visible la presencia de Dios. Parece imposible que las cosas salgan bien de acuerdo con categorías humanas. Pero no es así. La semilla pequeña tiene que morir. La levadura tiene que hacer fermentar la masa y desaparecer. El Reino de Dios crece por la noche sin que nadie lo vea. Las obras de Dios, que aparentemente no son nada y parecen irrelevantes ante el poder del mundo con todo su ruido. El poder de los poderosos parece insalvable para mi debilidad. Sólo me queda confiar en que una fuerza superior a la mía irrumpirá en medio de mi vida y hará un milagro. Así me siento yo en medio de la pandemia cuando veo que mis seguridades han caído. ¿Qué me queda? Sólo confiar. O cuando veo que me cuestionan verdades de mi vida que parecían inamovibles. Y cuestionan a los que creo santos. Entonces levanto la mirada al cielo y confío. Vuelvo a confiar mirando a María mi Aliada y espero de Ella la misericordia. ¿Cómo voy a dudar de su poder en mi vida?  «El que con todo su ser y actuar por la alianza de amor se pone como instrumento en el campo del juego divino. Ese se siente tanto mejor y más seguro en las manos de Dios cuando todos los apoyos y esperanzas humanas se rompen. El egoísta yo se rompe y le ha hecho sitio total al divino Tú (…). Dios toma el lugar que le pertenece; es el águila que con sus alas fuertes lleva a los débiles polluelos hacia el sol; es el imán que atrae toda la debilidad humana» . Me dejo llevar en las alas del águila porque solo no puedo elevarme en las alturas. En las alas del águila sólo aspiro a tocar el sol. Voy directo hacia el cielo. Me dejo llevar y dejo de temer. No pongo mi confianza en mis propias fuerzas. La semilla más pequeña dará como fruto un árbol inmenso. El poder del árbol nace de una semilla insignificante. Para los hombres todo parece imposible. Pero para Dios nada lo es. En momentos en los que caen mis esperanzas humanas, mis planes mezquinos soñados en mi corazón. En esos momentos en los que me siento abandonado, miro al cielo y miro a Dios. Mi esperanza está puesta en ese sol que ilumina la oscuridad de mi camino. Nada temo.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 7 de noviembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 8 NOVIEMBRE DE 2020

  



8 de noviembre de 2020


Hermano:

«Padre. Donde dos o tres están reunidos en mi nombre allí estoy en medio de ellos»

«Quiero vivir volcado en Dios, en su amor que todo lo llena. Necesito ahondar, cavar hondo dentro de mi alma. Buscar a ese Dios escondido que quiere darme la paz para que viva en su presencia»

Asturias alcanzó ayer un nuevo máximo diario de infectados: 581; los médicos del HUCA temen el colapso como en Cabueñes.

Hoy me he puesto la ropa de trabajo. Levantando mi alma por encima del viento. Y he pensado, y he soñado, levantar el vuelo o caminar despacio. Apuntar las cosas que se me olvidan para nunca olvidarlas. Recoger en una bolsa lo que me ha sobrado para cuando me falte. Limpiar la mesa y todo lo que me rodea para tener buen ánimo, despejando la pena. Olvidar los insultos, las difamaciones y las injurias que un día guardé cansado, para no mantener el rencor en el alma, ese rencor que tanto duele. Pintar el amanecer despacio, a golpe de pincel, lleno todo de sol y de claros, justo en medio de la tormenta. Cantar una canción alegre cuando las melodías que entono parecen tan tristes, concordes con el tiempo. Recorrer a paso firme el cielo estrellado caminando sobre nubes. Sostener en volandas las ilusiones benditas, esas que la vida se empeña en marchitar de vez en cuando. Acariciar cansado la piel que más me duele, allí donde la herida avisa con revivir. Sostener los recuerdos que amenazan con irse dejándome vacío. Dibujar una cruz bendita sobre el cielo, señalando el camino, el más seguro fin de tantos pasos. Labrar un sendero oculto entre los bosques, un sendero escondido, virgen, nuevo que mis pasos quieren hollar primero. Silenciar con un gesto los gritos más airados que escucho entre las sombras, y mantener un silencio, una paz acordada, sin muchas estridencias. Escribir con mano firme los sueños que he engendrado, casi sin darme cuenta, a base de mirar más alto, o más lejos. Posponer sin miedo las citas prescindibles y agendar citas nuevas, haciéndolo todo nuevo una vez más en mi vida. Inventarme excusas para no vivir triste, conteniendo sollozos. Sofocar con un grito los miedos de mi alma, esos miedos guardados intentando acallarlos. Saber con certeza que más tarde o quizá más temprano saldrá el sol de nuevo en medio de mi vida. Todo esto he pensado mientras pasaba el tiempo muy dentro de mí mismo. Mientras el cielo azul se tornaba grisáceo con el paso del día. Mientras el mar se alejaba muy dentro de mi alma, calmándome las olas. Ese lugar recóndito en el que Dios habita, allí donde a veces no sé mirar, quizás estoy ciego. Retomo la nostalgia que acalla muy ufana los ecos del mañana. Negándome a vivir lleno de amargos gestos. Miro con esperanza más allá de los miedos. La confianza grata de saberme querido en medio del camino. La mano que sostiene mi mano a cada paso. Ese abrazo sincero que ahora, en estos tiempos de distancias seguras, el alma añora. Quiero inventarme el día con la fuerza de un parto. Un nacimiento nuevo en medio de mi vida. Me quedo sonriendo mientras las horas pasan, dibujando palabras en un blanco preciso. No quiero perder el tiempo. Me levanto tranquilo. Sé que la vida es grata y los sueños preciosos. No me canso de amar, quizás por haber sido amado. No tengo las respuestas a todas las preguntas. Y vago tan ufano por esta vida grande, que supera mis fuerzas y todos mis afanes. Quiero abrazar muy quedo las almas que contiene mi corazón herido. Y miro sin tristeza la vida que he vivido. Las sombras y las nubes. Los vientos y los fuegos. Sostengo entre los dedos los hilos de mi trama, esa que voy tejiendo, de la mano de Dios para que todo encaje. Levantaré las manos al cielo, alabando. Sólo puedo dar gracias, es tanto lo vivido, lo que tengo, lo que he sido, lo que sigo siendo más allá del tiempo que ahora se me escapa. No grito a los que gritan. No huyo del que ataca. Aguardo hoy paciente las noticias más gratas. Y espero a que la vida surja desde la muerte. Tengo hoy en mi alma un anhelo infinito. Seguro que fue Dios el que lo puso un día. No puedo esconderlo, ni dejarlo olvidado. Siempre de nuevo brota esa nostalgia de cielo que consume mis fuerzas. Soy como los niños, río y espero a que me abrace ese Dios escondido en medio de las olas. Calmando mis angustias, levantando mis miedos. Ese Dios que me dice que valgo más que nada y sonríe muy quedo. Ese Dios que me ama como a nadie. Sé que soy su predilecto. Vuelvo a abrir la ventana soñando con el día que amanece. Ahora ya ha pasado el tiempo de la noche. Sonrío, el aire se calma y el alma duerme.

El otro día me definían a una persona con palabras fuertes. Me decían que esa persona era ególatra, que buscaba el poder de forma desmedida y que si no lo poseía y dejaba de estar en el centro haría cualquier cosa para recuperar su posición de liderazgo. Me impresionó el juicio sobre aquel a quien yo no conocía. No sabía muy bien el motivo de su desahogo. Quizás me parecieron exageradas sus palabras. Tal vez nadie debería describir así a otra persona, sin caridad. Quizás podía tener razón en alguna de sus percepciones. Dejé de pensar en la persona en concreto y me centré en aquello que despertaba en mí disgusto. El ansia de poder desmedida, el deseo de estar siempre en el centro. Me quedé pensando en mi vida y en la de tantos. ¿No es acaso la búsqueda de poder una tendencia muy común en el alma? Quiero controlarlo todo, quiero saberlo todo, quiero estar al mando, en el centro, quiero que las cosas se hagan a mi manera, como yo creo que es mejor. Me cuesta exponerme a que fracase un plan por haber delegado demasiado. Los demás fallan y cometen errores, yo no, pienso. Es el deseo de poder un ansia que crece en el alma con fuerza. ¡Cuántas veces busco el centro de forma desmedida! Mi ego, mi pobre y herido ego, crece por encima de cualquier otra motivación queriendo ser amado. Es como si quisiera vivir en el centro para experimentar el reconocimiento y descubrir que soy valioso. Es como si quisiera que todo pasara por mí para que nada quedara navegando a la deriva. Quisiera que me informaran siempre, que me pidieran consejo, que me pidieran incluso permiso para hacer tal o cual cosa. Cuando mi ego es desmedido acaba enfermando el alma. Es así de duro. Cuanto más giro en torno a mi yo, a mis necesidades insatisfechas, a mis proyectos incumplidos, a mis sueños no realizados, más frustrado me siento con este mundo que no valora todo lo que hago, todo lo que doy, todo lo que sé y controlo. Vivir pendiente del ego es una enfermedad en la que el hombre cae con facilidad volviéndose un ser egoísta y ególatra. Adora su ego. Adoro a mi persona. ¿No soy acaso testigo de esta debilidad en mi propia vida y en la de tantos? El deseo de poder, de control, de saber. Un ansia desmedida de ser reconocido por el mundo, por Dios. El egocentrismo me lleva a vivir limitado, atado, encerrado dentro de las barreras y murallas que va construyendo mi ego enfermo. «Si la naturaleza humana se retira de su prisión en Dios, cae en la prisión de un ídolo. En última instancia, tarde o temprano se ahogará, esclava del yo y poseída por el yo. Enfermará psíquicamente y arrastrará también al cuerpo a la enfermedad. Esta es la imagen que ofrece el hombre moderno, fugitivo de Dios y psíquicamente enfermo. Para recuperar la salud, el hombre moderno depende esencialmente de su regreso al tú personal divino. Si no halla el camino hacia él, su naturaleza no alcanzará plenitud y no podrá sanar» . Esa enfermedad del egoísmo acaba turbando mi alma. Tengo claro que el corazón que vive así acaba enfermo, raquítico y herido por dentro, como comenta el Padre. ¡Qué difícil resulta salir de mi prisión interior! Todo me afecta, todo me duele, todo me inquieta y me pone inseguro. Necesito crecer para salir fuera de mí, de esa prisión interior que me he construido adorando mi ego. Un ídolo que ha reemplazado a Dios en mi corazón. Me digo que es Él el centro, que sin Él no puedo vivir ni caminar. Me equivoco. Soy yo el que está en el centro. Yo el que quiere sobresalir siempre. Quiero que el mundo gire en torno a mí. que las personas reaccionen como yo deseo. Mi alma enferma se busca a sí misma. «El amor propio es un impulso primordial de desarrollo y conservación de sí mismo. Está originariamente asociado y relacionado con la naturaleza de todos los seres vivientes. Un ser viviente que no se ame a sí mismo habrá de sucumbir. Sólo que puede resultar difícil trazar la línea divisoria entre amor propio y egoísmo» . El paso que me lleva a convertirme en un ególatra enfermo es una línea muy sutil. Puedo traspasarla sin darme cuenta buscando calmar la sed de amor que sufro. Quiero ser reconocido más de lo que realmente necesito. Me obsesiono. La obsesión es una enfermedad que atenaza mi voluntad impidiéndome dar un paso fuera de mí, un paso que me libere de mis esclavitudes. Por eso necesito anclarme en el corazón de Dios para dejar de vivir buscando ídolos que calmen mi sed infinita, mi necesidad de amar y ser amado. Quiero vivir volcado en Dios, en su amor que todo lo llena. Necesito ahondar, cavar hondo dentro de mi alma. Buscar a ese Dios escondido que quiere darme la paz para que viva en su presencia. La paz de Dios que tanto necesito. Quiero descansar en Él y que Él lleve el gobierno de mi vida. No quiero mandar yo, no quiero ser el centro, ni decidir lo que se hace o se evita a cada paso. Es una decisión que tomo buscando mi libertad, mi plenitud. Lejos del amor a los ídolos brota con más fuerza un amor generoso. Lejos de mi ego enfermo el tú se convierte en alguien que despierta mi misericordia. Me acerco al que más me necesita. Lo busco junto a mí, pero fuera de mí, saliendo de mi prisión ególatra. Vivir es vivir amando, entregando, no guardando.

Una cosa es la fe, mi experiencia de Dios que me lleva a creer y otra aquello en lo que creo. Creo porque amo. Creo porque me he encontrado con Jesús y Él lo ha cambiado todo en mi vida. Creo en Él que me acompaña en medio del caos, en medio de la incertidumbre y sostiene mis pasos. Esta fe es la más importante. A menudo le pido a Dios que aumente mi fe, que la haga más sólida, más firme. No le estoy pidiendo que aumente el número de cosas en las que creo. Lo que deseo es que aumente esa fe en Jesús que me hace amarlo con más fuerza. Le pido que me enseñe el camino más claro, que me abrace por la espalda para no sentirme solo. Esa experiencia profunda es la que determina si soy realmente creyente o no lo soy. La profundidad de mi fe. Las raíces hondas que se adentran dentro de la tierra de mi alma. En lo más hondo de mi ser. Esa fe es la que necesito reforzar. Nada podrá cuestionarla. Comentaba Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «Nuestra fe es en un Dios que se entrega y se derrama. Cuerpo entregado, sangre derramada. ¿Tú te crees que se puede tocar a Jesús? Extiende la mano y cree que está. Si no te lo crees te paralizas. Tengo que extender la mano. Estás tocando la vida. Esto es la fe». Mi fe es muy concreta, es personal. Creo en Él. Creo en su verdad en mi vida. Creo que puedo tocarlo en medio de mi camino. Creo que me mira conmovido cada mañana y me enseña a caminar. Esta fe es la que me sostiene en tiempos de incertidumbre. Siempre he sentido la vulnerabilidad en mi vida. He notado mi fragilidad y he visto la fugacidad de los momentos de cielo. He palpado la herida en la piel, en el alma. Y he sabido que sólo su poder, el de ese Jesús enamorado, podría sanar mi corazón herido. Esa fe es la que me sostiene cuando no sé muy bien cómo va a seguir el camino. No alcanzo a comprender la niebla que oculta mis siguientes pasos. La fe en Jesús me ilumina siempre. Así ha sido desde que me encontré con Él en el camino. Eso me da tanta paz. No sé si mi fe es a prueba de golpes. La vida me los dará, ya lo ha hecho, y pondrá a prueba la hondura de mi amor creyente. ¿Dejaré de creer cuando las cosas no sean como yo había soñado? Veo a personas que pierden su fe cuando las circunstancias se tornan muy adversas. Perecía que Dios era estupendo cuando sus planes se realizaban sin contratiempos. Y súbitamente todo cambia y se complica. ¿Permanece viva la fe? Es como si muriera de golpe y aquel Dios amoroso en el que se creía desapareciera delante de los ojos. Se esfuma la fe como un leve barniz extendido sobre la piel. Le pido cada día a Jesús que aumente mi fe. Que la haga honda para que no dude de su presencia, de su amor. He escuchado oraciones tan valientes que se han quedado reducidas a poesía cuando la vida ha seguido otro rumbo. Cuidado con lo que prometo, con el amor eterno que aseguro. Cuidado con esas promesas dichas en el momento de felicidad, como Pedro en lo alto del Tabor que quería que ese momento fuera eterno. La fe probada es la que merece la pena, la que importa. Sobre esa fe de raíces firmes quiero yo asentar mi vida. Tocar a Jesús con manos firmes. Sujetándome a Él en medio de mis miedos. Leía el otro día hablando sobre el verdadero cristiano: «No se ve liberado del sufrimiento, pero sí de la pena de sufrir en vano. Su fe no es una droga ni un tranquilizante frente a las desgracias. Pero la comunión con el Crucificado le permite vivir el sufrimiento sin autodestruirse ni caer en la desesperación» . Vivir unido al crucificado me da fuerzas para caminar, para subir montes, para aguantar enhiesto fuertes tormentas. Esa es la fe que suplico cada mañana. Luego está la otra fe. Es la que me permite creer en ciertas cosas, en aquello que la Iglesia predica como valores fundamentales de nuestra fe. Es el contenido del depósito de la fe. Aquello en lo que creo por el hecho de ser cristiano y seguir a Jesús. Ese contenido de mi fe determina mi manera de vivir. Va modelando mi estilo de vida. Configura mi forma de enfrentar las dificultades, la vida misma. Tengo que saber dar razones de mi fe cuando los que no creen me pidan que explique por qué yo sí creo. El contenido es menos importante que la persona en la que creo. Pero es valioso confrontarme con esas verdades y ver cuánto creo en ellas. Tienen que ver con la vida de Jesús, con su forma de amar y entregarse por los demás. Creo en ese Jesús que ama y vive anclado en el corazón de su Padre. Necesito profundizar en esas verdades. Saber por qué la Iglesia afirma ciertas cosas. Pero esa fe sin estar apegada a la persona de Jesús se queda convertido en algo superficial que no me da la vida. Hoy le pido a Jesús que aumente mi fe en Él. «Una fe garantizada y sostenida por Dios, que de todas maneras tiene la seguridad de un ‘péndulo’ que cuelga flojamente. Vivimos frecuentemente en verdades que consideramos muy evidentes, pero que en sí mismas constituyen una gran audacia» . Le pido a Dios esa fe que me haga creer y confiar contra toda esperanza. Que me permita vivir atado a su corazón para saber en qué creer y qué pasos dar.

Mi corazón no está tan abierto al cambio como a veces afirmo con los labios. Digo que sí, que soy flexible y abierto a lo diferente, a las novedades, a las innovaciones necesarias en la vida. Que estoy dispuesto a dejar de hacer lo que no me da vida y elegir siempre lo que me hace crecer como persona. Que voy a optar, digo, por los demás, antes de buscar egoístamente mi propio interés, pero luego veo que no es así. No acabo de querer cambiar porque cualquier cambio es difícil. Y cuando luego cambio, y me libero, en cuanto comienza la sed y el hambre tan propios del camino, tiemblo y me acuerdo de placeres pasados nunca olvidados. Hoy escucho lo que Dios le decía a su pueblo que le había mostrado su rebeldía: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras». Ese pueblo, hijo de sus entrañas, había dudado de su amor infinito en medio de las dificultades del desierto. Había tocado el hambre y la sed (Ex 17,3): «¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Para matarnos de sed, junto con nuestros hijos y nuestros animales?». A menudo me quejo de Dios cuando las cosas no van tan bien como esperaba. Y le echo la culpa a Él de mis propias decisiones, por haber sido valiente. Algunas de esas decisiones fueron acertadas. Otras tal vez no lo fueron tanto. Ya no lo sé bien. Creí seguir a Jesús en muchas de ellas y eso alegró mi corazón. En otras decisiones seguro que esquivé sus pasos y seguí intuiciones falsas creyendo optar por su camino. Lo cierto es que cuando vuelvo a tener sed, o hambre de cielo en medio de mi desierto. O cuando mi alma sueña con tierras más verdaderas o con manjares más exquisitos que los que ahora poseo. En esos momentos en los que deseo un vergel que dé descanso a mis huesos. Entonces cuando sólo encuentro ante mí un secarral, es cuando todo mi ser desea un abrazo eterno que calme esa necesidad tan mía de ser amado. En esos momentos tan fríos y duros en los que me siento solo. Es entonces cuando vuelvo la mirada altiva a Dios y le exijo obras que no veo y frutos que no contemplo y una paz que no me abandone. Y entonces me veo como ese pueblo en el desierto recordando, siendo libres, esa tierra de la esclavitud abandonada a sus espaldas, esa tierra llena de manjares nunca olvidados. Esa tierra que retenía mis pasos cuando eran esclavos y se apegaban a la tierra sin alzar la vista al cielo. Porque en la esclavitud el pueblo judío, como yo mismo, no tenía hambre, ni sed. El corazón busca saciarse con bienes pasajeros que colman sólo por un tiempo. Pero con el paso de la vida me olvido de su fragilidad y los idealizo. Y pienso que aquellos manjares tan fútiles eran mejores que las renuncias de este camino. Y sueño con el pasado ya pisado. Y anhelo un futuro que se torna incierto. Sé que llevo grabado en mi pecho el deseo de un paraíso que aún no veo. Y por eso me duelen más las piedras del camino. Pero sé que esa promesa de Dios en mi vida es real, porque por algo he nacido con ese vacío tan grande en el corazón. Me identifico con las palabras de C. S. Lewis, hablando de este anhelo de vivir en el lugar perfecto: «El hambre del hombre prueba que proviene de una raza que repara su cuerpo cuando come, y que habita un mundo donde comer sustancia existe. De la misma manera mi deseo de habitar en el paraíso es una buena indicación que tal lugar existe» . El paraíso existe dentro de mí como un deseo. Y se proyecta en el tiempo hacia la eternidad donde será cierto. Si no fuera real tengo muy claro que mi corazón no lograría dibujarlo con tanta nitidez todos los días en mis entrañas. Lo que anhelo tiene que ser real, aunque aún no logre poseerlo. Por eso no quiero olvidar la tierra prometida por Dios para mi vida, ni dejar que ese sueño de plenitud se desdibuje de mis ojos. Miro el desierto y tiemblo detenido delante de la roca seca que no me da agua. Y clamo a Dios indignado echándole la culpa hasta de mis pecados, bendita ingenuidad de niño pequeño y torpe que estalla delante de su padre. Le acuso de aquello de lo que solo yo soy culpable. Si me hubiera ayudado entonces, pienso enojado, no hubiera cedido a esa tentación seductora. Si hubiera detenido mis pasos orgullosos no habría caído de nuevo. Pero Dios no es así. No es un Dios que evite mi caída. Respeta mi libertad. Él seduce mi corazón, nunca lo fuerza. Él no se impone a mi voluntad tan débil buscando que lo siga por los caminos. Él espera paciente a la puerta de mi corazón, pidiéndome que no se endurezca. Y al mismo tiempo que me llama a dar la vida, no me lo pone tan fácil. No pone a mi disposición todo lo que preciso, todo lo que anhelo. Deja crecer en mí un deseo insaciable, para que no me quede quieto, para que no me conforme. Eso lo he ido descubriendo con los años. Simplemente me pide que confíe en sus planes, y aprenda de su forma de hacer las cosas. Quiere que lo descubra a Él oculto en la roca áspera del desierto de mi vida. Que sepa probar su dulzura en los días amargos. Y que sepa mantener la calma en las tormentas aciagas, cuando todo se oscurece. Quiere que sepa encontrar su mano sueva en medio de mi vida cuando siento que voy a la deriva. Me gusta ese Dios que me enamora con su presencia.

Hoy Jesús me pide que ablande mi corazón para que sepa amar a mi prójimo. Quiere que él esté en el centro de mi corazón caritativo: «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera». Y tiene razón Jesús. Si lo amo a Él en el prójimo tendré vida para siempre. Leía el otro día algo muy verdadero: «La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y revisar todas nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios. Esta identificación de las relaciones entre los hombres y Dios es la única forma de saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida» . La forma que tengo para relacionarme con mi prójimo tiene mucho que ver con la forma que tengo para estar cerca de Dios. Pienso en todos los aspectos que marcan mis relaciones. Peco de egocéntrico y dejo de mirar a los demás. Se me olvida que soy familia, que tengo hermanos, que amo de forma concreta al que vive a mi lado. Sus problemas son mis problemas. Sus preocupaciones son las mías. Sus miedos los comparto. ¿Cómo cuido a mi hermano? A ese que está a mi lado y me cuesta por detalles pequeños. Lo ignoro y no me pregunto qué siente, qué le pasa, qué le preocupa, qué le alegra. No sé cuáles son sus sueños en estos momentos. Desconozco dónde residen sus miedos más profundos. No quiero deber nada más que amor. No quiero dar nada más que mi vida. Pero mis relaciones humanas se centran a veces en la utilidad. Las ventajas que me da la amistad de una persona, o su amor conyugal. El beneficio que saco, el bien que me hace. Alejo de mí a los que no son tan válidos, a los que no me aportan tanto, a los que no me benefician. Y busco al que todos buscan, al exitoso, al que produce y hace las cosas bien, al eficiente. Hoy Jesús va más allá y quiere que en mis relaciones aprenda a ser sincero y a ayudar a crecer a los que Dios me confía. Me lo dice con palabras duras que me resultan difíciles de entender. Hoy Jesús quiere que ayude a mi hermano a ser mejor. No se trata de que pretenda que sea como a mí me gustaría que fuera. No se trata de eso. Sólo quiere que le diga lo que sería bueno mejorar. A veces hay personas empeñadas en que yo sea como ellos desean. Leía el otro día: «Deberías ser como yo, me dicen. Cuando muestro mi verdad todos quieren controlar mi comportamiento. Investigan cómo convencerme para hacer lo que ellos quieren. Son capaces de llegar a donde sea para controlarme». Eso no lo quiero. No deseo controlar a los demás ni decirles lo que tienen que hacer. Ellos harán su camino. Pero sí lo que Jesús quiere es que no me calle, que hable, que le diga, que rece por él, que le acompañe, cuando siento que tengo que hacerlo. Tendré que verlo en mi corazón. Miro a mi hermano y si veo que peca, que sigue un mal camino y se va a perder. En ese caso puedo hacer lo que hoy escucho: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano». Jesús quiere que no me calle lo que veo que mi hermano puede mejorar. El profeta me decía que yo era como una atalaya: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel». Me ha colocado en lo alto para que vea cómo educar a los que pone en mis manos. Es verdad que mi religión me une con mi hermano, no me aísla. Por eso entiendo cómo es mi amor a Dios: «¿Qué religión es la nuestra?, ¿hace crecer nuestra compasión por los que sufren o nos permite vivir tranquilos en nuestro bienestar?, ¿alimenta nuestros propios intereses o nos pone a trabajar por un mundo más humano?» . Puedo callar para caer bien. Puedo ser cobarde y no decir lo que pienso para que no me hieran, para que no me ataquen. Puedo no exponerme ni arriesgarme callando lo que muchos piensan. Es cobardía quizás. Otras veces puede ser prudencia cuando sé que mi hermano no va a aceptar mi comentario. No va a ver en mis palabras una buena intención. Pero tengo claro que soy parte de un todo. Y lo que le afecta a mi hermano me afecta a mí. Sus caídas son las mías. Y sus errores se adentran también en mi piel. Jesús lo expresa con claridad: «Os aseguro, además, que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». ¡Qué importante es aceptar que soy parte de una comunidad de cristianos que aspiran a la santidad! Nuestras vidas están unidas en solidaridad. Todo lo de mi prójimo tiene que ver conmigo. Vivir en comunidad es el camino para vivir en Dios. No estoy solo. El amor me une al que está a mi lado y formo entonces parte de una gran familia. Esta conciencia me gusta. Donde dos o más se reúnen en el nombre de Jesús, Él está en medio. Allí donde dos o tres lloran y claman al cielo. El dolor de mi hermano es mío y también su alegría. Por eso no me es indiferente su pecado ni su mal. Tampoco su mentira, su orgullo o vanidad. Todo tiene que ver conmigo. Mi lucha por la santidad afecta a todos. «Así el amor de la Familia nos da alas para refrenar con ahínco las malas pasiones y esforzarnos por la más alta santidad, con vigoroso espíritu de sacrificio y sencilla alegría». El amor de la familia me da fuerzas para luchar. Igualmente, el pecado y la debilidad de los míos, de los que amo, tira de mí hacia abajo, abandonándome si rumbo. Mi vida está tan unida a la vida de los que forman parte de mi camino. 

El desconocimiento de lo que hay en el propio corazón es un mal muy común. Cuánta gente conozco que no se conoce de verdad. No saben por qué sienten tal o cual cosa. Y serían incapaces de ponerle nombre a lo que les pasa. Sienten dolor, pena, rabia, tristeza, alegría. Pero desconocen las razones más profundas que alteran el mar de su alma. Viven creyendo que los que están mal son los otros, que todo lo que ellos hacen está justificado. Se sienten contentos con su vida incluso cuando reciben críticas que rápidamente descartan. Achacan estos comentarios a la envidia y a los celos de los demás. Nunca ven en sus actitudes algo defectuoso. Si pecan de egoísmo dirán que se lo merecen, que otras veces han tenido menos y han renunciado a más. Si los acusan de falsos, dirán que son veraces y son los demás los que ven las cosas de forma equivocada cayendo en la sospecha. Si los acusan de mentirosos, encontrarán alguna razón para haber ocultado la verdad. Si es la pereza lo que llama en ellos la atención, argumentarán que ellos han trabajado más que nadie y se merecen ahora un buen descanso. Se sienten puros, sin mancha y todo lo que hacen es perfecto. Y son capaces de ver con claridad los defectos del prójimo, la paja en el ojo ajeno, eso sí, salta a la vista fácilmente. Es como si la vida siempre les debiera algo. En esa lucha por sobrevivir desde el desconocimiento de su corazón viven en tensión con su prójimo. Se sienten siempre amenazados. No aceptan las críticas, porque nunca ven su lado verdadero, su cara oculta. No se conocen y se engañan justificando todas sus deficiencias. Incluso en su ignorancia se convierten ellos en los que están en lo alto de la atalaya criticando y juzgando las actitudes del mundo. No sólo no se conocen, sino que se creen con derecho a condenar a los demás por lo que hacen mal. No resulta tan sencillo entonces decirle a veces a mi prójimo aquello en lo que puede mejorar. No siempre va a entender mis palabras y va a aceptar agradecido mis comentarios. No siempre va a creer en mi buena intención. Hoy Jesús es muy claro con sus palabras y su petición me toca por dentro. Tengo que acercarme al que va por el camino equivocado para ayudarle a mejorar. Y luego no apartarme de su lado. No dejarlo solo. Socorrerlo cuando necesite mi ayuda para caminar. En definitiva, mis relaciones humanas y lo que predomina en ellas reflejan mi forma de relacionarme con Dios. Todo está muy unido en mi corazón roto. Lo humano y lo divino van de la mano. Mis vínculos humanos y la forma como los vivo me ayudan a vivir más anclado en Dios, a vivir más dentro de Él. Mi manera de mirar a los demás tiene que ver con mi forma de mirar a Dios. Mi forma de ayudarles, mi actitud cuando me ayudan a mí diciéndome lo que podría hacer mejor, tiene que ver con Dios. Tengo mucho margen de mejora y puedo acoger las críticas para mejorar y hacer las cosas de forma diferente. Hoy miro a Jesús que me enseña a vivir en familia, en comunidad. Tengo que abrirme para dejarme ayudar. Tengo que mirar a mi prójimo para ayudarle y no pensar solo en mí. Una mirada así es la que Dios me regala.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

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