martes, 30 de marzo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 31 DE MARZO DE 2021

 





31 de marzo de 2021

 

Hermano:

«Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; y otros cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino»

«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo se guardará»

«La vida sólo merece la pena ser vivida si se entrega sin poner barreras al viento y al amor. Me gusta ese rey montado sobre un borrico en este día de fiesta»

Crece el ritmo de vacunación en Asturias: el 13% de la población ya ha recibido al menos una dosis.

El pasado viernes se superaron por primera vez las 6.000 vacunas administradas en una misma jornada.

La Semana Santa es la semana más sagrada del año. No quiero dejar que pasen los días sin hacer nada. No quiero que se me escape una oportunidad de acompañar a Jesús en su camino a la muerte. Es un tiempo santo que tengo ante mis ojos. Una oportunidad para tocar el cielo. Quiero abrazarme a ese Jesús que sufre el rechazo, el abandono y toca el dolor de la soledad. Ama hasta el extremo y es odiado hasta la muerte. Algunos lo aman y acompañan de cerca al pie de la cruz. Otros en su amor lloran su pérdida pero les falta valor para acercarse al madero del que pende. No se atreven a luchar por Él, a dar la vida. No se arriesgan porque no quieren perder lo que ahora poseen. Saben que el grano de trigo tiene que caer en tierra y morir, pero no saben nada de la vida eterna. No comprenden la resurrección que todavía no acontece. Estos días de Semana Santa están marcados por el dolor, la angustia y la consternación de los más cercanos. Yo me he acostumbrado a tomar distancia del dolor. Prefiero encapsularlo y olvidarlo, prefiero pasarlo por alto hasta llegar a momentos más felices en mi vida. No me gusta el sufrimiento, ni la muerte. Detesto la enfermedad que ahora se aferra a la piel en esta pandemia. No quiero sufrir la pérdida. Creo que la Semana Santa es una ocasión para vivir el paso de Jesús por mi vida. He vivido la Cuaresma intentando preparar el corazón. Queriendo que Jesús toque mi alma y trabaje mi interior para acompañar a Jesús como María, como Juan, como las santas mujeres. No quiero quedarme lejos pensando en otras cosas sin darle importancia. No quiero volverme inmune al sufrimiento de los hombres. Su dolor es el mío, no puedo ser ajeno. No puedo quedarme quieto sin hacer nada, sin acercarme, sin socorrer al débil, sin salvar al desvalido. Quiero que mi corazón se vuelva más humano. Hay personas cerca que recorren su propio Via crucis. Sufren en soledad y no encuentran ni la compasión de la Verónica camino al Calvario. No son comprendidos en su debilidad, en su miseria. Yo no quiero dejar de vivir la Semana Santa de los que más sufren. Por eso quiero vivir a fondo estos días, para aprender a vivir cerca del crucificado. Aprendo a acompañarlo por los lugares sagrados que recorro. Desde la entrada en Jerusalén el domingo de ramos. Pasando por Betania donde descansaba cada noche. Acercándome al templo del que echaba a los vendedores. Recorriendo esas calles de Jerusalén por las que pasó predicando. Y luego el Cenáculo, en el que tuvo lugar la última Cena. Y después el huerto, en el que siempre rezaba, y especialmente esa noche sudó sangre, tanto era el miedo y la entrega. Y los ángeles lo consolaron. Y entonces, entregándolo todo, halló la paz. Acompaño sus pasos cuando fue apresado y llevado a esa cisterna en la que iba a pasar su última noche entre los hombres. Y su madre cerca y lejos acompañando su dolor. Y luego ese juicio en la noche y por la mañana del viernes. Para condenarlo a muerte lavándose las manos. Y el dolor de esa muchedumbre que ahora prefería a Barrabás antes que salvar al que había dado su vida por amor. Y entonces recorrer esos últimos pasos cargado con su madero. El via crucis camino al Calvario. Los gritos, María cerca queriendo consolarlo. Estaba haciendo todas las cosas nuevas y yo no entiendo, ni nadie en ese momento. El silencio de Jesús, muy dentro de sí mismo, viviendo este momento en soledad, unido a su Padre, con paz profunda. Y el Calvario imponente con esas tres cruces. Los dos ladrones a ambos lados. El bueno y el que no supo ver a Dios muriendo en un madero. Y unos pocos amigos, mujeres, Juan y su Madre al pie del suplicio. Y sus últimas siete Palabras, las vuelvo a escuchar rememorando su dolor y sus lágrimas. Quisiera estar cerca para consolarlo, para darle agua, para calmar su pena profunda por ese rechazo de los hombres a los que tan solo había querido amar dando su vida. Quiero recorrer cada paso de estos días sin perderme nada. Pienso en el viacrucis de tanta gente a mi lado. Esa Semana Santa que paso por alto porque tengo otras cosas importantes que hacer y descuido lo importante. Quiero vivir estos días con un sentido. Es una Semana Santa especial después de un año lleno de tantos dolores. Confío y toco la cruz que me salva, me eleva.

Comienza la Semana más santa del año y después de cuarenta días de Cuaresma veo que yo no soy más santo que antes. Puede que estos días sean santos, pero mientras yo no lo sea nada va a cambiar en mí. No veo que sea más de Dios, ni más dócil, ni más niño, ni más puro en la mirada. Esa santidad que es un don es justamente lo que quiero. No pretendo sólo vivir intensamente esta semana, la más importante del año. En realidad sueño con que algo de la santidad de estos días se prenda de mi piel y me invada el Espíritu Santo calmando todas mis ansias e iluminando todas mis oscuridades. Esos días de Semana Santa que ahora son santos, no lo fueron un día. Esa primera Semana Santa que hoy revivo estuvo llena de pecados. La santidad reposaba en el cordero inmolado en la cruz, en el Hijo de Dios que amó a los hombres hasta el extremo. Pero en torno a Él abundó esos días el pecado. Y donde abundó el pecado, acabó sobreabundando la gracia que trajo su resurrección. Pero en esos días lleno de oscuridad reinaron la noche, el odio, el dolor. El hombre no soportaba un amor incondicional, humilde y misericordioso en sus vidas. No soportaban a aquel hombre que parecía no temer el poder de ningún hombre. Era un hombre de Dios, libre, firme, fiel. Y en torno a Él se hizo fuerte el pecado de aquellos hombres que no soportaban a ese Jesús que pretendía ser Dios, hijo predilecto de Dios, escogido. No soportaban sus milagros, ni sus curaciones en sábado, ni el perdón de los pecados que proclamaba abiertamente. Dijo que era el pan de vida eterna, y ellos no lo creyeron y lo negaron. Esa Semana Santa se hizo fuerte el pecado de todos los que condenaban a Jesús con sus palabras y sus silencios, con sus gritos y sus salivazos. ¡Qué fácil puede resultar condenar al que me resulta molesto e incómodo! ¡Qué fácil despreciar a quien no amo y desear incluso su muerte! Había muchos que hablaban y condenaban la actitud de aquel hombre que parecía blasfemo. No condenaban sus milagros que podían ser dignos de admiración. No condenaban sus palabras que a menudo edificaban el alma. Pero sí condenaban esas pretensiones que sentían ocultas y ellos las imaginaban. Es muy fácil imaginar en los otros actitudes e intenciones que no tienen. O proyectar en el prójimo lo que yo mismo siento y deseo. Es mi palabra contra la del otro. Yo no quiero caer en esos juicios, en esos chismes y en esas críticas. No quiero hablar tanto, prefiero callar. Pero a menudo me veo condenando a los que no actúan como yo espero que lo hagan. Critico a los que destacan, a los que son admirados por otros más que yo y me despiertan envidia. Critico a los que no se comportan como a mí me gustaría, y no siguen mis indicaciones. A los que son infieles, pecadores o simplemente no cumplen la palabra dada, o no realizan lo que les exigen a otros. Entonces me siento pequeño al comprobar lo sucia que tengo la mirada y envenenado mi pensamiento. Llevo en mi interior veneno que vierto con rabia cuando me siento ofendido o se abre sin quererlo alguna herida del pasado. En esos días santos en Jerusalén corrían muchos rumores, muchas críticas circulaban. Se hablaba y se callaba para condenar a un hombre. Callaban los que tenían miedo. Hablaban los que no querían que nada cambiase a su alrededor. Quizás porque sus obras no eran buenas, o tal vez su corazón estaba lleno de pecado. Y entonces surgía la condena de sus labios. No importaba que muriese un hombre por el bien de muchos. Decía el Papa Francisco que sólo la ternura me salva: «La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad». Esa ternura me levanta por encima de mi juicio y de mis condenas. Ternura hacia mi propia debilidad en primer lugar. Porque normalmente es la no aceptación de mi fragilidad la que me indigna con los demás, la que me violenta y vuelve agresivo. La que me hace criticar y condenar porque no estoy en paz conmigo mismo, con mi vida como es, con mi propia historia llena de sombras. La ternura hacia mi corazón me vuelve tierno con la debilidad visible e incluso reconocida de los demás. Esa ternura me vuelve misericordioso y compasivo. Dejo entonces de ser un chismoso, dejo de andar por la vida con habladurías. Tantos hablaban mal de Jesús en esos días santos. Tantas veces soy yo el que vive hablando mal de lo que no hacen bien los otros. No miro mi interior por miedo. Prefiero taparlo dejando mal a los que pueden hacerme sombra y ocultar mi valor. Descalifico a los que tengo cerca de mí, incluso a los que más quiero. El amor que les tengo no impide que los critique, incluso frente a muchos. Condeno sus errores y no hablo bien de sus decisiones nobles y puras. Me río de ellos y los condeno. Me quedo sólo en lo que no hacen bien, resaltándolo. Jesús pasó haciendo el bien. Yo no hago el bien muy a menudo. Jesús observaba todo pero no lanzaba ninguna piedra acusatoria al ver la debilidad del hombre. Sólo se rebelaba contra la hipocresía y la falsedad de los que se creían más sabios. Hablaba contra los juicios que hacían los hombres sobre los débiles. Yo no quiero hablar en estos días. Quiero aprender a enaltecer a las personas sin vivir juzgando sus obras. Guardo silencio. Sólo así seré más de Dios y su presencia hará más santa mi vida.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 27 de marzo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 28 DE MARZO DE 2021

  


28 de marzo de 2021

 

Hermano:

«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo se guardará»

«Dios me ama con locura en mi indigencia. Y sabe que no tengo nada que demostrarle. Todos mis sacrificios se reducen a amarlo a Él desde mi realidad, desde mi vida como es»

Los últimos datos registran que un 11% de los asturianos ya han recibido una de las dos dosis de la vacuna y el 7% de la población ya se encuentra inmunizada.

Barbón pide «un último esfuerzo» para contener la tercera ola de covid en Asturias e Insiste en la necesidad de ganar tiempo para avanzar en la campaña de vacunación antes de que finalice el estado de alarma el próximo 9 de mayo.

Asturias registra el mejor dato de contagios por coronavirus desde finales de diciembre.

Cuando dejo de desear en lo más profundo de mi corazón, ¿llega la muerte? Quizás sí, o puede ser que sólo llegue el sinsentido. El vagar por el mundo sin desear nada más, sin soñar, sin esperar un tiempo mejor. Sólo sobrevivir una hora más, un día más en medio de hondas tristezas. Los deseos nacen y mueren. Algunos desaparecen al ser satisfechos y dejan un vacío en el alma. Un deseo que muere deja una alegría pasajera, efímera. Se colma lo que deseo, se alcanza lo que busco. ¿Y después? Surgen nuevos deseos en una espiral que no acaba nunca. O puede que se rompa esa búsqueda y deje de desear. Hay deseos que tengo grabados en lo más hondo. Los he vivido con fuerza, unos más, otros menos. Hay un deseo de infinito que llevo muy grabado en mi interior. Es un deseo que permanecerá insatisfecho, hasta el cielo. Y luego hay deseos que me despierta el mundo y se me han pegado al alma. En mi interior hay un deseo de ser reconocido, admirado, seguido por muchos. Tiene que ver con ese deseo de ser poderoso y lograr todo lo que me propongo. El deseo de ser admirado, el de ser el que más talentos tiene. Son deseos que desaparecen con los desengaños y con el vacío que deja la frustración de no ser tan poderoso como quisiera. E incluso si lo consigo tampoco se llena el alma, permanece una sed honda que duele. Tengo otro deseo, el de ser buscado, amado, necesitado. Me buscan, me requieren y soy feliz. Ese deseo también puede morir dejándome insatisfecho. Los desengaños y las heridas que deja la vida frustran ese deseo. Brota el deseo de pertenecer a un lugar, a una familia, el deseo de tener hermanos y echar raíces. Es un deseo puro y muy humano. Pero también puede morir cuando sufro experiencias negativas de abandono y rechazo, y me siento solo. Nace en mi corazón el deseo de ser correspondido cuando amo y ver realizados todos mis sueños. Los fracasos y abandonos, el rechazo y la no aceptación, me desaniman. Hay deseos más hondos que se resisten a morir. Es el deseo de ser querido en mi esencia, por lo que soy, no por lo que he hecho o conquistado. Es el deseo de recibir un amor incondicional, haga lo que haga. Este deseo hondo permanece vivo más tiempo, pero también puede morir cuando experimento que sólo me quieren si soy de una determinada manera. Los deseos frustrados dejan tristeza y amargura en el alma. Puedo llegar entonces a vivir sin desear. Y ya sólo sobrevivo, sin desear nada más en mi vida. Sin soñar imposibles, sin desear las altas cumbres. O me puedo conformar con deseos desordenados que no me hacen bien, deseos «que están mal ordenados, como diría san Bernardo» . Deseos que me sacian por tiempos cortos y a la larga me quitan las ganas de vivir con un sentido. En la película Soul hay una reflexión que me pareció interesante: «Llevo aquí muchísimo tiempo y nunca he visto nada que me haga querer vivir. Luego tú apareciste. Tu vida es triste y patética. Aún así te esfuerzas tanto por volver a ella. ¿Por qué? Tengo que ver eso. ¿Me comprendes?». Un motivo para querer vivir. Una razón para querer seguir soñando y deseando. El deseo del protagonista parecía frustrarse siempre. Pero él quiere vivir, quiere desear, quiere amar. En realidad el deseo de amar y ser amado no desaparece nunca. Por más que experimente decepciones vuelve a resurgir de sus cenizas. Es el deseo hondo de que mi vida merezca la pena, valga y tenga un sentido. El amor le da dirección y fuerza a todo lo que intento y me propongo. Amar a alguien con toda mi alma, con mi pensamiento, con mis palabras, con mis obras. Y tocar el amor, aunque sea un amor imperfecto. Alguien que me quiere con sus límites y aceptando mis propios límites. Es el deseo de pertenencia, de tener una razón para amanecer cada mañana. Ese deseo no puede morir nunca. Porque si muere significa que estoy muriendo por dentro. Ese deseo último es el de dar la vida por algo, por alguien. Un motivo por el que merezca la pena renunciar hasta el extremo. Me gusta mirar así mi vida. Pienso en todos los deseos que anidan en mi interior. Y me pregunto en qué deseo se arraiga mi propio corazón. Decía N. Lash: «Ninguno de nosotros es tan transparente para sí mismo como para saber realmente dónde tiene puesto el corazón» . No me desanimo por no saberlo. Pero busco detrás de deseos insatisfechos dónde sigue buscando mi alma. Dejo a un lado los deseos ya cumplidos que no me dejaron alegrías permanentes. Y vuelvo a enamorarme de esos deseos hondos que me llevan al corazón de Jesús y a vivir una vida más plena. No dejo de soñar, de desear, de anhelar, lo que aún no poseo. Mi sed de infinito no se sacia. Se hace más honda y sigue buscando en lo más profundo fuentes de agua viva que colmen mi mar.

A menudo me planteo esta vida como un campo de batalla en el que vivo en continuos esfuerzos por llegar a una meta. Me sacrificio, renuncio, elijo y dejo a un lado lo que tal vez deseo. Todo en aras de un fin, de una meta que quiero alcanzar. Y hoy escucho: «Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias». Un corazón quebrantado, roto, entregado, humillado es lo que quiere Dios. El sacrificio que me pide es mi entrega silenciosa y humilde desde mi pobreza. Entonces entiendo cuál es el sacrificio que vale la pena. No quiero ese sacrifico por el que me vuelvo orgulloso. No es esa renuncia que me hace creerme especial y exitoso. Dios quiere otro sacrificio. Cuando sacrifico mi vida por amor y me humillo por amor. En la carrera de la vida aspiro a tocar el cielo y renuncio, para ser más libre. Y me lleno de luz para llegar más lejos. El esfuerzo forma parte de mi entrega, porque recorro la carrera que se abre ante mis ojos y me lleva a Dios. No tengo miedo. Él hará posible lo que a mí me parece imposible. Quiero vivir con calma mis pasos. Con alegría la pertenencia a ese Dios que camina conmigo. «Amor y desprendimiento, o bien, amor y sacrificio, sobre todo en el estado afectado por el pecado original, van inseparablemente unidos en todas las etapas de la vida». El amor y el sacrificio van de la mano, no se pueden separar. Amar me lleva a desprenderme de lo que me ata y me impide amar. Me lleva a sacrificar mis egoísmos y deseos enfermos que atenazan el corazón. Mi amor se vuelve un amor sano cuando crece desde la renuncia. Un corazón quebrantado y roto que ha renunciado a la perfección humana. No pretendo hacerlo todo solo. Mi corazón se ha reconocido pequeño y ha sacrificado su orgullo y amor propio. Es lo que más quiero en esta vida. Mi renuncia más grande es aceptarme pequeño. Reconocer que con mi esfuerzo no puedo llegar a la meta, porque es imposible. No dejo de esforzarme, de caminar, de correr, de luchar. Pero en última instancia me dejo llevar por Dios cuando caigo y toco mi debilidad. No logro ser perfecto, no consigo vencer todas las tentaciones. En este tiempo de Cuaresma he abrazado mi fragilidad. Un corazón quebrantado y humillado, no lo desprecia Dios, no lo rechaza. Ante mi impotencia reconocida y asumida como parte de mi camino Dios se muestra impotente. No se rebela contra mi corazón humillado. A Dios lo que le molesta es el orgullo y la vanidad. Ama mi pobreza y acepta mi precariedad. Sabe que soy frágil, débil e inconstante. Y ante mi corazón herido no deja de buscarme. En esta Cuaresma me muestro pequeño ante Dios. Comenta Santa Teresita del Niño Jesús: «No tengo otro medio de probarte mi amor que arrojarte flores, es decir, no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra, aprovechar todas las pequeñas cosas y hacerlas por amor». No busco el sacrificio para demostrarle a Dios cuánto le amo. Pero la vida misma me da muchas oportunidades de renuncia, de entrega. Me lleva a callar para no herir, a aguardar sin ser impaciente, a hablar con ternura para no manifestar mi rabia. Dios me pide que le entregue todo lo que vivo, lo que sufro, lo que me cuesta. No necesito buscar nada especial. Sólo callar y aceptar la vida como es. Y aprender a guardar silencio para que brote del corazón la voz de Dios. Renuncio al ruido que me saca de mi centro, de mi alma, de mi mundo interior. Leía el otro día sobre ese ruido que me hace daño: «Este ruido suele tener de manera inconsciente una función que no nos atrevemos a confesar: enmascarar y ahogar ese otro ruido que invade nuestra interioridad. Dedicamos esfuerzos sin tregua a ahogar los silencios de Dios» . Mi sacrificio es para que haya en mi interior más paz, más calma, más luz, más presencia de Dios sin ruidos ni interferencias. Rechazo esos ruidos que me alejan de Dios y me enferman. Esos ruidos que me hacen vivir en la superficie. Cavo en mi alma buscando la cueva silenciosa en la que habita Dios, allí donde me ama en silencio. Me esfuerzo por vivir en un silencio profundo en el que escucho su voz. No quiero vivir en la superficie de la vida. Me adentro allí donde no tengo nada que demostrarle a Dios. Nada que pueda acreditar mi valor. Allí, yo solo, quebrantado y humillado, recibo un amor misericordioso de mi Padre. Me ama con locura en mi indigencia. Y sabe que no tengo nada que demostrarle. Todos mis sacrificios se reducen a amarlo a Él desde mi realidad, desde mi vida como es, desde las humillaciones que sufro cada día, desde mis derrotas y fracasos. En el sacrificio de mi orgullo se encuentra mi camino de santidad. Y entonces tengo paz. Él no se aleja de mí y yo puedo habitar en Él para siempre.

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.


sábado, 20 de marzo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 21 DE MARZO DE 2021

  


21 de marzo de 2021

 

Hermano:

 

«La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas»

«Soy una verdad tan amplia que sólo Dios logra apreciar. Soy más que ese relato sucinto contando mi historia. Mucho más que los hechos objetivos que se me atribuyen»

España necesita cuadriplicar el ritmo de vacunas para protegerse en verano.

Sólo Asturias ha logrado inmunizar al 5 % de sus ciudadanos.

Un año del comienzo del confinamiento.

Las normas para Semana Santa: El plan de obligado cumplimiento en toda España fue aprobado ayer con la única reticencia de Madrid. De momento, hay restricciones a la movilidad y a las reuniones con no convivientes.

Me gustaría no perder nunca la paz en medio de mi vida. Quisiera poder mantenerme ecuánime en todo momento ante cualquier conflicto y adversidad que sufra. Anhelo tomar distancia de los problemas y aprender así a contenerme tanto en momentos de euforia como de rabia. Me gustaría mostrarme relajado y siempre en paz cuando todo el mundo a mi alrededor se ve turbado y nervioso. Me gustaría ser pacífico y pacificar a todos los que están a mi lado. Es casi como un sueño. Tantas veces no lo consigo. Y me siento como el protagonista de la película Soul: «No entiendo, siempre que estoy cerca de alcanzar mis sueños, algo se atraviesa». Súbitamente algo se atraviesa y no logro tener la paz reflejada en los ojos. Esa paz que tanto admiro en los héroes que veo. Con frecuencia siento que pierdo la paz y los nervios afloran en mi alma. Veo que se tuercen las cosas y que mis sueños no se hacen realidad y me inquieto, sufro, grito, lloro. Pierdo la paz y me amargo. Y cuando pierdo la paz definitivamente no soy un pacificador sino todo lo contrario. En lugar de dar paz, se la quito a los que me rodean. En lugar de sembrar paz, miro a mi prójimo como a un enemigo en plena batalla. Miro los contratiempos como una injusticia. Miro las derrotas como algo totalmente inmerecido. Me siento turbado ante todo aquello que me pasa y pienso que el mundo desea mi mal. Me gustaría tener paz y ser un pacificador en este tiempo extraño de Cuaresma que vivo rodeado de esta pandemia. Ser capaz de mantener la calma cuando el mar a mi alrededor está tan revuelto y convulso. Comenta Santa Teresita del Niño Jesús: «Que las cosas de la tierra jamás puedan turbar mi alma, que nada turbe mi paz. Jesús, sólo te pido la paz, y también el amor, amor infinito, sin otro límite que tú. El amor que ya no sea yo sino tú, Jesús mío» . Los pacificadores son aquellos que logran calmar el mar de aquellas personas a las que acompañan y lo hacen desde el amor. Sin amor no reina la paz en mi interior y no logro pacificar a otros. Sueño con esas personas que tienen paz. Veo que son la roca de ese acantilado contra que chocan las olas. Quisiera ser yo descanso para otros en horas de mucho esfuerzo. Ser la paz del alma cuando se encuentra alterada. Quisiera ser el sol en medio de la tormenta y las nubes. Y ser un bálsamo cuando las heridas son profundas. Me gustaría ser yo un pacificador en medio del camino para el que más sufre, como lo fue Jesús. Pero me veo a menudo lleno de rencores e iras. Lleno de quejas y malestar. Necesito sin duda que Jesús venga a mí en esta Cuaresma y calme mi océano revuelto. Necesito arrodillarme frente a la cruz como un niño dispuesto a dejar que su mano se pose sobre mi cabeza. Estoy inquieto y quizá es por esta pandemia que ha vuelto locos mis días llenándome de prohibiciones y barreras. Llenándome de miedos e incertidumbres. Miro a Jesús y entonces algo dentro de mí se calma suavemente con su fuerza. Logro reposar en Él todos mis miedos. Y es como si sintiera su mano que se adentra en mi alma para calmarme muy dentro. Quiero tener paz para poder dar paz. Quiero acabar con las guerras en las que alguien lucha contra mí para hacerse fuerte dentro de mi ánimo e imponer rutinas y gestos que no son míos ni de Cristo. Deseo tanto llegar a ser un pacificador como lo fue Jesús que pasó haciendo el bien y sanando el alma de aquellos que caminaban a su lado. Dejo sobre su altar todo aquello que me inquieta y me pone inseguro. Me abrazo al pie de su cruz seguro de que en ese abrazo suyo dejará algo de Él pegado a mi alma. Y entonces siento como un río que baja en mi interior y acaba con tanta inmundicia que ha quedado pegada a la piel con el paso de las luchas y conflictos. Quiero limpiar en esta Cuaresma ese pozo interior que llevo cargado de preocupaciones y problemas. Me detengo callado ante Jesús al pie de su cruz dispuesto a dejarme sostener en su mirada. ¿Cómo no voy a soñar con lo imposible cuando Él me ha dicho que todo lo que sueñe puede llegar a ser posible? ¿Cómo no voy a confiar en Aquel que abrazó a su Madre en el último aliento de vida? Tengo escrito en la mano el nombre de ese Jesús que viene a sostenerme siempre. Y en mi corazón indómito reina Él aunque yo tantas veces no le deje ponerse la corona.

En ocasiones siento que quiero hacer algo importante con mi vida. Algo así como dejar huella en este mundo. Un rastro, un recuerdo, un vestigio de mi paso por esta tierra. Dejar algún bien que puedan recordar otros al pensar en mí. Mis obras, mis palabras, mi fidelidad, mi grandeza. Hay mucho de vanidad en ese deseo del alma tan común. Ese afán por cambiar la historia y dejar una impronta única que muchos puedan recordar. Es como el rescoldo del fuego después de haberse consumido todo. Es el eco de esa canción que nadie olvida y nadie se cansa de cantarla de nuevo. Tengo miedo de pasar oculto por esta vida, pasar al olvido, pasar desapercibido. Como si no hubiera vivido. Como si no hubiera amado. ¿Es posible vivir sin dejar huella? Es imposible. Vivir ya es dejar huella. Ya mis días quedarán grabados en la historia interminable de mi vida, de la vida de los que vivieron conmigo, de los que me escucharon, de aquellos a los que escuché. No es tan sencillo vivir sin dejar huella. Y tampoco es tan fácil dejar la huella que deseo. Puedo cometer un error y ser recordado por el error cometido. Puedo hacer algo mal y que todos hablen de lo que hice mal. Puedo herir y mi herida queda. ¿Y el resto de mis días, de mis buenas obras? Jesús les preguntaba a los fariseos: «¿Por cual de mis buenas obras me condenáis?». No pensaban en sus buenas obras cuando lo condenaban. Se fijaban en la blasfemia de querer ser Dios. Jesús era un problema porque amenazaba con querer cambiar las cosas. Y esos cambios producían inseguridad en los que no deseaban que nada cambiara. Jesús dejó huella imborrable en tantos hombres. Sólo nos constan algunos, los que relatan los Evangelios, sólo tres años de su vida. Pero sus obras fueron muchas. Cuando pensamos en la vida de los santos sólo recordamos algunas cosas, lo que hicieron, pero no sabemos en realidad lo que pasó dentro de su alma en ese encuentro profundo con Dios. No conocemos sus debilidades más hondas. No hemos tocado sus heridas más verdaderas. Han dejado una huella conocida y otra que desconocemos. Porque cada vida deja huellas diferentes. Y depende del momento, del instante en que suceda. Hoy voy dejando muchas huellas en muchos corazones. Nadie conocerá esa huella mía. No importa. No se trata de que todo sea conocido. Creo que detrás del deseo de dejar una huella visible hay mucha vanidad. Está claro que cada uno quiere dejar huella, es lo más humano que existe. Quiero amar y al amar ya dejo huella. El amor que he dado, el que he recibido, es una huella intensa. Pero a veces quiero ser recordado más que otros, o hacer algo importante con mi vida. ¿Qué es más significativo que el amor que entrego? Busco el reconocimiento, la valoración del mundo, la admiración. Ahí está la vanidad. No en querer dejar huella, porque eso es propio de mi carne. Sino en el hecho de querer ser más recordado y admirado que otros. Ahí sí me topo con mi orgullo, con mi amor propio que se niega a ser desconocido e ignorado. En todo caso es buena siempre la pregunta: «¿Qué recordarán de mí cuando ya no esté?». Siempre que pregunto a los familiares de una persona fallecida me conmueven sus respuestas. Por lo general no recuerdan sus logros académicos, ni sus obras en el campo de su trabajo. No mencionan su inteligencia o capacidad para resolver problemas. Se fijan más en su humanidad, en su bondad, en su amor por la vida, en su pasión por la familia. Son esos aspectos de su vida los que han dejado huella profunda y al ser recordados afloran con fuerza. Al final lo que queda de mi vida es lo que otros guardan de mí. Mis palabras, mis gestos, mis abrazos, mis sonrisas. No guardan mis grandes discursos ni quizás mis obras dignas de ser contadas. La huella del paso del hombre es más silenciosa. Entonces me pregunto: ¿Qué huella quiero dejar en esta vida? No necesito realizar una gran obra, tener un trabajo que pueda cambiar este mundo, escribir una obra genial que todos recuerden, construir una obra que todos puedan ver. Pienso en Jesús y en las pocas palabras que de Él guardo. Pienso en sus escasas obras contadas por los evangelistas. Y veo la constante de su vida: su amor, su verdad, su libertad, su pasión por la vida. Así será conmigo. Verán la constante de mi vida. Y lo que de verdad me importa es cómo verá Dios mi vida. No se quedará en mis errores y caídas concretas. Verá toda mi vida con admiración y me dará todo su amor lleno de alegría. Así es su mirada sobre mi vida. Es la huella que más me importa, esa huella que Dios ve oculta en los pliegues de mi historia. Porque lo que no se cuenta, no por no ser contado no existe. Soy la sonrisa al que sufre, que sólo él ve. La mirada compasiva, entre miradas condenatorias. Soy el regalo oculto y misterioso que el mundo no aprecia. El abrazo hondo que levanta al caído. Soy la resistencia en medio del dolor, con alegría serena. Soy la mirada al que sufre y vive abandonado y solo al borde del camino. Soy un nuevo comienzo después de la caída, sin condenar a nadie, sin culpar a otros. Soy la palabra de ánimo dicha al oído. Y la generosidad hecha renuncia que el mundo no aprecia. Soy muchas cosas que nadie ve. Y otras tantas que sólo algunos guardan. Soy mucho más que el juicio o la crítica sobre mi persona. Y mucho más todavía que la imagen sesgada que se han formado desde lo que escribo, dibujo o canto. Soy una verdad tan amplia que sólo Dios logra apreciar. Soy más que ese relato sucinto contando mi historia. Mucho más que los hechos objetivos que se me atribuyen. Aún más que las mentiras ciertas tratando de definirme. Esa es mi verdad, es mi historia y es la huella que quedará grabada. En Dios, en la tierra y en el alma de algunos. Con eso basta. Es lo que quiero hacer en esta vida, vivir en lo profundo.

Jesús viene al lugar en el que me encuentro en medio de la pandemia, en medio del desierto. Viene a tocar mi alma, a salvar mi vida. Me busca en la noche, incluso cuando yo no lo busco. Quiere que descubra su rostro, y yo no reconozco ni el mío. No sé bien cómo soy. A veces me imagino distinto a como me ven los demás. O me veo mejor, o más interesante. O me veo peor, más impuro y pecador. No lo entiendo. Es como si no lograra verme en mi belleza y me inventara otro rostro, otro aspecto, otra imagen. Y esa es la que cuelgo de todas las redes tapando lo que temo ver. Intento confundir a otros, o me confundo a mí mismo, no lo sé. Pero no quiero olvidar quién soy, de dónde vengo, mi historia sagrada con sus sinsabores. Mirarme en mi verdad me sana por dentro. Ocultarme detrás de otras imágenes distintas a mí lo único que hace es retrasar el momento del encuentro con mi verdad, conmigo mismo. Soy mucho más que lo que parece que soy. Hay mucha más vida en mi alma y mucha más belleza. Tengo un miedo oculto a revelarle a Dios mi verdadero rostro. Como si pensara que su juicio fuera condenatorio. Y es mentira. En medio de mi desierto en esta Cuaresma Jesús viene a verme. Camina sobre las arenas, camina sobre las aguas del mar. Camina sobre las estrellas del cielo y viene sigiloso sin que yo casi perciba sus pasos. Me asusta su presencia. Porque no lo esperaba así, de repente. Camina sobre el mar de mi vida sin que yo lo vea. Y le gusta quién soy. Su rostro, apenas lo imaginaba así, pero me gusta. Me alegra esa mirada suya llena de misericordia. Esa mirada compasiva que se adentra en lo más oculto de mí mismo. Y entra una luz que me incomoda. No me acostumbro a verme bajo la luz de Dios, bajo la luz de su mirada. Es como si prefiriera la noche, o el desierto lleno de ruidos, o la vida ajetreada que a menudo se ha convertido en mi escondite preferido para huir de mí mismo y no tener que enfrentar mis contradicciones. Jesús viene a mí súbitamente para abrazarme en medio de la soledad de estos días. Quiero aprender a estar solo para encontrarme con Él. Tendrá algo que decirme, eso espero. Unas palabras de consuelo, una mirada de esperanza sobre ese futuro que tanto temo. Él viene a abrirme la puerta del alma que yo cierro con orgullo. Me cuesta tanto revelar quién soy. Me resulta tan difícil hablar de ese niño que vive en mi alma. Siento que su debilidad no despertará la compasión sino el desprecio. Es lo que creo. Jesús no podrá mirar con admiración a alguien tan pequeño. Me siento tan débil en medio de la noche. Espero que Jesús venga a mí en este tiempo. Quiero que Él me descubra en mi pobreza y me agradezca por no haberme ido lejos, por no haber huido. Miro su rostro y en él veo el mío. Es el rostro que yo siempre he amado. Un rostro alegre, afable, misericordioso. No espera nada de mí. Como una madre conmovida ante su hijo que sonríe o llora en sus brazos, feliz e impotente. Y así me mira Jesús. Y sabe que sin Él yo no puedo hacer nada aunque me empeñe en intentarlo cada mañana. Creo que la Cuaresma es navegar en el mar de su amor, o caminar por las arenas de su playa o de su desierto. Creo que es un tiempo para dejarme encontrar por Él, aunque yo viva buscándolo. Es el tiempo para indagar en ese rostro esquivo que siempre he querido retener en mis ojos. Que me salve de todos los miedos que me confunden. Que me rescate de todos mis egoísmos que me han vuelto esclavo. Su amor me desborda y sus caminos se adaptan mejor a mis sueños, aunque no siempre lo vea claro. Necesito reconocer mi pequeñez para caminar y no taparla.  «Si contemplamos al hombre de hoy lo vemos más indefenso que nunca. Ya no posee la fuerza necesaria para llevar todo a cabo. Cuanto mayor sea la apariencia de autosuficiencia de la gente, tanto mayor es la necesidad interior que tienen de encontrar un apoyo en alguien» . Me siento indefenso, débil, y veo que Jesús viene a mí. No quiero mostrarme autosuficiente. Necesito ayuda, un abrazo, socorro en medio de mi soledad. Jesús aguarda paciente y sabe que lo necesito. Respeta mi momento. Sabe que mi alma puede cobijarle a Él, si me dejo tocar por su brazo firme. Y yo tiemblo queriendo retenerlo, para no quedarme solo. Lo necesito en esta Cuaresma, en esta pandemia que acaba con mi paciencia y aumenta mis miedos. No me va a dejar solo nunca, lo sé, pero dudo y tengo miedo. Y su rostro resplandece en estos días. Me muestra que nunca más voy a perderme. Y mi soledad va a estar poblada de su amor inmenso. Recobro la paz.

Tengo miedo de olvidarme de las promesas de Dios. Me asusta ser infiel y pensar que estoy haciendo lo que Dios me pide, sin hacerlo. Hoy escucho: «En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas». No me quiero reír de los signos que Dios me manda en medio de mi vida. Quizás me falta luz para ver lo que Dios me pide y entender lo que quiere de mí. Quiere que me salve, que deje todo aquello que me hace infeliz, que rompa mi rutina para dejarle entrar. Por la grieta de mi herida se introduce su luz, su gracia, la fuerza de su Espíritu. Pero yo me resisto a vivir roto. Me rebelo contra ese Dios que me quiere perfecto, eso es lo que creo. En ocasiones he escuchado: «Como es su Dios, así es el hombre». Y hay mucha verdad en esta afirmación. La imagen de Dios que llevo grabada en mi pecho me configura. Me hago a imagen y semejanza de ese Dios en el que creo. Por eso es tan importante buscar el rostro verdadero de Dios. Sé que un Dios exigente y juez me hace sentir incómodo en su presencia. No puedo estar ante quien es perfecto y distante. Una especie de Dios inalcanzable que se llena de ira al ver mi pobreza. No creo en ese Dios tan ajeno a mi debilidad. Pero hoy escucho de las infidelidades de aquellos que seguían a Dios. Lo conocían y lo amaban, pero se alejaron de Él. ¿Cuándo tiene lugar la infidelidad? Cuando dejo de mirar a Jesús. Cuando dejo de escuchar su voz y querer comprender sus señales. Relata el texto cómo Dios envió señales para salvar al pueblo. Pero no resultó. Hubo mensajeros que fueron rechazados. Así sucede conmigo. Quiero ser fiel a Dios, a su promesa, a mi promesa. Pero me olvido de encontrarlo en lo cotidiano, en la vida diaria, en lo que me sucede. No escucho su voz. De acuerdo con la imagen de Dios que tengo actúo con los demás. Los amo de la misma forma como pretendo amar a Dios. Un Dios que no perdona mis fallos va haciendo que mi corazón sea igual con mi prójimo. Un Dios que no confía en mí me enseña a ser desconfiado. Un Dios celoso que mira con recelo mi vida hace que yo mire así la vida de aquellos a los que más amo. Un Dios que no perdona la infidelidad me lleva a guardar rencor eterno por todas las heridas sufridas. No acepto que me hieran, no lo perdono. La infidelidad de los demás no puede ser perdonada nunca. Entonces mi corazón se vuelve duro, como el de ese Dios en el que he acabado creyendo. ¿Cómo es el Dios en el que creo? Me gusta pensar en las palabras que hoy escucho. No quiero olvidarme del amor de Dios en mi vida: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti. Que se me paralice la mano derecha, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías». Quiero ser fiel al amor de Dios en mi vida. No me olvido de la fidelidad de Dios que es la que realmente cuenta. Su amor es el que cuenta, el que vale. Y además Él perdona siempre todos mis pecados, mis infidelidades, es el Dios en el que creo. Así lo describe S. Pablo: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos». Así es mi Dios. Un Dios lleno de misericordia que se compadece de mí y me levanta, me salva. Un Dios que me perdona, porque sabe que soy débil y necesito su perdón. Un Dios que me mira conmovido y entiende que mi infidelidad de ahora no es mi última palabra. Puedo volver a empezar, puedo volver a creer en Él, puedo cambiar la imagen que tengo de mi Dios. No estoy condenado a ser infiel eternamente. Su amor es más grande que mi infidelidad. Su perdón más grande que mi pecado. No son mis obras las que me salvan, ni mis gestos grandes de amor hacia mi prójimo. No son mis manos las que se aferran al cielo. Es su misericordia, su mirada compasiva. Ese Dios es el que me llena de esperanza en este tiempo de Cuaresma. Ha salido al desierto siguiendo mis pasos para salvarme y hacerme ver su mano salvadora sobre mi vida. Así es mi Dios.

En el desierto Moisés elevó una serpiente para dar la vida. Y ahora el Hijo del hombre tendrá que ser elevado en lo alto de una cruz para salvar al hombre: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna». La serpiente causa la muerte en el desierto a los que son picados por ella. Y mueren, salvo que miren a la serpiente elevada en lo alto. Es curioso. Basta con mirar la causa de mi propia muerte. Basta con mirar a Jesús muerto para que reviva desde mi propia muerte. Basta con contemplar el final de todo para que vuelva a surgir la vida desde el vacío de mi propio pecado y abandono. No lo logro entender, pero sucede. Jesús vino a traer la luz y yo no veo: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas». Quizás, puede ser, que prefiera mi pecado, mi oscuridad, mis obras malas. Ya no lo sé. Quisiera vivir en la luz y que su cruz iluminara mi camino, pero me asusta que me descubran: «Todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras». ¿Cuál es mi mayor pecado? Me da miedo la oscuridad en la que vivo. Y el miedo a que la luz me muestre en mi fragilidad ante los hombres. Me asustan la soledad y el abandono. Que el mundo deteste lo que no ama y juzgue sin misericordia mi comportamiento y mi debilidad. Entonces la oscuridad es más benévola que la luz, lo reconozco. Quiero vivir en la verdad, eso me lleva a la luz: «El que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». Quiero vivir en la verdad, en el amor. ¿Quién puede saber lo que mueve mi corazón? Sólo Dios sabe cómo soy en mi interior. Los hombres ven sólo mi rostro, mi oscuridad o mi luz, pero no me ven por dentro, no logran navegar en mi alma, no descubren quién soy en lo más profundo. Yo me quedo desnudo delante de Dios. A menudo siento que vivo queriendo mostrar una imagen. Reflejar un ideal que sueño con alcanzar. Me disfrazo de sabio, de santo, de hombre grande, de persona audaz. Pretendo tenerlo todo claro y oculto con pasión mi pecado, mi debilidad, mi herida. Es la habilidad a la que recurro muy a menudo. Sé que soy así, débil. Sé que no puedo vivir lejos de la luz, lejos de la cruz que se eleva para darme vida. Como el sol que nace en el horizonte al amanecer. Me gustaría tenerlo todo más claro, que todo estuviera más seguro. Pero no sé cómo me siento tan débil. No logro entender el sentido de lo que pasa. Nicodemo tampoco entendía las palabras de Jesús, pero lo buscaba en la oscuridad de la noche porque quería conocer la verdad, quería ver la luz. En ocasiones prefiero las mentiras dulces al paladar antes que las verdades amargas. Me consuelo con mentiras agradables que no logran calmar mi sed, dejando de lado esas verdades que pueden desgarrarme el corazón. Alzar la mirada hacia el crucificado me lleva a mirar mi vida en su miseria, en su dolor. No quiero ocultar de mi vista lo que me desagrada. No quiero eludir las dificultades, las rocas que parecen bloquear mis pasos. No lo quiero. Comenta David McCullough J.: «No subas a la montaña para que el mundo te vea, sino que tu puedas ver el mundo».  No me acerco a la luz para que los hombres me vean, sino para poder yo ver mejor lo que me rodea y saber lo que tengo que elegir. Sólo Dios es mi verdad, el que le da sentido a lo que vivo. Al final lo que me salva no es lo que los demás ven en mí, sino lo que yo veo con la luz de Dios. «Ésa es la verdadera santidad: estar abierto a Dios y a lo divino. Hoy se tiene un concepto totalmente diferente de grandeza y de riqueza. Se extiende la mano hacia la genialidad de la ciencia, la genialidad del arte, la genialidad de la técnica y de la industria. Seguro, también el santo puede ser un genio de ese tipo. Pero esa genialidad no lo hace santo. ¿Qué lo hace santo? ¿Qué lo hace rico? La apertura a Dios, (la capacidad) de ver a Dios a través de todas las cosas y de permanecer constantemente en contacto y en unión con Dios» . Estar en contacto continuo con la luz es lo que me salva. Dejar que su luz penetre en la cueva de mi noche y deshaga con su fuerza todos mis miedos. No quiero vivir amargado en medio de mi noche. Quiero su luz. Sólo así brillará mi santidad. será una luz desde mi propio madero. Así lo fue Jesús crucificado y elevado en lo alto. No daba luz la muerte, sino su vida oculta en la muerte. No salvaba estando muerto, sino habiendo abierto con su entrega la puerta de la vida.

 

 

Enviado por:

 

 

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 13 de marzo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 14 DE MARZO DE 2021



14 de marzo de 2021

 

Hermano:

 

«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: - El celo de tu casa me devora»

«Quiero pensar siempre en los otros y luego en mí. Primero en su bienestar y después en el mío. Que destaquen más que yo y ocupen los primeros puestos. Que sean ellos valorados y no yo»

Ayer se registraron tres altas hospitalarias y se produjeron 39 ingresos, cinco en la UCI.

La ocupación hospitalaria por pacientes covid en Asturias ha bajado del 10% por primera vez desde el pasado 17 de diciembre, por lo que se ha reducido un peldaño más la cota de riesgo de este indicador, que ahora está en nivel de alerta naranja (riesgo 2 de 4).

Barbón advierte: «Llevamos más de una semana sin que baje el número de casos»

El presidente asturiano explica que la variante británica, «la más contagiosa», ya representa más del 90% de los nuevos contagios en Asturias.

Barbón recalca que el centro permanecerá instalado en previsión de que hubiera un repunte de contagios.

El hospital de campaña de la Feria de muestras da el alta a sus dos últimos pacientes.

Barbón recalca que el centro permanecerá instalado en previsión de que hubiera un repunte de contagios.

Adrián Barbón: "Si queremos evitar una cuarta ola, tenemos que sacrificar la Semana Santa".

"Sabemos lo que supuso "salvar la Navidad": una tercera ola durísima que aún no hemos controlado, cientos de ingresos hospitalarios y fallecidos", ha afirmado el presidente del Principado.

Tiene el invierno algo que me inquieta. Una helada puede acabar en una sola noche con toda la belleza conquistada con esfuerzo en mi jardín. Mata la vida y de repente el vergel parece un erial. Y el alma sufre. Es como si ahora nada nuevo pudiera volver a brotar. Después de tantas flores y hojas verdes, sólo quedan hojas secas y mustias y ramas muertas. No puedo entender cómo la vida que hoy existe pueda desaparecer sin previo aviso mañana por la mañana. Me cuestiona sobre esa tendencia que tengo a querer perpetuar mi presente, como si no hubiera temor frente al futuro. Y es que al ver ahora el aspecto lúgubre de mi jardín durante largo tiempo tan cuidado tengo miedo y dudo de la primavera. No sé si con su fuerza logrará vencer en medio de la nieve y el frío del invierno. Me cuesta creer en esa fuerza nueva que permanece incólume, fiel, bajo la tierra. Es como si nunca fuera a volver el calor que da la vida y hace crecer lleno de luz mi jardín mortecino. Con temblor acaricio hoy las hojas y flores muertas. Paso mi mano por esas ramas que languidecen. No quiero cortarlas porque no sé, sigo teniendo una fe pequeña en su poder. Puede que dentro de su aparente ausencia de vida inverne una esperanza que yo desconozco. Me resisto a creer que todo ha muerto ya para siempre. Creo que sí, que algo fluye en el interior a una velocidad más lenta, más pausada, aparentemente sin ritmo vital, esperando no sé bien cómo a que la promesa de una realidad aún futura se haga presente. Es como este tiempo de cuaresma que se me regala en medio de la pandemia invernal que me deja inerme. Un tiempo de espera, de anhelo, de sueños, de semillas enterradas y flores muertas. En medio de un silencio mortecino suena una melodía que apenas escucho. Bajo la nieve que cubre mi esperanza está palpitando una vida nueva aún por conocer. Cuando todo me habla de un pasado mejor o de una vida ya ausente, sigo teniendo confianza en el Dios que vence el invierno y hace florecer los desiertos. Tiemblo de emoción al pensar que puede surgir la vida de todo lo que ahora contemplo, medio muerto. Me detengo en este desierto cuaresmal a contemplar absorto las raíces y el tronco, las ramas y las hojas. Parece todo muerto, pero creo más bien que quizás está sólo dormido. Ya no entiendo muy bien este frío del invierno. Una ola polar puede acabar con todo y aún así no todo está perdido. Bajo la tierra dormita la vida esperando su momento. Yo no estoy acostumbrado a morir de frío y el alma duele en invierno. Me cuesta tener que enterrar lo que está vivo, porque sólo puede llevarme a la muerte. ¿Y después? ¿Habrá una nada esperando el fin de mi existencia? ¿O estará Dios colmando todos mis vacíos, saciando todas las grietas de mi alma? Entre la nada y el todo de ese amor misericordioso, elijo el todo que es Dios que me espera llenando de vida mi muerte. Por eso no temo el momento último de mi vida, lo que de verdad me haría temblar sería pensar en la imposibilidad de un nuevo inicio. Una vida que se acaba en la oscuridad de un invierno sin final. Esa perspectiva me haría vivir sin esperanzas. Y no es así. Al pensar en mi jardín, en mi desierto, en mis plantas muertas, sonrío. Después de un final viene un nuevo inicio. Sé que en la primavera tendrá que brotar la vida desde la muerte. El tronco y sus raíces surgirán con fuerza desde una semilla. Casi sin agua y bajo un sol abrasador, brotará la vida. Aún respirando surgirá la vida de las ramas muertas. La esperanza es lo último que pierdo al contemplar consternado mi jardín lleno de tonos grises. Miro y veo lo que no se ve, la vida palpitando bajo la tierra muerta. Y sé que en lo escondido palpita la vida de la buganvilia. Y en medio del dolor hay aún esperanza en mis geranios muertos. Y en su aparente muerte los rosales siguen soñando la primavera. La verdad, sigo sin entender el frío de la muerte del invierno. No puedo evitar esas heladas que matan la vida. Y aún así, conociendo el dolor del pecado, y el olor de la muerte en mi propia vida, sigo eligiendo comenzar de nuevo. Aprendo a vivir en esta cuaresma la muerte a mí mismo, para recibir a cambio la vida. Creo que entonces voy a poder entenderlo. Me conviene aprender a morir un poco, porque estoy demasiado acostumbrado a vivir sin pausa, a no sospechar de la proximidad de la muerte. Soy consciente de mi vulnerabilidad en estos tiempos difíciles de enfermedad y de muerte, me hacen más humano y humilde. No quiero olvidar el dolor de los músculos entumecidos que esperan bajo la nieve la llegada del calor de la primavera. Con los días de Pascua, cuando la vida venza. 

Hay un lugar en la vida de Jesús que siempre vuelve a mi corazón en Cuaresma. Betania es un lugar muy cercano a Jerusalén. Una población muy pequeña en la época de Jesús. Se puede ir caminando desde la ciudad. Allí pasó Jesús sus últimas noches en la tierra antes de ser apresado y condenado a muerte. Betania tiene mucho de hogar para Jesús. Allí Marta, María y Lázaro lo esperan siempre para compartir la vida y los sueños. Es ese jardín que ahora uno puede visitar junto a la casa de la familia. Allí tuvieron lugar muchos encuentros, se pronunciaron muchas palabras, hubo muchas oraciones. Jesús tuvo un lugar concreto en la tierra en el que descansar. Fue Betania su hogar, esa casa en la que poder pasar las horas y sentirse acogido por aquellos que lo amaban, aquellos a los que Él amaba. No siempre se sintió amado Jesús en su paso por la tierra. Muchos lo despreciaron y llegaron a odiarlo. Eso es verdad. Muchos quisieron su mal y planearon su muerte. No por las obras buenas que hizo, sino por decir que era hijo de Dios y por su pretensión de querer cambiar las cosas. Porque cuando uno está feliz con la vida que lleva, con su poder, con su bienestar, con su vida aparentemente lograda, no quiere que nadie la desestabilice. Y Jesús, con sus palabras, con sus obras, con sus silencios, con su amor, vino a poner el mundo en jaque. Y entonces tuvieron miedo. ¡Qué bien comprendo sus miedos! El miedo al cambio, el miedo a perder la seguridad, el bienestar, el cargo, el amor, el poder. El miedo a que cuestionen mi forma de vivir, cuando no me quedan fuerzas para inventarme algo nuevo. El miedo a no ser capaz de enfrentar algo diferente a lo que ahora vivo. Pero hubo un lugar físico, una familia, una tierra que siempre lo recibió con alegría. No quiso matarlo, todo lo contrario, lo defendieron con su vida, inútilmente. Allí Jesús comió con sus amigos, habló de sus sueños, dejó palabras de vida, resucitó a Lázaro cuando este cayó enfermo y murió. Allí durmió cada noche antes de su última noche cuando fue arrestado y la pasó bajo la tierra atado en una cisterna profunda, esperando su condena. Pero antes compartió el presente, que es lo único que uno puede compartir con sus amigos. Allí soñó con un mundo distinto, ese que comienza en el corazón de cada hombre y no se logra con grandes discursos, sino con una amistad fiel y concreta. En Betania Jesús pudo ser Él mismo y sus amigos se sintieron amados: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». Me quiero sentir profundamente amado por Jesús. Como ellos. Ese amor tan grande cambió sus vidas. Y ellos sirvieron a Jesús, lo escucharon, lo amaron, rompieron el frasco sellado de su perfume y lo derramaron a sus pies. Parecía excesivo, pero en realidad uno nunca ama demasiado a alguien. El amor nunca es excesivo. Puedo hacer otras cosas superando los límites, pero en el amor no hay límites. Hay límites en la paciencia, en la exigencia, en las súplicas. Pero no en el amor. Romper lo más valioso que tengo para expresar mi amor no es un exceso. Es simplemente mi forma de amar, de abrazar, de sostener a quien amo. Y Jesús fue amado de una forma única en Betania. Tal vez allí tampoco lo comprendieron del todo. Y no supieron bien qué compartía con ellos y cómo era su reino. Como los doce apóstoles, los tres hermanos, discípulos también, tenían cegada la mente pero muy abierto el corazón. Amaban a Jesús sin comprenderlo del todo, sin pretender retenerlo en sus límites, sin desear reducirlo a sus esquemas hechos de barro, hechos de mundo. Y los sueños de Jesús dejaron poso en el alma de esa familia y todo cambiaría para siempre. Me gusta por eso ir a Betania. Allí las cosas tienen calma y paz, alegría serena, esperanza, sí mucha esperanza. y una confianza ciega en el amor de Dios hecho carne, hecho gestos. Me gusta ese hogar pequeño tan cerca del huerto de los olivos donde todo se volvió noche, en un sí desgarrador de Jesús, aquel jueves santo. Pienso que mi vida pasa por ir a Betania muchas veces. Por encontrarme allí con Jesús. Porque Él ha puesto en mi vida personas que son Betania. Son el recuerdo en la tierra del amor de Dios. Son lugares en los que la vida sucede en presente y se juega en el servicio y en la adoración humilde de Jesús que camina a mi lado. Personas que acogen a Jesús en su corazón que es jardín y casa, que es tierra sagrada. Y allí, en ese interior silencioso, suceden las mismas escenas. Jesús va a comer allí, se deja servir y ungir los pies, y resucita a Lázaro haciendo que descorran la lápida que cubre todo lo que está muerto. En esos corazones que son Betania me encuentro con Jesús y me siento amado, como Marta, María y Lázaro. Y yo quiero entonces ser también Betania para otros. Que puedan llegar a mí como llegaba Jesús. Sin sentirse juzgados por mí, sin escuchar de mis labios críticas y juicios. Que en mi alma haya atmósfera de cielo como en Betania. Que en mí los sueños tengan fuerza y mi capacidad de amar no conozca límites. Que en mi alma, en mi Betania interior, pueda ser yo mismo y ellos también, sin tener que cambiar para que a mí me gusten. Vuelvo a Betania cada noche en esta Cuaresma. Para tomar fuerzas, para dejarme cambiar por las palabras de Jesús que resuenan en el jardín. Y saber que Jesús llega a hasta mí de nuevo para echar raíces en mi interior. Y sembrar paz, y sofocar mis miedos. En Betania me hago niño amado, dócil y sensible, y comprendo lo grande que es la vida que Dios me regala.

Soy libre para elegir lo bello o lo feo, lo fácil o lo difícil, lo agradable o lo desagradable. Elijo lo que me hace bien o lo que es tóxico para mi alma. Elijo escuchar al que me hiere o cerrar mis oídos a sus injurias. Elijo subir el monte o recorrer el desierto. Elijo nadar en el río o cruzar el mar. Elijo contemplar muy quedo un atardecer o despertar mirando un amanecer. Elijo la compañía de mis seres queridos o abrazo la soledad, con el dolor que conlleva. Yo elijo como quiero vivir, respondiendo a lo que los demás esperan de mí y renunciando a lo que soy para agradar a otros. O decido ser yo mismo con todo lo que eso implica. Está en mi mano tomar lo que me hace feliz o dejarlo a un lado por miedo, por mi estado de ánimo, o porque no soy capaz de gobernar mi vida. Elijo los sueños que se pueden cumplir y también los otros, los imposibles, porque me alegran el alma. Recorro el mundo entero para abrazar un instante de paz en medio de mis problemas. Es fácil perderse en pensamientos negativos que me quitan la ilusión cuando no soy capaz de ver la luz al final del túnel. No quiero acentuar mis miedos, por eso me visto con sonrisas. Depende de mí el camino que emprendo y aquel que dejo a un lado, porque no es el mío. Opto por subir la montaña o decido bajarla lleno de alegría. Camino solo o voy acompañado. Empiezo a ser yo mismo y no me dejo hundir por las contrariedades que enfrento. Llevo dentro de mí la promesa de una vida feliz, esa promesa que ha sembrado Dios en el alma. Veo ante mis ojos ideales que encienden mi corazón, que está hecho para el cielo. No quiero vivir reprimiendo lo que grita muy dentro de mí, porque sé lo que pasa cuando lo hago. «¿Se puede llamar a alguien al ideal del pleno desinterés cuando tiene que recuperar todavía su adolescencia, cuando la ha reprimido con la ascética? Lo que reprimimos con demasiada fuerza, se venga» . Quiero ser honesto conmigo mismo y escuchar los gritos que llevo en mi interior. Esos gritos inmaduros y esos otros que no lo son tanto. Decido no acallar con mano férrea lo que no me gusta de mí, incluyendo mi pecado. No tapo lo que me incomoda y respeto esa voz que grita muy dentro pidiéndome que entregue la vida sin guardarme nada. Sé que lo que Dios me pide para mi vida ya lo llevo dentro como semilla, como tallo que crece. No pretendo adaptarme a lo que todos esperan de mí, me volvería loco. No temo el juicio de los hombres, porque pasa y se olvida. Lo que me importa es sostenerle la mirada a Jesús cuando me dice que me ama por encima de todo y de forma incondicional. Y yo lo miro y lo acepto. La felicidad es un don que lucho por labrar dentro de mi vida. Para eso dejo de lado actitudes que no me hacen bien, más bien me enferman. Comenta Eduardo Punset una pauta para educar en la felicidad: «Una de las pautas pasa por desechar la competitividad y fomentar el verdadero trabajo en equipo, el altruismo». Competir con otros me hace infeliz, mientras que el altruismo me hace mejor persona. Querer quedar por delante de otros siempre, me cansa y dejar que los demás ocupen los primeros puestos me hace más libre. Luchar por ser el mejor me quita la alegría porque siempre alguien tendrá más éxito, más poder, más influencia que yo. No tengo que temer no ser importante. Todo pasa en esta vida que son dos días. Y mi vida, en realidad, es mucho más que el eco que deja la música de todo lo que he vivido. Acepto que mi vida es un misterio. No todo lo que hay dentro de mí lo conozco. No todo lo que soy es amado por mí. No todo lo veo, ni lo acepto. Y tampoco conozco al que me ama y al que no amo tanto como quisiera. «¿No hay acaso en la relación de un ser humano con otro muchas más cosas misteriosas de las que solemos admitir ante nosotros mismos? Ninguno de nosotros debe afirmar que conoce realmente a otro, ni siquiera si convive diariamente con él desde hace años» . Abrazo el misterio de mi vida y de la vida de los hombres. De los que más conozco sin conocerlos tanto. Y decido que ese misterio es algo sagrado que respeto con un amor tierno de niño. Nadie puede decir cómo soy yo en mi totalidad, sino es Dios. Y a nadie conozco tanto como para no reconocer que su vida sigue siendo un misterio maravilloso ante el que me arrodillo. Por eso elijo vivir amando los misterios. Sin querer desvelarlos ni desentrañar su esencia. Acepto la verdad que veo y la que intuyo y amo. Y me siento así amado por Dios y por los hombres. En ese misterio que yo mismo desconozco muy dentro de mi propia alma. Y decido ser yo mismo siempre, sin falsos moldes ni apariencias. Amo a Jesús que se ha fijado en mí y me ama, como a su hijo más bello.

No necesariamente la pandemia despierta la generosidad en las personas. A menudo veo cómo brota el egoísmo. ¡Cuánta gente hay que sólo piensan en ellos y velan por su propio interés! El egoísmo es fuente de tantos pecados. Digo que soy generoso pero pienso en mí. Hago obras grandes por los demás buscando mi propio beneficio. Pienso en mí y después en los otros. Hago las cosas pareciendo altruista, pero algún beneficio obtengo de todo aquello por lo que lucho. No hay un desinterés verdadero en mi entrega. Quizás es que no busco a Dios en todo lo que hago. Tengo otros ídolos que gobiernan mi vida y deciden qué elecciones voy tomando. Me siento tan débil que el egoísmo se adueña de mi voluntad con fuerza. Hoy escucho lo que Dios le dice al pueblo judío que había sido esclavo en Egipto: «En aquellos días, el Señor pronunció las siguientes palabras: - Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un dios celoso». Dios me ha sacado de mi esclavitud. Me ha liberado de mi prisión. Y aún así experimento la angustia y me siento pequeño, esclavo, egoísta. No pretendo tener más dioses que a Dios en mi vida pero, no es así. El primer dios al que sigo, mi mayor ídolo, soy yo mismo. Mi interés propio, mi amor herido, mi ansia de sobresalir y ser tomado en cuenta. Mi deseo de fama. Que lo que he hecho sea recordado por mucho tiempo. Mi gloria, mi heroísmo. Y mientras tanto el egoísmo se adueña de mí. Incluso amando a Dios mi amor se vuelve egoísta. «Como dice con acierto Francisco de Sales, en ese estado buscamos no tanto al Dios del consuelo como más bien el consuelo de Dios. Por tanto, nuestro amor a Dios se caracteriza aún por un fuerte egoísmo y egotismo. Es posible que en ese estado ofrezcamos algún sacrificio y profundicemos celosamente en la oración. Pero, por lo común, sólo lo hacemos mientras el egoísmo encuentre provecho en ello en forma de consuelo interior, a la vez que suficiente alimento» . En aras de la generosidad vivo volcado en mí mismo. Hablo de gratuidad y altruismo, pero persigo de forma obsesiva mi propia ganancia. Tengo el corazón herido de egoísmo. Dios lo que quiere es que salga de mí y eso es lo que buscan sus mandamientos: «No matarás.  No cometerás adulterio.  No robarás.  No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él». Quiere el Señor que ponga mi mirada en Él y la aleje de todo egoísmo. Y mi vida está llena de muchos egoísmos. De ahí sólo puedo salir poniendo mi mirada en el prójimo, en el que sufre. Así lo comenta el Papa Francisco: «Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo». Cerrarme en mi egoísmo, en mi carne, en mi deseo es lo que me quita la paz y la alegría. La envidia y el deseo de los bienes que otros poseen. Mi afán por compararme y sentir que soy yo el que siempre renuncia, el que más da, el que más hace. Miro en menos a los demás y pienso sólo en mí, en mi gloria y en mi fama. Es mi pecado que me enferma por dentro. Muchas veces he visto generosidad en este tiempo de pandemia. Aquellos que arriesgaban sus propias vidas y su salud por salvar otras vidas, por cuidar a los enfermos que sufrían solos en los hospitales. Ha despertado esta crisis la generosidad del corazón en muchos casos. Renunciar a lo propio por amor a mi prójimo. Pero también es verdad que un mismo hecho puede despertar el egoísmo. Personas que no quieren exponerse al riesgo de la enfermedad para no sufrir. Querer salvarme yo aunque otros sufran y puedan morir. Pensar sólo en mí y en los míos de forma egoísta. Sí, el egoísmo es lo más connatural con el hombre. Tiendo a pensar en mí, mi orgullo es más fuerte y mi herida es la que más me duele, mucho más que la herida del que sufre. Pienso en cómo puedo salvar yo mi vida y no en cómo puedo entregarla por amor. Si amo es porque me aman. Y si doy es porque antes he recibido. ¡Qué fácil caer en ese egoísmo sutil que me envenena el alma! Ser tomado en cuenta, valorado, apreciado. Más que el resto, por encima de los demás. Ese egoísmo del alma me vuelve mezquino y duro. Mi corazón se vuelve como una roca en la que el amor de Dios no puede penetrar. Quiero crecer en generosidad, tener un alma más grande. Quiero pensar siempre en los otros y luego en mí. Pienso en su bienestar y después en el mío. Que los demás destaquen más que yo y ocupen los primeros puestos. Que sean ellos valorados y no yo. Esa es la actitud que más me ayuda a crecer. Se ensancha mi corazón y el alma asciende al cielo, está muy cerca de Dios.

Resulta sorprendente predicar a Cristo crucificado. Hablar maravillas de aquel que ha sido vencido por los hombres. Anunciar a quien ha sido derrotado y yace muerto en la cruz. Es como si el poder humano pudiera condenar al poder divino a la muerte. Decía S. Pablo: «Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero, para los llamados -judíos o griegos-, un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres». Entonces resulta que lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Un Dios impotente es el Salvador, aunque no parezca poder salvar a alguien desde la cruz. Es curiosa esta predicación en la que se anuncia el poder misterioso de una muerte ignominiosa en la cruz. Es algo extraño hablar de un Dios que ha caído derrotado sin oponer resistencia, sin presentar batalla. Y yo busco con frecuencia ese poder vencedor que decide matar y condena al hombre a la muerte. Busco el éxito y el aplauso. Vencer batalla tras batalla. Lograr la victoria final sin encontrar resistencia. Es lo que desea mi corazón. Vencer siempre y nunca caer derrotado. Quiero ser fuerte, nunca ser débil. Esta cruz que predico es escándalo para los judíos y es una necedad para los paganos. Nadie quiere morir en una cruz. Nadie quiere ser débil. ¿Quién no quiere ser un dios? Escuchaba el otro día. El corazón guarda el deseo de ser poderoso como un dios. El protagonista de una película decía: «Lo que yo quiero es ser famoso. Que todos hablen de mí y narren mis hazañas». Las hazañas muestran mi poder, mi sabiduría, mi ingenio, mi inteligencia, la fuerza de mi amor. Seré recordado por haber sido alguien grande. Sueño con que mis hazañas sean narradas de generación en generación. Es lo que deseo, no ser olvidado. Vana ilusión. Y yo recuerdo hoy a Jesús que ha muerto por mí, ha dado la vida por mí y aparece indefenso en la cruz. Lo matan sólo porque quiere cambiar las cosas. Desea sobre todo cambiar el corazón del hombre. Y el hombre parece no querer cambiar nada. Y se cuestiona el poder de Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». Los fariseos quieren pruebas, más signos. Lo ponen a prueba. No quieren creer en Él porque no quieren cambiar nada en sus vidas. A los sabios y religiosos no les bastan los milagros ni sus palabras llenas de vida eterna. Hay otros muchos que creen y se muestran fieles a su amor: «Muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía». Son los que no tienen nada que defender. Los que viven seguros en la inseguridad y se sienten libres en la pobreza. No están atados a sus posesiones, a su situación de poder. Mientras tanto, los que han protegido sus vidas de todo peligro construyendo muros y leyes, no creen en este Jesús humano. Tienen miedo a perder lo que retienen, se resisten al cambio y se alejan de Dios. Es como si no bastara todo su amor para cambiar el mundo, para cambiarlos por dentro. Su amor incondicional no les basta y no aceptan sus palabras: «Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre». Jesús lee en sus almas y sabe cómo son. Sabe cómo soy yo incluso cuando digo estar dispuesto a seguirlo. No necesito demostrarle nada porque me conoce muy bien por dentro. No necesita mirar mis gestos exteriores. Por más que me empeñe en ocultar mis intenciones bajo una apariencia de perfección Jesús me conoce. Eso me tranquiliza. Yo quiero seguir anunciando su impotencia en la cruz como camino a seguir. Sigo predicando que la única forma de seguir sus pasos es muriendo un poco cada día a mis ansias de poder, de inmovilismo, de seguridad. Morir un poco a mis planes para que su amor venza en mí. Yo no le exijo a Dios signos para que me demuestre su poder. No vivo exigiéndole pequeños milagros para saber si realmente quiere cambiar mi corazón. Él puede hacerlo todo. Yo no le exijo esa seguridad y esa certeza que no va a darme. Tengo que optar por Él desde mi intuición, desde mi pasión por Él, desde mi amor. ¡Cuántas veces a la largo de mi vida he buscado señales que aumenten mi certeza! He querido que Dios me mostrara que me amaba de forma predilecta. Que me dijera que existía junto a mí. No quiero dudar porque la duda me hace daño y me enferma por dentro. Las dudas me quitan la paz. Vivir lleno de dudas me vuelve desconfiado. Dejo de creer en mi hermano, en el que dice amarme y lo juzgo, sospecho. A menudo las heridas del pasado me han vuelto inseguro y desconfiado con las personas. No creo en lo que me dicen. No creo ni siquiera en lo que hacen. Busco segundas intenciones ocultas. Vivo lleno de sospechas, atormentado, buscando señales por todas partes que me dejen tranquilo y calmen mi inquietud. ¿Es Jesús de verdad a quien tengo que seguir y por quien tengo que dejarlo todo? Me cuesta creer en las personas. Dudo de sus intenciones, de su verdad. Dudo de su bondad y sabiduría. Quiero creer en Jesús, en su verdad, como hoy escucho: «Señor, tú tienes palabras de vida eterna. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Más preciosos que el oro, más el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila». Quiero creer en ese Jesús que es sabio y me abre los ojos. Creo en la debilidad como el camino más seguro al cielo.

 

 

Enviado por:

 

 

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

 


martes, 9 de marzo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 10 DE MARZO DE 2021

  



10 de marzo de 2021

 

Hermano:

 

«Estad alegres siempre en el Señor   Os lo repito, estad alegres»    

Las inyecciones con la fórmula de AstraZeneca ya triplican a las de Moderna.

España acelera el ritmo de vacunación, 245.485 dosis en 24 horas-        

 

1.           Opto por la alegría y dejo a un lado mi tristeza

 

El tiempo de cuaresma es un tiempo para mirar hacia delante con una mirada optimista y alegre. En medio de esta pandemia tengo miedo de quedarme atrapado en la desesperanza, como dentro de un cuadro de colores grises y negros que apagan la luz. Me da miedo perder la alegría y dejar de ser positivo. Es la tentación pesimista de este tiempo que muerde con dientes de hierro. La vacuna no me promete la liberación total. Y el miedo a enfermarme o enfermar a otros más vulnerables sigue estando latente en el alma. Y veo tantos planes que ya no puedo realizar. Me asusta dejar de sonreír tal vez cuando más lo necesito. Creo que la cuaresma es un tiempo para descansar confiados en Dios en el silencio del alma. Es este un tiempo de luz y no de sombras. Un tiempo de esperanza y no de nostalgia. Un tiempo de optimismo y no de pesimismo. Un tiempo sagrado en el que puedo ahondar en el corazón y evadir los miedos que ahora me asedian. Un tiempo de silencios y de cantos alegres que me hablan de un tiempo mejor que ha de venir. Un tiempo de brotes verdes y no tanto de cenizas, aunque sea con la ceniza con la que comienzo este camino. Y es que este miércoles de ceniza me recuerda quién soy, de dónde vengo y a dónde voy. Soy de barro, soy carne, soy sólo tierra. La ceniza me recuerda que no soy nada, soy sólo un hombre creado por Dios. En mi humanidad noto la indefensión ante los vientos extraños que me amenazan. Y toco la dicha de saber que mi vida es para siempre, no es por un tiempo. Acepto una realidad irrefutable: no puedo hacer las cosas pensando sólo en mi poder, porque mis fuerzas son pocas, finitas y son caducas. Por eso mi alegría no está fundada en una felicidad de súper héroe aquí en estos días que pasan. No es el sol con su fuerza el que ilumina mis días, sólo Dios lo hace. Dice el profeta Habacuc 3:17-18: «Aunque la higuera no florezca, ni haya frutos en las vides; aunque falle la cosecha del olivo, y los campos no produzcan alimentos; aunque en el aprisco no haya ovejas, ni ganado alguno en los establos; aun así, yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré en Dios, mi libertador!». Ahora corro el riesgo de sentir que la vida se me escapa de las manos por las heridas de mis errores y caídas. Es tan fuerte el miedo y son tantos los peligros que acechan que todo parece indicarme que no hay salida. La higuera no florece, la vid no da frutos, el olivo no trae la aceituna y los campos permanecen estériles. ¡Cuántas empresas han quebrado en este tiempo de pandemia! El virus ha arrasado tantos proyectos humanos. Estaba todo pensado de una forma y ya no es posible. Han cambiado las categorías para medir la vida y también los plazos. Parece como que ya no puedo controlar el futuro de mis días que pasan en medio de la enfermedad que amenaza todas las seguridades sobre las que sostenía mi futuro. Y yo, como el profeta, me alegro incluso en medio de los infortunios que amenazan con quitarme el futuro y la vida. Dios me libera, me salva, me rescata. Es la cuaresma entonces una invitación a vivir con Él, en su presencia. Viene a salvarme. Pasa por mi vida para que no muera de hambre. Para que no pierda la alegría al sentir que mis días no están en mi mano. Todo está contado por Dios. Mis pasos y mis horas. Es dueño de mis sueños y de su realización. No sé por qué tengo tanto miedo a perder los proyectos humanos que guardo en el alma. Como si me fuera la vida en ello. Como si quisiera escribir mi nombre en alguna página de la historia de la humanidad. Si al fin y al cabo mi vida son dos días que pasan. No quiero vivirlos con amargura y en tensión. Pensando que sólo así podré hacer lo que Dios me pide. Quiero confiar más en su poder y menos en las fuerzas que me levantan cada mañana. Quizás las cenizas me recuerdan que no puedo confiar tanto en mí. Sólo en Dios pongo mis fuerzas y dejo que su poder se imponga como un fuego. El resto son cenizas, sombras que pasan y el polvo que queda con el paso de mis pies por el camino. Espero que Dios sea el centro, el sol que me guíe en este tiempo. Así es en esta cuaresma. 

Siento que la falta de un corazón alegre es la fuente de mi pecado. La carencia de gozo en mi alma me lleva al mal. La tristeza es cuna de muchos males. Y una vez que caigo, tentado por el desánimo, el pecado me conduce a vivir la falta de gozo. Es como un círculo vicioso del que sólo me saca el perdón, la misericordia, la mano de Dios que me levanta por encima de mis tentaciones salvándome de seguir cayendo. Como rescatado de en medio de las llamas, para que no acabe siendo ceniza. Porque la ceniza que recibo me recuerda lo que seré y me habla de mi debilidad. El Papa Francisco me lo recuerda: «La historia de la salvación se cumple creyendo contra toda esperanza a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. Esto es lo que hace que san Pablo diga: «Para que no me engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emisario de Satanás que me golpea para que no me engría. Tres veces le he pedido al Señor que la aparte de mí, y él me ha dicho: - ¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad (2 Co 12,7-9). Si esta es la perspectiva de la economía de la salvación, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura» . En mi debilidad se manifiesta su fuerza. Dios se sirve de mi pobreza, de mis puntos débiles, de mi vulnerabilidad, para hacer visible su presencia. Y entonces ya no quiere que mi vida sea ceniza. Quiere que sea fuego que no se apague nunca. Por eso me invita a superar la tentación de la tristeza y el desánimo. Y ese sentimiento de autocondena que me lleva a creer que no valgo nada surge cuando creo que nadie me acepta y valora como soy. Tengo claro que la vida del cristiano se juega en esa lucha constante por lograr la alegría verdadera en medio de las tristezas pasajeras. Dice Jesús en Juan 15,11: «Os he dicho esto para que os alegréis conmigo y vuestra alegría sea completa». Todo lo que me ha dicho Jesús es para que esté alegre todo el día, toda mi vida, en plenitud, siempre. Quiere que me alegre en su corazón al recibir su abrazo lleno de misericordia. La verdad es que no me ha dicho Dios que vaya a estar alegre sólo cuando todo me resulte bien. Las circunstancias no van a ser la causa de mi vida feliz. Es eso lo que me dice. Pero luego experimento mi debilidad y vivo lo contrario. Dependiendo del éxito de mis sueños soy feliz. Si logro lo que deseo soy feliz. Si puedo hacer todo lo que quiero en esta vida soy feliz. Y si no es así, me amargo y me lleno de oscuridades y de miedos, y me invade una tristeza honda. Creo que las circunstancias adversas pueden llegar a ser la fuente de mi alegría cuando sé vivirlas colocando mi corazón en el de Dios. S. Pablo dice en 2 Corintios 12:10: «Por eso me regocijo en mis debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte». En mi debilidad, en mis dificultades estoy llamado a vivir en el gozo, en la alegría. Me parece imposible pero no lo es. Vivir con paz en la enfermedad, en la carencia, en el fracaso. Sé que Dios puede hacerme sonreír en medio de las tristezas de este mundo. Él puede hacerlo. En medio de la oscuridad que rodea este tiempo, Él me mira conmovido, se compadece y me abraza. Y entonces ya no sonrío porque esté vacunado y a salvo. O porque los míos están sanos. Ya no sonrío porque esté saliendo adelante en mis negocios y todo funcione bien. La causa de mi alegría no está en todo lo pasajero que a menudo me turba. Quiero poner mi confianza en Dios, sólo en Él. El profeta Nehemías 8, 10 me lo recuerda: «No estéis tristes, porque la alegría del Señor es nuestro refugio». El gozo de Dios es mi propio gozo. Sé muy bien que mi Dios no es un Dios triste o un Dios que siempre esté enojado conmigo, como midiendo todos los pasos que doy. Es más bien un Dios alegre que fácilmente se llena de gozo al mirarme. Parece increíble que sea así, pero lo es. Su alegría es causa de mi propia alegría. Se alegra de mi pequeñez. Se alegra al verme desvalido porque puede acercarse a mí y tomarme en sus brazos. Mi impotencia despierta su amor misericordioso.

No es tan sencillo verlo así porque me fijo en lo que está mal y pierdo la alegría. Tengo claro que sólo Dios puede hacerlo posible en mi vida. Ha de ser un milagro, una obra de su amor en mí. Sé que no son mis obras las que me han de causar alegría como me dice Jesús en Lucas 10,20: «Pero no os alegréis de que los espíritus os obedezcan, sino de que vuestros nombres ya estén escritos en el cielo». No quiero vivir alegre pensando en mis éxitos. Sé que todo es pasajero. La vida no es nada más que un soplo que pasa. Y todos los sueños que tengo están condenados a morir antes de llegar a la orilla. Así de sencillo, así de fácil. Al final el gozo de Dios se impone sobre todos mis males. La alegría siempre vence. Jesús trae esa alegría a mi vida y la hace permanente en mi historia. Dice el Ángel en Lucas 2, 10: «No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será motivo de gran alegría para todos». Quisiera no tener miedo a la vida presente y lograr que todas mis ansiedades y angustias al pensar en el futuro desaparecieran como por arte de magia. El Papa Francisco comenta en sus pensamientos sobre S. José: «José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia» . Pero no es tan sencillo liberarse de esa tristeza que a veces nubla mi ánimo y provoca el desánimo. La alegría es ese don de Dios que le pido cada mañana al levantarme. Es el consuelo en medio de los agobios de la vida y de los dolores. En esta pandemia su gozo es la razón para seguir luchando y confiando en su poder. Él puede salvarme cada día porque siempre vence en mí. Y logra hacer realidad todo lo que he soñado. Me gusta entregarle al Señor lo que Él mismo me ha dado desde la cuna. Todo es don y yo se lo devuelvo agradecido. Pongo sobre el altar los días y los sueños. El alma abierta al infinito que se siente tan frágil y desvalida. El problema no es buscar la alegría todos los días de mi vida. Justamente eso es lo que Dios espera de mí, que nunca me canse de buscar la felicidad en la tierra. El problema es que busco la alegría verdadera en alegrías pasajeras que apenas me dejan insatisfecho cuando pasan, porque no logran calmar de verdad los miedos del alma.

1. ¿Qué hago para vivir con alegría este tiempo de pandemia? ¿Cómo mantengo la alegría en la familia sin caer en la queja o el desánimo?

2.           Opto por salir de mí y ser magnánimo

La cuaresma es un tiempo para mirar cómo está el pozo de mi alma del que bebo. Para ver si el agua que tengo está limpia o sucia. Contemplo en silencio el agua que entrego, el agua que calma mi sed. La cuaresma es al mismo tiempo una oportunidad para mirar fuera de mí, en mi entorno. Es un tiempo para ver a aquellos que más necesitan mi agua, los más sedientos, los más vulnerables, los más heridos, los más enfermos. Es un tiempo para vaciarme un poco de aquellas cosas superfluas que llenan mi vida, mi tiempo, mi alma, para estar más libre. Dejo de lado mis pequeñas esclavitudes diarias. Necesito purificar mis días y la mirada sobre las cosas que de verdad me importan. Es un tiempo para crecer de verdad, desde dentro. Es una invitación a dar más de lo que doy habitualmente. No quiero ser tan egoísta y tacaño. Es una invitación a no conformarme con los mínimos. Dios me invita a vivir la magnanimidad, a tener un alma grande. Es una nueva oportunidad que me da Dios para hacer de mi vida una obra de arte. Y dejar de lado las quejas y las excusas que pongo a menudo para no amar al prójimo, para no ponerme en camino saliendo de mi comodidad. Comenta el Papa Francisco sobre S. José: «Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones» . No quiero vivir sujeto a esas expectativas que no vieron la luz. Frustrado al contemplar el presente. Quiero aprender de José que vivió su vida confiando en Dios y aceptando la realidad en su verdad tal y como era. Sin excusas y sin miedos. Es la Cuaresma entonces un tiempo para sincerarme conmigo mismo y saber que puedo ser más de lo que soy y dar más de lo que tengo. La cuaresma es un tiempo para mirarme en el espejo y descubrir las arrugas que el desgaste de este tiempo de pandemia ha ido causando. Me veo más viejo y al mismo tiempo sé que puedo ser más joven si me dejo hacer de nuevo. Es un tiempo para pensar que puedo volver a ser niño porque Jesús siempre nace de nuevo y resucita en mi alma en medio de la cruz, del dolor, de la muerte del madero. La cuaresma es una nueva oportunidad para ser protagonista de mis actos y no justificar siempre mis decisiones. Lo que yo decido. Lo que otros deciden por mí. Y asumir los errores. Y aceptar las propias miserias. Es una invitación a no dejarme llevar por la corriente. Un tiempo para ir al desierto de mi corazón y allí enamorarme de nuevo de ese Jesús que camina conmigo. Es un tiempo para crecer en esa amistad honda con un amigo que llega a mi vida a pedirme de beber. Llega a buscar mi compañía. Tantas veces descuido esa amistad profunda. Quiero ahondar en ese encuentro con Él. Dejar que el Espíritu penetre en mi corazón. La Cuaresma es un tiempo de alegrías y no de tristezas. De luz y no de noche. Un tiempo para contar las luces que hay en mi vida y no quedarme sólo con pena en las sombras que a veces me turban. La Cuaresma es un tiempo para hacer algo más por el pobre, por el que me necesita. Dejo de lado las riquezas que me obsesionan con frecuencia. La Cuaresma es un tiempo de conversión en el que me abro a la fuerza del Espíritu Santo. Comenta el Papa Francisco: «Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión». El Espíritu Santo es el que guía a Jesús por el desierto. Es el que abre la dureza que cubre mi corazón. Me despoja de mis ataduras. Me hace capaz para la vida. La palabra conversión tiene mucha fuerza. Jesús quiere que cambie para estar más abierto a su amor. Quiere que deje de mirar mi propia necesidad para mirar al otro en su necesidad. Para mirar a Dios y preguntarme hacia dónde caminar. Creo que la conversión tiene que ver con volver a mi esencia. Volver a ser quien soy de verdad, en lo más hondo. Quiero recuperar mi yo verdadero, mi personalidad auténtica. Me he escondido tantas veces por miedo a ser herido. Me he protegido bajo corazas para no ser visto en mi verdad. Esa realidad de mi vida es la que más me cuesta aceptar. El poder convertirme es un obra del Espíritu de Dios en mi corazón. Quiero abrirme a esa presencia sanadora para redescubrirme como soy. Para darme tal como soy. Sin miedo al rechazo. Por eso Jesús viene a mí. Decía Jean Vanier: «Jesús quiere encontrarse con cada uno personalmente. La comunicación más importante: yo te amo como eres. Y todo lo que te pido es que abras tu corazón. El miedo más grande de Jesús es que tengamos miedo de Él». A Jesús le da miedo que yo tenga miedo de Él y me aleje. Le da miedo que huya por temor a escuchar sus deseos que sólo quieren mi bien. Yo a menudo temo ser rechazado, porque creo que exige de mí una perfección que no poseo. Decido no asustarme en su presencia. Quiero abrirme a Él como un niño. Vacío de méritos. Pobre en abundancia. Me muestro en mi verdad. ¿Quién soy yo en lo más hondo? ¿Para qué me quiere Dios? Él nunca me rechaza. Me acepta. Me besa. Esa experiencia me sana. Es la verdadera conversión del corazón.

2. ¿Qué hago para vencer mi tendencia al egoísmo en esta pandemia?

3.           Miro a María al pie de la cruz

Jesús siempre estuvo seguro y cobijado en las manos de María. Así fue desde Belén hasta la cima del Calvario. En Belén, en esa cuna improvisada, tocó Jesús el calor de sus manos de Madre. Dios en manos humanas. Lo sagrado descansaba en las manos frágiles de María. El todopoderoso era cuidado por la impotencia humana. Ese abrazo a Jesús niño lo sostuvo en todo momento como una vivencia sagrada. El segundo parto de María tuvo lugar al pie de la cruz. Ahí, Ella se mantuvo firme, resistió de pie y se lo devolvió al Padre con el dolor de su corazón. Lo había recibido de Él al nacer en su vientre. Lo entrega ahora cuando sabe que ya todo está cumplido. Duele amar hasta el extremo. Duele cuando me confían una misión imposible. Porque así se presentaba ante sus ojos ese desafío de ser la Madre del Señor y cuidar de Él sin ningún poder. María dio su sí y lo imposible se hizo posible. Le dolió ese sí y supo entonces que una espada atravesaría su alma. Pero no dejó nunca por ello de estar alegre. Y es que el dolor y la tristeza no necesariamente van de la mano. Decía Charles de Foucauld: «Cuanto más amemos, más intensos serán la alegría y el dolor, los dos crecerán a la vez. Hay una gran diferencia entre la tristeza y el dolor. La tristeza te repliega sobre ti mismo, mientras que tenemos derecho a sufrir. Que haya de todos modos alegría dentro de vuestro corazón». La tristeza envenena el alma. Socava la esperanza. Arrasa con las fuerzas que me quedan para emprender el camino. La tristeza es un golpe a mi ánimo. Es como un muro de hielo que se yergue firme ante mis ojos. es como una marea que todo lo destruye a su paso. Desaparece la ilusión y los sueños se mueren. La tristeza es una tentación del demonio que me hace creer que para mí no hay esperanza, que estoy condenado al fracaso, que nada de lo que emprenda tendrá buen fin. Me cuesta esa tristeza que todo lo enturbia. Me duele ese desánimo que empaña mi sonrisa. La tristeza no tiene que siempre ver con el dolor. A menudo viene sin un dolor previo. Simplemente sucede por algo que observo, escucho, vivo dentro de mí y me siento triste. Puede que no haya una razón suficiente, pero me siento triste. El motivo para estar triste puede que no sea válido, no importa. La tristeza es un sentimiento que lo invade todo y me incapacita para salir de mí y amar al prójimo. El dolor que recibo me rompe por dentro. Es una espada que atraviesa el alma. El dolor es un puñal que atraviesa el corazón llegando a lo más profundo. El dolor tiene una cara objetiva. Una muerte, una pérdida, una enfermedad son dolores objetivos. Y al mismo tiempo son percibidos con mayor o menor fuerza en mi alma de forma subjetiva. Pero ese dolor áspero que siento no necesariamente me lleva a la tristeza. Pienso en María que permanece firme al pie de la cruz. Una espada la atraviesa y sufre como madre al ver la muerte de su hijo. Un dolor hondo, una espada, un hacha la parte por dentro. Es un dolor real, profundo, inmenso, objetivo, verdadero. Pero María no cae en la tristeza. No se desalienta. No pierde el ánimo ni la esperanza. Se mantiene firme cuando todo a su alrededor parece hundirse. ¿Acaso este era el Salvador el mundo? ¿Iba a morir así, solo, el hijo amado de Dios? ¿Qué sentido tenía esa oscuridad del Calvario? ¿De qué sirvieron tantos milagros y esas Palabras que daban vida? Muchos se desaniman y huyen llevados por el miedo. Pero María no, Ella permanece al pie de la cruz. Leo en Jn 19, 25-27: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, esposa de Cleofás, y María Magdalena». María permanece erguida en medio de su dolor. Nada hace más liviano ese dolor hondo que sufre. Nada hace más llevadero ese desgarro de su alma. Ni siquiera la esperanza que alberga muy dentro. Esa esperanza nunca muere porque la tristeza no se apodera en ningún momento de su corazón. Pero el dolor es un grito lanzado al viento en esa noche en el que el sol se oculta. María sufre, llora por la pérdida, se quiebra. ¿Cómo una madre podría no sufrir por la muerte de su hijo? Ya no podrá verlo de nuevo entre sus brazos. Ya no va a poder acompañarlo en su misión por el mundo. ¿Qué sentido habrá tenido su vida ahora en la tierra?

El dolor provocado por la pérdida de aquel a quien amo es desgarrador. Ese dolor siempre me recuerda tantos dolores que provoca en el alma esta pandemia que vivo. Tantas familias rotas, hogares heridos. El dolor no está ausente de mis días. El parto de una vida nueva también viene acompañado siempre del dolor. Me quieren convencer de la inutilidad del dolor. Pero no es verdad. Es cierto que el dolor es inevitable. Estoy hecho para la eternidad y mi cuerpo es caduco. No puedo evitar esos dolores que yo no provoco. No dependen de mí y suceden. Dentro de mi alma algo se quiebra. Es como si se hundiese el mundo ante mis ojos. Pienso en esos dolores que he sufrido en mi vida. Se los entrego a Dios conmovido en este retiro. Él sabe mejor que yo el dolor que he soportado. Y me recuerda que el dolor no es malo en sí mismo. Simplemente forma parte de mi condición humana y pecadora. Soy hombre, soy pobre, soy niño, limitado, incapaz de todo. No puedo negar la realidad. Soy el que soy y no puedo cambiar tan fácilmente. Y en mis límites experimento un dolor que la vida misma me provoca. Pero ese dolor tiene algo de purificador. Me libera de mis caprichos de niño poco libre y me hace más fuerte, más capaz para la resiliencia. Las personas que han pasado por momentos difíciles de pérdida, de ruptura, de dolor, se han hecho más firmes, más fuertes, más roca, más nobles, más libres. Se han purificado porque el dolor real, verdadero no es una fantasía. Duele la herida. Y el dolor puede hundirme y hacerme inútil para la vida. O puede provocar en mí todo lo contrario. Puede hacerme más capaz para la vida, más sano en mi forma de amar. Cuando he sufrido un dolor de verdad, miro con más distancia esas cosas que antes me turbaban y me entristecían. Cuando vivo la vida en su verdad, las superficialidades de antes pasan a un segundo plano, no me interesan. El dolor puede llevarme a Dios si lo vivo con altura y con hondura. Me gusta esta imagen. Esa piedra que se rompe y sirve para sostener a otros aún estando rota. El dolor no me lleva entonces al desánimo sino a la esperanza. Esa fuerza de María al pie de la cruz me habla de mi propia forma de enfrentar la vida. Escribe el Papa Francisco en esta Cuaresma: «Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual». María de pie, enhiesta junto a la cruz es mi fuente de inspiración. Me levanta con su mirada. María permanece siempre fiel al sí que un día dio en Nazaret. Y acepta con paz en el Gólgota esa espada que atraviesa su corazón.

3. ¿Qué dolores he vivido en este tiempo? ¿Cómo he permanecido como María al pie de la cruz?

4.           María y el discípulo, Madre e hijo

En esta Cuaresma decido que quiero recibir a María en mi casa. Y al mismo tiempo tengo claro que Ella me recibe a mí: «Cuando Jesús vio a su madre y junto a ella al discípulo a quien él quería mucho, dijo a su madre: –Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: –Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa». Siempre me ha conmovido el dramatismo de esta escena. Por más que intento dibujarla con cierta emoción, me duele el alma. Jesús está muriendo y María llora, firme, rota el alma, a los pies de su hijo. Y brotan esas palabras llenas de emoción de los labios de Jesús. Son su testamento más sagrado. Claro que sí, Ella va a ser Madre de Juan y en él madre de todos. Y él, al igual que yo, se la lleva a su casa. Para que viva con él, a su lado y le sostenga. Las palabras de Jesús me conmueven en este tiempo de Cuaresma. Miro a María, una mujer y a Juan, un hombre. Madre e hijo comienzan un camino. La discípula de Jesús junto al discípulo. Y se hizo realidad que de su costado abierto brota un amor inmenso que todo lo llena. Muriendo entrega lo más sagrado, a su Madre. Y yo me llevo a María a casa. La necesito, como Juan. Y Ella sabe que juntos podemos avanzar por el desierto de la vida sin miedo. Su abrazo me sostiene y me levanta cada vez que caigo. La miro a Ella en esta Cuaresma, va conmigo de la mano. Quisiera detenerme en esa mirada de María que me salva. Y pienso que necesito tres actitudes en las que crecer de su mano en esta Cuaresma:

A. Lo primero que necesito es una mirada más amplia cada vez que sufra un dolor. Miro a María en el peor momento de su vida y la veo llena de paz. Yo, cuando tengo un dolor hondo, no logro ver nada más a mi alrededor. El mundo desaparece y me siento cegado. En esos momentos necesito vivir esa actitud de madre que Ella tiene. Su corazón está roto, pero en lugar de cerrarse por el dolor de la herida, se abre más, se hace más ancha su mirada. Hay personas que ante el dolor se cierran, se autocompadecen, exigen que el mundo las compadezca, sufren tanto que no son capaces de alzar la mirada y salir a calmar el dolor de otros desde su dolor. Yo sí quiero alzar mi mirada por encima de mi dolor y de mi angustia. Dicen que la depresión viene por exceso de pasado, el stress por exceso de presente y la ansiedad por exceso de futuro. Tal vez entonces lo que sobra en la vida es el exceso, lo que me hace daño es vivirlo todo de forma excesiva o exagerada. En medio de mi dolor quiero que mi corazón se haga más grande, que no viva con depresión, ni stress, ni ansiedad. Que sea capaz de vivir con paz en el peor momento de mi vida. ¿Es eso posible? Yo lo llamaría longanimidad. Es la constancia, la paciencia y la fortaleza de ánimo ante las situaciones adversas de la vida. Es la generosidad y amplitud de la mirada y el pensamiento. Es el corazón grande en medio de la tribulación del presente. Eso es lo primero que le pido a María al acogerla en mi casa. Le pongo voz al anhelo de mi corazón. Si pudiera enfrentar con esa mirada alegre y abierta los momentos oscuros todo sería más fácil.

b. Lo segundo que le pido a María al pie de la cruz es la firmeza y la fidelidad. No es fácil esa actitud interior del corazón. Hace falta fortaleza de alma. Serenidad, fortaleza, hondura son rasgos de un corazón que se ha entregado por completo. Hacen falta muchas raíces para no estar expuesto a la fuerza de los vientos. Ser roca es lo que el corazón desea. Ser firme y fiel. Comenta el Papa Francisco: «En la Cuaresma, estemos más atentos a decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan, en lugar de palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian». Cuando tengo fortaleza interior puedo decir palabras que levanten, que construyan, que fortalezcan al débil, al que está triste, al pusilánime. Y comenta el Papa Francisco: «Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia». Miro a María, miro a Jesús. Quiero esa fortaleza para permanecer fiel al pie de la cruz. La tentación es dejar de luchar. Mirar a otro lado. Dejar de caminar y quedarme tranquilo al borde del camino. Como si no importara nada más. Cuando la presión del mundo y de la vida es fuerte. En esos momentos noto más la fragilidad de mi ánimo. La resiliencia es un don que pido. Esta fuerza interior me permite desarrollar actitudes positivas ante la adversidad que la vida me presenta. Corro el peligro de creer que es imposible caminar sin rumbo. Y entonces brota el miedo ante la posible derrota. Pido esa actitud resiliente que me anime a levantarme después de haber caído. Es posible seguir luchando y entregando la vida. No tengo miedo y confío.

c. La tercera actitud que le pido a María es la alegría serena ante los cambios. Su sonrisa me levanta en esta Cuaresma. Desde la cruz del Señor María me sonríe. No tiene miedo a la muerte porque cree en la vida. Ya ha vencido. Comenta el Papa Francisco en esta Cuaresma: «En este tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo». Esa alegría serena me abre a mis hermanos, a mi familia. Me abre al cambio en mi vida. Es entonces la cuaresma un tiempo que me da Dios para poder cambiar. Pero a mí no me gusta cambiar. En Tierra Santa, en el Santo sepulcro, rige el llamado Status Quo. Hubo muchas tensiones entre católicos, ortodoxos y griegos durante muchos años en cuanto a la propiedad y uso de los santos lugares. Se llegó entonces a un acuerdo firmado el 8 de febrero de 1852. Este acuerdo se conoce con el nombre de Status quo. El Status quo, especialmente en el Santo Sepulcro, determina la propiedad de los Santos Lugares, y los espacios dentro del santuario, e incluso los horarios, recorridos y el modo de realizarlos. De tal forma que no se puede cambiar absolutamente nada. Esta inmovilidad impresiona. A veces en mi propia vida parece que he firmado mi propio status quo. Decía Jean Vanier: «¿Quieren quedarse en el status quo de sus vidas? ¿O es que quieren cambiar? ¿Saben por qué mataron a Jesús? Porque Él llamaba al cambio. Y a nadie le gusta cambiar. Queremos quedarnos en nuestro confort. ¿Quiénes quieren cambiar? Los pobres. Porque no pueden aceptar su situación actual. Los que están en un cierto confort. Tienen miedo de ir más lejos. Porque no saben bien dónde los van a llevar». Me da miedo el cambio. Me da miedo perder lo que ahora poseo. Quiero dejarlo todo igual. La pandemia lo ha cambiado todo y yo no quiero que cambie nada. Me asusta dejar de poseer y perder a los que amo. María sonríe con una alegría serena mientras a su alrededor todo cambia. Y yo no sonrío porque no quiero sufrir, no quiero cambiar. No quiero ser vulnerable, siendo esta palabra la más usada en la pandemia. Las personas vulnerables, las que pueden sufrir con el virus. Yo quiero volver a la normalidad de antes, no quiero más cambios. Prefiero el status quo en el que nada se toca y donde yo decido lo que está bien. Me cuestan esas palabras que escucho en los labios de Dios, de María, de Jesús: «Hágase, he aquí la esclava, aquí estoy para hacer tu voluntad, ábrete». Me cuesta renunciar a mis planes y deseos y aceptar la realidad. Dice Jean Vanier: «Es bueno dar gracias por nuestras pobrezas». Aceptar que soy pobre. Sentirme necesitado de otros. Abrirme a un cambio que necesito. Pero me cuesta cambiar. Renunciar. Dejar de tener lo que me da seguridad. Aceptar mi vida en su fragilidad. ¿Qué tengo que cambiar en mi vida para que reine Jesús en mi corazón? No quiero que todo permanezca inamovible. No me gusta una vida estática, rígida, protegida, guardada. Estoy dispuesto a dejarme hacer por Dios. «Hágase». Se lo digo a su oído con voz fuerte. Estoy dispuesto a que Él mande en mí. Me deshago de mi voluntad orgullosa. De mi ánimo fuerte que quiere controlarlo todo.

4. ¿En qué aspectos me ha ayudado mi alianza con María? ¿La he recibido en mi casa y Ella ha cambiado nuestro hogar? ¿En qué se ha notado? Quiero pedirle amplitud de mirada, fidelidad y alegría en el cambio.

5.           De la mano de María dejo todo lo que me pesa

Hoy quiero dejar sobre la mesa todas aquellas cosas que me pesan. Vaciar los bolsillos. Echar fuera del alma lo que no me da vida. Alejar de mí todo aquello que me ata. Quiero saber dónde está de verdad el tesoro de mi vida. Leía el otro día: «Todos tenemos dentro un tesoro. Pero para conseguirlo tienes que abandonar el ajetreo de la mente y las necesidades del ego y entrar en el silencio del corazón» . ¿Dónde he puesto mi ganancia verdadera? Quiero saber qué es lo que de verdad me alegra. Y qué es lo que me entristece. Lo que de verdad importa. ¿Dónde pongo mi confianza cada día? ¿En quién tengo fe de verdad? ¿A quién amo con toda el alma? Mi felicidad y plenitud no puede depender de la felicidad de otro, de su salud, de su suerte. No puede depender de circunstancias que no controlo. ¿Dónde se sujeta con fuerza el péndulo de mi vida? Quiero ser pobre de Dios para vivir atado a Él, dependiendo de su presencia. «¿Dónde se halla el punto de apoyo del péndulo? Sólo arriba, en algún lugar o sitio de donde cuelga. ¿Dónde hallará su punto de reposo este hombre de hoy que experimenta tan hondamente su condición humana? Si el hombre es un ser pendular y oscilante, su apoyo y seguridad connaturales estará allá arriba, en la mano de Dios Padre. Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombre» . Quiero dejar de lado tantas cosas que me enriquecen sólo en apariencia, pero me desgastan por dentro el alma. No quiero buscar mi estabilidad en la rigidez del suelo. Quiero reconocerme pobre delante de Dios. Quiero ser pobre de Dios. Con mi alma anclada en su corazón. Cobijado en Dios como ese niño pequeño que confía sólo en su padre. Quiero mirar el agua que llevo dentro y pensar que mi pobreza consiste en esa sensación de sentirme necesitado, vacío y roto. Tantas veces me preocupo de las riquezas que el mundo me entrega. Busco el reconocimiento. El éxito. Los bienes que parecen llenar mi alma, pero que son caducos. Me siento tan a gusto en los lugares donde soy reconocido. Dejo de lado a aquellas personas que no parecen valorarme. No las veo. Como comenta el Papa Francisco: «Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor». Digo que soy pobre pero sólo busco a los ricos. A aquellos que me pueden darme algo a cambio, algo parecido a lo que yo entrego. Busco a los que me hacen feliz. Porque tienen luz, porque no me quitan la paz. Porque no demandan ni exigen. Porque no son personas tóxicas. Y dejo de lado a los heridos. A los que no me cuidan a mí. A los que están rotos y necesitados. Busco sólo a los que me reconocen y consideran importantes mis palabras. Digo con la boca pequeña que quiero ser pobre y vivo pendiente de aquellas cosas que calman mis deseos. Tratando de satisfacer lo que mi alma anhela. Busco siempre corazones donde sentirme en casa. Mendigo cariño allí donde me encuentro. Busco agradar a todos y caer bien a cualquier persona. Deseo satisfacer todos los anhelos de aquellos que llegan a mí insatisfechos. Muchas veces veo personas que sólo buscan agradar. Dicen lo que yo deseo. Halagan buscando halagos. Temen el rechazo más que yo mismo. No quiero mendigar sonrisas. Quiero aprender a ser un niño pobre y confiado. Pero luego digo que soy pobre y no sufro la necesidad del que nada tiene. Tapo mi alma con cosas para no indagar más adentro. No quiero conocer de verdad la sed de mi alma. Sólo quiero llenar por fuera mi pozo seco. Me lleno de riquezas que no colman mi anhelo más profundo. Quiero aprender a ser más pobre, más niño, más de Dios. Quiero aprender a vivir más vacío de mis pretensiones. De esos deseos esclavos de triunfar en todo lo que hago. Tratando de sanar la herida de amor que llevo grabada en el alma. Es la cuaresma un tiempo que Dios me da para ser más pobre, más feliz, más pleno. Para ser mendigo de su amor más grande. Para hacerme esclavo de su presencia sanadora. Quiero valorar las cosas que tengo. Agradecer por todo lo que Dios me regala. Desprenderme de lo que no necesito. Dios no quiere de mí simplemente que viva vacío. Creo que vivir vacío no es lo que Dios desea. No desea que no tenga amigos, que no tenga vínculos profundos, ni ataduras. No quiere sólo que no posea seguridades. Sabe que mi corazón se apega siempre, desea, llama, suplica, reclama. Sabe que mi corazón quiere lo que no tiene y teme perder lo que posee. Mi corazón vacío está demasiado expuesto si Él no lo llena. Jesús conoce hasta el fondo de mi alma cuáles son mis más profundos deseos. Conoce la herida de mi corazón. Sabe de mis miedos y sufrimientos. Me quiere vacío para llenarme. Desea que me entregue por entero. Quiere que sea libre para hacer lo que me pide, lo que anhela de mí. Quiere estar conmigo donde yo estoy y que yo descanse en Él y viva con paz mi vida, anclado en Él mi péndulo. Sólo así será posible rezar con Santa Teresa de Jesús: «Si queréis que esté holgando, quiero por amor holgar. Si me mandáis trabajar, morir quiero trabajando. Decid, ¿dónde, cómo y cuándo? Decid, dulce Amor, decid: ¿qué mandáis hacer de mí? Dadme Calvario o Tabor, desierto o tierra abundosa; sea Job en el dolor, o Juan que al pecho reposa; sea viña fructuosa o estéril, si cumple así: ¿qué mandáis hacer de mí? Esté callando o hablando, haga fruto o no le haga; esté penando o gozando, sólo vos en mí vivid: ¿qué mandáis hacer de mí?». Dejo espacio en mi alma para que Él pueda vivir conmigo. Para que Él cambie mi corazón de piedra por uno de carne. Sólo así podré hacer lo que Él me mande.

5. ¿Dónde he puesto mi confianza en este tiempo? ¿En qué cosas tengo que cambiar?

6.           Quiero vivir el desierto de esta cuaresma

La imagen del desierto forma parte del tiempo de cuaresma. Leemos en Oseas 2,14: «Así que voy a seducirla, la llevaré al desierto y allí le hablaré a su corazón. Allí me responderá como en su juventud. Yo te haré mi esposa y te seré fiel, y tú entonces me conocerás como el Señor». Dios lleva a Israel al desierto para seducir su corazón. El desierto vacío y solitario se convierte en lugar de encuentro con Dios. Hay una canción que habla d este encuentro: «Conozco tu conducta y tu constante esfuerzo, has sufrido por mi causa sin sucumbir al cansancio, pero tengo contra ti que has dejado enfriar tu primer amor. Por eso yo la voy a seducir, la llevaré al desierto y allí, hablaré a su corazón y ella me responderá como en los días de su juventud». Allí espera Él mi sí alegre y convencido. El sí enamorado de mi juventud. El sí primero e inocente. Leo en Apocalipsis 2,4: «Pero tengo una queja contra ti, y es que has dejado enfriar tu primer amor». Pienso en ese día en el que me enamoré de Dios en mi vida. ¿Recuerdo ese día de mi primer amor? Si no lo recuerdo es bueno que medite qué días en mi vida de fe he tocado ese amor de Dios, he vibrado con su presencia. Me he sentido atraído por Él. Me he enamorado. Uno no se enamora de una norma, de un precepto, de una prohibición, de una moral. El enamoramiento comienza con una atracción. Admiramos a quien empezamos a amar. Surge el deseo. Queremos estar con Él. Y ese amor hace posible pronunciar un sí para siempre. Saca ese amor lo mejor de mí. Y me hace capaz de todo. El amor comienza con esa persona que me cautiva y no quiero alejarme de su presencia. Así sucede en el amor de amistad, en el amor matrimonial. Los esposos no se enamoran porque hayan visto en la fidelidad como precepto el sentido de sus vidas. Surge el amor y gracias a ese amor es posible vivir después la fidelidad. El amor me capacita para la renuncia. Con Dios ocurre lo mismo. Me enamoro de Jesús hombre, de ese Dios personal que me mira con misericordia y viene a mí. Ese amor primero sostiene mi fe. Por eso es tan importante, como en la vida matrimonial, encender de nuevo el primer amor cuando se enfría. Por eso quiero ahora renovar mi sí en medio de las pruebas, en la dureza del camino, cuando he visto cómo es la vida. Dios quiere llevarme al desierto para volverme a conquistar, para que me enamore de nuevo. Me lleva al silencio y me habla al corazón. Porque quiere que esté a solas con Él para darme a conocer mi verdadero nombre. Ese nombre que sólo intuyo. Mi verdad. Me lleva a solas con Él para mostrarme cuánto me quiere y dejar que yo le diga de nuevo cuánto le quiero. Es el amor primero. Ese amor que le di cuando era más joven, cuando me enamoré de Él por vez primera. Me lleva al desierto para estar a solas conmigo. En intimidad. Los dos mirándonos. Como ese hombre mayor que rezaba en la parroquia del cura de Ars y un día le preguntó: «¿Qué haces tanto tiempo ahí con Dios?». Y este señor contestó con sencillez: «Yo le miro, Él me mira». Mi oración es mirar a Dios. Y Él me sostiene en medio de mis luchas. Por eso en esta cuaresma quiere llevarme en brazos al desierto incluso contra mi voluntad. Porque a veces me resisto. Me cuesta dejarme el tiempo para Él. Quiere llevarme para que conozca el verdadero amor que me tiene. En el desierto es más fácil el encuentro profundo porque no hay distracciones. Sólo Dios y yo. Allí quiere seducirme de nuevo. Me gusta esa imagen de la seducción. Dios me seduce. ¿Cómo lo va a conseguir? A veces el mundo me seduce con más fuerza. Apela a mis sentidos. Me atrae con cantos de sirena. Me promete lo que no me va a llenar del todo. Tal vez por eso Dios necesita llevarme al desierto para que aprenda a estar a solas con Él. Para tenerme a su lado, recostado sobre su pecho. Arropado en sus brazos. Dios me muestra en el desierto su fidelidad. El desierto es la vuelta al primer amor. Al enamoramiento de mi juventud. En la vida el tiempo a veces desgasta el amor. La rutina y las pruebas duelen y me secan. El primer sí palidece. Por eso me gusta esa imagen de volver al primer amor. Tiene que ver con recuperar el entusiasmo perdido. Cuando me dejo llevar por el entusiasmo es Dios el que entra en mí y se sirve de mí para manifestarse. Cuando estoy enamorado profundamente de Dios se nota en todo lo que hago y digo. Tengo luz. Mis ojos hablan de ese amor. Y mis palabras. Y toda mi vida. Pero a veces dejo de estar entusiasmado y se pierde la fuerza de mi entrega. Ir al desierto supone caminar en la presencia de un Dios que está enamorado de mí. Vive entusiasmado al ir junto a mí. Quisiera recuperar mi entusiasmo en el desierto. Volver a vibrar como en los días de mi juventud. Con la misma pasión. Con la misma fuerza. Con la misma alegría del inicio del camino.

6. ¿Cómo estoy cuidando mi mundo interior en esta cuaresma? ¿Cómo he crecido en mi oración?

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

 

Estandarte

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