31 de marzo de 2021
Hermano:
«Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en
el camino; y otros cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino»
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde,
y el que se aborrece a sí mismo se guardará»
«La vida sólo merece la pena ser vivida si se entrega sin
poner barreras al viento y al amor. Me gusta ese rey montado sobre un borrico
en este día de fiesta»
Crece el ritmo de vacunación en Asturias: el 13% de la
población ya ha recibido al menos una dosis.
El pasado viernes se superaron por primera vez las 6.000
vacunas administradas en una misma jornada.
La Semana Santa es la semana más sagrada del año. No quiero
dejar que pasen los días sin hacer nada. No quiero que se me escape una
oportunidad de acompañar a Jesús en su camino a la muerte. Es un tiempo santo
que tengo ante mis ojos. Una oportunidad para tocar el cielo. Quiero abrazarme
a ese Jesús que sufre el rechazo, el abandono y toca el dolor de la soledad.
Ama hasta el extremo y es odiado hasta la muerte. Algunos lo aman y acompañan
de cerca al pie de la cruz. Otros en su amor lloran su pérdida pero les falta
valor para acercarse al madero del que pende. No se atreven a luchar por Él, a
dar la vida. No se arriesgan porque no quieren perder lo que ahora poseen.
Saben que el grano de trigo tiene que caer en tierra y morir, pero no saben
nada de la vida eterna. No comprenden la resurrección que todavía no acontece.
Estos días de Semana Santa están marcados por el dolor, la angustia y la
consternación de los más cercanos. Yo me he acostumbrado a tomar distancia del
dolor. Prefiero encapsularlo y olvidarlo, prefiero pasarlo por alto hasta
llegar a momentos más felices en mi vida. No me gusta el sufrimiento, ni la
muerte. Detesto la enfermedad que ahora se aferra a la piel en esta pandemia.
No quiero sufrir la pérdida. Creo que la Semana Santa es una ocasión para vivir
el paso de Jesús por mi vida. He vivido la Cuaresma intentando preparar el
corazón. Queriendo que Jesús toque mi alma y trabaje mi interior para acompañar
a Jesús como María, como Juan, como las santas mujeres. No quiero quedarme
lejos pensando en otras cosas sin darle importancia. No quiero volverme inmune
al sufrimiento de los hombres. Su dolor es el mío, no puedo ser ajeno. No puedo
quedarme quieto sin hacer nada, sin acercarme, sin socorrer al débil, sin
salvar al desvalido. Quiero que mi corazón se vuelva más humano. Hay personas
cerca que recorren su propio Via crucis. Sufren en soledad y no encuentran ni
la compasión de la Verónica camino al Calvario. No son comprendidos en su
debilidad, en su miseria. Yo no quiero dejar de vivir la Semana Santa de los
que más sufren. Por eso quiero vivir a fondo estos días, para aprender a vivir
cerca del crucificado. Aprendo a acompañarlo por los lugares sagrados que
recorro. Desde la entrada en Jerusalén el domingo de ramos. Pasando por Betania
donde descansaba cada noche. Acercándome al templo del que echaba a los
vendedores. Recorriendo esas calles de Jerusalén por las que pasó predicando. Y
luego el Cenáculo, en el que tuvo lugar la última Cena. Y después el huerto, en
el que siempre rezaba, y especialmente esa noche sudó sangre, tanto era el
miedo y la entrega. Y los ángeles lo consolaron. Y entonces, entregándolo todo,
halló la paz. Acompaño sus pasos cuando fue apresado y llevado a esa cisterna
en la que iba a pasar su última noche entre los hombres. Y su madre cerca y
lejos acompañando su dolor. Y luego ese juicio en la noche y por la mañana del
viernes. Para condenarlo a muerte lavándose las manos. Y el dolor de esa muchedumbre
que ahora prefería a Barrabás antes que salvar al que había dado su vida por
amor. Y entonces recorrer esos últimos pasos cargado con su madero. El via
crucis camino al Calvario. Los gritos, María cerca queriendo consolarlo. Estaba
haciendo todas las cosas nuevas y yo no entiendo, ni nadie en ese momento. El
silencio de Jesús, muy dentro de sí mismo, viviendo este momento en soledad,
unido a su Padre, con paz profunda. Y el Calvario imponente con esas tres
cruces. Los dos ladrones a ambos lados. El bueno y el que no supo ver a Dios
muriendo en un madero. Y unos pocos amigos, mujeres, Juan y su Madre al pie del
suplicio. Y sus últimas siete Palabras, las vuelvo a escuchar rememorando su
dolor y sus lágrimas. Quisiera estar cerca para consolarlo, para darle agua,
para calmar su pena profunda por ese rechazo de los hombres a los que tan solo
había querido amar dando su vida. Quiero recorrer cada paso de estos días sin
perderme nada. Pienso en el viacrucis de tanta gente a mi lado. Esa Semana
Santa que paso por alto porque tengo otras cosas importantes que hacer y
descuido lo importante. Quiero vivir estos días con un sentido. Es una Semana
Santa especial después de un año lleno de tantos dolores. Confío y toco la cruz
que me salva, me eleva.
Comienza la Semana más santa del año y después de cuarenta
días de Cuaresma veo que yo no soy más santo que antes. Puede que estos días
sean santos, pero mientras yo no lo sea nada va a cambiar en mí. No veo que sea
más de Dios, ni más dócil, ni más niño, ni más puro en la mirada. Esa santidad
que es un don es justamente lo que quiero. No pretendo sólo vivir intensamente
esta semana, la más importante del año. En realidad sueño con que algo de la
santidad de estos días se prenda de mi piel y me invada el Espíritu Santo
calmando todas mis ansias e iluminando todas mis oscuridades. Esos días de
Semana Santa que ahora son santos, no lo fueron un día. Esa primera Semana
Santa que hoy revivo estuvo llena de pecados. La santidad reposaba en el
cordero inmolado en la cruz, en el Hijo de Dios que amó a los hombres hasta el
extremo. Pero en torno a Él abundó esos días el pecado. Y donde abundó el
pecado, acabó sobreabundando la gracia que trajo su resurrección. Pero en esos
días lleno de oscuridad reinaron la noche, el odio, el dolor. El hombre no
soportaba un amor incondicional, humilde y misericordioso en sus vidas. No
soportaban a aquel hombre que parecía no temer el poder de ningún hombre. Era
un hombre de Dios, libre, firme, fiel. Y en torno a Él se hizo fuerte el pecado
de aquellos hombres que no soportaban a ese Jesús que pretendía ser Dios, hijo
predilecto de Dios, escogido. No soportaban sus milagros, ni sus curaciones en
sábado, ni el perdón de los pecados que proclamaba abiertamente. Dijo que era
el pan de vida eterna, y ellos no lo creyeron y lo negaron. Esa Semana Santa se
hizo fuerte el pecado de todos los que condenaban a Jesús con sus palabras y
sus silencios, con sus gritos y sus salivazos. ¡Qué fácil puede resultar
condenar al que me resulta molesto e incómodo! ¡Qué fácil despreciar a quien no
amo y desear incluso su muerte! Había muchos que hablaban y condenaban la
actitud de aquel hombre que parecía blasfemo. No condenaban sus milagros que
podían ser dignos de admiración. No condenaban sus palabras que a menudo edificaban
el alma. Pero sí condenaban esas pretensiones que sentían ocultas y ellos las
imaginaban. Es muy fácil imaginar en los otros actitudes e intenciones que no
tienen. O proyectar en el prójimo lo que yo mismo siento y deseo. Es mi palabra
contra la del otro. Yo no quiero caer en esos juicios, en esos chismes y en
esas críticas. No quiero hablar tanto, prefiero callar. Pero a menudo me veo
condenando a los que no actúan como yo espero que lo hagan. Critico a los que
destacan, a los que son admirados por otros más que yo y me despiertan envidia.
Critico a los que no se comportan como a mí me gustaría, y no siguen mis
indicaciones. A los que son infieles, pecadores o simplemente no cumplen la
palabra dada, o no realizan lo que les exigen a otros. Entonces me siento
pequeño al comprobar lo sucia que tengo la mirada y envenenado mi pensamiento.
Llevo en mi interior veneno que vierto con rabia cuando me siento ofendido o se
abre sin quererlo alguna herida del pasado. En esos días santos en Jerusalén
corrían muchos rumores, muchas críticas circulaban. Se hablaba y se callaba
para condenar a un hombre. Callaban los que tenían miedo. Hablaban los que no
querían que nada cambiase a su alrededor. Quizás porque sus obras no eran
buenas, o tal vez su corazón estaba lleno de pecado. Y entonces surgía la
condena de sus labios. No importaba que muriese un hombre por el bien de
muchos. Decía el Papa Francisco que sólo la ternura me salva: «La ternura es el
mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el
juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad
para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad». Esa ternura
me levanta por encima de mi juicio y de mis condenas. Ternura hacia mi propia
debilidad en primer lugar. Porque normalmente es la no aceptación de mi
fragilidad la que me indigna con los demás, la que me violenta y vuelve
agresivo. La que me hace criticar y condenar porque no estoy en paz conmigo
mismo, con mi vida como es, con mi propia historia llena de sombras. La ternura
hacia mi corazón me vuelve tierno con la debilidad visible e incluso reconocida
de los demás. Esa ternura me vuelve misericordioso y compasivo. Dejo entonces
de ser un chismoso, dejo de andar por la vida con habladurías. Tantos hablaban
mal de Jesús en esos días santos. Tantas veces soy yo el que vive hablando mal
de lo que no hacen bien los otros. No miro mi interior por miedo. Prefiero
taparlo dejando mal a los que pueden hacerme sombra y ocultar mi valor.
Descalifico a los que tengo cerca de mí, incluso a los que más quiero. El amor
que les tengo no impide que los critique, incluso frente a muchos. Condeno sus
errores y no hablo bien de sus decisiones nobles y puras. Me río de ellos y los
condeno. Me quedo sólo en lo que no hacen bien, resaltándolo. Jesús pasó
haciendo el bien. Yo no hago el bien muy a menudo. Jesús observaba todo pero no
lanzaba ninguna piedra acusatoria al ver la debilidad del hombre. Sólo se
rebelaba contra la hipocresía y la falsedad de los que se creían más sabios.
Hablaba contra los juicios que hacían los hombres sobre los débiles. Yo no
quiero hablar en estos días. Quiero aprender a enaltecer a las personas sin
vivir juzgando sus obras. Guardo silencio. Sólo así seré más de Dios y su
presencia hará más santa mi vida.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario