martes, 30 de marzo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 31 DE MARZO DE 2021

 





31 de marzo de 2021

 

Hermano:

«Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; y otros cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino»

«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo se guardará»

«La vida sólo merece la pena ser vivida si se entrega sin poner barreras al viento y al amor. Me gusta ese rey montado sobre un borrico en este día de fiesta»

Crece el ritmo de vacunación en Asturias: el 13% de la población ya ha recibido al menos una dosis.

El pasado viernes se superaron por primera vez las 6.000 vacunas administradas en una misma jornada.

La Semana Santa es la semana más sagrada del año. No quiero dejar que pasen los días sin hacer nada. No quiero que se me escape una oportunidad de acompañar a Jesús en su camino a la muerte. Es un tiempo santo que tengo ante mis ojos. Una oportunidad para tocar el cielo. Quiero abrazarme a ese Jesús que sufre el rechazo, el abandono y toca el dolor de la soledad. Ama hasta el extremo y es odiado hasta la muerte. Algunos lo aman y acompañan de cerca al pie de la cruz. Otros en su amor lloran su pérdida pero les falta valor para acercarse al madero del que pende. No se atreven a luchar por Él, a dar la vida. No se arriesgan porque no quieren perder lo que ahora poseen. Saben que el grano de trigo tiene que caer en tierra y morir, pero no saben nada de la vida eterna. No comprenden la resurrección que todavía no acontece. Estos días de Semana Santa están marcados por el dolor, la angustia y la consternación de los más cercanos. Yo me he acostumbrado a tomar distancia del dolor. Prefiero encapsularlo y olvidarlo, prefiero pasarlo por alto hasta llegar a momentos más felices en mi vida. No me gusta el sufrimiento, ni la muerte. Detesto la enfermedad que ahora se aferra a la piel en esta pandemia. No quiero sufrir la pérdida. Creo que la Semana Santa es una ocasión para vivir el paso de Jesús por mi vida. He vivido la Cuaresma intentando preparar el corazón. Queriendo que Jesús toque mi alma y trabaje mi interior para acompañar a Jesús como María, como Juan, como las santas mujeres. No quiero quedarme lejos pensando en otras cosas sin darle importancia. No quiero volverme inmune al sufrimiento de los hombres. Su dolor es el mío, no puedo ser ajeno. No puedo quedarme quieto sin hacer nada, sin acercarme, sin socorrer al débil, sin salvar al desvalido. Quiero que mi corazón se vuelva más humano. Hay personas cerca que recorren su propio Via crucis. Sufren en soledad y no encuentran ni la compasión de la Verónica camino al Calvario. No son comprendidos en su debilidad, en su miseria. Yo no quiero dejar de vivir la Semana Santa de los que más sufren. Por eso quiero vivir a fondo estos días, para aprender a vivir cerca del crucificado. Aprendo a acompañarlo por los lugares sagrados que recorro. Desde la entrada en Jerusalén el domingo de ramos. Pasando por Betania donde descansaba cada noche. Acercándome al templo del que echaba a los vendedores. Recorriendo esas calles de Jerusalén por las que pasó predicando. Y luego el Cenáculo, en el que tuvo lugar la última Cena. Y después el huerto, en el que siempre rezaba, y especialmente esa noche sudó sangre, tanto era el miedo y la entrega. Y los ángeles lo consolaron. Y entonces, entregándolo todo, halló la paz. Acompaño sus pasos cuando fue apresado y llevado a esa cisterna en la que iba a pasar su última noche entre los hombres. Y su madre cerca y lejos acompañando su dolor. Y luego ese juicio en la noche y por la mañana del viernes. Para condenarlo a muerte lavándose las manos. Y el dolor de esa muchedumbre que ahora prefería a Barrabás antes que salvar al que había dado su vida por amor. Y entonces recorrer esos últimos pasos cargado con su madero. El via crucis camino al Calvario. Los gritos, María cerca queriendo consolarlo. Estaba haciendo todas las cosas nuevas y yo no entiendo, ni nadie en ese momento. El silencio de Jesús, muy dentro de sí mismo, viviendo este momento en soledad, unido a su Padre, con paz profunda. Y el Calvario imponente con esas tres cruces. Los dos ladrones a ambos lados. El bueno y el que no supo ver a Dios muriendo en un madero. Y unos pocos amigos, mujeres, Juan y su Madre al pie del suplicio. Y sus últimas siete Palabras, las vuelvo a escuchar rememorando su dolor y sus lágrimas. Quisiera estar cerca para consolarlo, para darle agua, para calmar su pena profunda por ese rechazo de los hombres a los que tan solo había querido amar dando su vida. Quiero recorrer cada paso de estos días sin perderme nada. Pienso en el viacrucis de tanta gente a mi lado. Esa Semana Santa que paso por alto porque tengo otras cosas importantes que hacer y descuido lo importante. Quiero vivir estos días con un sentido. Es una Semana Santa especial después de un año lleno de tantos dolores. Confío y toco la cruz que me salva, me eleva.

Comienza la Semana más santa del año y después de cuarenta días de Cuaresma veo que yo no soy más santo que antes. Puede que estos días sean santos, pero mientras yo no lo sea nada va a cambiar en mí. No veo que sea más de Dios, ni más dócil, ni más niño, ni más puro en la mirada. Esa santidad que es un don es justamente lo que quiero. No pretendo sólo vivir intensamente esta semana, la más importante del año. En realidad sueño con que algo de la santidad de estos días se prenda de mi piel y me invada el Espíritu Santo calmando todas mis ansias e iluminando todas mis oscuridades. Esos días de Semana Santa que ahora son santos, no lo fueron un día. Esa primera Semana Santa que hoy revivo estuvo llena de pecados. La santidad reposaba en el cordero inmolado en la cruz, en el Hijo de Dios que amó a los hombres hasta el extremo. Pero en torno a Él abundó esos días el pecado. Y donde abundó el pecado, acabó sobreabundando la gracia que trajo su resurrección. Pero en esos días lleno de oscuridad reinaron la noche, el odio, el dolor. El hombre no soportaba un amor incondicional, humilde y misericordioso en sus vidas. No soportaban a aquel hombre que parecía no temer el poder de ningún hombre. Era un hombre de Dios, libre, firme, fiel. Y en torno a Él se hizo fuerte el pecado de aquellos hombres que no soportaban a ese Jesús que pretendía ser Dios, hijo predilecto de Dios, escogido. No soportaban sus milagros, ni sus curaciones en sábado, ni el perdón de los pecados que proclamaba abiertamente. Dijo que era el pan de vida eterna, y ellos no lo creyeron y lo negaron. Esa Semana Santa se hizo fuerte el pecado de todos los que condenaban a Jesús con sus palabras y sus silencios, con sus gritos y sus salivazos. ¡Qué fácil puede resultar condenar al que me resulta molesto e incómodo! ¡Qué fácil despreciar a quien no amo y desear incluso su muerte! Había muchos que hablaban y condenaban la actitud de aquel hombre que parecía blasfemo. No condenaban sus milagros que podían ser dignos de admiración. No condenaban sus palabras que a menudo edificaban el alma. Pero sí condenaban esas pretensiones que sentían ocultas y ellos las imaginaban. Es muy fácil imaginar en los otros actitudes e intenciones que no tienen. O proyectar en el prójimo lo que yo mismo siento y deseo. Es mi palabra contra la del otro. Yo no quiero caer en esos juicios, en esos chismes y en esas críticas. No quiero hablar tanto, prefiero callar. Pero a menudo me veo condenando a los que no actúan como yo espero que lo hagan. Critico a los que destacan, a los que son admirados por otros más que yo y me despiertan envidia. Critico a los que no se comportan como a mí me gustaría, y no siguen mis indicaciones. A los que son infieles, pecadores o simplemente no cumplen la palabra dada, o no realizan lo que les exigen a otros. Entonces me siento pequeño al comprobar lo sucia que tengo la mirada y envenenado mi pensamiento. Llevo en mi interior veneno que vierto con rabia cuando me siento ofendido o se abre sin quererlo alguna herida del pasado. En esos días santos en Jerusalén corrían muchos rumores, muchas críticas circulaban. Se hablaba y se callaba para condenar a un hombre. Callaban los que tenían miedo. Hablaban los que no querían que nada cambiase a su alrededor. Quizás porque sus obras no eran buenas, o tal vez su corazón estaba lleno de pecado. Y entonces surgía la condena de sus labios. No importaba que muriese un hombre por el bien de muchos. Decía el Papa Francisco que sólo la ternura me salva: «La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad». Esa ternura me levanta por encima de mi juicio y de mis condenas. Ternura hacia mi propia debilidad en primer lugar. Porque normalmente es la no aceptación de mi fragilidad la que me indigna con los demás, la que me violenta y vuelve agresivo. La que me hace criticar y condenar porque no estoy en paz conmigo mismo, con mi vida como es, con mi propia historia llena de sombras. La ternura hacia mi corazón me vuelve tierno con la debilidad visible e incluso reconocida de los demás. Esa ternura me vuelve misericordioso y compasivo. Dejo entonces de ser un chismoso, dejo de andar por la vida con habladurías. Tantos hablaban mal de Jesús en esos días santos. Tantas veces soy yo el que vive hablando mal de lo que no hacen bien los otros. No miro mi interior por miedo. Prefiero taparlo dejando mal a los que pueden hacerme sombra y ocultar mi valor. Descalifico a los que tengo cerca de mí, incluso a los que más quiero. El amor que les tengo no impide que los critique, incluso frente a muchos. Condeno sus errores y no hablo bien de sus decisiones nobles y puras. Me río de ellos y los condeno. Me quedo sólo en lo que no hacen bien, resaltándolo. Jesús pasó haciendo el bien. Yo no hago el bien muy a menudo. Jesús observaba todo pero no lanzaba ninguna piedra acusatoria al ver la debilidad del hombre. Sólo se rebelaba contra la hipocresía y la falsedad de los que se creían más sabios. Hablaba contra los juicios que hacían los hombres sobre los débiles. Yo no quiero hablar en estos días. Quiero aprender a enaltecer a las personas sin vivir juzgando sus obras. Guardo silencio. Sólo así seré más de Dios y su presencia hará más santa mi vida.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

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