domingo, 20 de junio de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 21 DE JUNO DE 2021

 


 

21 de junio de 2021

 

Hermano:

«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Se quedaron espantados y se decían unos a otros: - ¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»

«Quiero un corazón paciente, tranquilo. Para que muchos en mi interior encuentren la paz que les falta. Un corazón que integre a los que son diferentes y reconcilie a los enemistados»

La protección facial, símbolo de la pandemia, comenzará a rebajarse en unos días.

Israel vuelve a imponer el uso de mascarilla en algunas zonas tras dos nuevos brotes.

En algunas zonas será obligatorio su uso tan solo cinco días después de que eliminase esta medida.

Urgen a poner «cuanto antes» las segundas dosis de la vacuna para proteger contra la variante delta.

Los expertos aseguran que con un solo pinchazo la protección contra la cepa originada en la India podría no ser suficiente, pero la pauta completa proporciona una respuesta inmune adecuada y previene la hospitalización.

Me gustan las tormentas en la noche, mientras duermo. No alteran mis planes, dejan la tierra llena de agua y traen fecundidad. Me gustan los vientos cuando estoy protegido, lejos de las olas violentas. Amo su fuerza y su rabia. Llenan de vida mi silencio. Me gustan los momentos de pausa en medio del trabajo, de la carrera, de la lucha. Pausas en las que miro al cielo y me pregunto por el sentido último de mi esfuerzo. Me gusta correr despacio y caminar de prisa, para no perder el tiempo. Subir los montes donde alguien me espera cuando llego arriba. Amo vivir con una meta, con un destino, con un sentido. Me gustan las palabras profundas que desvelan misterios y las miradas mudas que dicen mucho más de lo que callan. Me gustan esos abrazos largos que no terminan nunca y el adiós sentido sabiendo que hay un regreso. Prefiero andar perdido antes que perder mi camino. Y sé que las mañanas rompen siempre la oscuridad de mi noche. Albergo en el alma un deseo infinito de vivir para siempre, sin importarme dónde. Pero llevo en la piel pegados esos lugares que un día fueron mi tierra o lo son ahora, no importa el tiempo. He cortado el tronco seco de mi árbol helado, sabiendo que le vida brota de nuevo, desde las raíces. No dejo de sorprenderme al ver cómo es la vida. Quizás igual en mí es posible cercenar lo podrido, lo seco, lo que duele. Y comenzar de nuevo venciendo las nostalgias y los resentimientos. «Bruno le mostró que había maneras distintas de encarar la vida, que se podía asumir el pasado y disfrutar del presente con el fin de preparar el futuro» . Por eso me alegra el nuevo día, ese que me ilumina y llena de esperanza. Me conmueven las lágrimas al recordar la vida, lo amado, lo vivido. Construyo desde los cimientos que se han ido asentando dentro de mi alma. Sé que no lo sé todo y eso también me calma. No me pongo presiones cuando alguien me pregunta. Y dejo más preguntas que respuestas. No sé bien cómo vestirme por dentro cada día. Y deseo pintar el cielo con un azul muy claro e intenso. Me alegran las palabras alegres y positivas. Las personas que sonríen. Aquellos que más perdonan. Me gustan los resilientes, que de la lucha hacen una virtud. Me emociona la presencia silenciosa del que cuida a un enfermo. Me parece un don esa capacidad de abrazar al que está malherido. Tengo nostalgia de tiempos pasados. Y anhelo también tiempos que no llegan. Y sé que el presente es el mayor don que Dios me regala cada día. Lo acojo con una sonrisa. Y no me tiembla el pulso al besar lo que llega. Soy ciudadano del cielo, peregrino de esta tierra y me gusta el ancho mar, sin orillas, mar adentro. Me alegra ver el cielo abierto, sin nubes, todo claro. Y siento en lo más hondo que soy hombre, soy pobre, soy niño. Me gusta lo que decía Tim Guenard: «Para no olvidarse, hay que reelegirse. Y volverse a dar mutuamente para quererse más». Esa actitud me parece esencial. Me gusta esa forma de enfrentar la vida con sus desafíos más grandes. No basta con vivir con alguien para quererlo. No basta con compartir el día y los sueños. Hay que volver a elegir a quien amo. Decirle que sí de nuevo, que es lo primero en mi vida. Sólo así se puede reinventar uno el presente y soñar con tierras lejanas y maravillosas. Sin miedo, con las raíces bien puestas y las alas lanzadas al viento. No me olvido de mis elecciones. Decido reelegir lo que he amado. Y me pongo en camino dejando atrás lo que no me gusta y me pesa demasiado. Acojo con misericordia el dolor ajeno. Lo comparto, lo hago mío. No dudo de la verdad de todo lo que vivo, de lo que siento. Acepto mis miserias. Y soy más misericordioso de lo que fui algún día. El tiempo me ayuda a mirar con más paz mi vida, sin caer en juicios ni críticas innecesarias. Aprendo de los demás, no pienso que lo sé todo. Me pongo en la fila a esperar mi turno, sin querer imponerme, sin pretender ser especial. Soy uno más, un hombre en camino esperando su momento. Tengo que ahondar en mi tierra para sembrar mi futuro. Quito piedras y malezas. Y logro así que mi tierra pueda llegar a ser fecunda.

Puede que la pandemia me haya vuelto perezoso y acomodado. ¿Acaso no es más cómodo trabajar desde casa que tener que soportar atascos en el camino al lugar de trabajo? ¿No prefiero una reunión por pantalla desde mi cuarto que tener que ir a otro sitio a reunirme con otros? ¿Y una misa desde mi computador sin necesidad de hacer mucho esfuerzo, incluso viéndola horas después de haber sido celebrada? Puede que me esté aburguesando en todos los sentidos. Evito el esfuerzo y salir. Es más seguro, me digo, mientras que me voy quedando seco por dentro. Porque este tiempo de pandemia me ha enseñado muchas cosas: el valor de la familia y del hogar, la importancia de cuidar a los que tengo más cerca, la calidad del tiempo con los míos. Al mismo tiempo puede que se hayan perdido otras cosas: el valor del encuentro personal, cara a cara, las conversaciones triviales compartiendo una comida o una bebida, el esfuerzo de llegar a un lugar para encontrarme con otros, la importancia del abrazo, del beso, del contacto. No puedo todavía volver a lo de antes, pero sí puedo aprovechar los resquicios que este tiempo me va dejando. La posibilidad de ciertas reuniones presenciales. La oportunidad de recibir a Jesús en la eucaristía o asistir de forma presencial a una hora santa. Nada reemplaza lo personal. Puede que mi fe se haya acomodado. Y la mediocridad de forma sigilosa se ha ido adueñando de mi voluntad. ¿Para qué esforzarme si las pantallas me hacen la vida más cómoda? Todo desde mi sillón, desde mi comodidad. Y no sé por qué pero creo que la vida espiritual que no se comparte se vuelve más tibia. Ya no tengo el deseo misionero de llevar la fe fuera de mi círculo más estrecho. De repente veo que me basta con lo que ya tengo. Y es cierto que la fe que no se cuida se muere, la fe que no tiene obras se seca. El otro día escuchaba: «La fe al comunicarla crece». Y así es. Pero ¿cómo se comunica la fe? En ocasiones quiero aprender muchas cosas, leer muchos libros, formarme en aspectos fundamentales de mi fe. Para tenerlo todo claro y que cuando me cuestionen mi fe tenga argumentos convincentes. Y sé que es importante. ¿Podré lograr que alguien se convierta escuchando mis razones bien fundamentadas? Puede que le convenza mi exposición, pero no comenzarán un camino de conversión gracias a mis palabras. La fe se contagia por contacto. Al ver cómo vive alguien surge en mí el deseo de vivir cómo él. Nadie se casa porque valore todos los principios, deberes y derechos de una vida matrimonial. Sin amor nadie da un paso tan importante. Nadie se queda en la Iglesia porque valore mucho tener claro lo que puede hacer y lo que no. Sin amor nada de esto es posible. Lo que atrae en la vida es ver a personas enamoradas de algo. El que ama su trabajo, el que ama su familia, el que ama a Dios y se toca su amor en todo lo que dice o hace. Su amor contagia, enamora y enciende. Un cristianismo seco, sin fuerza, sin pasión, sin amor, no es convincente, no atrae, no arrastra. Los misioneros arrasaron no por tener buenas razones, sino por su pasión al vivir a Dios en su vida diaria, por su forma de tratar a los hombres, por su manera de amar en lo humano. Ese Dios en la carne es el que puede con mis reticencias a seguir sus pasos. Por eso creo que necesito que aumente mi fe. Sin amor mi fe se enfría. Las pantallas pueden mantener el fuego, pero no lo hacen crecer. Son las experiencias de Dios las que aumentan mi amor y mi necesidad de entregar la vida. Sin esas experiencias comunitarias no avanzo, no crezco. El otro día leía: «La fe, cuando se interioriza, cuando se convierte en algo personal, te ayuda a vibrar con palabras cargadas de significados, con sensibilidades compartidas, con formas de abrazar la vida» . La fe es una experiencia individual que crece cuando se comparte. La amistad construida en Cristo es más honda, es eterna. Necesito una fe personal que pueda compartir y vivir en comunidad. Cuando la guardo por miedo a perderla. Cuando no la cultivo porque estoy más cómodo en mi mediocridad, no avanzo, más bien retrocedo. Hoy le pido a Jesús que aumente mi fe. Y que me ayude a encender el fuego de mi corazón. Sin salir de casa me seco. Ahora, en la medida de lo posible, puedo cuidar la fe en mi Iglesia. Y ese amor encendido se convierte en semilla de nuevos cristianos. La fe que se comparte se multiplica y se hace fecunda. Hoy miro mi vida y pienso en mis actitudes aburguesadas y acomodadas. ¿Qué puedo hacer para vencer en mí el conformismo? ¿Dónde está el fuego que un día me empujó a hacer locuras de amor por Dios y por María? Tal vez he perdido el fuego de la juventud. El corazón joven no se conforma, no se queda quieto, se pone en camino y sale de su quietud para dar la vida con alegría. Ese corazón alegre es el que le pido a Dios en este tiempo difícil que atravieso. Que nada pueda apagar el eco de su voz en mi corazón. Que nada acabe con mi generosidad para amar hasta el extremo a mis hermanos.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.


viernes, 18 de junio de 2021

EL PRIMADO DE ESPAÑA ANIMA A DESCANSAR EN VACACIONES CON ORACIÓN, CONTACTO CON LA NATURALEZA Y PEREGRINACIÓN

 



"Descansar tiene mucho que ver con la paz interior, con el disfrute de lo pequeño"

Ha animado a descansar en vacaciones con tres propuestas: oración, contacto con la naturaleza o el mar y con peregrinaciones.

 

"Hacer unos días de ejercicios espirituales, de retiro, de curso de oración. El contacto con la naturaleza o el mar para un encuentro con el Señor de lo creado y de la historia, con el gozo en familia, con la alegría del descanso. Y las peregrinaciones, donde el encuentro con nuestra madre, sea una ocasión de júbilo y de gozo", ha enumerado el primado toledano en un escrito.

 

Asimismo, ha señalado "descansar es vivir reconciliado", porque, "podemos pasar unas vacaciones en playas paradisiacas, en islas de ensueño y volver cansados y agotados". "Descansar tiene mucho que ver con la paz interior, con el disfrute de lo pequeño, con el vivir intensamente el momento presente. Descansar no es cuestión de dinero".

 

A su juicio, tiene más que ver "con lo sencillo, no tanto vivir con lujos, sino al lado de las personas que amamos, de poder dedicar más tiempo a los que caminan a nuestro lado y de sembrar tiempos de vivir sin prisas, de leer, de estar en contacto con la naturaleza, de vivir sin ruido y de reconciliarnos interiormente".

 

"recuperar la alegría de lo que somos y desde ahí construir también el vivir y el hacer, no en clave de parar sólo de una actividad, sino de encontrar una manera distinta de ser y de vivir, pues debemos encontrar el descanso no sólo después del trabajo, sino incluso encontrándonos en nuestro trabajo, un trabajo que humanice".

 

 

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

Fuentes:

Redacción COPE Toledo

 

jueves, 17 de junio de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 17 DE JUNO DE 2021

  



17 de junio de 2021

 

Hermano:

«Es como una semilla de mostaza. Una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra»

«Me gusta esa actitud positiva que tuvieron los santos. Ellos sabían que no podían controlarlo todo y se dejaron llevar por ese amor en su pecho que los hizo aspirar a las alturas»

El INE revela que el año de la pandemia hubo 75.305 muertes más en España.

Miro el pasado con nostalgia y quiero olvidarlo, o recordarlo. Depende de lo ocurrido, ya sea malo o bueno. Lo que he amado lo recuerdo deseándolo. Lo que he perdido me duele en las entrañas. Y añoro lo que he tenido apegado al corazón. Y entonces yo decido lo que hago. Puedo vivir apegado al pasado con melancolía, lamentando los errores, llorando las ausencias, sintiéndome triste sólo por lo que ya no es y nunca será. La realidad siempre es una y mi forma de aproximarme a ella es diferente. Hay cosas que con el tiempo tienen más luz. Paisajes más bellos, conversaciones más perfectas, amores más hondos. Y al revés. Mi mirada puede volver gris el mismo arcoíris. Depende de mi mirada sobre lo ocurrido. No siempre coincide lo que veo con lo que hay. Es curioso. La realidad es un dato objetivo pero mi forma de percibirla e interpretarla es subjetiva. Un mismo acontecimiento despierta emociones muy diferentes. Puede despertar la ira y la rabia o la indiferencia y la pasividad. Depende de mí, de mi alma, de mi estado de ánimo. Las aguas de mi interior hacen que el eco de lo sucedido tenga mayor o menor peso. Es así en la vida. Puede que mi intención fuera una determinada. Pero el efecto que causó lo que hice es impredecible. Resuena en el alma de otra persona con una fuerza que no imaginaba. El eco de mi voz puede producir dolor, rabia, paz, alegría. No sé muy bien lo que mis palabras despiertan, ni mis gritos, ni mis silencios. Crean una realidad nueva, algo escondida porque sucede en el interior de cada uno. Y esa realidad subjetiva, percibida, tiene una fuerza inaudita. Puedo intentar cambiar lo vivido. Puedo desearlo, pero ya no es posible. La piedra lanzada en las aguas tranquilas de un lago despierta ondas que atraviesan toda su extensión. No es controlable. Yo pude no haber lanzado la piedra. Sin juzgar la intención al hacerlo el efecto de la piedra deja un eco hondo en mi alma. Mi pasado con el tiempo pierde precisión, pero no deja de tener su peso. Y el eco que he guardado en la memoria afectiva es el que se impone con el paso de los años. La tristeza, la felicidad, el rencor, la alegría. Sentimientos que guardo dentro para no olvidarme. Ya no puedo volver otra vez a aquel momento. Es parte ya de mi vida. No hubo mala intención, ni siquiera quise provocar lo que luego fue. Pero la piedra no puede volver a la mano. Por eso importa tanto mirar hacia atrás para agradecer, no para llorar. Porque todo, bueno o malo, es motivo suficiente para mirar a Dios agradecido. Él sabe lo que hace con mi vida y lo que mis actos pueden provocar en otros. No por haber herido una vez con palabras estoy condenado a callar para siempre. No por haber sido impulsivo un día tengo que aguardar paciente ahora sin hacer nada. Aprendo de todo, pero no dejo de ser yo mismo y mirar hacia delante. Todo es susceptible de ser mejorado. Mi vida, mi alma, mi amor, mi entrega. Y también puede todo ir peor si no enmiendo el rumbo. Si me conformo con decir que no puedo hacer nada, que las cosas son así, que no voy a cambiar nunca. El conformismo mata la vida. Y el futuro es siempre una opción abierta ante mis ojos. Puedo ser mejor, puedo volver a empezar. Es lo que cree Dios al ver mi vida. Hoy escucho: «Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré en la montaña más alta de Israel; para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas». Dios cree en mí más que yo mismo. Sobre todo, en esos momentos en los que lamento mi pasado y no sé cómo volver a construir una casa desde los cimientos caídos. Cuando veo el desierto en mi vida y creo que no he hecho nada bien. No es verdad que no haya hecho nada bien. No todo lo hago mal. Y tampoco todo bien. La vida no es perfecta. Hay una mezcla de aciertos y desaciertos. Dios vuelve a creer en mí, corta una rama y la planta en la tierra, en lo alto de un monte, esperando. Y su espera da fruto. Como mi espera cuando decido que quiero empezar desde las cenizas. Desde los restos de mi vida consumida en la tierra. Miro hacia atrás conmovido y agradecido. Sueño con un futuro que aún no empieza. Mi presente es futuro y pasado al mismo tiempo. Sujeto por un hilo fino que es mi impulso tenaz por plasmar la vida con mi entrega.

Dicen que no hay peor mal que el aburrimiento. Por él entra el ocio y con él los vicios. Cuando parece que no tengo nada que hacer caigo en la desidia y con ella llegan otras tentaciones o dependencias. ¡Cuántas adicciones han surgido siendo víctima del aburrimiento! A veces surge el aburrimiento cuando no tengo nada que hacer y otras cuando lo que hago no me interesa mucho o no le doy valor ni importancia. Dejo de vivir la vida con ilusión, no me emociona nada de lo que emprendo, no tengo sueños que despierten mi alegría. Me ahogo en la tristeza. No me alegro por las pequeñas cosas de la vida. Y caigo en la pereza y en la desidia. Vivir sin desafíos y sin metas es sinónimo de vivir sin ilusión, sin ganas de luchar por la vida que se me abre ante los ojos. Cuando nada me enamora, cuando nada saca fuerzas de mi interior, acabo pensando: ¿Para qué voy a seguir luchando? Entonces decaigo y dejo de caminar siguiendo el rumbo marcado. Y dejo de hacer hoy lo que podría hacer. Lo pospongo, caigo en la procrastinación. Este pecado es tan común en el hombre de hoy que se deja llevar por el sentimiento del momento. Dejo para mañana lo que había pensado hacer hoy. Me gustaría vivir con paz e intensidad cada minuto de mi vida. Me gustaría disfrutar el presente sin agobiarme por el mañana. Sé que un día moriré, no importa cuándo, yo no lo controlo. Sólo Dios sabe cuándo me espera en su hogar definitivo. Lo que tengo claro es que la vida sólo se vive una vez. Y lo que hoy no haga nunca más lo volveré a hacer. Por eso, ¿a qué espero para vivir de verdad? Me gustan las palabras que San Juan XXIII escribe en su decálogo de la serenidad: «Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez. Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino en este también. Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias, sin pretender que las circunstancias se adapten todas a mis deseos. Sólo por hoy creeré firmemente aunque las circunstancias demuestren lo contrario que la buena providencia de Dios se ocupa de mí como si nadie existiera en el mundo. Sólo por hoy no tendré temores. De manera particular no tendré miedo de gozar de lo que es bello y de creer en la bondad». Esa actitud positiva, esa mirada alegre sobre el presente, es la que me salva y me construye. Es la que evita que caiga en el desánimo y en la pereza. Miro las circunstancias que me toca vivir y sonrío. Quizás no sean ni peores ni mejores que las de ayer o las de mañana. Sé que son las de hoy y por eso las acepto como son y las enfrento. No me lamento por las oportunidades perdidas en un tiempo pasado que ya quedó atrás. No me quedo enganchado en el ayer llorando mi mala suerte. El momento actual, duro y exigente, es el que sacará la mejor versión de mí, esa verdad que tengo oculta bajo apariencias. Me hará mejor persona en el dolor. Y las heridas sufridas fortalecerán mi ánimo para no desanimarme nunca de nuevo. Por eso no creo en el aburrimiento en esta vida intensa y honda. No estoy dispuesto a vivir con aburrimiento, como si no tuviera nada que hacer. No acepto que el ocio se arrastre como una serpiente sigilosa en mi interior acabando con mi alegría y mis ganas de amar la vida hasta el extremo. No me conformo con lo que ya tengo en posesión, entre mis manos. Creo, eso sí, con una fe honda, que Dios va construyendo mi historia conmigo, de mi mano, no me suelta. No estoy destinado de forma irremisible a un futuro cierto. Dios sabe lo que me ocurrirá porque en Él no hay tiempo. Pero yo soy libre y sé que sólo puedo vivir el presente como una oportunidad única para sembrar en buena tierra las semillas de un mañana mejor. Por eso se acaban los temores en mi alma. Viviré con pasión las alegrías del momento sin temer perderlas un día. Estoy en las manos de Dios y sus caminos son incomprensibles cuando avanzo en medio del bosque. No sé dónde me llevan, pero no tengo miedo, porque Dios me quiere con locura. No pretendo saber mi futuro, mi mañana, ni siquiera intuirlo. No es posible. Voy a seguir luchando cada día sin desfallecer. Si no tengo nada que hacer me inventaré algo nuevo para seguir animado. Si veo que no me salen los proyectos buscaré nuevos caminos y enfrentaré nuevos desafíos. Si la soledad toca mi puerta y me hace daño no me dejaré engañar por su tacto suave y no perderé la alegría. Lucharé hasta dar la vida y nada temeré. Me gusta esa actitud positiva que siempre tuvieron los santos. Ellos sabían que no podían controlarlo todo y se dejaron llevar por ese amor en su pecho que los hizo aspirar a las alturas. No se acomodaron, nunca vivieron aburridos, no se desanimaron aunque enfrentaran las dificultades y vivieran cruces complicadas. No lo vieron nunca todo negro. Siempre vieron la luz al final del túnel. Y contagiaron ese optimismo lleno de fe y esperanza. Así quiero yo mirar la vida, sin miedo, sin angustia, sin aburrimiento, sin desánimo. Quiero construir un mundo mejor. Sé que está en mi mano cada día. Puedo hacerlo todo nuevo haciendo lo mismo pero de forma diferente.

La vida se juega en esos momentos en los que decido soñar y volar alto. Cuando las preocupaciones diarias dejan de ser un problema y se convierten en una oportunidad para vivir más a fondo. Cuando aparto con delicadeza la tristeza que me acaricia para que no se enturbie mi ánimo y sonrío. ¿Por qué a veces mi mirada me hace ver ofensas donde no hay nada? ¿Por qué me comparo tanto con los demás si lo único que consigo con ello es sufrir yo más? Abro un espacio en el cielo por el que puedan entrar la alegría, la luz de Dios y la esperanza en el ánimo. No permito que la soledad empañe el corazón, porque sé que nunca estoy solo, Jesús va conmigo. Confío en que la vida se juega en mi actitud de cada día, de cada hora, cuando decido echarme la vida al hombro y comenzar a caminar. Es ahora cuando elijo quién quiero ser y hasta dónde pretendo llegar con mi esfuerzo y la gracia de Dios. Quizás fracase en el intento pero lo habré dejado todo en el camino, no me habré guardado nada y no habré escatimado esfuerzos. Leía el otro día: «Estamos convencidos de que el tiempo es infinito y lo derrochamos sin medida; olvidamos el pasado, descuidamos el presente y tememos mirar y afrontar el futuro, y así se pasa la vida, y de repente un día te das cuenta de que no tienes nada, ni tiempo, ni futuro, ni siquiera presente, tan sólo un pasado que ya no puedes cambiar» . No quiero vivir así, lamentando los días pasados, echando de menos el ayer dormido. El hombre que no aprende de su pasado nunca será sabio. El que olvida lo ocurrido no aprenderá de sus errores. Tengo que aceptar que no puedo cambiar lo que ya fue. Es pasado y por eso queda atrás. Pero sé que sí puedo construir un futuro diferente. «La única libertad está en poder elegir lo que quieres hacer, asumiendo siempre las consecuencias» . Elijo con libertad lo que quiero ser y cómo quiero vivirlo. Elijo mi rostro, mi sonrisa, mis maneras. Elijo las palabras educadas, la sinceridad en los labios, la tranquilidad para enfrentar la vida. Elijo mis acciones haciéndome responsable de aquello por lo que opto, de aquello que descarto y dejo atrás. Por eso no me ofusco cuando no resulta todo como yo quiero. Asumo la posibilidad de dejar escapar las oportunidades. Y me levanto siempre de nuevo, sabiendo que el nuevo día es mío y yo soy su dueño. No tengo un tiempo infinito ante mis ojos, todo es finito en esta vida. Todo está limitado por el tiempo que se escapa y los días pasarán rápidamente ante mis ojos. Yo decido con qué hondura quiero vivir la vida. Puedo vegetar en la superficie de todo lo que me sucede. O puedo meditar en lo hondo de mi corazón cada acontecimiento que enfrento. Siempre puedo decidir lo que voy a hacer con cada hora. Opto por una manera sencilla de enfrentar los contratiempos. Y vivo feliz y alegre en medio de las tormentas y turbulencias de este tiempo que encaro. No tengo necesidad de que todo resulte como yo quiero. Tampoco me provoca ansiedad lo que aún desconozco. Abrazo la vida como es, en toda su belleza y descanso en su presencia que me invade. Llevo dibujada en la piel la marca de los hijos más amados por Dios. Él me quiere y no me va a dejar nunca solo. Yo quiero responderle con la misma moneda, con mi amor inmenso, aunque finito. Por eso le hablo a Dios como a un amigo, alguien que va a mi lado al que no es necesario explicárselo todo para que me entienda. «¿Entienden qué significa orar de forma personal? Yo considero que a Dios le gusta más eso que si se reza una docena de rosarios. Y tienen que grabárselo: si queremos pasar el día con Dios, tenemos que aprender a hablar personalmente con él. Y cuanto más espontáneo y auténtico sea, tanto mejor. Cuanto más desafectado y natural, tanto mejor. Es Dios mismo el que me inspira ese hablar en mi interior. No tengo que imitar cómo lo hace esta o aquella persona» . Así es como quiero caminar con Dios, de su mano, amando de forma personal, contándole de forma auténtica todo lo que hay en mi corazón. No me escondo detrás de frases bonitas, de poesías llenas de hondura e imágenes. Le hablo con palabras claras y sencillas y le cuento todo lo que me sucede. Lo que siento, lo que temo, lo que amo, lo que sueño. Y Él me mira conmovido, me ama como soy y sonríe. Le gusta mi forma de hacer las cosas. Elijo a ese Dios tan grande que decidió hacerse niño para habitar en mis manos. Y sigo sus huellas aunque no entienda mucho. Sólo sé que una actitud positiva y alegre lo cambia todo. Dejo la envidia atrás. Y hago que mi egoísmo se convierta en entrega. Dejo a un lado los miedos y me visto de valentía. Y abrazo a Dios confiando que nunca va a salir mal nada de lo que emprenda a su lado. Permanezco fiel a las personas que me han confiado. No dudo de ellas incluso cuando he sido traicionado. Perdono las ofensas, porque guardar rencor me enferma y vuelve negra mi alma. Acepto los errores de los demás igual que asumo los míos. Puedo herir sin quererlo y puedo ser herido, pero el perdón es lo que siempre me salva.

Vivo desterrado en esta tierra que habito. Porque soy ciudadano del cielo. Tengo una sed infinita que no se sacia en el mundo. Hoy escucho: «Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor. Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía. Estamos, pues, llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por eso procuramos agradarle, en el destierro o en la patria. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en esta vida». Así es la vida en esta tierra: un vivir lejos del cielo con el que sueño. Porque estoy hecho para el paraíso. Y no se calma mi búsqueda hasta que lo encuentre a Él para siempre. Confío, eso no lo olvido. No dejo de confiar en ese camino trazado para mí. Tengo fe en ese Dios que me llama. En la vida puedo vivir quejándome de las experiencias difíciles. Puedo vivir lamentándome con lo que ya no puedo hacer. Puedo vivir con ansiedad por no llevar la vida que llevaba antes. Los cambios siempre incomodan e inquietan. Quiero vivir con fe y alegrándome con lo bueno que tengo. Quiero ver lo positivo en todo lo que me pasa. Confío aún estando lejos de la vida que sueño. Pero hago de mi camino una tierra en la que poder echar raíces. Estoy de paso y al mismo tiempo es este mi hogar. No me desentiendo de lo que aquí amo, de los que amo y me aman. No vivo caminando un palmo por encima del suelo. Sufro con los hombres que sufren. Lloro con los que lloran. No soy indiferente ante el dolor humano. Cargo sobre mis espaldas el peso del dolor de muchos, sólo el que puedo cargar. No doy por perdida ninguna batalla. No me desentiendo del presente que habito. Quiero que sea fecunda la semilla que siembro. Porque la vida son pocos años que pasan y dejan sólo un reguero que el tiempo difumina. Yo confío y mi mirada es alegre y plena. No la enturbian los agoreros que marcan un destino fatal para mis días. Ni aquellos que sólo saben ver la suciedad con sus ojos. No busco una perfección de paraíso sino que trato de hacer que lo imperfecto esté lleno de vida. Por eso hoy alabo a Dios como escucho en el salmo: «Es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo. Proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad. El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios. En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo, que en mi Roca no existe la maldad». Alabo a Dios que ha tenido misericordia y me ha mostrado su benevolencia. Esa mirada de Dios me levanta y sostiene. No vivo angustiado por las cosas que se me escapan de las manos. Nada es una certeza. Sólo puedo responder por el hoy que acaricio. Confío en un amor más grande que me sostiene en medio de mi camino. Me importa la meta. Pero más aún me importa vivir los días que tengo ante mí con el corazón arraigado en la tierra, en otros corazones. Estoy de paso y al mismo tiempo tengo un hogar aquí y ahora. Vivo en el mundo de hoy pero no dependo del mundo. Mi felicidad no depende del reconocimiento, del amor y admiración que reciba. No depende de que siempre reciba elogios y parabienes. Mi corazón está apegado al cielo al mismo tiempo. Decía Carl Gustav Jung: «La persona que no se apoya en Dios no puede, basándose en sus propios recursos, oponer resistencia a los halagos físicos y morales del mundo». El mundo puede ser muy tentador cuando vivo buscando el reconocimiento o esperando el aplauso y el voto favorable de los que veo a mi alrededor. Ese temor inconfesable por quedarme solo y no ser aceptado por el grupo, por la sociedad, por la masa. Ser del mundo y no serlo al mismo tiempo. Esa paradoja que vivo como cristiano. Echo raíces y vivo anclado. ¿Cómo se unen el cielo y la tierra? ¿Cómo se puede hacer compatible el acto de enterrarme y el de volar? Parece tan contradictorio echar el ancla y luego surcar los mares, mar adentro.  «Nosotros tenemos que llegar a ser santos en el mundo y a través del mundo. ¿Cómo tenemos que concebir el mundo y las cosas del mundo? ¿Qué actitud tenemos que asumir ante esas cosas para llegar a ser santos? Primero, tenemos que ver y valorar correctamente las cosas terrenas; segundo, tenemos que disfrutarlas correctamente; tercero, tenemos que renunciar correctamente a ellas; y, cuarto, tenemos que dominarlas correctamente» . Parece sencillo y no lo es. Puedo colocar lo que amo en el centro y no querer perder lo que hoy me da la paz y la seguridad. Mi posición en el entramado del mundo. Mi cargo y mi poder. Mis amores y mis seguridades. Veo todo como peldaños que me llevan al cielo, como alas que me permiten volar. Y si veo que me pesan demasiado las dejo caer, me desprendo, me libero. Esa actitud interior es la que importa. Me duele dejar atrás lo que amo. He dejado mi corazón como prenda. Pero no reemplazo a Dios por las cosas que amo, por el mundo en el que echo raíces. Sólo con esta nueva mirada seré más feliz y pleno.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

domingo, 6 de junio de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 7 DE JUNO DE 2021

  



7 de junio de 2021

 

Hermano:

«¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre»

«No temo el final de nada, porque creo en los nuevos comienzos. Y cada dificultad es una oportunidad que la vida me da, un don que Dios me entrega»

En medio de una pandemia mundial, ya cansados de restricciones, con todas las dudas que surgen alrededor de las vacunas y del proceso de inmunización, escuchar a Jorge Prieto, enfermero del SUMMA 112 de la Comunidad de Madrid, le arranca una sonrisa a cualquiera. Este sanitario, desconocido hasta ahora, se ha hecho viral después de que una persona decidiera grabarlo dando un discurso lleno de humor a un grupo de gente que estaba esperando para vacunarse.

Me gusta pensar que Jesús se ríe conmigo o incluso de mí, no me importa. Mira mi fragilidad y sonríe con mis torpezas. Es una risa ingenua y bonita. Me gusta su sentido del humor. Creo en un Jesús que se ríe a carcajadas con mis errores, con mis obsesiones y mis miedos. Para darme ánimo, para que no me paralice, para que le dé importancia sólo a lo importante y se lo quite a lo que no es fundamental. Me gusta ese Jesús alegre que no está esperando con gesto serio a que falle para recriminarme y castigarme por todas mis caídas, como si le hubiera ofendido. Ese Jesús al que sigo se ríe de mí, sonríe con los ojos y con la boca, con todos sus gestos. Y se alegra al mirarme en medio de mis batallas. Es como si le pareciera bien mi vida y le gustaran mi fragilidad. Como si no quisiera cambiarme y hacerme como Él, perfecto. No lo entiendo y casi no me lo acabo de creer. Y es que en ocasiones imagino a un Dios perfecto que todo lo hace bien y espera lo mismo de mí. Creo que esta forma de mirar a Dios puede ser una proyección de mis deseos. ¿Acaso no deseo hacer todo lo que emprendo con el mejor resultado? ¿No me han enseñado desde pequeño que tengo que ganar en los deportes, en los estudios, en los trabajos, en la vida? Y lo aprendí, por eso quiero ganar siempre. Deseo triunfar en todo lo que me propongo. Ser el mejor deportista, el más inteligente, el más sociable, el más generoso, el más alegre, el más sano, el más guapo y joven. Quiero ser perfecto en todo lo que hago y por eso no tolero los errores ni las caídas sobre todo cuando estaba en mi mano hacer las cosas de forma diferente. Y entonces, al pensar así, me asomo al cielo e imagino un rostro de Dios circunspecto, contrariado, tenso al mirarme desde lo alto en mi fragilidad. Siento que ya está cansado de mis defectos, hastiado de mis debilidades, molesto con mis reincidencias en el pecado. Cierro la ventana abierta al cielo y me alejo lleno de miedo para no recibir el castigo del rechazo y el desprecio. Como si fuera a recibir una furia divina sobre mí por haber fallado. No soy digno de nada bueno, pienso en mi interior. Como tanta gente hoy que no se siente digna de Dios, de la Iglesia, de los que no pecan en apariencia, de los puros, de los justos. Porque hay pecados públicos y otros privados. Hay derrotas conocidas y otras ocultas bajo el olvido. Hay limitaciones que todos ven y otras que se esconden bajo una aparente perfección. Entonces se me desdibuja la sonrisa de mi rostro y no veo la sonrisa de Dios. Acabo pensando que Dios no se ríe, no se alegra al verme. ¿Cómo se va a alegrar si Él es perfecto y yo estoy tan lejos? Pienso dentro de mí algo confuso. ¿Cómo va a sonreír cuando la vida es muy seria y yo me la tomo como si fuera un juego? No es para reírse. No está Dios para bromas. Está luchando con el demonio en una batalla diaria que me parece eterna. Y yo sigo tomándome las cosas a risa. No asumo la seriedad de mi vida. Por eso, en medio de mis pensamientos, me gusta asomarme a la ventana del cielo y ver a Jesús sonriéndome. Me mira y se ríe y tengo paz. Desde lo alto me sonríe. Le hacen gracia mis pelos, mis ojos, mis pesares, mis remordimientos, mi culpa y mis alegrías. A Dios le importa todo lo que a mí me importa. Mis amores y desamores. Mis fracasos y mis éxitos. Lo más humano de mi camino. El deporte, la diversión, los afectos, la vida misma. Todo lo que hago, pienso o siento. Todo le importa. En Él todo lo mío está integrado. En mi propia alma yo divido las cosas. Hay lugares donde Dios habita. Y otros donde no está presente. Me equivoco. Dios me quiere con todo lo que soy. Le importa que mi equipo gane o pierda. Le interesan los programas que sigo, las pelis que veo. Le apasionan mis sueños de grandeza, cuando me creo algo. Le preocupan mis preocupaciones. Y sólo no se ríe cuando se me olvida ser niño y me ofusco por tonterías. Me grita para que recapacite, y le dé valor a las cosas que merecen la pena y aprenda de lo que me pasa en esta vida, lo bueno y lo malo. Me gusta su sonrisa. Me gusta oír su carcajada y ver que la victoria final es siempre suya. Y que mi aporte es tan pequeño, ínfimo. Pero no importa. Sé que estoy cambiando el mundo de su mano. No lo olvido. Y así aprendo a sonreír. Porque la risa me salva por dentro.

Me asusta pensar que la vida se define sólo en ganar o perder. Gano el amor del prójimo, de Dios o lo pierdo todo y me quedo solo. Gano el tiempo o lo dejo escapar y mi vida se apaga. Gano una oportunidad que me abre puertas o pierdo el tren que pasa ante mi estación, dejándolo ir sin hacer nada. Gano opciones de ser mejor o pierdo la ilusión y ya no lucho por llegar a las estrellas que se dibujan ante mí. Pierdo el tiempo de ahora por no poder salir de casa por la pandemia o lo gano haciendo aquellas cosas que de otra forma hubieran sido imposibles. Gano un partido o lo pierdo, no cabe el empate, sólo puede ganar uno. Gano o pierdo. Parece todo tan sencillo. En la vida quizás pierdo más veces que gano. Pierdo la salud y enfermo. O pierdo los años y me vuelvo viejo sin quererlo. Gano la oportunidad de entrar por una puerta estrecha, seguir un sendero casi escondido o pierdo los mejores años de mi vida haciendo lo que no deseo. Ganar o perder en una lucha constante. Gano prestigio con artimañas, gano el afecto engañando, gano la devoción con mentiras. O lo pierdo todo, la fama, el prestigio, la posición, sólo por ser fiel a mí mismo, por ser veraz y auténtico, por no mentir. Ganar o perder es relativo. Una oportunidad perdida no siempre es la peor opción a la que me enfrento. A veces elegir sin pensar demasiado lo que pasa ante mis ojos puede hacer que me precipite en un camino sin rumbo. No sé cuándo gano de verdad. Ni sé si al perder a veces puedo llegar a ganar otras cosas diferentes, no imaginadas ni buscadas. El perdedor de una batalla puede ganar otros caminos posibles. Y el que ha perdido se levanta más fortalecido, porque la derrota hace que el alma madure y se haga fuerte. No sé si quiero ganar o perder si al final lo que me queda es mejor que lo que tenía antes de empezar a luchar. No sé si quiero ganar a los míos para el bien usando caminos sucios. O prefiero con la verdad exponerme a quedarme solo. La autenticidad es un don que aprecio más que a mi vida. Y estoy dispuesto a perder la vida por cuidar a los que más amo, a los que me ha confiado una mano amiga, esa mano que me tiende Dios. Temo perder algo en la vida. Pero luego sé que retener y guardar no me dan la felicidad soñada. Y en ocasiones, vacío y roto tras alguna derrota, he tenido más paz que después de mil victorias. Ya no me afano tanto por ganar siempre en la lucha. Decido dar amor pase lo que pase y eso no es amor perdido. Porque todo el amor no sé bien cómo se deposita en el cielo, en una nube segura que me espera al final del camino, haya ganado o perdido. Con derrotas o victorias. Prefiero perder acompañado por el consuelo de los míos. Antes que verme victorioso y solo en medio del desierto de la vida. Las victorias pasan, aunque sean sufridas. Y se olvidan, porque la vida sigue. Y todo se juega en el presente cruel y bendito que decide mis días. No quiero ganar humillando. Ni quiero que la victoria me lleve a la vanidad y al orgullo enfermizo. Siempre puede perder el que siempre gana. Y siempre puede ganar el que pierde siempre. No hay nada tan seguro como el hecho de que un día acabarán mis días y mis rachas de buena o mala suerte. Dejaré mi último suspiro sostenido en el viento. Y cerraré los ojos para abrirlos a una vida nueva. Será mi gran victoria, quizás en mi derrota. Pero veré ya el cielo y comenzaré de nuevo. Y ya no habrá vencidos, ni derrotados. No habrá dolor ni pena después de haber perdido. Me gusta más incluso esa vida ganada o recibida al fin, como don con mi muerte. No se gana el cielo en el que habitaré. Es un don, es misericordia. No se pierde la vida que se entrega, aunque se diluya en sangre derramada. No se gana la vida que se esconde por miedo a la derrota en el amor, que es la más dolorosa. No se gana peso sin comer y no se pierden kilos sin perder el tiempo y la vida en ello. No gano siempre que creo haber vencido. A veces he perdido cosas más importantes que las que perseguía. Deseando el mejor puesto perdí a los míos o la oportunidad de amarlos con tiempo, con alegría y salud. Me desgasté por entero pensando que ganaba y perdí la salud y dejé de cuidar lo que de verdad importa. No siempre ganar es ganar. Y no siempre una derrota es sólo pérdida. Perder un puesto de trabajo o la fama no siempre es pérdida total. Se abrirán nuevos caminos y descubriré de nuevo la esperanza, desde la altura de mi caída. Porque no toda caída es el final de mi vida. Es sólo un parón, o un nuevo comienzo. Ya no me afano siempre por ganar donde todos buscan la victoria. Ni me tomo mal mis derrotas, son parte de la vida. No me ofusco con objetivos que me alejan de lo realmente importante, el amor que es el que construye la vida. No siempre matando gano. A veces es sólo al morir cuando venzo y entiendo la vida. Me gusta pensar que Dios da siempre nuevas oportunidades. Y que donde un día hubo lágrimas más tarde puede que haya sonrisas. No le tengo miedo a comenzar de nuevo, porque así aprendo nuevas formas de hacer las cosas y aprendo con humildad del que construye mejor que yo la casa de su vida. No temo el final de nada, porque creo en los nuevos comienzos. Y cada dificultad es una oportunidad que la vida me da, un don que Dios me entrega.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

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