7 de junio de 2021
Hermano:
«¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre»
«No temo el final de nada, porque creo en los nuevos comienzos. Y cada dificultad es una oportunidad que la vida me da, un don que Dios me entrega»
En medio de una pandemia mundial, ya cansados de restricciones, con todas las dudas que surgen alrededor de las vacunas y del proceso de inmunización, escuchar a Jorge Prieto, enfermero del SUMMA 112 de la Comunidad de Madrid, le arranca una sonrisa a cualquiera. Este sanitario, desconocido hasta ahora, se ha hecho viral después de que una persona decidiera grabarlo dando un discurso lleno de humor a un grupo de gente que estaba esperando para vacunarse.
Me gusta pensar que Jesús se ríe conmigo o incluso de mí, no me importa. Mira mi fragilidad y sonríe con mis torpezas. Es una risa ingenua y bonita. Me gusta su sentido del humor. Creo en un Jesús que se ríe a carcajadas con mis errores, con mis obsesiones y mis miedos. Para darme ánimo, para que no me paralice, para que le dé importancia sólo a lo importante y se lo quite a lo que no es fundamental. Me gusta ese Jesús alegre que no está esperando con gesto serio a que falle para recriminarme y castigarme por todas mis caídas, como si le hubiera ofendido. Ese Jesús al que sigo se ríe de mí, sonríe con los ojos y con la boca, con todos sus gestos. Y se alegra al mirarme en medio de mis batallas. Es como si le pareciera bien mi vida y le gustaran mi fragilidad. Como si no quisiera cambiarme y hacerme como Él, perfecto. No lo entiendo y casi no me lo acabo de creer. Y es que en ocasiones imagino a un Dios perfecto que todo lo hace bien y espera lo mismo de mí. Creo que esta forma de mirar a Dios puede ser una proyección de mis deseos. ¿Acaso no deseo hacer todo lo que emprendo con el mejor resultado? ¿No me han enseñado desde pequeño que tengo que ganar en los deportes, en los estudios, en los trabajos, en la vida? Y lo aprendí, por eso quiero ganar siempre. Deseo triunfar en todo lo que me propongo. Ser el mejor deportista, el más inteligente, el más sociable, el más generoso, el más alegre, el más sano, el más guapo y joven. Quiero ser perfecto en todo lo que hago y por eso no tolero los errores ni las caídas sobre todo cuando estaba en mi mano hacer las cosas de forma diferente. Y entonces, al pensar así, me asomo al cielo e imagino un rostro de Dios circunspecto, contrariado, tenso al mirarme desde lo alto en mi fragilidad. Siento que ya está cansado de mis defectos, hastiado de mis debilidades, molesto con mis reincidencias en el pecado. Cierro la ventana abierta al cielo y me alejo lleno de miedo para no recibir el castigo del rechazo y el desprecio. Como si fuera a recibir una furia divina sobre mí por haber fallado. No soy digno de nada bueno, pienso en mi interior. Como tanta gente hoy que no se siente digna de Dios, de la Iglesia, de los que no pecan en apariencia, de los puros, de los justos. Porque hay pecados públicos y otros privados. Hay derrotas conocidas y otras ocultas bajo el olvido. Hay limitaciones que todos ven y otras que se esconden bajo una aparente perfección. Entonces se me desdibuja la sonrisa de mi rostro y no veo la sonrisa de Dios. Acabo pensando que Dios no se ríe, no se alegra al verme. ¿Cómo se va a alegrar si Él es perfecto y yo estoy tan lejos? Pienso dentro de mí algo confuso. ¿Cómo va a sonreír cuando la vida es muy seria y yo me la tomo como si fuera un juego? No es para reírse. No está Dios para bromas. Está luchando con el demonio en una batalla diaria que me parece eterna. Y yo sigo tomándome las cosas a risa. No asumo la seriedad de mi vida. Por eso, en medio de mis pensamientos, me gusta asomarme a la ventana del cielo y ver a Jesús sonriéndome. Me mira y se ríe y tengo paz. Desde lo alto me sonríe. Le hacen gracia mis pelos, mis ojos, mis pesares, mis remordimientos, mi culpa y mis alegrías. A Dios le importa todo lo que a mí me importa. Mis amores y desamores. Mis fracasos y mis éxitos. Lo más humano de mi camino. El deporte, la diversión, los afectos, la vida misma. Todo lo que hago, pienso o siento. Todo le importa. En Él todo lo mío está integrado. En mi propia alma yo divido las cosas. Hay lugares donde Dios habita. Y otros donde no está presente. Me equivoco. Dios me quiere con todo lo que soy. Le importa que mi equipo gane o pierda. Le interesan los programas que sigo, las pelis que veo. Le apasionan mis sueños de grandeza, cuando me creo algo. Le preocupan mis preocupaciones. Y sólo no se ríe cuando se me olvida ser niño y me ofusco por tonterías. Me grita para que recapacite, y le dé valor a las cosas que merecen la pena y aprenda de lo que me pasa en esta vida, lo bueno y lo malo. Me gusta su sonrisa. Me gusta oír su carcajada y ver que la victoria final es siempre suya. Y que mi aporte es tan pequeño, ínfimo. Pero no importa. Sé que estoy cambiando el mundo de su mano. No lo olvido. Y así aprendo a sonreír. Porque la risa me salva por dentro.
Me asusta pensar que la vida se define sólo en ganar o perder. Gano el amor del prójimo, de Dios o lo pierdo todo y me quedo solo. Gano el tiempo o lo dejo escapar y mi vida se apaga. Gano una oportunidad que me abre puertas o pierdo el tren que pasa ante mi estación, dejándolo ir sin hacer nada. Gano opciones de ser mejor o pierdo la ilusión y ya no lucho por llegar a las estrellas que se dibujan ante mí. Pierdo el tiempo de ahora por no poder salir de casa por la pandemia o lo gano haciendo aquellas cosas que de otra forma hubieran sido imposibles. Gano un partido o lo pierdo, no cabe el empate, sólo puede ganar uno. Gano o pierdo. Parece todo tan sencillo. En la vida quizás pierdo más veces que gano. Pierdo la salud y enfermo. O pierdo los años y me vuelvo viejo sin quererlo. Gano la oportunidad de entrar por una puerta estrecha, seguir un sendero casi escondido o pierdo los mejores años de mi vida haciendo lo que no deseo. Ganar o perder en una lucha constante. Gano prestigio con artimañas, gano el afecto engañando, gano la devoción con mentiras. O lo pierdo todo, la fama, el prestigio, la posición, sólo por ser fiel a mí mismo, por ser veraz y auténtico, por no mentir. Ganar o perder es relativo. Una oportunidad perdida no siempre es la peor opción a la que me enfrento. A veces elegir sin pensar demasiado lo que pasa ante mis ojos puede hacer que me precipite en un camino sin rumbo. No sé cuándo gano de verdad. Ni sé si al perder a veces puedo llegar a ganar otras cosas diferentes, no imaginadas ni buscadas. El perdedor de una batalla puede ganar otros caminos posibles. Y el que ha perdido se levanta más fortalecido, porque la derrota hace que el alma madure y se haga fuerte. No sé si quiero ganar o perder si al final lo que me queda es mejor que lo que tenía antes de empezar a luchar. No sé si quiero ganar a los míos para el bien usando caminos sucios. O prefiero con la verdad exponerme a quedarme solo. La autenticidad es un don que aprecio más que a mi vida. Y estoy dispuesto a perder la vida por cuidar a los que más amo, a los que me ha confiado una mano amiga, esa mano que me tiende Dios. Temo perder algo en la vida. Pero luego sé que retener y guardar no me dan la felicidad soñada. Y en ocasiones, vacío y roto tras alguna derrota, he tenido más paz que después de mil victorias. Ya no me afano tanto por ganar siempre en la lucha. Decido dar amor pase lo que pase y eso no es amor perdido. Porque todo el amor no sé bien cómo se deposita en el cielo, en una nube segura que me espera al final del camino, haya ganado o perdido. Con derrotas o victorias. Prefiero perder acompañado por el consuelo de los míos. Antes que verme victorioso y solo en medio del desierto de la vida. Las victorias pasan, aunque sean sufridas. Y se olvidan, porque la vida sigue. Y todo se juega en el presente cruel y bendito que decide mis días. No quiero ganar humillando. Ni quiero que la victoria me lleve a la vanidad y al orgullo enfermizo. Siempre puede perder el que siempre gana. Y siempre puede ganar el que pierde siempre. No hay nada tan seguro como el hecho de que un día acabarán mis días y mis rachas de buena o mala suerte. Dejaré mi último suspiro sostenido en el viento. Y cerraré los ojos para abrirlos a una vida nueva. Será mi gran victoria, quizás en mi derrota. Pero veré ya el cielo y comenzaré de nuevo. Y ya no habrá vencidos, ni derrotados. No habrá dolor ni pena después de haber perdido. Me gusta más incluso esa vida ganada o recibida al fin, como don con mi muerte. No se gana el cielo en el que habitaré. Es un don, es misericordia. No se pierde la vida que se entrega, aunque se diluya en sangre derramada. No se gana la vida que se esconde por miedo a la derrota en el amor, que es la más dolorosa. No se gana peso sin comer y no se pierden kilos sin perder el tiempo y la vida en ello. No gano siempre que creo haber vencido. A veces he perdido cosas más importantes que las que perseguía. Deseando el mejor puesto perdí a los míos o la oportunidad de amarlos con tiempo, con alegría y salud. Me desgasté por entero pensando que ganaba y perdí la salud y dejé de cuidar lo que de verdad importa. No siempre ganar es ganar. Y no siempre una derrota es sólo pérdida. Perder un puesto de trabajo o la fama no siempre es pérdida total. Se abrirán nuevos caminos y descubriré de nuevo la esperanza, desde la altura de mi caída. Porque no toda caída es el final de mi vida. Es sólo un parón, o un nuevo comienzo. Ya no me afano siempre por ganar donde todos buscan la victoria. Ni me tomo mal mis derrotas, son parte de la vida. No me ofusco con objetivos que me alejan de lo realmente importante, el amor que es el que construye la vida. No siempre matando gano. A veces es sólo al morir cuando venzo y entiendo la vida. Me gusta pensar que Dios da siempre nuevas oportunidades. Y que donde un día hubo lágrimas más tarde puede que haya sonrisas. No le tengo miedo a comenzar de nuevo, porque así aprendo nuevas formas de hacer las cosas y aprendo con humildad del que construye mejor que yo la casa de su vida. No temo el final de nada, porque creo en los nuevos comienzos. Y cada dificultad es una oportunidad que la vida me da, un don que Dios me entrega.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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