sábado, 13 de marzo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 14 DE MARZO DE 2021



14 de marzo de 2021

 

Hermano:

 

«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: - El celo de tu casa me devora»

«Quiero pensar siempre en los otros y luego en mí. Primero en su bienestar y después en el mío. Que destaquen más que yo y ocupen los primeros puestos. Que sean ellos valorados y no yo»

Ayer se registraron tres altas hospitalarias y se produjeron 39 ingresos, cinco en la UCI.

La ocupación hospitalaria por pacientes covid en Asturias ha bajado del 10% por primera vez desde el pasado 17 de diciembre, por lo que se ha reducido un peldaño más la cota de riesgo de este indicador, que ahora está en nivel de alerta naranja (riesgo 2 de 4).

Barbón advierte: «Llevamos más de una semana sin que baje el número de casos»

El presidente asturiano explica que la variante británica, «la más contagiosa», ya representa más del 90% de los nuevos contagios en Asturias.

Barbón recalca que el centro permanecerá instalado en previsión de que hubiera un repunte de contagios.

El hospital de campaña de la Feria de muestras da el alta a sus dos últimos pacientes.

Barbón recalca que el centro permanecerá instalado en previsión de que hubiera un repunte de contagios.

Adrián Barbón: "Si queremos evitar una cuarta ola, tenemos que sacrificar la Semana Santa".

"Sabemos lo que supuso "salvar la Navidad": una tercera ola durísima que aún no hemos controlado, cientos de ingresos hospitalarios y fallecidos", ha afirmado el presidente del Principado.

Tiene el invierno algo que me inquieta. Una helada puede acabar en una sola noche con toda la belleza conquistada con esfuerzo en mi jardín. Mata la vida y de repente el vergel parece un erial. Y el alma sufre. Es como si ahora nada nuevo pudiera volver a brotar. Después de tantas flores y hojas verdes, sólo quedan hojas secas y mustias y ramas muertas. No puedo entender cómo la vida que hoy existe pueda desaparecer sin previo aviso mañana por la mañana. Me cuestiona sobre esa tendencia que tengo a querer perpetuar mi presente, como si no hubiera temor frente al futuro. Y es que al ver ahora el aspecto lúgubre de mi jardín durante largo tiempo tan cuidado tengo miedo y dudo de la primavera. No sé si con su fuerza logrará vencer en medio de la nieve y el frío del invierno. Me cuesta creer en esa fuerza nueva que permanece incólume, fiel, bajo la tierra. Es como si nunca fuera a volver el calor que da la vida y hace crecer lleno de luz mi jardín mortecino. Con temblor acaricio hoy las hojas y flores muertas. Paso mi mano por esas ramas que languidecen. No quiero cortarlas porque no sé, sigo teniendo una fe pequeña en su poder. Puede que dentro de su aparente ausencia de vida inverne una esperanza que yo desconozco. Me resisto a creer que todo ha muerto ya para siempre. Creo que sí, que algo fluye en el interior a una velocidad más lenta, más pausada, aparentemente sin ritmo vital, esperando no sé bien cómo a que la promesa de una realidad aún futura se haga presente. Es como este tiempo de cuaresma que se me regala en medio de la pandemia invernal que me deja inerme. Un tiempo de espera, de anhelo, de sueños, de semillas enterradas y flores muertas. En medio de un silencio mortecino suena una melodía que apenas escucho. Bajo la nieve que cubre mi esperanza está palpitando una vida nueva aún por conocer. Cuando todo me habla de un pasado mejor o de una vida ya ausente, sigo teniendo confianza en el Dios que vence el invierno y hace florecer los desiertos. Tiemblo de emoción al pensar que puede surgir la vida de todo lo que ahora contemplo, medio muerto. Me detengo en este desierto cuaresmal a contemplar absorto las raíces y el tronco, las ramas y las hojas. Parece todo muerto, pero creo más bien que quizás está sólo dormido. Ya no entiendo muy bien este frío del invierno. Una ola polar puede acabar con todo y aún así no todo está perdido. Bajo la tierra dormita la vida esperando su momento. Yo no estoy acostumbrado a morir de frío y el alma duele en invierno. Me cuesta tener que enterrar lo que está vivo, porque sólo puede llevarme a la muerte. ¿Y después? ¿Habrá una nada esperando el fin de mi existencia? ¿O estará Dios colmando todos mis vacíos, saciando todas las grietas de mi alma? Entre la nada y el todo de ese amor misericordioso, elijo el todo que es Dios que me espera llenando de vida mi muerte. Por eso no temo el momento último de mi vida, lo que de verdad me haría temblar sería pensar en la imposibilidad de un nuevo inicio. Una vida que se acaba en la oscuridad de un invierno sin final. Esa perspectiva me haría vivir sin esperanzas. Y no es así. Al pensar en mi jardín, en mi desierto, en mis plantas muertas, sonrío. Después de un final viene un nuevo inicio. Sé que en la primavera tendrá que brotar la vida desde la muerte. El tronco y sus raíces surgirán con fuerza desde una semilla. Casi sin agua y bajo un sol abrasador, brotará la vida. Aún respirando surgirá la vida de las ramas muertas. La esperanza es lo último que pierdo al contemplar consternado mi jardín lleno de tonos grises. Miro y veo lo que no se ve, la vida palpitando bajo la tierra muerta. Y sé que en lo escondido palpita la vida de la buganvilia. Y en medio del dolor hay aún esperanza en mis geranios muertos. Y en su aparente muerte los rosales siguen soñando la primavera. La verdad, sigo sin entender el frío de la muerte del invierno. No puedo evitar esas heladas que matan la vida. Y aún así, conociendo el dolor del pecado, y el olor de la muerte en mi propia vida, sigo eligiendo comenzar de nuevo. Aprendo a vivir en esta cuaresma la muerte a mí mismo, para recibir a cambio la vida. Creo que entonces voy a poder entenderlo. Me conviene aprender a morir un poco, porque estoy demasiado acostumbrado a vivir sin pausa, a no sospechar de la proximidad de la muerte. Soy consciente de mi vulnerabilidad en estos tiempos difíciles de enfermedad y de muerte, me hacen más humano y humilde. No quiero olvidar el dolor de los músculos entumecidos que esperan bajo la nieve la llegada del calor de la primavera. Con los días de Pascua, cuando la vida venza. 

Hay un lugar en la vida de Jesús que siempre vuelve a mi corazón en Cuaresma. Betania es un lugar muy cercano a Jerusalén. Una población muy pequeña en la época de Jesús. Se puede ir caminando desde la ciudad. Allí pasó Jesús sus últimas noches en la tierra antes de ser apresado y condenado a muerte. Betania tiene mucho de hogar para Jesús. Allí Marta, María y Lázaro lo esperan siempre para compartir la vida y los sueños. Es ese jardín que ahora uno puede visitar junto a la casa de la familia. Allí tuvieron lugar muchos encuentros, se pronunciaron muchas palabras, hubo muchas oraciones. Jesús tuvo un lugar concreto en la tierra en el que descansar. Fue Betania su hogar, esa casa en la que poder pasar las horas y sentirse acogido por aquellos que lo amaban, aquellos a los que Él amaba. No siempre se sintió amado Jesús en su paso por la tierra. Muchos lo despreciaron y llegaron a odiarlo. Eso es verdad. Muchos quisieron su mal y planearon su muerte. No por las obras buenas que hizo, sino por decir que era hijo de Dios y por su pretensión de querer cambiar las cosas. Porque cuando uno está feliz con la vida que lleva, con su poder, con su bienestar, con su vida aparentemente lograda, no quiere que nadie la desestabilice. Y Jesús, con sus palabras, con sus obras, con sus silencios, con su amor, vino a poner el mundo en jaque. Y entonces tuvieron miedo. ¡Qué bien comprendo sus miedos! El miedo al cambio, el miedo a perder la seguridad, el bienestar, el cargo, el amor, el poder. El miedo a que cuestionen mi forma de vivir, cuando no me quedan fuerzas para inventarme algo nuevo. El miedo a no ser capaz de enfrentar algo diferente a lo que ahora vivo. Pero hubo un lugar físico, una familia, una tierra que siempre lo recibió con alegría. No quiso matarlo, todo lo contrario, lo defendieron con su vida, inútilmente. Allí Jesús comió con sus amigos, habló de sus sueños, dejó palabras de vida, resucitó a Lázaro cuando este cayó enfermo y murió. Allí durmió cada noche antes de su última noche cuando fue arrestado y la pasó bajo la tierra atado en una cisterna profunda, esperando su condena. Pero antes compartió el presente, que es lo único que uno puede compartir con sus amigos. Allí soñó con un mundo distinto, ese que comienza en el corazón de cada hombre y no se logra con grandes discursos, sino con una amistad fiel y concreta. En Betania Jesús pudo ser Él mismo y sus amigos se sintieron amados: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». Me quiero sentir profundamente amado por Jesús. Como ellos. Ese amor tan grande cambió sus vidas. Y ellos sirvieron a Jesús, lo escucharon, lo amaron, rompieron el frasco sellado de su perfume y lo derramaron a sus pies. Parecía excesivo, pero en realidad uno nunca ama demasiado a alguien. El amor nunca es excesivo. Puedo hacer otras cosas superando los límites, pero en el amor no hay límites. Hay límites en la paciencia, en la exigencia, en las súplicas. Pero no en el amor. Romper lo más valioso que tengo para expresar mi amor no es un exceso. Es simplemente mi forma de amar, de abrazar, de sostener a quien amo. Y Jesús fue amado de una forma única en Betania. Tal vez allí tampoco lo comprendieron del todo. Y no supieron bien qué compartía con ellos y cómo era su reino. Como los doce apóstoles, los tres hermanos, discípulos también, tenían cegada la mente pero muy abierto el corazón. Amaban a Jesús sin comprenderlo del todo, sin pretender retenerlo en sus límites, sin desear reducirlo a sus esquemas hechos de barro, hechos de mundo. Y los sueños de Jesús dejaron poso en el alma de esa familia y todo cambiaría para siempre. Me gusta por eso ir a Betania. Allí las cosas tienen calma y paz, alegría serena, esperanza, sí mucha esperanza. y una confianza ciega en el amor de Dios hecho carne, hecho gestos. Me gusta ese hogar pequeño tan cerca del huerto de los olivos donde todo se volvió noche, en un sí desgarrador de Jesús, aquel jueves santo. Pienso que mi vida pasa por ir a Betania muchas veces. Por encontrarme allí con Jesús. Porque Él ha puesto en mi vida personas que son Betania. Son el recuerdo en la tierra del amor de Dios. Son lugares en los que la vida sucede en presente y se juega en el servicio y en la adoración humilde de Jesús que camina a mi lado. Personas que acogen a Jesús en su corazón que es jardín y casa, que es tierra sagrada. Y allí, en ese interior silencioso, suceden las mismas escenas. Jesús va a comer allí, se deja servir y ungir los pies, y resucita a Lázaro haciendo que descorran la lápida que cubre todo lo que está muerto. En esos corazones que son Betania me encuentro con Jesús y me siento amado, como Marta, María y Lázaro. Y yo quiero entonces ser también Betania para otros. Que puedan llegar a mí como llegaba Jesús. Sin sentirse juzgados por mí, sin escuchar de mis labios críticas y juicios. Que en mi alma haya atmósfera de cielo como en Betania. Que en mí los sueños tengan fuerza y mi capacidad de amar no conozca límites. Que en mi alma, en mi Betania interior, pueda ser yo mismo y ellos también, sin tener que cambiar para que a mí me gusten. Vuelvo a Betania cada noche en esta Cuaresma. Para tomar fuerzas, para dejarme cambiar por las palabras de Jesús que resuenan en el jardín. Y saber que Jesús llega a hasta mí de nuevo para echar raíces en mi interior. Y sembrar paz, y sofocar mis miedos. En Betania me hago niño amado, dócil y sensible, y comprendo lo grande que es la vida que Dios me regala.

Soy libre para elegir lo bello o lo feo, lo fácil o lo difícil, lo agradable o lo desagradable. Elijo lo que me hace bien o lo que es tóxico para mi alma. Elijo escuchar al que me hiere o cerrar mis oídos a sus injurias. Elijo subir el monte o recorrer el desierto. Elijo nadar en el río o cruzar el mar. Elijo contemplar muy quedo un atardecer o despertar mirando un amanecer. Elijo la compañía de mis seres queridos o abrazo la soledad, con el dolor que conlleva. Yo elijo como quiero vivir, respondiendo a lo que los demás esperan de mí y renunciando a lo que soy para agradar a otros. O decido ser yo mismo con todo lo que eso implica. Está en mi mano tomar lo que me hace feliz o dejarlo a un lado por miedo, por mi estado de ánimo, o porque no soy capaz de gobernar mi vida. Elijo los sueños que se pueden cumplir y también los otros, los imposibles, porque me alegran el alma. Recorro el mundo entero para abrazar un instante de paz en medio de mis problemas. Es fácil perderse en pensamientos negativos que me quitan la ilusión cuando no soy capaz de ver la luz al final del túnel. No quiero acentuar mis miedos, por eso me visto con sonrisas. Depende de mí el camino que emprendo y aquel que dejo a un lado, porque no es el mío. Opto por subir la montaña o decido bajarla lleno de alegría. Camino solo o voy acompañado. Empiezo a ser yo mismo y no me dejo hundir por las contrariedades que enfrento. Llevo dentro de mí la promesa de una vida feliz, esa promesa que ha sembrado Dios en el alma. Veo ante mis ojos ideales que encienden mi corazón, que está hecho para el cielo. No quiero vivir reprimiendo lo que grita muy dentro de mí, porque sé lo que pasa cuando lo hago. «¿Se puede llamar a alguien al ideal del pleno desinterés cuando tiene que recuperar todavía su adolescencia, cuando la ha reprimido con la ascética? Lo que reprimimos con demasiada fuerza, se venga» . Quiero ser honesto conmigo mismo y escuchar los gritos que llevo en mi interior. Esos gritos inmaduros y esos otros que no lo son tanto. Decido no acallar con mano férrea lo que no me gusta de mí, incluyendo mi pecado. No tapo lo que me incomoda y respeto esa voz que grita muy dentro pidiéndome que entregue la vida sin guardarme nada. Sé que lo que Dios me pide para mi vida ya lo llevo dentro como semilla, como tallo que crece. No pretendo adaptarme a lo que todos esperan de mí, me volvería loco. No temo el juicio de los hombres, porque pasa y se olvida. Lo que me importa es sostenerle la mirada a Jesús cuando me dice que me ama por encima de todo y de forma incondicional. Y yo lo miro y lo acepto. La felicidad es un don que lucho por labrar dentro de mi vida. Para eso dejo de lado actitudes que no me hacen bien, más bien me enferman. Comenta Eduardo Punset una pauta para educar en la felicidad: «Una de las pautas pasa por desechar la competitividad y fomentar el verdadero trabajo en equipo, el altruismo». Competir con otros me hace infeliz, mientras que el altruismo me hace mejor persona. Querer quedar por delante de otros siempre, me cansa y dejar que los demás ocupen los primeros puestos me hace más libre. Luchar por ser el mejor me quita la alegría porque siempre alguien tendrá más éxito, más poder, más influencia que yo. No tengo que temer no ser importante. Todo pasa en esta vida que son dos días. Y mi vida, en realidad, es mucho más que el eco que deja la música de todo lo que he vivido. Acepto que mi vida es un misterio. No todo lo que hay dentro de mí lo conozco. No todo lo que soy es amado por mí. No todo lo veo, ni lo acepto. Y tampoco conozco al que me ama y al que no amo tanto como quisiera. «¿No hay acaso en la relación de un ser humano con otro muchas más cosas misteriosas de las que solemos admitir ante nosotros mismos? Ninguno de nosotros debe afirmar que conoce realmente a otro, ni siquiera si convive diariamente con él desde hace años» . Abrazo el misterio de mi vida y de la vida de los hombres. De los que más conozco sin conocerlos tanto. Y decido que ese misterio es algo sagrado que respeto con un amor tierno de niño. Nadie puede decir cómo soy yo en mi totalidad, sino es Dios. Y a nadie conozco tanto como para no reconocer que su vida sigue siendo un misterio maravilloso ante el que me arrodillo. Por eso elijo vivir amando los misterios. Sin querer desvelarlos ni desentrañar su esencia. Acepto la verdad que veo y la que intuyo y amo. Y me siento así amado por Dios y por los hombres. En ese misterio que yo mismo desconozco muy dentro de mi propia alma. Y decido ser yo mismo siempre, sin falsos moldes ni apariencias. Amo a Jesús que se ha fijado en mí y me ama, como a su hijo más bello.

No necesariamente la pandemia despierta la generosidad en las personas. A menudo veo cómo brota el egoísmo. ¡Cuánta gente hay que sólo piensan en ellos y velan por su propio interés! El egoísmo es fuente de tantos pecados. Digo que soy generoso pero pienso en mí. Hago obras grandes por los demás buscando mi propio beneficio. Pienso en mí y después en los otros. Hago las cosas pareciendo altruista, pero algún beneficio obtengo de todo aquello por lo que lucho. No hay un desinterés verdadero en mi entrega. Quizás es que no busco a Dios en todo lo que hago. Tengo otros ídolos que gobiernan mi vida y deciden qué elecciones voy tomando. Me siento tan débil que el egoísmo se adueña de mi voluntad con fuerza. Hoy escucho lo que Dios le dice al pueblo judío que había sido esclavo en Egipto: «En aquellos días, el Señor pronunció las siguientes palabras: - Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un dios celoso». Dios me ha sacado de mi esclavitud. Me ha liberado de mi prisión. Y aún así experimento la angustia y me siento pequeño, esclavo, egoísta. No pretendo tener más dioses que a Dios en mi vida pero, no es así. El primer dios al que sigo, mi mayor ídolo, soy yo mismo. Mi interés propio, mi amor herido, mi ansia de sobresalir y ser tomado en cuenta. Mi deseo de fama. Que lo que he hecho sea recordado por mucho tiempo. Mi gloria, mi heroísmo. Y mientras tanto el egoísmo se adueña de mí. Incluso amando a Dios mi amor se vuelve egoísta. «Como dice con acierto Francisco de Sales, en ese estado buscamos no tanto al Dios del consuelo como más bien el consuelo de Dios. Por tanto, nuestro amor a Dios se caracteriza aún por un fuerte egoísmo y egotismo. Es posible que en ese estado ofrezcamos algún sacrificio y profundicemos celosamente en la oración. Pero, por lo común, sólo lo hacemos mientras el egoísmo encuentre provecho en ello en forma de consuelo interior, a la vez que suficiente alimento» . En aras de la generosidad vivo volcado en mí mismo. Hablo de gratuidad y altruismo, pero persigo de forma obsesiva mi propia ganancia. Tengo el corazón herido de egoísmo. Dios lo que quiere es que salga de mí y eso es lo que buscan sus mandamientos: «No matarás.  No cometerás adulterio.  No robarás.  No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él». Quiere el Señor que ponga mi mirada en Él y la aleje de todo egoísmo. Y mi vida está llena de muchos egoísmos. De ahí sólo puedo salir poniendo mi mirada en el prójimo, en el que sufre. Así lo comenta el Papa Francisco: «Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo». Cerrarme en mi egoísmo, en mi carne, en mi deseo es lo que me quita la paz y la alegría. La envidia y el deseo de los bienes que otros poseen. Mi afán por compararme y sentir que soy yo el que siempre renuncia, el que más da, el que más hace. Miro en menos a los demás y pienso sólo en mí, en mi gloria y en mi fama. Es mi pecado que me enferma por dentro. Muchas veces he visto generosidad en este tiempo de pandemia. Aquellos que arriesgaban sus propias vidas y su salud por salvar otras vidas, por cuidar a los enfermos que sufrían solos en los hospitales. Ha despertado esta crisis la generosidad del corazón en muchos casos. Renunciar a lo propio por amor a mi prójimo. Pero también es verdad que un mismo hecho puede despertar el egoísmo. Personas que no quieren exponerse al riesgo de la enfermedad para no sufrir. Querer salvarme yo aunque otros sufran y puedan morir. Pensar sólo en mí y en los míos de forma egoísta. Sí, el egoísmo es lo más connatural con el hombre. Tiendo a pensar en mí, mi orgullo es más fuerte y mi herida es la que más me duele, mucho más que la herida del que sufre. Pienso en cómo puedo salvar yo mi vida y no en cómo puedo entregarla por amor. Si amo es porque me aman. Y si doy es porque antes he recibido. ¡Qué fácil caer en ese egoísmo sutil que me envenena el alma! Ser tomado en cuenta, valorado, apreciado. Más que el resto, por encima de los demás. Ese egoísmo del alma me vuelve mezquino y duro. Mi corazón se vuelve como una roca en la que el amor de Dios no puede penetrar. Quiero crecer en generosidad, tener un alma más grande. Quiero pensar siempre en los otros y luego en mí. Pienso en su bienestar y después en el mío. Que los demás destaquen más que yo y ocupen los primeros puestos. Que sean ellos valorados y no yo. Esa es la actitud que más me ayuda a crecer. Se ensancha mi corazón y el alma asciende al cielo, está muy cerca de Dios.

Resulta sorprendente predicar a Cristo crucificado. Hablar maravillas de aquel que ha sido vencido por los hombres. Anunciar a quien ha sido derrotado y yace muerto en la cruz. Es como si el poder humano pudiera condenar al poder divino a la muerte. Decía S. Pablo: «Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero, para los llamados -judíos o griegos-, un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres». Entonces resulta que lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Un Dios impotente es el Salvador, aunque no parezca poder salvar a alguien desde la cruz. Es curiosa esta predicación en la que se anuncia el poder misterioso de una muerte ignominiosa en la cruz. Es algo extraño hablar de un Dios que ha caído derrotado sin oponer resistencia, sin presentar batalla. Y yo busco con frecuencia ese poder vencedor que decide matar y condena al hombre a la muerte. Busco el éxito y el aplauso. Vencer batalla tras batalla. Lograr la victoria final sin encontrar resistencia. Es lo que desea mi corazón. Vencer siempre y nunca caer derrotado. Quiero ser fuerte, nunca ser débil. Esta cruz que predico es escándalo para los judíos y es una necedad para los paganos. Nadie quiere morir en una cruz. Nadie quiere ser débil. ¿Quién no quiere ser un dios? Escuchaba el otro día. El corazón guarda el deseo de ser poderoso como un dios. El protagonista de una película decía: «Lo que yo quiero es ser famoso. Que todos hablen de mí y narren mis hazañas». Las hazañas muestran mi poder, mi sabiduría, mi ingenio, mi inteligencia, la fuerza de mi amor. Seré recordado por haber sido alguien grande. Sueño con que mis hazañas sean narradas de generación en generación. Es lo que deseo, no ser olvidado. Vana ilusión. Y yo recuerdo hoy a Jesús que ha muerto por mí, ha dado la vida por mí y aparece indefenso en la cruz. Lo matan sólo porque quiere cambiar las cosas. Desea sobre todo cambiar el corazón del hombre. Y el hombre parece no querer cambiar nada. Y se cuestiona el poder de Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». Los fariseos quieren pruebas, más signos. Lo ponen a prueba. No quieren creer en Él porque no quieren cambiar nada en sus vidas. A los sabios y religiosos no les bastan los milagros ni sus palabras llenas de vida eterna. Hay otros muchos que creen y se muestran fieles a su amor: «Muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía». Son los que no tienen nada que defender. Los que viven seguros en la inseguridad y se sienten libres en la pobreza. No están atados a sus posesiones, a su situación de poder. Mientras tanto, los que han protegido sus vidas de todo peligro construyendo muros y leyes, no creen en este Jesús humano. Tienen miedo a perder lo que retienen, se resisten al cambio y se alejan de Dios. Es como si no bastara todo su amor para cambiar el mundo, para cambiarlos por dentro. Su amor incondicional no les basta y no aceptan sus palabras: «Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre». Jesús lee en sus almas y sabe cómo son. Sabe cómo soy yo incluso cuando digo estar dispuesto a seguirlo. No necesito demostrarle nada porque me conoce muy bien por dentro. No necesita mirar mis gestos exteriores. Por más que me empeñe en ocultar mis intenciones bajo una apariencia de perfección Jesús me conoce. Eso me tranquiliza. Yo quiero seguir anunciando su impotencia en la cruz como camino a seguir. Sigo predicando que la única forma de seguir sus pasos es muriendo un poco cada día a mis ansias de poder, de inmovilismo, de seguridad. Morir un poco a mis planes para que su amor venza en mí. Yo no le exijo a Dios signos para que me demuestre su poder. No vivo exigiéndole pequeños milagros para saber si realmente quiere cambiar mi corazón. Él puede hacerlo todo. Yo no le exijo esa seguridad y esa certeza que no va a darme. Tengo que optar por Él desde mi intuición, desde mi pasión por Él, desde mi amor. ¡Cuántas veces a la largo de mi vida he buscado señales que aumenten mi certeza! He querido que Dios me mostrara que me amaba de forma predilecta. Que me dijera que existía junto a mí. No quiero dudar porque la duda me hace daño y me enferma por dentro. Las dudas me quitan la paz. Vivir lleno de dudas me vuelve desconfiado. Dejo de creer en mi hermano, en el que dice amarme y lo juzgo, sospecho. A menudo las heridas del pasado me han vuelto inseguro y desconfiado con las personas. No creo en lo que me dicen. No creo ni siquiera en lo que hacen. Busco segundas intenciones ocultas. Vivo lleno de sospechas, atormentado, buscando señales por todas partes que me dejen tranquilo y calmen mi inquietud. ¿Es Jesús de verdad a quien tengo que seguir y por quien tengo que dejarlo todo? Me cuesta creer en las personas. Dudo de sus intenciones, de su verdad. Dudo de su bondad y sabiduría. Quiero creer en Jesús, en su verdad, como hoy escucho: «Señor, tú tienes palabras de vida eterna. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Más preciosos que el oro, más el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila». Quiero creer en ese Jesús que es sabio y me abre los ojos. Creo en la debilidad como el camino más seguro al cielo.

 

 

Enviado por:

 

 

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

 


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