22 de noviembre de 2020
Hermano:
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido
en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y lleno de alegría va a
vender todo lo que tiene y compra el campo»
«Necesito la presencia misteriosa de Jesús en lo
profundo de mi alma. Sosteniendo mis pasos y haciéndome ver que no hay nada que
temer, porque Él va a mi lado caminando»
Caen los contagios y los fallecimientos en Asturias:
siete muertes y 274 positivos.
La tasa de positividad, tras las 4.800 PCR procesadas
ayer, se mantiene en el 5,74%.
El cierre perimetral se extiende a Langreo, Laviana y
San Martín del Rey Aurelio.
El Principado añade estos concejos a Oviedo, Gijón y
Avilés, donde prorrogará las restricciones.
El que no arriesga no gana. El que no
lucha no vence. El que no lo intenta no fracasa. Siempre
queda en mi mano el hacer algo o no hacer nada. Canta Rozalén: «Sólo
tropieza el que camina y también hay lugar para el error. Atiende a las
señales, en verdad nunca hay nada que temer». No sé bien cuáles son las
razones que tengo para no temer nada. Porque lo primero que siento en el alma
es miedo ante los desafíos que se abren ante mis ojos. Temo la posibilidad
incierta del error. Me asusta el fracaso. Me quedo mirando a un futuro incierto
y temo caer, no llegar tan lejos como quiero. Me asusta no alcanzar las metas
soñadas. Puedo ser conservador y prudente apagando el deseo de avanzar. O puedo
ser arriesgado y valiente dejando que el fuego del amor impulse mis pasos. Sé
que puedo perderlo todo en medio de la batalla. Y también puedo ganar más de lo
que nunca he tenido. Vivo queriendo poseer lo que nunca ha sido mío. Y pierdo
la vida intentando conservar lo que no me llevaré conmigo, aún siendo ahora
mío. En esta vida fugaz que dura tanto. A veces mucho más de lo que yo haya
deseado. Y otras mucho menos cuando pierdo en seguida lo que he buscado.
¿Cuánto vale un segundo en mi vida tan larga? ¿Para qué vivir esperando el
momento perfecto para actuar y ponerme en camino? Solo falla el que lo intenta
y se confunde el que habla. Yerra el que opta, y no el que duda y espera.
Hablar antes que nadie tiene más riesgo que vivir esperando el momento perfecto
para hacerlo. Puedo decir lo incorrecto o hablar de más. Puede ser que me
confunda y confunda a otros. Las palabras se malinterpretan. Tengo claro que
uno no puede dar lo que no tiene. Por eso no me asusto ante exigencias
imposibles. Ya no sé si tengo que experimentar la desolación para poder llegar
a consolar al que más sufre. O si tengo que haber vivido la pérdida antes de
acompañar al que ha perdido lo que ama. Tal vez sí. Y en todo caso al menos
tengo que haber vivido esa indigencia a la que se refería el Papa Francisco en
los inicios de la Pandemia: «El comienzo de la fe es la experiencia de la
necesidad de la salvación. No somos autosuficientes». Tengo que vivir la
necesidad y saber que yo solo no puedo caminar. La experiencia de ser un
menesteroso me hace hijo, me hace niño. Mi camino es el de la infancia
espiritual. El niño se siente necesitado de su padre y sin él sabe que no puede
llegar hasta donde quiere. Y al mismo tiempo, cuando cuenta con él a su lado,
no teme las olas en la tempestad ni le asustan los vientos fuertes que empujan
su barca sin un rumbo claro. «En medio de la inestabilidad actual, las
personas necesitan un punto de apoyo». Necesito ser salvado de mi
indigencia sosteniéndome en una mano que me levante de mi abandono. Es la
experiencia más básica y necesaria. Es el único camino de salvación que tengo.
La pobreza, la pequeñez. No puedo cambiar la realidad. Tan sólo puedo
enfrentarla con un corazón confiado y lleno de esperanza. No puedo acabar con
la enfermedad, no puedo ocultar las noticias que no me gustan, las que me
difaman, las que me hieren. Sólo puedo enfrentar los vientos con la confianza
de saber que descanso en el corazón de Dios. Me gustan las palabras leía el
otro día: «La vida es bella con su ir y venir, con sus sabores y sin
sabores. Aprendí a vivir y disfrutar cada detalle, aprendí de los errores, pero
no vivo pensando en ellos, pues siempre suelen ser un recuerdo amargo que te
impide seguir adelante, pues, hay errores irremediables. Las heridas fuertes nunca
se borran de tu corazón, pero siempre hay alguien realmente dispuesto a
sanarlas con la ayuda de Dios. Camina de la mano de Dios, todo mejora siempre.
Y no te esfuerces demasiado, que las mejores cosas de la vida suceden cuando
menos te las esperas. No las busques, ellas te buscan. Lo mejor está por
venir». Me aferro a esta idea, a este sueño. Lo mejor está por venir. Y en
medio de la vida necesito a Dios a mi lado y necesito de aquellas personas que
me sostienen en medio de mi precariedad. Pedir ayuda me sana, me saca de mi
autosuficiencia. Sentirme poderoso me hace prepotente y vanidoso. La necesidad
forma parte de mi vida. Soy un necesitado desde que nazco hasta que muero. Vivo
mendigando amor, ayuda, cercanía, comprensión, indulgencia, admiración.
Necesito el amor en manos humanas. Y la presencia misteriosa de Jesús en lo
profundo de mi alma. Sosteniendo mis pasos y haciéndome ver que no hay nada que
temer, porque Él va a mi lado caminando. A su lado todo es posible.
Me gusta la petición que hoy escucho en
labios de Dios: «En aquellos días, el Señor se
apareció en sueños a Salomón y le dijo: - Pídeme lo que quieras». Dios se
le manifiesta a Salomón porque quiere saber lo que hay en su corazón. En la
respuesta que surge espontáneamente del alma me doy cuenta de la calidad de mi
corazón. ¿Qué le quiero pedir a Dios en este momento? Me dice que le pida lo
que quiera. ¿Ocurrirá el milagro que le pida? No es Dios como esa máquina que
dispensa bebidas obedeciendo mis órdenes. No es automático, al menos no de la
manera como yo lo espero. Esta pregunta rompe mis resistencias a pedir. ¿Qué
necesito? ¿Qué sueño? ¿Qué desea mi corazón? Me adentro en mi interior buscando
respuestas, o necesidades concretas. ¿Qué quiero pedirle a Dios? Salomón es muy
sensato en sus deseos: «Señor, Dios mío, tu siervo se encuentra en medio de
tu pueblo, un pueblo inmenso, incontable, innumerable. Da a tu siervo un
corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien, pues,
¿quién sería capaz de gobernar a este pueblo tan numeroso?». No deja de
sorprenderme su respuesta. Podía haber pedido paz, riqueza, descendencia. Podía
haber deseado una vida plena, sin fracasos, sin angustias, sin sobresaltos. Una
vida pacífica y acomodada. Podía haber pedido logros incomparables que
superaran los de su padre David. Pero no lo hace. Pide sólo sabiduría. Pide un
corazón dócil para gobernar, un corazón capaz de discernir el mal del bien. ¿Es
eso bastante para vivir tranquilo? Salomón pide lo que necesita para gobernar a
un pueblo inmenso. Se siente pequeño y necesitado. Sabe que, sin sabiduría, sin
docilidad, no podrá ser un buen gobernante. Me sorprende cuando veo hoy a los
políticos que gobiernan la tierra. No suelen pedirle sabiduría a Dios, ni
docilidad. No suele ser su petición más corriente. Han dejado de ver el poder
como un servicio y lo ven más como una oportunidad para medrar, para crecer
ellos, para tener más. Y retienen el poder en sus manos. Salomón sabe que tiene
ante sus ojos una misión imposible. Gobernar con paz a un pueblo difícil,
rebelde, inmenso. Y pide docilidad, no pide tener una mano fuerte. Pide
sabiduría para distinguir el mal del bien, no pide que su forma de gobierno
infunda el temor en los que lo siguen. Docilidad y sabiduría. Sólo son posibles
cuando vivo anclado en el corazón de Dios. Dios le agradece a Salomón su
petición: «Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni
riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para
escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e
inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti». Le
regala un corazón sabio e inteligente. Eso me sorprende y me alegra. ¿Seré
feliz siempre con un corazón así? ¿Viviré largos años en la abundancia con un
corazón sabio? No necesariamente. Ser sabio no me traerá la paz de forma
natural. Pero sí me permitirá vivir tranquilo y agradecido a Dios. Un corazón
sabio busca en todo hacer la voluntad de Dios. Y distinguir el bien del mal es
necesario para descansar en Él. Sólo el que busca la verdad en Dios no se
altera con las contrariedades del camino. Sabe en quién descansa y no teme el
futuro. Esa libertad interior me gusta. Quiero ser sabio, como leía el otro día:
«Hablar es de necios, callar de cobardes y escuchar de sabios»2. El que
es sabio sabe escuchar antes de hacerse un juicio. Sabe callar y no decir más
de lo que es necesario. Sabe esperar su momento antes de tomar una decisión
precipitada. El hombre sabio vive con «el oído en el corazón de Dios y la
mano en el pulso del tiempo». Quiero vivir buscando en Dios el siguiente
paso a dar y percibiendo en mi entorno esa voz que palpita en la sangre, en lo
que sucede. El hombre necio busca las respuestas sólo dentro de él. No pide
ayuda. No busca a Dios. El hombre sabio es un hombre arraigado en Dios. En Él
encuentra las respuestas que busca. En Él puede descansar y sabe en cada caso
lo que tiene que hacer, decir, callar, juzgar. Esa sabiduría de los hombres de
Dios es la que quiero. No quiero hablar por mí mismo, sino que Dios ponga sus
palabras en mi corazón. Quiero ser el instrumento dócil en sus manos y dejar
que escuchen la Palabra de Dios en las mías. Y sigan sus pasos en mis pasos
torpes. Eso es lo que de verdad deseo. No me importa ser necio a los ojos del
mundo mientras siga siendo sabio para Dios. No le pido entonces la realización
de mis deseos. Sino que se haga siempre su voluntad en todos mis planes. Esa
sabiduría que Dios me regala me hace paciente, manso, humilde, alegre, confiado
y fiel. Esa sabiduría para vivir es la que le pido a Dios cada mañana. Que
sepa descansar en Él sin temer que no se hagan realidad todos los caminos que
emprendo, todos los sueños que sueño.
Me doy cuenta de una verdad muy evidente. El
que ama es más feliz que el que no ama. El que ama encuentra un motivo para
luchar, para trabajar, para sobrevivir. Porque alguien le espera para recibir
su amor. El que no ama se seca como una planta que no recibe agua. Hoy escucho:
«Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien». Al que
ama a Dios todo le sirve para un bien en su vida. Es curioso. ¿Será siempre
así? Quizás el amor a Dios, el amor de Dios, cambia la mirada. Es como el amor
humano de una madre que sostiene al hijo en la adversidad. O el amor del
cónyuge que mantiene con esperanza al que ha sido condenado a la muerte. El
amor recibido, el amor dado, sostiene mi ánimo. Y el mal se torna en un bien
tangible. ¿Cómo puede ser eso? La mirada del amor cambia mi propia mirada.
¿Vale todo amor humano? No lo sé. Puede que haya amores que no me dan paz y me
dejan un gusto amargo «Todo amor que no sea de alguna manera amor a Dios
deja tras de sí un sabor amargo. Deja el alma interiormente insípida y vacía.
En modo alguno da respuesta a la tendencia innata del alma hacia el infinito,
hacia el amor infinito. Tal respuesta sólo puede esperarse en cuanto y en la
medida en que el amor humano sea amor a Dios, en cuanto y en la medida en que
el amor al tú divino y humano confluyan en un único torrente»3. Un único
torrente que une mi amor a Dios y mi amor a esa persona que me ama, a la que
amo. Mi amor humano me lleva con la fuerza del viento a lo más alto de mi vida,
a lo más sagrado. Amo en el otro a Cristo. Es lo que espero y sueño. Que al
amar a alguien o al ser amado en la misma o mayor medida, sienta que en ese
amor está Dios bendiciendo lo que amo, acariciando mi entrega, validando mi sí
torpe y a menudo mezquino. Miro la calidad de mis amores. Miro la hondura de
mis raíces. Miro la altura de mi mirada. Más alto, más lejos, más dentro. Sueño
con ese amor humano en el que confluye el amor a Dios. Sueño con un abrazo de
carne que me hable del abrazo de Dios. Con una palabra torpe, con los límites
que tienen las palabras, que me evoque esa palabra de Dios que atraviesa con su
ímpetu el alma. Hoy escucho: «He resuelto guardar tus palabras. Más estimo yo
los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata». Me gusta
jugar con las palabras. Como un niño juega con las piezas de un castillo. Cada
palabra tiene una apertura hacia lo eterno. Y en sus límites, sin saber bien
cómo, se contiene el infinito. Y deja escapar un aliento que todo lo sostiene.
Mis palabras son torpes embarcaciones que remontan el río que lleva al corazón
de Dios. Pretenden sostener en su grupa todo el cielo reunido en gotas de
rocío. Y los vientos arcanos de la vida recogidos en un suspiro. Pretendo
expresar el cielo con palabras limitadas, contenidas, incluso reprimidas. No
dicen más de lo que pueden. Y sueñan con atravesar los mares infinitos
superando el límite del papel, de los labios que las pronuncian. Quiero guardar
en mi alma las palabras de Dios. Las que me ha dicho a mí personalmente y
también a través de aquellos que me he encontrado en el camino. He visto
personas que llevaban guardadas en su alma una carta de amor de Dios dirigida a
mí. He leído sus palabras sagradas en sus labios humanos. Y yo mismo he dicho
esas palabras de Dios llevándolas en mi pecho, para otros. La palabra de Dios
siembra vida y quema muy dentro. Divide el corazón para que sea capaz de optar
por el bien, elegir lo más santo. No quiero dejar de verter palabras sobre el
papel blanco. No quiero cansarme de decir lo que sueña mi alma. No quiero
callar y olvidar. No quiero ocultar a Dios que se esconde detrás de lo que
digo, sueño, escribo, dibujo, canto. Ese mensaje escondido que voy sacando como
dice hoy Jesús: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es
como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo». Quiero
ir sacando de mi alma, del corazón de Jesús, lo nuevo y lo antiguo. Quiero
dejar que su palabra antigua y siempre nueva despliegue en mi interior todo su
poder y me dé vida. No quiero hablar sólo palabrería. No quiero perderme en un
juego de palabras que no transmite nada importante. Quiero saber callar y hablar
a tiempo. Guardar silencio para escuchar cuando no tenga nada que decir.
Esperar a ver si encuentro la palabra oportuna, el silencio santo. Quizás
necesito callar para entender qué palabras son importantes. Leía el otro día: «En
el desierto no es posible lo superfluo. En el silencio sólo se escuchan las
preguntas esenciales. En la soledad sólo sobrevive quien se alimenta de lo
interior»4. Decido alimentar mi mundo interior. Buscar en mis recuerdos, en
mi alma sagrada porque Dios la habita. Allí donde puedo encontrar algunas
respuestas y muchas preguntas. Allí donde el cielo viene a habitar en mi pecho.
Escucho en silencio para saber qué hacer, qué decir y qué callar. No temo el
paso del tiempo. Lo cuento con paz, muy despacio entre mis dedos y aguardo a
que Dios se haga carne en mi vida. Esa presencia en mí todo lo transforma y
saca agua del desierto.
El reino de Dios es un tesoro escondido en
medio del campo. O es una perla fina de mucho valor. O es
una pesca maravillosa que supera las expectativas de una tarde en el mar. Esa
imagen me gusta y emociona: «El reino de los cielos se parece a un tesoro
escondido en el campo. El reino de los cielos se parece también a un
comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor (…). El reino
de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda
clase de peces». Pienso en un tesoro escondido. Los tesoros se esconden
para no ser robados. Tienen perlas finas, y oro, y todos los metales valiosos
que el corazón pueda imaginar. Sueño con un tesoro de esos que están escondidos
para que nadie los encuentre. Y ni siquiera el que los posee los puede disfrutar.
Parece una contradicción. Un tesoro escondido no es útil. Esconder un tesoro es
como esconder algo valioso. Guardarlo bajo la tierra pensando que con eso
basta. Pero es una riqueza inútil. A veces me empeño en acumular riqueza. O en
guardar mis talentos bajo la tierra para que no se pierdan. Me da miedo perder
lo que me han dado. O gastar lo que he recibido. Me inquieta la posible pérdida
de mi dinero, de mi tiempo, de mi vida. Por miedo a perder lo que más quiero,
lo que he conseguido con esfuerzo, puedo llegar a renunciar a aquello en lo que
creo. Podrán quitármelo todo, también la vida, pero nadie tiene poder para
quitarme el alma. Esa certeza no la puedo perder. ¿Dónde he puesto mi tesoro?
¿Dónde está aquello que más valoro en mi vida? Me asusta pensar que me quiten
lo que más quiero. Y tengo vértigo de traicionar mis ideales por no perder el
lugar en el que he puesto mi corazón, ese tesoro que me atrapa con finos hilos
que atan mi vida como en una red. ¿Dónde está mi tesoro? Dónde está ese tesoro
que he escondido allí está mi corazón. En ocasiones puede ser la fama y el
prestigio, y por conservarlos estoy dispuesto a vender mis ideas, mis
principios y valores. Puede ser el dinero mi tesoro real. O ese lugar que ocupo
donde me siento seguro. O ese cargo que detento y que tanto tiempo había
anhelado. Esos amores humanos que se enraízan en mi alma. El miedo a perder mi
tesoro es grande. Tal vez soy capaz de vender mi tesoro pensando en un tesoro
todavía más valioso. ¿Dónde hay un tesoro que valga más que mi propia vida? ¿De
qué me está hablando Jesús? Me cuesta creer en sus palabras. O más bien no
acabo de comprender lo que significa pertenecerle a Él para siempre. Un tesoro
es vivir en su reino. Participar de su vida divina que me descentra de mis
egoísmos. ¿Vale la pena darlo todo? Comenta Santa Teresita: «Después de
haber dado todas mis riquezas, estimo, como la esposa del Cantar, no haber dado
nada. Comprendo que lo único que puede tornarnos gratos a Dios es el amor, que
este es el único bien que ambiciono»». ¿Lo he dado todo para estar con Él?
¿Es Dios mi tesoro? Jesús me ha dicho que no puedo servir a dos señores, a Dios
y al dinero. Pero yo trato de ponerlos delante de mí como la única realidad. Y
soy capaz de vender mis ideales a cambio de tesoros temporales que no llenan mi
alma insaciable. ¿Cuál es el tesoro detrás del que corro cada día? El tesoro
quiere ser en mi vida el amor de Dios. Yo lo he disfrazado de honor,
reconocimiento, prestigio. He puesto mi corazón en mi trabajo y la admiración
de los hombres. He puesto mi corazón en lugares inestables que se derrumban en
medio de la noche. No puedo salvar el tesoro que Dios pone delante de mí. Jesús
me pide que sea pobre, que me desprenda de todos mis tesoros que me esclavizan.
Y que acumule tesoros en el cielo. El amor es el tesoro más grande que nadie
podrá quitarme. El miedo a perder el tesoro que llevo atado en mi alma me
paraliza, no me deja ponerme en camino hacia ese tesoro más grande que me da
vida. Es lo que sueño. Ser libre para vender mis pequeños tesoros por el tesoro
más grande. ¿Qué haría si encontrara un tesoro delante de mí? Hoy Jesús lo
explica: «El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a
vender todo lo que tiene y compra el campo. Se va a vender todo lo que tiene y
la compra (la perla). Cuando está llena (la red), la arrastran a la orilla, se
sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran». El que
encuentra el tesoro o la perla gasta todo lo que tiene, o lo vende, para
comprar lo más valioso. El que tiene una pesca milagrosa lo que hace es
quedarse con los peces buenos y dejar los malos a un lado. La perla, el tesoro,
el pescado bueno. Elijo lo bueno, lo valioso, lo bello. Me gusta esa imagen.
Invierto todo lo mío para adquirir un tesoro que merece la pena. Doy para
recibir. Me pregunto si de verdad mi amor a Jesús es el tesoro que llena mi
alma. Me gustaría que así fuera, pero tantas veces no lo es. No quiero guardar
tesoros que se pierden. No quiero retener mi fuerza, mis talentos, mi belleza por
miedo a perderlos. No me importa. Gano un tesoro que vale para siempre,
porque es eterno.
Puede que me haya confundido muchas veces
poniendo mi corazón en el lugar equivocado. Hoy Jesús vuelve
a decirme que me desprenda de lo que no me hace pleno, de aquello que no me
lleva al cielo. El error bendito forma parte del camino, tengo que aceptarlo.
Confundir los pasos, guardar tesoros equivocados, es parte de mi vida y de mi
libertad para elegir lo que me hace bien. Hoy escucho: «Mi porción es el
Señor. Y mis delicias serán tu voluntad. Yo amo tus mandatos más que el oro
purísimo; por eso aprecio tus decretos y detesto el camino de la mentira. La
explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes». Es
la mirada del santo que descubre la belleza escondida. Y es capaz de distinguir
a unos peces de otros después de una pesca maravillosa. Halla tesoros bien
guardados y valora como lo más grande ese amor que Dios le ha dado. Dios es mi
porción y mi ganancia. Él tiene el poder sobre mi vida. Quiero dejar de lado lo
que me quita la alegría y dejar que el amor de Dios penetre dentro de mi alma y
me vista de sus más bellas joyas. Para eso tengo que estar desprendido de todo
lo que me aleja de Él. A menudo vivo desparramado por la vida buscando que me
sacie lo que no sacia mi sed de infinito. Quiero asumirlo con mucha paz. ¿Qué
quiere Dios de mí? Me lo pregunto mientras me desgasto. ¿Quiere que entregue mi
vida como lo estoy haciendo hasta ahora? ¿Quiere algún cambio? Tal vez hoy me
quedo con una imagen: cavar hondo en la tierra buscando un tesoro escondido. A
lo mejor el tesoro no está tan lejos como pensaba. He buscado tesoros en
tierras lejanas, con brújula, con planos. He pensado que hacer cosas es lo que
me da paz. O vivir en tal o cual lugar. Pero al final eso no es lo más
importante. Lo fundamental no es lo que hago, ni siquiera con quién lo hago o
dónde lo hago. Lo importante es lo que estoy viviendo y cómo estoy viviendo
desde mi interior. Lo que vale es vivir atado a aquello que le da sentido a
todo lo que hago. Incluso a los errores y las caídas. Lo valioso es pensar que
dentro de mí hay un tesoro que guarda celosamente Aquel que más me ama. Él lo
acaricia mientras se pregunta por qué tardo tanto en encontrarlo dentro de mi
propia alma. Es la paradoja. Está dentro de mí y yo lo busco fuera. Así lo
explica S. Agustín en sus Confesiones: «¡Tarde te amé, hermosura tan
antigua y tan nueva, tarde te amé! y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así
por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que
Tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reténganme lejos de
ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y
clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y
ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que
procede de ti». Tengo en mi alma un tesoro en el que Dios espeja su propia
belleza. Dentro de mí está Él y me permite mirar más allá de mis errores y
torpezas. Él sabe que soy débil y me ama. El tesoro es todo aquello que tantas
veces no he valorado de mí. Son esos rasgos que tal vez el mundo no ve. O yo no
veo en comparación con lo que brilla fuera de mí. No es oro todo lo que reluce.
Me digo tantas veces. Tampoco pienso que todo lo que brilla es malo, ni mucho
menos. Pero creo que no valoro tanto mi tesoro como lo que brilla en otros. Me
quedo en que yo no valgo tanto, no soy tan bueno, tan inteligente, tan capaz.
Me abruma mi pobreza y no la valoro como un tesoro digno de los mejores reyes y
palacios. Ese soy yo. La mirada de Dios sobre mi vida me hace ver que valgo
mucho. Soy más valioso que nada en este mundo. No quiero olvidarlo. Pienso
entonces que no tengo que buscar fuera de mí lo que me falta, sino más bien en
mi interior. Allí donde Dios habita y yo soy ese niño con sonrisa ancha y ojos
grandes. Con el alma inocente y pura y el deseo de entregarlo todo por un amor
más grande. Soy ese niño con miedos y anhelos de infinito que recorre los
caminos cargado y con prisa. Soy ese niño que desea descansar a la sombra de un
buen árbol esperando a que el sol deje de quemar tanto. Me gusta mirar a ese
niño y ver en él el tesoro guardado. El alma pura y los deseos más grandes. Ese
tesoro que guardo sin saberlo, lo conservo sin poseerlo del todo. Porque no lo
veo, no lo aprecio, no lo distingo entre las piedras y ramas dentro de mí
mismo. Y busco fuera de mí lo que no me hace falta. Envidio lo que otros tienen
sin pararme a valorar la vida que yo tengo. Aprecio más lo que otros parecen
vivir con alegría, sin llegar a pensar qué es lo que de verdad ellos sienten.
Tengo que ser feliz con mis tesoros, sin desear otros. El camino de la
felicidad pasa por aceptar mi presente, mi vida, mi tesoro, sin desear lo
que no está dentro de mi camino.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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