domingo, 28 de febrero de 2021

La mesa presidencial

 



Las Reglas han sido siempre objeto de un trato especial por parte de las hermandades que las han recopilado en un libro. 




Muy importante es la encuadernación que suele presentar: generalmente con tapas duras y forrado en piel o terciopelo. Muy frecuentemente llevan cubierta lujosamente adornada con remates de plata y el escudo de la corporación en el centro, tallado en el mismo metal.




En los cultos suele ocupar un lugar destacado en la mesa de presidencia de la junta de gobierno. En cuanto a los cortejos, suele ir delimitando el último tramo de nazarenos del primer paso. Esta ubicación obedece a la utilidad histórica de acreditar la antigüedad de la hermandad, dado que en caso de cruce con otra cofradía tenía preferencia de paso aquella más antigua. Hoy en día es simplemente un libro testimonial que porta un hermano vestido de nazareno y que está escoltado por un par de varas.





En todos los cultos solemnes que celebre la Hermandad, se colocará la mesa presidencial de los mismos, que estará situada transversalmente en el lado de la Epístola de la Iglesia y a cuya izquierda se encontrará el Estandarte que representa corporativamente a aquella.




La mesa presidencial estará cubierta por un paño de color corporativo, así como un crucifijo sobre la misma o la imagen del Niño Jesús, alumbrado por dos cirios y colocándose en su parte delantera verticalmente la vara correspondiente al Hermano Mayor en el centro, y dos varas más a derecha e izquierda.




Sobre la mesa presidencial se colocará el Libro de Reglas de la Hermandad, abierto por las vitelas en que están representados los Titulares, en señal de acatamiento de sus preceptos.





1.- En todos los Cultos Solemnes que la Hermandad celebre, se colocará la mesa presidencial

de los mismos, que estará situada en el lado de la Epístola y a cuya derecha se encontrará el 

Guión que representa corporativamente a aquélla.





2.- Ante la Imagen que se halle sobre la mesa presidencial estarán colocadas, sobre un atril, las

Santas Reglas, en señal de acatamiento de sus preceptos por todos los presentes.





3.- La mesa presidencial durante los días de Cultos estará formada por el Hermano Mayor,

ocupando el centro, teniendo a la derecha y a la izquierda al Teniente de Hermano Mayor,

Fiscal, Secretario, Tesorero y Albacea General. La ausencia de alguno de ellos será cubierta por

el Contador.





4.- Caso de asistir representantes de otras Cofradías o Hermanos

Mayores de las Hermandades con las que nos unen lazos fraternos, vecinales, el Vocal de protocolo le designará el sitio preferente que estime oportuno.



5.- Siempre que sea posible, las primeras filas de ambos lados de la nave central serán

reservadas para los Hermanos Mayores o representantes de las Hermandades invitadas, ex

hermanos mayores de la Hermandad, medallas de oro, hermanos honorarios y distinguidos,

aquellos otros invitados que protocolo considere oportuno y miembros de la actual Junta de

Gobierno que no ocupen lugar en los bancos de la mesa presidencial.





Enviado por:


Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 27 de febrero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 28 DE FEBRERO DE 2021

 



28 de febrero de 2021

 

Hermano:

 

«El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían»

«Quiero dejar los maquillajes y los disfraces. Olvido las mentiras y vivo mis verdades. Abandono las angustias y me quedo con la paz de los niños en medio de la tormenta»

Actualmente hay 391 pacientes hospitalizados por covid y 121 en cuidados intensivos.

Asturias afianza el descenso de contagios, pero suma 11 nuevos fallecidos.

Asturias ha sumado una semana por debajo de los 200 positivos diarios en esta tercera ola pero la presión hospitalaria sigue siendo muy elevada, extrema las precauciones para evitar contagiarte.

Las cosas que me suceden me hablan de Dios. Lo que veo en las personas y en los acontecimientos. Como una voz clara o tal vez confusa, ya no lo sé. A menudo no sé interpretarla y saber lo que me conviene. Creo que me empeño en hacer lo de siempre, en repetir rutinas, en exigirle a la vida lo que siempre me ha dado. Incluso cuando ya no me lo puede dar. Le pido a Dios que no me falle, que esté a la altura de mis expectativas. Quiero que todo salga como lo tenía previsto. Tengo derecho a vivir mi vida, me digo olvidando de pronto que la vida es un don, y no un derecho. Igual que el tiempo que me queda y se me escapa entre los dedos. O ese aire que respiro y puede llegar a faltarme. ¡Qué caro sale ese oxígeno que no es el que me regala Dios! No acepto que las cosas cambien de repente y todo se dé la vuelta. Puede que no esté dispuesto a renunciar a nada, aunque la vida implique un riesgo. Quizás me acostumbré a recibirlo todo sin tener que dar nada a cambio. Lo que me da miedo de verdad es lo que decía Jorge Bucay: «El único temor que me gustaría que sintieras frente a un cambio es el de ser incapaz de cambiar con él. Creerte atado a lo muerto, seguir con lo anterior, permanecer igual». Quizás yo tengo el miedo a quedarme igual que siempre, inmóvil ante este tiempo que cambia. Nada será igual cuando pase la pandemia, pero no sé cuándo veré la luz al final del túnel. Yo espero no ser el mismo. ¿Habré cambiado en mis formas y en el fondo de mi alma? Me da miedo no ser capaz de cambiar con los cambios. Empeñarme en hacer lo mismo de siempre. No ser capaz de adaptarme al aire cuando vuelo, o al mar cuando nado, o a la tierra cuando camino. No ser capaz de hacerme sociable cuando soy amado y no lograr romper mi coraza cuando me abren el alma. Me da miedo no vencer mi pudor cuando confían en mí y no ser capaz de correr cuando correr toca. Como si la realidad a mi alrededor pareciera otra, o la de siempre. Me dicen que Dios me ama y yo me empeño en amarlo a mi manera que es egoísta. Como si la vida consistiera en repetir modelos aprendidos o adaptarme a lo de siempre porque lo necesito, porque tengo derecho, porque siempre ha sido así, porque los demás tienen que adaptarse a mí y respetar mis necesidades esenciales. No importa que otros tengan que renunciar, lo fundamental es que yo no tenga que hacerlo. No renuncio a mis fiestas, a mis retiros, a mis encuentros, a mis hobbies. No me importa el riesgo, tengo derecho, pienso. Y me aferro a lo de antes, porque es más seguro. Y Dios sigue pasando en todo lo que me sucede. Y a mí me deja indiferente el sonido de su voz. No quiero ser indiferente ante el mal que sufre el hombre, aunque yo no lo sufra. No quiero sentirme preso en mi egoísmo, ese pecado que se convierte en rutina dentro de mi alma. No quiero tender de forma enfermiza a hacer siempre mis planes, mis deseos, mis proyectos. Yo y mi vida tal como la he soñado siempre, tal como la he vivido. No quiero cambiar nada. No importa que el mundo cambie en torno a mí. Yo sigo haciendo lo que siempre he hecho. ¿Qué importa? Nada importa. Aunque el mundo cambie, yo no estoy dispuesto a ninguna renuncia. No sé si soy capaz de aprender algo nuevo en esta vida. De enamorarme de otras playas. De soñar otros sueños. De cantar otras canciones. Quiero ser capaz de dejarme interpelar por los vientos. Y dejarme tocar por esas nuevas olas que acarician mis playas. Ya no sé si mi alma está abierta a nuevos horizontes. Y si mi corazón es capaz de dar cabida a más gente, o tiene suficiente con los de siempre. Sueño con una vida diferente a la que ahora veo en mi pasado. Ni mejor ni peor. Sólo distinta como la tierra nueva que cambia en esta época de cambios. No quiero regresar a lo de siempre. Sin dejar de luchar por esos valores que me enamoraron un día. Me gustan las palabras de Víctor Hugo: «Dejé de vivir historias y comencé a escribirlas, hice a un lado los estereotipos impuestos, dejé de usar maquillaje para ocultar mis heridas. Me olvidé de idealizar la vida y comencé a vivirla». Yo también quiero dejar los maquillajes y los disfraces. Olvido las mentiras y vivo mis verdades. Abandono las angustias y me quedo con la paz de los niños en medio de la tormenta. Elijo los abrazos, aún sin poder darlos. Elijo el mar antes que el desierto. Y la lluvia que calma las lágrimas del alma. Elijo la aventura y no tantas rutinas. Amar lo que no conocía, sin olvidar lo que amaba. Y ensanchar el alma. Decido comenzar de nuevo por donde dejé la escritura. Y pinto sobre un lienzo virgen las noches que he ido viviendo. No dejo de caminar aún en pleno invierno. Y no disimulo mi dolor pretendiendo no sentirlo. Decido que desde hoy comenzaré a vivir de nuevo. Es tan bonito saber que la vida cambia a mi paso. Y yo con ella. Confío de nuevo en la paz que me da vivir feliz. Sabiendo que la realidad que toco es la mejor que tengo.

Tengo un corazón que no siempre piensa y siente de forma correcta. No sé por qué, pero no siempre encuentro la paz cuando navego en mi interior. No siempre descanso tranquilo cuando me quedo a solas conmigo mismo, en medio de la batalla. Y es precisamente la paz lo que más deseo. Sueño con un corazón paciente, tranquilo, alegre, pacífico, puro, confiado. Tiene razón Jesús cuando me dice que del exterior no puede llegar a mi alma nada impuro. Que es de dentro de donde salen las impurezas. Marcos 7,14: «Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre. Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad». Todo lo impuro nace en mi alma. Y con lo que sale de dentro yo puedo contaminar mi entorno. Mi mirada desconfía de los demás y los juzga. Los mira desde la propia herida de la que supuran rabia y amargura. Mido las cosas por lo que es justo y lo que es injusto. El bien que me hacen o el mal que recibo me afecta. Siempre es así. Siento que no me valoran, no me toman en cuenta, no me quieren, no me aprecian. Y esa lista interminable de desaires recibidos me llenan el alma de dolor y amargura. Y pienso entonces que el mundo está mal y yo estoy herido. Y así brota el mal de mi corazón. El mal que me daña por dentro. Porque el odio no me hace mejor persona. Me hunde en un sentimiento doloroso de injusticia. Todo es injusto a mi alrededor y sufro con ello. Los demás actúan mal y yo quiero hacerlo bien, pero no me dejan. Entonces opino, critico, juzgo, condeno. La malicia surge de mi alma. ¿De dónde vienen esos sentimientos de venganza que afloran en el corazón? Miro hoy a Jesús que es compasivo y misericordioso, paciente y alegre. No mide si el mundo es justo con Él o no lo es. Él lo ama hasta el extremo. Nada de lo que viene de fuera puede hacerme impuro. Me duele, eso sí. El mal de los hombres me afecta. Pero no me hace impuro. Necesito esa fe que cree sin ver, que confía sin poseer, y espera sin saber. Es la pureza en la mirada la que me hace esperar cuando todo a mi alrededor es oscuro. Sé que sólo un corazón puro podrá cambiar el mundo que le rodea. Un corazón que piense bien y confíe siempre. Un corazón que vea la belleza de las personas y no se detenga en sus puntos oscuros. Una mirada que vea el mantel blanco sin fijarse tanto en la mancha pequeña que lo marca. Nada del exterior puede hacerme daño cuando mi corazón es puro y confiado como el de los niños. Nada de lo que ocurra puede oscurecer mi mirada cuando tengo suficiente luz en mi interior. Sólo desde mi corazón pueden brotar tinieblas y quitarme la paz y la alegría. Quiero tener un corazón que sepa amar bien, mirar bien, confiar y hablar bien de todos. Un corazón que perdone y no guarde el rencor. Un corazón abierto al amor de Dios que se sepa querido como un niño en manos de su madre. No sé de dónde brota mi tristeza, o mi rabia, o mi amargura en ocasiones. Algo habrá en mi alma que no está perdonado, o trabajado, o purificado. Hoy quiero beber del agua pura que brota del corazón de María porque sé que su agua me salva. Me gustaría también tener yo agua para dar, un agua que brotara de la fuente de mi ánimo. No es tan sencillo tener siempre sentimientos buenos y una mirada alegre y confiada. Debo beber de fuentes que tengan esa agua pura. Beber de personas que transmitan esperanza y alegría. Beber de aquellos que me hablen con optimismo en este presente extraño que ahora vivo. Quiero sacar de mi corazón sentimientos buenos, nobles, alegres. Miro mi corazón en este tiempo de Cuaresma que se me regala. Es la oportunidad para dejar que Dios me vaya cambiando por dentro. Quiero encontrar la calma y sentir la mano de Dios en mi interior. No tengo miedo, no me asusta renunciar para poder cambiar. Que Jesús me pode para crecer con orden. Que logre ahondar dentro de mi tierra para que la raíz de su amor se adentre en lo profundo.

Dios hace un pacto con el hombre. Hace un pacto conmigo para que aprenda a caminar en su presencia. Así lo hizo con Noé y sus hijos: «Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron: aves, ganado y fieras; con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Esta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las edades: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra». La alianza de Dios con el hombre siempre me conmueve. ¿Por qué necesitará Dios mi ayuda? ¿Para qué tiene que abajarse a la altura de mis ojos para suplicar mi ayuda, mi sí, mi entrega? No lo entiendo, pero vuelve a suceder. Dios desde el comienzo busca sellar una alianza con el hombre. Busca que el hombre sea fiel a Él dejando a un lado otros dioses. Y a cambio se compromete a acompañarlo en el camino y a cuidar sus pasos. Ni el sol le hará daño. Ni la lluvia pondrá en peligro su vida. Nada turbará su descanso. Me gusta mirar mi camino como una alianza con Dios. Yo pongo mi parte, Dios la suya. Yo le hago una promesa, Él me hace las suyas. Esa forma de mirarme me conmueve. Necesita mis pasos, mi entrega, mi fidelidad heroica. Necesita que camine a su lado cada día por sus sendas: «Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador». Los senderos de Dios. ¿Son los míos? Es lo que deseo, que sus sendas sean las mías. Quiero caminar por sus caminos. ¿Coincidirán con los míos? ¿O lograré hacer que sus sendas sean mis caminos? Miro hacia atrás y veo caminos errados y otros que me han traído la paz. Hacia atrás tengo claro que en todos mis caminos estuvo Dios. Incluso cuando me equivoqué o no hice caso a sus mandatos. Incluso en el camino del pecado que no me llevaba a ninguna parte. También ahí mi camino perdido se convierte con los años en su camino. Y otros caminos que eran suyos, pasaron también a ser los míos. Porque elegí lo que no amaba y opté por lo que no quería, sin saber que me convenía, como así me lo hizo ver el paso del tiempo. Ser aliado es lo que me da paz para enfrentar la vida. ¿Cómo me va a abandonar quien tanto me ama, aunque ahora no entienda el dolor de lo que me sucede? En ocasiones tocaré el dolor de la pérdida, o la ausencia. Y sentiré que Dios me abraza con fuerza, me sostiene, en ese camino que creía cierto, o tal vez equivocado. Nunca tengo certezas absolutas, sí intuiciones que levantan mi ánimo y mi mirada. No es tristeza lo que empapa el alma, sino una paz serena traspasada por un dolor profundo. Entonces siento que no me he perdido, que Dios siempre me encuentra, vaya por donde vaya. «Cuando una persona vive una acentuada conciencia de alianza, conciencia de donación y aceptación recíprocas, hasta en el subconsciente, no le resulta difícil imitar la actitud y la acción de María en las Bodas de Caná, y repetir en todas las situaciones con gran serenidad y seguridad, con fe y confianza: - No tienen vino». Cuando me sé amado en mi verdad, en mi pequeñez, vuelvo el corazón a María y exclamo con sus palabras que me falta vino. Cada vez que experimento la debilidad y la pérdida. Y el dolor de una espada que atraviesa el alma. María conoce mi sed y ha tocado mi hambre. Y no me va a dejar solo en el desierto de mi vida. Menos aun cuando me siento perdido, sin rumbo, sin camino. Cuando no sé por dónde ir o no entiendo los pasos dados y los que me faltan por dar. En esos momentos recuerdo la alianza sellada con Dios. Él me prometió una tierra, un hogar en el que habitar donde me sentiría seguro. Es la promesa que le hizo a Abraham y cumplió con su pueblo. Es la misma que me hizo a mí. Me dijo que me daría un hogar en el que echar mis raíces. Pienso en ese hogar en mi vida donde me siento siempre en casa y encuentro la paz. Me prometió una descendencia inmensa como las arenas de la playa, como las estrellas del cielo. Lo hizo a través de Sara que era estéril y le concedió a Isaac. Y fue fiel a esa promesa. Lo ha hecho conmigo en mi vida, en esos hijos que he visto, que forman parte de mi historia. Y le prometió una intimidad con Él. Un solo Dios, una sola alianza, un solo amor. Y pienso en esa intimidad con Dios. Me la ha prometido a mí desde mi cuna. No iba a estar solo nunca. Y me regaló un lugar en el que descansar mi rostro en el costado de Jesús. Como un niño en las manos de su padre. Y así pude ver que esa intimidad era algo sagrado. ¿Cómo voy a dudar de esa alianza sellada con Dios, con María? Hoy miro al cielo, veo las estrellas y confío. Así se cumple su promesa y se hace más firme mi paso. No busco explicaciones ni encontrarles un sentido a todas mis decisiones. No espero que todo cuadre y funcione a la medida de lo que yo he soñado. Su promesa trasciende todos mis pasos. Es más grande que mi capacidad para entender la vida. No me va a dejar nunca porque me ama y me ha elegido. Y esa elección le da paz a la vida que hoy llevo.

Comienza la cuaresma y pienso en la ternura y la misericordia de Dios: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes». Es este tiempo de desierto un tiempo de misericordia. Dios me mira conmovido, compasivo y me ama como soy, sin condiciones. Viene a mi vida para que mi vida cambie y sea mejor. Este tiempo de desierto no es un tiempo triste sino alegre. No es un tiempo de oscuridades sino de luz y gozo. Eso me da tanta paz. Miro hacia delante. Estos cuarenta días son una aventura de la mano de Dios. Él no se baja de mi vida. Me sostiene y me alienta para que no desfallezca. Me gusta su mirada en la cuaresma. Sostiene mis pasos. Alienta mi desánimo y me permite creer que puedo caminar a su lado sin temer. Porque a su lado las tentaciones que sufra no van a encontrar mi debilidad. Hoy escucho: «En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían». Jesús se quedó cuarenta días en el desierto y fue tentado. Allí vivió la triple tentación que narran los evangelios. El demonio lo tienta con el poseer. Todo será suyo si se doblega y lo adora a él. El mundo quedará a su servicio si él se convierte en siervo. Jesús al hacerse hombre ha renunciado a todo su poder. No quiere la omnipotencia. Renuncia a ella y se convierte en un hombre más. El demonio lo tienta. Podría ser el Señor de todo. Sólo si cambia de Señor. Si renuncia a ser hijo. Y luego le tienta con los alimentos. No necesita pasar hambre. Él, si recupera su poder, puede convertir una piedra en un pan. ¿Para qué sufrir? Y le sigue tentando. Puede llegar a ser el Señor de todo y todos lo servirán. Pero no, Jesús no se deja tentar y se mantiene firme. Es el Hijo amado de Dios y eso basta para que los ángeles le sirvan. No necesita nada más. Ha renunciado al poder de Dios para ponerse a la altura de mis ojos. Y yo pienso en mis tentaciones en este tiempo de cuaresma. Me adentro en el desierto de mi alma y escucho al demonio tentándome. ¿No me tienta acaso cuando me ofrece ser querido y amado por todo el mundo si me doblego a lo que me piden? ¿No me dice que no tengo que renunciar a nada, que no tengo que optar por un camino y puedo aceptar todo como parte de mi vida? ¿No me sugiere que cualquier cosa que desee la puedo conseguir si me esfuerzo e incluso si renuncio a mis principios para conseguirla? Esa tentación me dice que nunca estaré solo, nunca pasaré hambre y siempre tendré todo lo que desee. La felicidad plena aquí en la tierra, con eso basta. «Lo que nuestro tiempo necesita, por no decir lo único que necesita, son nuevos santos, santos grandes, convincentes, cautivadores; y si no santos, ciertamente hombres nuevos, hombres íntegros, cristianos nuevos, verdaderos, de vida interior, perfectos». La invitación de este tiempo es a ser santos, no simplemente buenos. El mundo necesita hombres de Dios, enamorados de Él. Por eso me adentro en este desierto de tentaciones y le suplico a Dios que me dé la fuerza que necesito para ser fiel. Porque llegan las tentaciones y no me siento fuerte. El mundo me ofrece el placer de los bienes de la tierra y yo me apropio de ellos, los busco, los deseo. Renuncio a otras cosas con tal de poseerlos. Los quiero para mí, no estoy dispuesto a renunciar. El mundo me habla del poder que puedo tener si renuncio a esos principios que Dios me ofrece, si busco sólo mi bien, si me vuelvo egoísta y me centro sólo en mí. Entonces me tienta tocar el mundo, la tierra y me siento débil con ese contacto que parece alejarme de Dios. En esta cuaresma soy llevado por el Espíritu Santo al desierto. Y allí, desprovisto de mis seguros, soy tentado. Con la fuerza del mundo que pesa sobre mis hombros. Puedo triunfar en todo, puedo ser el primero, puedo vencer en todas mis batallas, puedo conseguir la admiración de los hombres. Me siento pequeño. La tentación es poderosa. Y yo experimento la debilidad. Quisiera romper ese yugo que parece hundirme, tira de mí hacia la tierra. Quiero levantarme y luchar. Quiero ser capaz de decir que no sólo de pan vive el hombre, cuando el pan me tienta. O decir que no quiero tentar a Dios, cuando me seduce el mundo que me halaga y aplaude. Puedo decir que no quiero poseer todo lo que me atrae porque sólo es Dios el que le da sentido a mis pasos. Es verdad, es así, pero me cuesta ser firme y fiel al ser tentado. Es demasiado atractivo el placer que se me ofrece. Es como toda una vida que pasa tentadora ante mis ojos ofreciéndome el cielo en la tierra. ¿De qué me sirve tanta renuncia por amor? No quiero renunciar a nada porque duele la renuncia. Duele entregar la vida por la persona amada. Duele renunciar al primer puesto para que otros lo ocupen. Duele pasar hambre y sed para que otros puedan seguir comiendo y bebiendo. Tantas tentaciones me seducen con placeres pasajeros. Se me olvida que estoy llamado a ser santo, a dar la vida por algo grande que merezca la pena.

La primera invitación de la cuaresma es a la conversión: «Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios: - Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: - convertíos y creed en el Evangelio». Me pide el Señor que me convierta y crea en el Evangelio. Me lo pide mientras la ceniza de esta cuaresma me recuerda que estoy hecho de cielo, soy una obra de su amor. Soy tan pequeño y frágil. Él me sostiene. Sólo quiere que cambie mi forma de pensar, de mirar, de vivir, de amar. Parece tan sencillo, pero me resulta imposible. ¿Cómo voy a lograrlo si me siento tan débil? Los días vuelan ante mis ojos y no soy capaz de nada. Tocar el cielo, acariciar la cumbre de la montaña. Allí donde sólo llegan las águilas. Y yo tengo alas de gorrión, no logro alzar el vuelo. Vivo caminando, no vuelo. Necesito cambiar tantas cosas en mí que me anclan en la tierra, en el pasado. No me olvido de lo que estoy hecho. Soy de Dios, soy suyo. Comenta el Papa Francisco esta cuaresma: «El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante». Son los tres pilares que me da Dios en esta cuaresma para convertirme. Tres formas de vivir una vida nueva. Son una oportunidad para cambiar por dentro. Porque si cambio mi mirada sobre el que sufre estaré cambiando mi actitud ante el que me necesita. Dejaré de verlo como un problema, como un estorbo, como un rival, como un enemigo. Dejaré de mirar a mi hermano con recelo. ¡Cuánto cuesta cambiar esta mirada! La limosna es el cambio del corazón. Es la transformación más honda que espero en este tiempo. Necesito cambiar mi actitud interior para que en esta Cuaresma algo pueda cambiar en mí. Miro a mi prójimo con los ojos de Jesús. Eso es lo que deseo, un cambio radical. En esta Cuaresma me hago pobre, me vacío de bienes, dejo de pensar en comprar, en consumir. Dejo de mirar lo que aún me falta. Siempre me puede faltar algo, soy un necesitado. Y esa sensación de pobreza me hace bien. Cuando no todo lo tengo a mano. Cuando no poseo todo lo que me vendría bien. Cuando no todas mis necesidades básicas están cubiertas. Cuando paso hambre, tengo sed o sufro el frío. Esa experiencia es sanadora. Me vuelvo más dependiente de Dios al vaciarme de mis posesiones. No sólo de pan vive el hombre, lo recuerdo, pero yo lo olvido creyendo que sí, que, si lo poseo todo, si tengo lo que necesito, sí seré capaz de vivir con paz y contento. Experimentar el vacío, la falta, la ausencia, la pérdida, me hace bien. Porque así me siento más niño dependiente de Dios. En mi pequeñez Él me salva. ¿A qué cosas estoy dispuesto a renunciar en esta cuaresma por amor a Él? Tengo muy claro que puedo vivir con poco. En este tiempo de carencias renuncio por amor. Es más fácil renunciar cuando amo. Renunciar por la persona amada. Negarme a mí mismo y mis deseos para que el otro tenga más. Para que sea feliz, para que sea pleno. Renunciar es parte de la vida. El que renuncia es capaz de dar su vida por amor. Eso es lo que me salva. La Cuaresma me regala la oportunidad de crecer en la renuncia por amor. Al mismo tiempo es una oportunidad para crecer en la intimidad con Dios. Más oración. Digo que rezo, pero luego me cuesta tanto esfuerzo quedarme en silencio ante el Señor. En seguida busco distracciones. Y el pensamiento sigue sus propios caminos. Y pierdo la paz pensando solo en todo aquello que me inquieta y preocupa, angustiado por mis miedos. La Cuaresma es un tiempo de Dios, un tiempo santo, un Kairós en el cual recibo gracias especiales para intimar más con Jesús en medio de mi desierto. Me acerco a Él que camina rumbo a su pasión y quiero sostenerlo. Me quedo como María al pie de su cruz. Rezo en silencio, en alto, cantando, caminando. Rezo a su lado y dejo que su voz calme mi alma y me dé la paz. No busco ningún fruto en mis ratos de oración. Sólo quiero estar con Él, adentrándome en mi alma y dejando que Él viva dentro de mí para siempre.

 

 

 

Enviado por:

 

 

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

 


miércoles, 24 de febrero de 2021

¿Por qué se cubren las imágenes de las iglesias?

 



Cubrir las imágenes de santos y otros iconos sagrados durante la cuaresma se basa en la angustia y sufrimiento de nuestro Señor Jesucristo, llevando a los fieles a una reflexión profunda, al contemplar estos objetos sagrados cubiertos, simbolizando tristeza, dolor y penitencia.

La tradición de cubrir a los santos es muy antigua. Para entenderla hay que entender primero lo que significan las imágenes de los santos en una iglesia.

Desde el punto de vista espiritual, la costumbre de la velatio (velar) fue interpretado como señal de la penitencia a la que todos los fieles son llamados como señal de la anticipación del duelo de la iglesia por la muerte de su esposo y de la humillación de Cristo, que tuvo Si para escapar de la amenaza de muerte, (do 8,59).

El motivo principal para la orientación de cubrir las imágenes en las iglesias, con velos morados, es para que los fieles no "se distraigan" con los santos y que su piedad esté basada en el misterio pascal de Cristo, es decir, en su pasión, Muerte y resurrección.

Cuando cubrimos a los santos en la cuaresma y, sobre todo en la semana santa, estamos queriendo señalar que antes de que vivieran el misterio de la gloria con Cristo, pasaron por el misterio del dolor, de los sufrimientos y de la muerte Los Santos no están cubiertos como signo de disgusto, sino como señal de "Solidaridad" y unión profunda a la pasión y muerte del Señor.


Enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales-

sábado, 20 de febrero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 21 DE FEBRERO DE 2021

  



21 de febrero de 2021

 

Hermano:

 

«Si quieres, puedes limpiarme. Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: - Quiero, queda limpio».

«El amor que no se cuida se muere, el que no se acaricia con suavidad se vuelve áspero y duro. La planta que no se riega se acaba secando. El jardín que no se cultiva se convierte en erial».

Asturias pone a disposición de la ciudadanía un programa de atención psicológica para casos relacionados con la crisis sanitaria.

Para paliar este problema, la Consejería de Salud del Principado de Asturias ha puesto a disposición de la población general un programa de atención psicológica para casos relacionados con la pandemia.

También hay otras dos líneas: una para el asesoramiento, apoyo y asistencia psicológica para personas hospitalizadas por covid o sus familias; y otra para los sanitarios de primera línea.

Se inició a finales del mes de mayo y ya han participado 413 usuarios.

Los ingresos hospitalarios bajan a 36, siete de ellos en la UCI, en donde permanecen graves un total de 129 pacientes.

Asturias baja de los 200 contagios diarios de covid en una jornada con 7 muertos.

 

No sé muy bien si busco agradar a los hombres más que a Dios. A menudo intento cuidar esa imagen que proyecto. Como decían en una película: «Perciben la imagen que proyectamos». Ven lo que proyecto. Si tengo miedo perciben mi miedo. Si me siento inseguro palpan mi inseguridad. Si pienso que voy a fracasar percibirán mi temor ante una posible derrota. Lo que proyecto es lo que cuenta. Pero no puedo vivir queriendo proyectar una imagen perfecta e inmaculada, eso me desgasta y acaba matando por dentro. No puedo depender tanto de cómo me ven los demás, de cómo me valoran. No puedo vivir haciendo encuestas para saber mi popularidad, buscando un amor que no siempre recibo en la medida que deseo. «Les pido encarecidamente que sean independientes frente a los juicios humanos. Si yo no hubiese sido absolutamente independiente frente a los hombres, todo habría fracasado. Pero yo siempre pensaba: esto corresponde al deseo de Dios». El mundo espeja mi imagen. En él me veo reflejado. Y no siempre me gusta lo que veo. La imagen que me dan los demás de mí mismo no siempre coincide con la realidad. Decía el siquiatra Enrique Rojas: «Todos tenemos tres caras: lo que yo pienso que soy (autoconcepto), lo que los demás piensan de mí (imagen) y lo que realmente soy (la verdad sobre mí mismo)». yo veo una parte de mi verdad, pero a menudo esa imagen viene distorsionada por mis experiencias vitales desde niño. Lo que he percibido. La aceptación o el rechazo. Las críticas o los halagos. Todo va formando una imagen de mí dentro de mi alma. Me veo de una forma y a veces esa manera es errónea. No soy tan torpe como me han dicho desde pequeño. Ni tampoco soy tan mentiroso. A lo mejor no soy tan ingenuo ni tan duro. He recibido golpes y me han ido haciendo de una manera. Me percibo peor muchas veces de lo que realmente soy. Necesito entonces a personas junto a mí que me quieran y me digan quién soy y cómo me ven. Necesito ojos que me vean como me ve Dios. No es tan sencillo tener amigos buenos que me quieran y acepten en mi verdad. Padres que me hablen y me miren como un hijo precioso. No es fácil que la persona que más me ama sepa decirme cómo soy, a veces puede estar contaminada por experiencias recientes que le llevan a ver sólo un parte de mi verdad. Entonces necesito hacer un camino más profundo, buscar en mi interior mi verdadero yo, mi imagen más auténtica, mi verdad sin ropajes, sin tatuajes, sin máscaras. Mi verdad desnuda, sin arreglos ni mentiras. Lo que los demás piensan sobre mí a menudo no me ayuda. Porque no me conocen de verdad y se quedan en lo que proyecto, en lo que han oído sobre mí, en lo que han percibido de forma sesgada. Han escuchado algo, han leído algo escrito por mí, o dicho por mí. Lo interpretan y creen poseer un juicio exacto y verdadero. Pero sólo tienen una parte de mi verdad, el lado visible, pero no toda la verdad. Y quizás su mirada exagera, y no ve nada más que ese aspecto. Se queda a mitad de camino para llegar a la verdad que llevo dentro. No me vale con lo que otros dicen sobre mí para saber cómo soy. Me ayudan los que están más cerca de mí y han visto todos los lados ocultos que muchos no ven. Conocen mi pecado, mi debilidad, mis pasiones, mis tensiones internas, mis conflictos profundos. Han palpado mi debilidad y me han visto desvalido, enfermo, necesitado, débil, confundido. Han percibido que no lo hago todo tan bien como intento mostrarle al mundo. Aman mi lado más humano y me lo recuerdan para que me conozca bien, para que sepa quién soy en realidad. Esa verdad de los demás me ayuda. Pero luego tengo que dar un paso más y adentrarme en mi alma. Allí vive Dios oculto en mi pobreza, amando mi rostro de niño que quiere entregarse sin máscaras, en su debilidad, al Dios de su vida. Ese Dios al que amo me refleja mi verdadero yo. Necesito hacer silencio para encontrarme conmigo mismo en el rincón más oscuro y valioso de mi alma. Allí donde sólo puedo adentrarme yo, de rodillas, dispuesto a amar el rostro que reconozca como el mío. Sin miedo a lo que pueda ver. Sabiendo que sea lo que sea es lo que Dios más ama.

 Me quieren convencer de algo que no es real. Quieren que crea que no hay límites en esta vida. Que si algo lo deseo con mucha fuerza lo puedo conseguir. Que si creo que algo puede ser posible, lo acabará siendo. Pero no es verdad. Hoy cuesta asumir la propia culpa, aceptar los errores, reconocer la responsabilidad. Normalmente le pido a los demás que den la cara y pidan perdón por sus errores. Pero yo acallo mis errores, oculto mi culpa, tapo mis límites. Se me olvida quién soy. Sólo soy un hombre frágil. No lo puedo negar, los límites forman parte de mi existencia. No lo puedo hacer todo bien. No todo es posible. Hay límites que me ponen en perspectiva y me muestran que no soy Dios. Mi tarea a lo largo de mi vida consiste en ensanchar mis límites. En potenciar mis capacidades. En hacer que mis habilidades den más fruto. No me guardo el talento escondido y lo invierto en tierra fértil. Los límites me recuerdan siempre que soy humano, frágil y débil. Mi herida en el alma aflora en esos momentos en los que me creo superior a otros, mejor que muchos. Entonces destaca mi impureza y me siento leproso, enfermo, roto por dentro. Las palabras que hoy escucho tienen que ver con mi vida, con mi alma. «El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: - ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento». Me siento impuro, incapaz de mirar la vida con pureza y de aceptar mis límites y dolencias. No logro reconocer mi culpa, ni mi pecado. Busco enemigos fuera de mí, o culpables. Guardo mi impureza bajo la piel para protegerme de juicios y condenas. No quiero que vean que no soy tan perfecto como quiero mostrar. Hasta S. Pablo tenía ese aguijón clavado en la piel que le recordaba que solo no podía hacer nada, que necesitaba a Dios cada día para poder caminar. Y en medio de sus límites se atrevía a decirles a los suyos: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo». Soy imitador de Cristo y qué lejos me siento de vivir y amar como Él. Siendo lo que más deseo, huyo cuando no lo consigo. Y me siento impuro, o veo mi impureza en el corazón. Me siento débil y culpable y necesito palpar su misericordia cada día. Me recuerda José Antonio Pagola cómo lo vivían sus discípulos: «El amor íntimo que ellos celebran y disfrutan, los gestos de cariño y ternura que se intercambian, la entrega y fidelidad que viven día a día, el perdón y la comprensión que sostienen su existencia. A pesar de sus errores y sus limitaciones, en el interior de su amor han de saborear ellos la gracia de Dios, su cercanía y su perdón» . Me gusta esa mirada desde la indigencia, desde el pecado y la culpa. La misericordia de Jesús es ternura que sana, es una mirada que dignifica. Yo grito: «¡Impuro, impuro!». Y Jesús me grita que soy puro, que no tenga miedo, que no dude. Que no me guarde por no aceptarme en mi debilidad. Que no piense que es imposible que Él pueda verme puro. Él lo puede todo y eso me calma. Su amor me purifica. Hay personas en mi camino que me ven como Jesús me ve. Hay vidas que completan la mía, mi corazón. Me gusta pensar en esas vidas que me completan. Mi vida también puede completar otras. Y la impureza que yo descubro tiene que ver con mi fragilidad y mi pecado reconocido y asumido. Es la experiencia del límite que me hace más consciente de cuánto necesito a Dios en mi camino. Sin Él a mi lado mi vida es pobre. Hoy me lo recuerda Dios: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado. Confesaré al Señor mi culpa. Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero». Seré dichoso porque el perdón de Dios habrá sepultado toda mi culpa. Eso me alegra siempre. La mirada de Dios saca lo mejor que hay en mí, el don escondido, la belleza oculta. Me mira y su mirada queda grabada en lo más hondo de mi ser. Como un lazo que nadie puede romper. Esa forma de mirarme me levanta desde donde estoy caído. Tengo claro que no puedo vivir tapando los límites o molesto por tocarlos cada día. No puedo vivir negando su existencia, como si yo fuera capaz de todo. Quiero alegrarme por todo lo que se me regala como un don. No quiero verlo como un pago que se me debe. Dios es capaz de obrar milagros de gracia en mí. Él cubre mi pecado con sus manos. Siento su abrazo cuando toco las aristas de mi pecado, de mi culpa, de mi impureza. En los momentos de dolor siento de nuevo ese aguijón en la piel que me recuerda que mi vida está en las manos de Dios. Los límites de la pandemia que ahora sufro sólo me hacen más consciente de mi vulnerabilidad, soy creatura, no lo puedo todo. No me salvo solo y no puedo hacer siempre todo lo que quiero. Hay límites en mi cuerpo y límites en el mundo que no puedo saltar. No puedo llegar siempre tan lejos como quisiera. Hay una barrera humana que cargo en el alma y me hace sentir débil y necesitado. Los límites son más conscientes en este tiempo que vivo. No importa, es una oportunidad que me da Dios para entregarle a Él cada día mi impotencia, mi pobreza, mi mediocridad. Y Él, con su amor me levanta para seguir amando.

Lo primero en la vida es ser capaz de reconocer la debilidad, el pecado, la impureza: «En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: - Si quieres, puedes limpiarme». Quiero ser consciente de mi indignidad. Y sintiéndome débil acercarme a Jesús y suplicar misericordia. No sé bien por qué cuando peco, cuando caigo en mi fragilidad, me alejo de Dios. Me avergüenzo de mi pobreza y me escondo. Como si no pudiera verme. Quisiera ser como el leproso del Evangelio que se acerca al que puede curarlo. Es un milagro esa audacia. Tengo que ser muy humilde para acercarme. Y también muy humilde para reconocer mi culpa en muchas de las cosas que hago y no me resultan. Quizás la culpa no venga rápidamente al alma. Miro al que está junto a mí y lo culpo de lo que yo no hago o hago mal. Busco excusas. Me lamento inculpando a otros, buscando responsables. Y así eludo la responsabilidad. Yo no he sido. Yo no soy el que merece la reprobación. Quiero abrir el alma y reconocer mi pecado. Y al hacerlo, no huir, no esconderme. Quiero que una vez que me sienta culpable e impuro brote de mi corazón la súplica. Quiero que Jesús me limpie por dentro, en lo más hondo. Si Jesús quiere, si esa es su voluntad, puede hacerlo. Yo le dejo, no me alejo, no cierro la puerta, abro el alma. Pero sólo si Él quiere, porque Él tiene el poder para limpiar mi vida. Puede acabar con el mal que me habita, con la muerte que me mata, con las heridas que supuran y amargan, con el dolor que me hiere en lo hondo, con la enfermedad que acaba con mis días, con la pandemia que me llena de miedos, con la mala suerte que me hace perder lo que ya poseía, con las derrotas y los fracasos que me recuerdan que sólo soy un hombre. ¿Por qué no actúa ese Dios en el que creo y al que suplico? Tal vez no quiera limpiarme y acabar con ese mal que me acecha por todas partes. Tengo miedo. Me asusta que no quiera hacerlo y siga su camino sin detenerse ante mí que soy un leproso. Si Dios quiere mi bien, hará todo lo posible para que acabe mi mal. Si Él quiere. Esa frase resuena dentro de mí y puede confundirme. ¿Será acaso que no quiere Dios acabar con las muertes en esta pandemia? ¿Será que no quiere que viva en paz y tranquilo como hace poco más de un año? ¿Es su querer que viva lo que ahora vivo y sufro? ¿Cómo puedo saber lo que realmente quiere Dios? Él me habla al corazón y despierta mis deseos. ¿Qué es lo que yo deseo? Lo tengo claro. Quiero la vida, la paz, la salud, la prosperidad, el amor que recibo, el amor que doy. Quiero vencer en todas mis luchas, vivir con pasión la vida que me toca vivir cada segundo, sin lamentarme por el pasado ya ido. Quiero la prosperidad de mis empresas, el éxito de mis hijos en sus sueños y que logren ver la luz todos los proyectos que incubo dentro del alma. Sueño con una vida más plena y más logros de los alcanzados. Entonces, si esos son mis deseos, lo que yo quiero, ¿qué quiere Dios? ¿Acaso no sé pedir lo que me conviene? En pedir nunca hay engaño. Le digo muy quedo a Jesús la frase del leproso: «Si quieres, puedes limpiarme». Vivo un tiempo en el que me limpio las manos para evitar el contagio. La limpieza es un don que sueño y deseo. Quiero estar limpio. Quiero que mi mundo esté limpio, sin suciedad, sin olores. Quiero que esté pulcro todo lo que toco. Dios también limpia mi vida con su paso, con su voz, con su mano.  Una persona decía: «En medio de mi enfermedad Dios ha limpiado la mirada y ahora veo todo con más belleza». Puede que mi mirada esté sucia y vea sólo malas intenciones en los demás, se detenga en el pecado que observa y no sepa apreciar la belleza escondida en el corazón. Quisiera tener una mirada pura, una conciencia tranquila, un corazón que no albergue malas intenciones. Que haga todo por amor a Dios como hoy escucho: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios. Como yo, que procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propia ventaja, sino la de la mayoría, para que se salven». Hacerlo todo por el bien de los demás. pensando en ellos y no en mí. No buscando mi ventaja en lo que hago. Deseando que a los demás les vaya bien, mejor que a mí en todo lo que emprendan. Que no dude de su verdad incluso cuando pueda parecer que están pecando o haciendo algo mal. Todo eso es posible, no lo niego. Pero mi mirada quiere ser pura. Y mi forma de ver las cosas. Quiero ser capaz de mirar así a Dios. Quiero tener un amor puro. «Por amor purificado entendemos el amor de benevolencia, que prescinde más fuertemente del yo y gira en torno al tú». Un amor puro no persigue segundas intenciones en sus acciones. Ama por entero sin guardarse nada. Mira el corazón de la persona amada y le dice que la quiere sin barreras, sin condiciones, sin razones. El amor puro ha puesto al yo en un segundo plano. ¿Es eso posible? Dejo el querer propio a un lado para que se imponga el deseo de la persona amada. Dejo a un lado mi amor propio. Esa forma de amar es un don de Dios porque mi corazón está herido por el pecado y el límite. Y eso no me permite amar como Dios me ama. Tiene que ser un don que Dios me conceda. Se lo pido de rodillas para que cambie mi forma de amar. Eso es lo que deseo.

 

 

 

 

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Jesús Manuel Cedeira Costales.

 

martes, 16 de febrero de 2021

Mensaje de Cuaresma 2021 del Papa: tiempo de esperanza para «dirigir la mirada a la paciencia de Dios»


«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén…» (Mt 20,18).


Queridos hermanos y hermanas:


Cuando Jesús anuncia a sus discípulos su pasión, muerte y resurrección, para cumplir con la voluntad del Padre, les revela el sentido profundo de su misión y los exhorta a asociarse a ella, para la salvación del mundo.


Recorriendo el camino cuaresmal, que nos conducirá a las celebraciones pascuales, recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). En este tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo. En la noche de Pascua renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer como hombres y mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo.


El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.


1. La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas.

En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios, que la Iglesia nos transmite de generación en generación. Esta Verdad no es una construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello. Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se hizo Camino —exigente pero abierto a todos— que lleva a la plenitud de la Vida.


El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo mismo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93).


La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador.


2. La esperanza como “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino   

La samaritana, a quien Jesús pide que le dé de beber junto al pozo, no comprende cuando Él le dice que podría ofrecerle un «agua viva» (Jn 4,10). Al principio, naturalmente, ella piensa en el agua material, mientras que Jesús se refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en abundancia en el Misterio pascual y que infunde en nosotros la esperanza que no defrauda. Al anunciar su pasión y muerte Jesús ya anuncia la esperanza, cuando dice: «Y al tercer día resucitará» (Mt 20,19). Jesús nos habla del futuro que la misericordia del Padre ha abierto de par en par. Esperar con Él y gracias a Él quiere decir creer que la historia no termina con nuestros errores, nuestras violencias e injusticias, ni con el pecado que crucifica al Amor. Significa saciarnos del perdón del Padre en su Corazón abierto.


En el actual contexto de preocupación en el que vivimos y en el que todo parece frágil e incierto, hablar de esperanza podría parecer una provocación. El tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que sigue cuidando de su Creación, mientras que nosotros a menudo la maltratamos (cf. Carta enc. Laudato si’, 32–33;43–44). Es esperanza en la reconciliación, a la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón, en el Sacramento que está en el corazón de nuestro proceso de conversión, también nosotros nos convertimos en difusores del perdón: al haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo, siendo capaces de vivir un diálogo atento y adoptando un comportamiento que conforte a quien se encuentra herido. El perdón de Dios, también mediante nuestras palabras y gestos, permite vivir una Pascua de fraternidad.


En la Cuaresma, estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan», en lugar de «palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian» (Carta enc. Fratelli tutti [FT], 223). A veces, para dar esperanza, es suficiente con ser «una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224).


En el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura.


Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).


3. La caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por cada persona, es la expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza.

La caridad se alegra de ver que el otro crece. Por este motivo, sufre cuando el otro está angustiado: solo, enfermo, sin hogar, despreciado, en situación de necesidad… La caridad es el impulso del corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo de la cooperación y de la comunión.


«A partir del “amor social” es posible avanzar hacia una civilización del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no es un sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de desarrollo para todos» (FT, 183).


La caridad es don que da sentido a nuestra vida y gracias a este consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, amigo, hermano. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva de vida y de felicidad. Así sucedió con la harina y el aceite de la viuda de Sarepta, que dio el pan al profeta Elías (cf. 1 R 17,7-16); y con los panes que Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos para que los distribuyeran entre la gente (cf. Mc 6,30-44). Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.


Vivir una Cuaresma de caridad quiere decir cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o angustia a causa de la pandemia de COVID-19. En un contexto tan incierto sobre el futuro, recordemos la palabra que Dios dirige a su Siervo: «No temas, que te he redimido» (Is 43,1), ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo.


«Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187).


Queridos hermanos y hermanas: Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y amar. Este llamado a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre.


Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual.


Roma, San Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2020, memoria de san Martín de Tours.


 

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Jesús Manuel Cedeira Costales.


SACRIFICIOS PARA ADULTOS DURANTE LA CUARESMA



La Cuaresma que dará inicio este Miércoles 17 de Febrero 2021 con la imposición de Ceniza, es un tiempo de preparación y penitencia, por lo cual proponemos los siguientes sacrificios para los adultos, con el fin de santificarse y vivir plenamente su Fe durante las semanas preparatorias a la Semana Santa.

•LISTA DE SACRIFICIOS PARA ADULTOS

- Levantarse 30 minutos antes de la hora y hacer una lectura espiritual.

-Evitar el uso de redes sociales con fines de ocio.

-Utilizar lo menos posible el celular, únicamente en caso de emergencia.

-Ofrecer los dolores físicos y enfermedades.

-Rezar el Viacrucis por lo menos todos los viernes.

-Visitar constantemente el Santísimo Sacramento.

-No criticar las conversaciones o actos de otras personas.

-Rezar todos los días el Santo Rosario. (Preferentemente los 15 Misterios Tradicionales cada día).

-Comer y beber solo lo necesario para la conservación del cuerpo.

-Evitar el consumo de alimentos y bebidas chatarra.

-Rezar todos los días al despertar y antes de dormir con los brazos en cruz.

-Evitar el ocio, para hablar más con los hijos e instruirlos en la Santa Religión.

-Obedecer con alegría las ordenes de los superiores, pidiendo a Dios que les ayude a tomar buenas decisiones.

-Ser prudente en los contratiempos, y sufrir con paciencia unido a la pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

-Soportar con paciencia las condiciones del clima.

-Evitar la calumnia y difamación del prójimo.

-Acudir al Sacramento de la Penitencia cada que sea necesario.

-Soportar con paciencia los defectos de los vecinos o compañeros de trabajo rogando a Dios por ellos.

-Declarar la guerra a las malas costumbres e inclinaciones que arrastran al pecado mortal.

-Poner en práctica la caridad con el prójimo.

Que Dios les bendiga y tengan una Feliz y Santa Cuaresma.

Fuente:

Tradicionalismo Católico.



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Jesús Manuel Cedeira Costales.

Fiesta de la Santa Faz de Nuestro Señor Jesucristo.



El nombre de "la Santa Faz" se refiere al Santo Rostro de Nuestro Señor, impreso en el velo de la Verónica y no debe confundirse con la Sábana Santa de Turín, de la cual también se han inspirado numerosas imágenes.

El Rostro de Cristo está representado en el velo que portaron las benditas manos de la Verónica (vero: verdadero, ica: icono, imagen) en el camino con la Cruz al Calvario. Su Divino Rostro se muestra con una perfecta paz, en silencio y con amor a pesar de las imprecaciones de la multitud y el ardiente dolor físico. De ahí deducimos que la Santa Faz es un piadoso resumen de la entrega de Nuestro Redentor, de su Pasión, del amor de su Corazón por todas y cada una de las almas...así se lo reveló Jesús mismo a la Madre Pierina de Micheli, cuando le dijo: "Mi Rostro, que refleja las penas más íntimas, el Dolor y el amor de mi Corazón..."

La fiesta de la Santa Faz se celebra hoy, martes previo al miércoles de Ceniza. Así lo pidió el cielo y de esta manera lo confirmó el Papa Pío XII el 17 de Abril de 1958; autorizó además el pontífice la Misa de la Santa Faz de Jesús, para todas las diócesis y órdenes religiosas que pidiesen el indulto de Roma para celebrarla.

Las revelaciones privadas que recibiera la carmelita Sor María de San Pedro a mediados del siglo XIX, así como posteriormente la Madre María Pierina de Micheli, en el siglo XX, habían sido la antesala de esta aprobación de la Iglesia al culto de la Santa Faz de Nuestro Señor que hoy, en un mundo cada vez más alejado de Dios, urge difundir para el bien de las almas y la conversión de los alejados.

Procura continuar a lo largo de este día, en intimidad con Jesús y duélete, no por besos traidores que seguro nunca le has querido dar, pero sí de tantos besos como debiste darle con más amor. Besa su Santa Faz por tantos que no lo hacen y ni lo harán nunca; ámale por aquellos que no lo hacen y finalmente, promete a Jesús Nuestro Señor que seguirás consolándolo por todos los que andan apartados de Él.

Promesas a los devotos de la Santa Faz de Nuestro Señor Jesucristo, comunicadas a la carmelita Sor María de San Pedro, en 1845.





1. Les concederé una contrición tan perfecta que sus pecados se cambiarán a mi vista en joyas de oro precioso. Según el cuidado que tengan de reparar mi Rostro desfigurado por los blasfemos, el mismo tendré Yo del suyo que ha sido desfigurado por el pecado, transformándole en tan hermoso como si acabase de salir de las aguas del Bautismo.

2. Ninguna de esas personas será jamás separada de Mí.

3. Ofreciendo mi Rostro a mi Padre, apaciguarán su enojo y comprarán con moneda celestial el perdón para los pecadores. Por esta ofrenda, nada les será negado.

4. Abogaré ante mi Padre para conceder todas las peticiones que me presenten. Por mi Santo Rostro harán prodigios.

5. Los iluminaré con mi Luz. Los consumiré con mi Amor y los haré fructíferos de buenas obras.

6. Ellos llorarán, como la piadosa Verónica, por mi adorable Rostro ultrajado por el pecado y yo imprimiré mis divinas facciones en sus almas.

7. Por venerar mi Rostro, brillarán más que otros en la vida eterna y el brillo de mi Rostro les llenará de alegría.

8. Todos los que defiendan esta causa de reparación, por palabras, por oraciones o por escrito, recibirán defensa también en sus causas delante de Dios Padre a la hora de la muerte. Yo enjugaré la faz de sus almas, limpiando las manchas del pecado y devolviéndoles su primitiva hermosura.




En estos días, nunca faltan las burlas y ataques contra la Realeza de Jesús, la Inocencia misma, que será otra vez traicionado, en medio de un populacho blasfemo y que se jacta de su pecado; Jesús, volverá a ser Rey de burlas, una vez más, Su Santa Faz será escupida por aquellos que debieran besarlo. Sus virginales carnes, flageladas de nuevo sin piedad por los pecados de impureza, en medio de un falso canto a la libertad que no es más que un látigo que esclaviza al hombre y lo somete a sus más bajos instintos.

Ahora, procura continuar a lo largo del día, en la intimidad con Jesús y duélete, no por besos traidores que seguro nunca le has querido dar, pero sí de tantos besos como debiste darle con más amor. Besa Su Santa Faz por tantos que no lo hacen y ni lo harán nunca; ámale por aquellos que no lo hacen y finalmente, promete a Jesús Nuestro Señor que seguirás consolándolo por todos los que andan apartados de Él.


Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.


lunes, 15 de febrero de 2021

LA FUNCIÓN PRINCIPAL DE INSTITUTO

  



Dentro de los cultos que las hermandades y cofradías dedican a sus Titulares destaca entre todos la llamada Función Principal de Instituto. Se celebra como remate a unos cultos previos, generalmente quinario cristífero.

Recibe ese nombre porque en los siglos pasados en el quinario precedente no se celebraba la Eucaristía, que no era elemento esencial de un quinario ya que el objeto de esos cinco días era el de llegar, mediante la meditación, el ejercicio piadoso del quinario, escucha de la Palabra, actos eucarísticos de adoración y la predicación al gran día, el día de la Función, que por eso se llamaba Principal. Escasas hermandades mantienen hoy día ese esquema.

En realidad, los ejercicios de piedad (ya que no son otra cosa los quinarios, triduos y demás) tenían antiguamente un sentido de preparación, durante el cual mediante el Sermón, único medio de la Iglesia para transmitir sus mensajes evangélicos en aquellos tiempos, y mediante la meditación de los misterios de la Pasión, se invitaba al cofrade a una conversión, que culminaría recibiendo los sacramentos del Perdón y de la Eucaristía en la Función Principal, que por eso recibía tal nombre. La celebración de la Eucaristía no es pues esencial en los ejercicios de piedad, aunque si es la culminación de esos cultos. En este sentido, podría afirmarse que la llamada Función Principal sólo lo es en la mayoría de los casos por la solemnidad o tradición, ya que en sentido estricto, al celebrarse siempre la Eucaristía en rigor no puede decirse de una Eucaristía que sea más principal que otra.

En esa Función Principal si que se celebraba la Eucaristía, en la que previa confesión, se hacía comunión general de los hermanos. Cierto es también que la práctica de la comunión frecuente es muy moderna, siendo en siglos pasados ésta una práctica más bien excepcional debido entre otras cosas al estricto ayuno eucarístico que había que guardar para comulgar (desde la medianoche anterior), lo cual no favorecía esta práctica y forzaba por añadidura la inexistencia de misa vespertina. Pío XII en 1953 mitigó el ayuno, que pasó primero tres horas y posteriormente a una hora antes (CDC 919).

Actualmente la Función Principal de Instituto consiste en Misa solemne con Sermón, y al Ofertorio Protestación de Fe, con juramento solemne de creer y defender las verdades fundamentales de nuestra religión, con especial referencia a la defensa de la pureza inmaculada de la Virgen y posterior beso al Libro de Reglas con la Presidencia de la hermandad como testigos. Las Reglas ordenan que los hermanos deben portar la medalla de la hermandad en todos estos cultos. También las Reglas suelen incluir la fórmula de Protestación de Fe, que en algunos casos no estaría de más actualizarla con una redacción más acorde a los tiempos actuales.

 

Algunos consejos prácticos

Los ministros deben cuidar su indumentaria, procurando que el cuello de la camisa no asome por encima del alba y llevando calzado adecuado.

Los lectores que suban al ambón a proclamar las lecturas es más correcto que lo hagan al mismo tiempo, haciendo reverencia al altar. Cuando el primer lector acabe la primera lectura y el salmo se aparta para que el segundo lector proclame la segunda lectura. Después, ambos bajan y coordinadamente repiten la reverencia al altar y ocupan sus sitios en la nave.

Si se hace procesión con las ofrendas no se olvide que lo primero que se presenta es el pan y el vino y después lo demás que se lleve al altar. Si se ha preparado la Oración de los fieles deben seguirse las normas dispuestas para su confección. Con uno o dos lectores máximo es suficiente.

El turiferario, además de incensiar al presidente y a los concelebrantes, debe incensiar también al pueblo que lo recibe puesto en pie. La costumbre de incensiar expresamente a la Junta de Gobierno no procede ya que el pueblo la incluye.

Los acólitos no deben establecer una barrera entre el pueblo y el presbiterio. Tampoco es adecuado que salgan durante el sermón.

Terminamos puntualizando que el día de la Función Principal es el día del año más importante para la hermandad, aunque la mayoría piense más en la estación de penitencia, que no deja de ser una acto de piedad popular paralitúrgico con el que todos soñamos pero nunca comparable a la celebración eucarística.

 

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

Fuente:

Texto de Jesús Luengo Mena

http://la-liturgia.blogspot.com

domingo, 14 de febrero de 2021

MARIA SANTÍSIMA DE LA ESPERANZA VESTIDA DE "HEBREA" EN ESTA CUARESMA 2021

  



El origen de esta manera de ataviar a nuestras vírgenes se encuentra en Sevilla a iniciativa de Juan Manuel Rodríguez Ojeda a principios del siglo XX. Este bordador sevillano revolucionó, en gran parte, el estilo de las cofradías de la capital y su modelo es el que se ha extendido por toda Andalucía y parte de España, por lo tanto, a él se debe la estética de la Semana Santa tal y como la conocemos hoy.

Juan Manuel Rodríguez Ojeda, basándose en experiencias anteriores, configuró un atuendo concreto que se conoce como “de hebrea” y así ha llegado a nuestros días: manto azul en raso con vueltas en blanco, saya de terciopelo rojo, rostrillo de tul ribeteado con una tela combinada con el fajín en rayas de colores; se corona a la Virgen con un sencillo aro de estrellas, aunque actualmente también se suelen utilizar las diademas.

De esta manera, en la Cuaresma se recreaba de una manera idealizada el modo de vestir de las mujeres en la época en que murió Jesús. También se visten a las vírgenes de hebrea durante la Navidad, que representan la sencillez con la que la María dio a luz al niño Jesús.

Contrapuesto al modo sencillo de vestir de hebrea, está el vestir a las dolorosas de reinas, es decir, con corona, joyas y suntuosos mantos y sayas bordadas en oro.




 

La virgen de hebrea, símbolo de la cuaresma

 

 La Cuaresma se caracteriza por estar llena de detalles, tradiciones y costumbres, heredadas de siglos atrás y que las hermandades año tras año recuerdan. Con la llegada de la Cuaresma, se repite uno de los ritos más usuales y tradicionales de este tiempo de preparación. En el interior de los templos, las imágenes de la Virgen de las respectivas cofradías suelen vestirse con un atuendo especial, singular y distinto alejado de los habituales, vestimenta propia de este tiempo de preparación que indica que un nuevo tiempo comienza. La imagen de la Virgen María se muestra más cercana a los devotos, sin ningún elemento ostentoso, para visualizarla de la misma forma en la que Jesucristo lo hizo antes de morir en la cruz. La cercanía de la Semana Santa se anuncia en los templos cuando la Virgen María viste de hebrea.

El origen de esta manera de ataviar a nuestras vírgenes se encuentra en Sevilla, a principios del siglo XX. Su ideólogo fue Juan Manuel Rodríguez Ojeda, bordador y diseñador sevillano cuyas obras revolucionó el mundo cofrade de principios de siglo XX. Rodríguez Ojeda renovó, en gran parte, el estilo de las cofradías de la capital y su modelo es el que se ha extendido por toda Andalucía y parte de España. Juan Manuel Rodríguez Ojeda vistió por primera vez de hebrea a una Dolorosa en aquella Cuaresma de la primera década del siglo XX, férreamente marcada por los preceptos litúrgicos. En 1905 Rodríguez Ojeda es nombrado Teniente Hermano Mayor de la Hermandad de la Hiniesta de Sevilla, encargándose de la confección del manto y palio así como del arreglo de las imágenes titulares. La imagen de María Santísima de la Hiniesta de la Iglesia de San Julián se presentó en la Cuaresma despojada de sus atributos de reina y vestida concisamente, mediante pliegos de papel, con un sencillo manto raso, un pobre sayal ceñido a la cintura con faja, el rostro enmarcado por un velo plisado y nimbada con estrellas como único atributo de santidad. Su atuendo se perfeccionó después con mucho más artificio y milimétrico, otorgándole mayor personalidad propia.





La Sevilla de entonces era una ciudad fuertemente religiosa en lo espiritual y en lo social, donde la liturgia traspasaba los muros de los templos para marcar la vida cotidiana, implantando unos usos y costumbres que afectaban al ocio, al vestuario e incluso a la gastronomía. En este sentido, era la Cuaresma uno de las épocas más importantes, un periodo de oración y preparación, que consideraba la conformación de un ambiente austero y el uso de determinados símbolos como la mejor guía para los fieles. De esta manera, la sobriedad inundaba las celebraciones religiosas y la decoración de los templos, donde se suprimían flores, se silenciaba la música y se ocultaban los ornamentos más lujosos no como señal de tristeza, sino como signo de disposición.

La obra de Juan Manuel Rodríguez Ojeda evidencia que poseía un profundo conocimiento de los protocolos de la liturgia y de su lenguaje simbólico. Se sabe que durante sus inicios en el taller de las hermanas Antúnez fue instruido en iconografía sagrada, poseía amistad con personalidades muy cultivadas dentro de la jerarquía eclesiástica sevillana y la producción de ornamentos litúrgicos era una de las principales especialidades de su taller. El artista, fuertemente imbuido del espíritu barroco que influenció la composición y el contenido de sus obras, fue consciente del papel pedagógico que el aderezo de las imágenes religiosas poseía en una cofradía. Así pues, subrayando la máxima tridentina de utilizar la ornamentación como elemento reforzador de los valores espirituales de las imágenes, vistió a la Virgen con absoluta austeridad, acorde a los principios cuaresmales. Ya no se mostraba como Reina de los Mártires en su condición de Mater Dolorosa, sino que se presentaba en toda su dimensión humana como la humilde Myriam de Nazaret, cumpliendo de este modo la proposición de la sagrada liturgia cuaresmal que ve a María como modelo de discípulo entregado, que escucha y sigue el camino de Cristo hacia el Calvario.





Aunque esta indumentaria contaba con precedentes en los siglos XVIII y XIX, la redefinición del prototipo de hebrea por parte de Rodríguez Ojeda se constituye ahora como una creación genuina del diseñador, que descubre a Juan Manuel como un artista conceptual. La usanza de hebrea no sólo fue un recurso estético, sino que fue tomada como instrumento para recalcar la función ejemplarizante de la Virgen, que, representada en su humana condición de discípula fiel y seguidora peregrina del misterio de Cristo, se mostraba como el ideal de participación litúrgica de la Iglesia en Cuaresma. El logro fue doble, pues paralelamente se revalorizaba su figura en este período, significando su presencia en los cultos de Cuaresma, un tiempo dedicado de lleno a Cristo que tan sólo la recordaba durante la festividad de los Dolores el Viernes de Pasión.

La referencia directa del modelo se halla en la escuela barroca sevillana, donde artistas, como Murillo o Roldán, figuraban a la dolorosa ataviada con simples ropajes: vestido burdeos, ceñidor, velo hebreo y manto azul. Se retomaba a una vertiente iconográfica mariana de gran antigüedad encontrándose en las primitivas pinturas bizantinas y paleocristianas que había sido perpetuada en las obras de los grandes maestros de toda la historia, como Pedro de Mena, quien la plasmó de forma sublime en sus famosas dolorosas. Según esta corriente, el color granate era símbolo de realeza, apego y apuntaba a la sangre de la Pasión y Muerte de Cristo, la faja o cinturón ceñido a rayas de colores representaba la sujeción y obediencia, el velo blanco hace alusión a la dignidad de la mujer y el azul del manto se ofrece como signo de pureza, verdad y amor celestial, color frecuentemente empleado en las representaciones de la Virgen junto a Cristo. Por último, la imagen lleva sobre sus sienes un aro de metal con doce estrellas, lo que recuerda en su conjunto los colores y la forma en la que se representaba.





La idea fue acogida inmediatamente por otras hermandades, ya que, a juzgar por la prensa de la época, no eran pocas las dolorosas que durante los años veinte se presentaban en Cuaresma vestidas a la hebrea, apelativo que ya era recogido en las crónicas de Muñoz San Román para designar a este atuendo. La costumbre se generalizó a partir de los años 50, y actualmente goza de muy buena salud, trascendiendo desde a todo el ámbito nacional como uno de los signos inequívocos de la Cuaresma. Algunas hermandades también visten a sus dolorosas de hebrea durante la Navidad para representar la sencillez con la que María dio a luz al Niño Jesús y en lugar del aro de estrellas usan diademas sobre sus sienes.

Así, desposeídos de casi todo, como la simpleza de una Virgen vestida de hebrea debemos adentrarnos en la Cuaresma, con la sencillez como elegancia, mirando hacia el interior, como la Virgen mira a la corona de espinas que sostiene entre sus manos.





La Cuaresma despoja a las Dolorosas del abolengo habitual para destacar la sobriedad natural de las vírgenes.

Año tras año se repite uno de los ritos más usuales y característicos de este tiempo de preparación que precede a la Semana de Pasión, la Cuaresma. Los templos guardan mayor recogimiento, los colores azules, morados y añiles cobran más presencia y las imágenes de la Virgen María se visten con un atuendo más sobrio: de hebrea.

El motivo de este particular estilo no fue otro que la necesidad de innovar a principios del siglo XX, ante los pocos recursos que las hermandades tenían para configurar un ajuar. Posteriormente se convirtió en toda una moda que impulsó Juan Manuel Rodríguez Ojeda, bordador y diseñador sevillano y auténtico 'creador' de la Semana Santa que hoy en día se conoce.




La vestimenta de hebrea se compone en esencia por un manto azul en raso, con un forro en color blanco para que destaque el doblez en la zona de la cabeza y los hombros. En cuanto al color de la saya, se suele usar el rojo. Quizás lo más característico sea el cinturón o fajín que la imagen luce en su cintura. Suele ser una tela llamativa, a rayas de colores. Como remate, a las vírgenes se les suele colocar sobre sus sienes una diadema de metal con doce estrellas y una corona de espinas en sus manos.

 

 

 

 

Artículo enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

 

Fuentes:

elcostal.org

Estepa Cofrade.

diariosur.es

 

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