lunes, 31 de mayo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 31 DE MAYO DE 2021

 



31 de mayo de 2021

 

Hermano:

«Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos y enseñándoles a guardar lo que os he mandado. Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»

Asturias mantendrá la prohibición de fumar en las terrazas.

72.400 asturianos aún fuman más de 20 cigarrillos al día y 52.500 están expuestos al humo.

Asturias encadena ocho días sin fallecidos y descienden los contagios.

Todavía hay 73 personas ingresadas en planta y otras 30 en unidades de cuidados intensivos.

«Quiero pensar que puedo construir un trozo de cielo en la tierra. Allí donde me encuentre mi forma de vivir, de comportarme, de amar, de pensar pueden ser una semilla de un mundo nuevo»

A veces puede ser que me fije más en la sed del hombre antes que en la mía propia. Quiero calmar los miedos ajenos sin pensar en los míos. Vivo queriendo sanar a otros siendo yo el que tiene que ser sanado. Pienso que quiero conquistar el Reino de Dios y se me olvida que es ese Reino el que ha de venir a mí. Me preocupo de muchas cosas y no dejo que Jesús se preocupe por mí. Ajetreado, inquieto, yendo de un lado a otro tratando de llenar vasijas de barro con un agua que yo no poseo. Quisiera alzarme por encima de los vientos. Alcanzar las cimas más altas sólo con mi esfuerzo. Buscando una fuerza interior que con frecuencia se agota. Puede ser que haya puesto el acento en mí. Y me haya olvidado de ese Tú por el que estoy dispuesto a dar la vida. Amando sin reservas me olvidé de ser amado. O pretendía quizás que mi pozo siguiera lleno a medida que repartía cubos de agua. He pensado que era mi actividad desenfrenada la que tenía que satisfacer los deseos ajenos. En una búsqueda enfermiza de mi propio yo. Apagando la sed que brota de mis entrañas con una fuerza que me asusta. He descubierto que mis heridas no se han curado, tal vez para que no me olvide de a quién tengo que permanecer atado. Le pertenezco a Jesús, no quiero olvidarlo. No puedo vivir buscando pequeños premios en mis muchas batallas. En un intento baldío por lograr las grandes victorias por las que llegar a ser recordado. ¿Es tan importante la memoria de los hombres como para perder la vida intentando que no quede nunca mancillada? Esa memoria de los que un día me alaban y al siguiente me olvidan o desprestigian. ¿Por qué me importa tanto el discurso vacío de los que no ven mi verdad porque no la conocen? Hoy siento en mi corazón la voz del Resucitado que me sigue llamando por mi nombre. Y pronuncia muy quedo esa pregunta que me rompe: ¿Me amas? Y yo tartamudeo en un intento por parecer seguro. ¿Cómo no amar a aquel que me ha salvado? No es imposible, puedo olvidar fácilmente y llegar a pensar que sigo en la brecha de la batalla gracias a mi talento, a mis éxitos y logros. Y olvido esa pregunta que es la que de verdad me salva. Quiere que le siga sin desánimo. O quizás ni siquiera pretende mi esfuerzo. Sólo me pide que me quede quieto esperando, sin prisas, sin búsquedas enfermizas. Que no quiera apagar todos los incendios y salvar todas las vidas expuestas. No me exige que no me detenga nunca, todo lo contrario. Sólo quiere que me calme y espere, que me abra y permanezca en paz. Que añore un abrazo infinito. Que desee un descanso sin guerras. Sólo quiere que acepte que no puedo lograr solo todo lo que el mundo me pide. Que no soy yo sino Él en mí. Que no es mi voz, sino la suya. Mis deseos son los que Él pone dentro de mi alma. Quizás tengo miedo a caer y no ser capaz de levantarme de nuevo. Tal vez he olvidado el primer amor y es hora de recordarlo. Ponerme en camino a esa cita que no quiero posponer. Jesús ha salido a mi encuentro como cada mañana y está dispuesto a salvarme. Pero sólo si yo quiero ser salvado. ¿Me creo ya viviendo en el cielo en medio de la tierra? No quiero juzgar para no ser juzgado. Veo en mi corazón la debilidad de mis brazos. Y por más que me empeño en gritar que Él está vivo no dejo que los hombres lo vean, es a mí a quien quiero que contemplen. Yo en el centro, Él oculto bajo la sombra de mi vida. Y le digo que le amo, pero no me dejo amar por Él. No quiero su misericordia, es su premio lo que exijo, el pago por tanto bien realizado y por tantas vidas salvadas. Reconozco que mi vida no se parece en nada a la de los santos que estaban dispuestos a perderlo todo por amor. Se dejaron hacer, se dejaron llevar. Y su vida se llenó de esperanza. Me gusta mirar a Dios en medio del camino. Me gusta contemplar su rostro y ver cuánto me ama. Medito enamorado esos abrazos que jalonan mi historia de amor. Esos suspiros cuando me alejo y no veo su rostro. ¿Acaso no puedo detenerme cada día a alabar a Dios por todo lo que me regala? Es tan fácil el olvido. Me dejo llevar con tanta facilidad por lo urgente. Me veo intentando contentar a todos para llenar el vacío de amor que siento en lo más hondo. Estoy dispuesto a vivir con más calma, sin tantas prisas. Me calmo ante sus ojos que me miran y no me exigen nada. Sólo quieren que me abra a todo ese amor que está dispuesto a darme.

Hay personas que tienen el don de ver la belleza donde los demás ven fealdad. Hay corazones capaces de convertir un pantano en un jardín precioso. Hay miradas que convierten en admirable lo que a primera vista puede parecer despreciable. No sé si la mirada y el corazón logran transformar todo lo que tocan o es sólo parte de mi deseo más hondo, del sueño que tengo de cambiar el mundo que me rodea. No puedo acabar con todas las guerras, pero sí puedo impedir las luchas que comienzan como consecuencia de mi ira, de mi envidia, de mi deseo de venganza, de mi orgullo herido. Mi corazón guarda rencores que lo convierten en un corazón débil. Porque le doy poder sobre mí a quien no debería tenerlo. Sueño con construir el paraíso aquí en la tierra. Pero el poder es tentador, todo tipo de poder. El poder sobre este mundo y sobre las personas. El poder que me permite conseguir lo que deseo, siempre que lo deseo, tal como lo deseo. Quiero pensar que puedo construir un trozo de cielo en la tierra. Allí donde me encuentre mi forma de vivir, de comportarme, de amar, de pensar pueden ser una semilla de un mundo nuevo. Puedo dejarme llevar por el ambiente en el que vivo, por la masa que piensa de una determinada manera. Y, para no desentonar, trato de vivir como el resto. Pienso como piensa la mayoría. Vivo como viven otros hombres. Reacciono con violencia ante los agravios. Clamo venganza cuando recibo algún mal. Deseo los bienes de mi prójimo y hago lo posible por conseguirlos. Vivo lleno de envidias y deseos que me llevan a provocar el mal con mis actos y palabras. ¿Cómo puedo hacer posible que crezca el paraíso en el erial que habito? ¿Cómo lograr que sea fértil la tierra insalubre que contemplo? Quiero ser capaz de ver un vergel en el desierto, y agua caudalosa en el lecho seco de un río. Depende de ese Dios que me habita y me cambia por dentro. Sólo lleno de su Espíritu podré ver las cosas de forma diferente. Una diferente justicia. Una manera distinta de actuar, de vivir, de comportarme, de reaccionar. No quiero hacer más de lo mismo. Sueño con un mundo nuevo y estoy convencido de que María lo puede hacer posible primero en mi corazón. Sueños que se hacen vida dentro de mi alma y los quiero compartir. No me conformo con llevar una vida vivida a medias. Con amar con miedo por temor a ser herido. Quiero ver ese mundo que sueño dentro de mi alma y quiero creer que puedo lograrlo al menos en lo que a mí me toca. Dios usa mi vida. Soy su instrumento. Esa conciencia es la que me da paz. De mí no depende todo, sólo mi sí, sólo mi disponibilidad para ponerme en camino. Es lo que hizo Jesús en la tierra. Se puso en camino y comenzó a predicar ese reino que nace como semilla en el corazón de cada hombre. Un reino de paz y esperanza. De vida y alegría. Un hogar en el que todos puedan ser aceptados como son, sin que nadie pretenda cambiarlos. El cambio vendrá como consecuencia del amor incondicional recibido, nunca antes. Sigo convencido de que todo lo que hago tiene que sumar en ese reino que Dios quiere que ayude a levantar. Es lo que hizo Jesús en su paso entre los hombres: «Junto a Jesús, los enfermos recuperan la salud, los poseídos por el demonio son rescatados de su mundo oscuro y tenebroso. Él los integra en una sociedad nueva, más sana y fraterna, mejor encaminada hacia la plenitud del reino de Dios» . Quisiera ayudar, aunque sea torpemente a mejorar este mundo. Que el Reino de Dios se abra paso a través de las manos de esos hombres que creen en el poder de Dios en sus vidas. Me gusta esa forma de ver la vida. No como una batalla, sino como la labor del jardinero que va trabajando la tierra para que crezca esa semilla pequeña que Dios siembra. Mi vida puede ser parecida a un pantano, o a ese cielo que tanto deseo. Depende de lo que haya dejado crecer en mi interior. Para eso necesito estar unido a Dios, eso es lo que me da felicidad. Y así podré irradiar esa luz que viene de lo alto. «Para nosotros, lo único importante es Dios, el Padre, y su amor misericordioso. No es que haya que anular por completo la actividad propia, pero hoy en día necesitamos sobre todo el ser impulsado por la fuerza de Dios. Él lo hará todo en nosotros. La omnipotencia de Dios deberá ser glorificada a través de nuestra impotencia» . Importa mi sí. Pero es su poder el que todo lo puede transformar. Puede convertir el desierto en vergel. Y acabar con la sequía con su agua abundante. Puede traer la paz al corazón en guerra y la salud al alma enferma. Puede despertar un amor sano en el corazón herido y lograr que el perdón se imponga por encima del deseo de venganza. Puede lograr que sea misericordioso cuando mi corazón no lo desea de forma natural. Puede cambiar mi vida y hacer que sea más suya, más pura y alegre. Él puede hacerlo en mí.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

jueves, 27 de mayo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 27 DE MAYO DE 2021

 



27de mayo de 2021

 

Hermano:

«Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos»

«Todos unidos en un mismo lenguaje, en una misma lengua, en una misma canción, en un mismo sueño, en un mismo desafío. Me gusta esa unidad de Pentecostés»

La «nueva normalidad» ya se respira en más de la mitad de los concejos asturianos.

Todos los municipios de la comunidad están en nivel de riesgo medio o inferior.

Miro a mi madre que está ya ausente. Me detengo ante ella que ya no está conmigo. Y agradezco ser su hijo dentro de mi alma. Se conmueve mi corazón al pensar en ella y siento que estoy hecho desde sus entrañas. Desde su primer abrazo, desde su primer beso. Fue labrando en mi alma un corazón de niño. La miro a ella despierta siempre en mi vida siguiendo mis pasos, esperando mis regresos, recibiendo mis miradas, velando mis caídas, escuchando mis palabras. Reconozco mis debilidades al no cuidarla tanto como ella me cuidó a mí. Sostengo su mirada color de mar. Escucho sus consejos y sus palabras llenas de esperanza que se graban dentro de mí. Pienso en su presencia constante, en su discreción silenciosa, en su alegría permanente. Se encuentra presente en lo más escondido de mi alma, sin ella me perdería. Sé cuánto la necesito para volver a empezar cuando fracaso y enamorarme otra vez de mis sueños cuando me olvido. Me conmueve sentir sus miedos y abrazar sus alegrías. La recuerdo en ese camino largo de la vida que hemos recorrido juntos. Hoy sigue tan dentro de mí. La siento como una parte única de mi ser que no quiero perder nunca. Confío tanto en su forma de quererme. Me ha querido siempre en todas mis debilidades y ha visto tesoros en mí que yo desconocía. Ha creído en mí cuando yo no creía, ha apostado por mi vida cuando yo dudaba. Pero no sé si aprendí bien lo que quiso enseñarme. No sé si me grabé su forma de amarme para amar yo de la misma manera. No sé si me quedé con su ternura en alguna parte de mi alma para poder darla cada vez que quiera hacerlo. Sólo sé que a veces siento que me parezco a ella y otras estoy muy lejos. La quiero cerca de mí y en mis noches muchas veces la sueño a mi lado, sosteniendo mis pasos. Recuerdo sus risas y su sencillez para mirar la vida. Su capacidad para disfrutar del presente, haciendo de la vida una gran aventura. Me conmueve ese amor suyo tan grande de madre, incondicional siempre. Me han dolido sus lágrimas cuando fueron por mí. Y me ha conmovido su amor inmenso, imposible de ser contenido en mi vasija de barro. No llevo cuenta de todo el bien recibido. Aunque me haría bien mirarla cada día. Quiero que me siga queriendo ahora que sólo vive esperando encontrarme de nuevo en el cielo, cuando parta. Desde allí continúa cuidando mis pasos por esta vida que aún me queda. Sé que soy fruto del amor que me tuvo y que ahora me sigue teniendo. Y hoy le brindo este homenaje como un recuerdo santo en el día de la madre. No guardo de ella gritos ni quejas. Sabía esperar mis llamadas y se alegraba cada vez que podía ir a su encuentro. Aceptó mis decisiones aún sin compartirlas y mis viajes lejanos sin saber bien dónde estaba. No me exigió más de lo que logré darle. Y supo contenerme cada vez que la buscaba. Me conmueve pensar que su vida fue mi vida y que sin sus pasos a su lado hubiera estado perdido. Abracé sus últimos años cuando apenas me reconocía, mientras seguía sonriendo y besando mis mejillas. Echo de menos su presencia, tranquila y alegre. Su mirada que sostenía feliz mis pasos por la vida. Sé que sus abrazos cada noche los tengo siempre de nuevo. De eso no me olvido, quedaron en mi piel grabados. Ahora sigue viniendo hasta mí y me abraza y me dice cuánto me sigue queriendo. No se ha ido, sigue a mi lado y ese ánimo suyo construye y sostiene mi vida. Quita las penas su presencia, y su voz aumenta mis sonrisas. Sólo puedo dar gracias por todo lo recibido. Por su misericordia y su alegría contagiosa. Por su amor incondicional que siempre enaltecía. Por su fuerza y su coraje para enfrentar la vida y arriesgar los pasos. Veía siempre en cada situación el regalo de un viaje más, de una aventura. Siempre estaba alegre y feliz, recorriendo los caminos, apartando los miedos, dejando a un lado las tristezas. Ella es mi hogar, mi descanso, mi luz y mi nostalgia. En ella están mis raíces, es mi pozo más hondo, el agua más pura de la que bebo. Su voz es parte de mi canto, sus manos son parte de mis sueños. Añoro su mirada que siempre me enaltece, esa mirada azul, tan honda. Hoy recuerdo a mi madre con paz y algo de añoranza, porque sé que sigue a mi lado y ya nunca me olvida.

¿Cómo es ese amor de madre que se queda prendido en mi alma del hijo para siempre? Nunca tendré palabras suficientes para describir cómo ama una madre. Esa fidelidad de madre, siempre firme al pie de la cruz de su hijo. Siempre acompañando en silencio la vida nacida de sus entrañas. Esa capacidad para amar de forma incondicional haga lo que haga el hijo. Esa forma silenciosa de cuidar la vida que se le ha confiado. Una madre ve siempre a su hijo como el mayor tesoro. Sabe sacar lo mejor que hay en su alma. Sabe ver la belleza escondida. Me gusta esa mirada de las madres llena de hondura y bondad. Esa fortaleza en la adversidad. Renunciando a la felicidad propia para que sus hijos sean felices. Ese deseo hondo en su alma por lograr que sus hijos sean los más plenos en esta vida. No importa el esfuerzo ni el sacrificio. Me sorprende siempre esa capacidad de una madre para cuidar el tesoro que Dios pone en sus manos. No se desalienta nunca, no pierde la esperanza. Espera cuando todo es adverso. Cree cuando todos dudan. Una madre no deja de buscar soluciones para salvar a su hijo. Me enamora ese don de una madre para estar en todas partes al mismo tiempo. Sus deseos e intereses pasan a un segundo plano. Tiene la capacidad de distinguir lo importante de lo accesorio. Sabe qué cosas merecen la pena y cuáles no son importantes. Ayuda a poner todo en su sitio. Me conmueve ese amor de madre que no se detiene en los defectos, ni en las faltas, ni en las carencias. Tiene empuje en el alma porque quiere lo mejor para su hijo. Que crezca, que madure, que triunfe, que llegue al cielo. No puedo dejar de admirarme por ese amor de madre siempre fiel y constante. No ceja en sus deseos, no desfallece, no abandona la lucha, aunque parezca imposible seguir bregando. Cuando la batalla parece perdida. No importa, el amor de madre vuelve a creer, incluso cuanto todo ha concluido. El amor de una madre es como un océano, nunca se agota, no lo abarca en su totalidad mi mirada. Es hondo y no tiene fin. Me impresiona la sed de una madre, que nunca se conforma, no se queda en la mediocridad, se reinventa, lucha, aspira a las cumbres más altas. Me emociona el amor de una madre tan unida al cielo, a Dios. Inculca en el corazón de su hijo el amor por lo sagrado. Le enseña a pronunciar la palabra padre. Conduce su corazón de niño hasta su padre en la tierra y hasta su Padre en el cielo. Nunca se desanima en esa batalla. Me parece impresionante esa madre que nunca se pone en el centro. Sirve, se entrega, da y no retiene. Esa madre comprende que las noches son para velar, y los días para entregar todo el cariño guardado en el alma. Me gustan esos abrazos de madre que no tienen fin. Son el hogar en el que descansa el alma. Y el corazón se reaviva en la cercanía del corazón de una madre. Pienso que toda madre tiene en María su modelo. En Ella descansa como hija su corazón. Decía Santa Teresita del Niño Jesús: «La Santísima Virgen me demuestra que no está disgustada conmigo. Nunca deja de protegerme en cuanto la invoco. Si me acomete una inquietud, o me sobreviene un contratiempo enseguida me vuelvo hacia ella y como la más tierna de las madres, siempre toma a su cargo mis intereses. ¡Cuántas veces, hablando de las novicias, me ha acontecido invocarla y sentir los beneficios de su maternal protección!» . En María una madre aprende a ser hija. Porque sólo es buena madre la que ha sabido ser buena hija. No deja de ser hija nunca para poder seguir cuidando como madre a sus hijos. Y necesita volver sus ojos desvalidos a María, cada vez que se sienta perdida. En María se encuentra en paz y le pide consejo para poder ser madre como lo fue Ella. María cuidó la vida de su hijo guardando todo lo que sucedía en su corazón. Así lo hace María. Ella forma, educa y acoge el corazón de toda madre. Sin su ayuda constante no podría ser fiel cada día. En el alma de María se encuentra una madre con su Madre y en Ella recobra fuerzas y vida para la batalla de cada día. ¡Cuánta falta hacen en este mundo buenas y alegres madres humanas! Con fragilidades, pero fieles. «Por lo común, la idea de que Dios es mi padre y la Santísima Virgen es mi madre no captará mi fuero íntimo si en el plano natural no he tenido vivencias previas de padre y madre que hayan calado en mi subconsciente. No basta con que la idea de padre y madre impregne la superficie del alma; debe llegar a lo profundo» . Hacen falta madres ancladas en el cielo, con corazón de hijas. Con el corazón atado en el de María. Sólo así una madre sabrá ponerse en un segundo plano, esperar contra toda esperanza, y tener una mirada ancha, sin prejuicios ni miedos. Sueño con la mirada de Dios reflejada en la de una madre. Ella está llamada a inculcar en su hijo el amor de Dios. Y el hijo verá en ella la dulzura de Dios y aprenderá a confiar. Es el amor más grande que puede recibir cada día. Rezo hoy por todas las madres que luchan por ser buenas madres según el ejemplo de María. Doy gracias por esas madres que no desfallecen nunca, confían y creen. Esperan y trabajan. Renuncian y ofrecen. No retienen, no controlan, porque confían. Doy gracias por esas madres fieles a Dios en sus vidas. Cuidadosas y llenas de un hondo respeto. Doy gracias por tantas madres que dan su vida en silencio. Sin exigir nada, sin gritos ni quejas. Creo en esas madres con corazón grande que dan siempre la vida, sin pedir nada a cambio.

Escuché el otro día: «No toda acción tiene segundas intenciones». Y me quedé pensando. ¿Persiguen mis acciones y comentarios segundas intenciones? Cuando pregunto a alguien por algo, ¿estoy buscando otra cosa? ¿Escondo una segunda intención detrás de mi aparente inocencia? Me gustaría ser siempre transparente y conservar la inocencia. No quiero buscar más de lo que dicen mis palabras. No deseo albergar intenciones ocultas en mi alma. Sólo busco preguntar y contar las cosas con sencillez. Que lo que hago no persiga fines escondidos. No quiero vivir tejiendo historias complejas, enrevesadas. Si digo no, quiero que mi no sea no. Y si digo sí, que sea sí. No digo que no para que me pregunten de nuevo o porque estoy esperando algo distinto del que me pregunta. Si te doy un abrazo o tengo un gesto de cariño contigo, es sólo eso, una expresión de mi cariño, nada más. Si te pido algo, es sólo eso lo que quiero, no pretendo nada más que no te haya dicho. Si digo que me gusta algo, no pretendo que me lo regales. Si te alabo por algo que haces bien, no te estoy diciendo que pongas tu don a disposición. Quiero ser más simple. No toda acción tiene segundas intenciones. No toda pregunta busca algo distinto a lo preguntado. Es verdad. Quiero mirar la vida con sencillez, sin complicarme en exceso. No deseo buscar segundas intenciones en todo lo que sucede a mi alrededor, en todo lo que me dicen. Sencillez y simplicidad. Una mirada inocente sobre las personas, sobre sus actos y palabras. Vivir así la vida es un don de María. Ella era así y guardaba todo lo que sucedía en su corazón sin hacerse muchas preguntas. Era niña y Madre sencilla. Tiene María un corazón simple que no escudriña el corazón de los hombres buscando segundas intenciones. Si digo que quiero seguir los pasos de Jesús, no es porque espero la admiración y el éxito en el camino emprendido. Si decido servir al que me necesita, no lo hago para que a su vez él me sirva y me ayude. No hago un favor para ganar un amigo. No presto mis bienes para buscar que luego me devuelvan con creces lo que recibieron. Quiero ser más simple y sencillo. Sé que las cosas no son blancas o negras, hay matices y tonos grises. Un deseo de dar la vida por amor encierra el deseo de recibir el amor en la misma medida. Un corazón que quiere amar hasta el extremo sirviendo tiene en su interior el deseo de recibir amor a cambio. Eso no lo puedo negar. No hay intenciones totalmente puras. Pero no siempre es así. Alguien puede hacer o decir algo sin buscar nada más, sin pretender más de lo que parece perseguir. Me gustaría ser siempre bien intencionado. Me gustaría mirar el corazón de las personas sin entrar en el juicio y la condena de sus intenciones. ¿Quién soy yo para juzgar los sentimientos que hay en el corazón de mi hermano? No puedo juzgar ni condenar, no tengo derecho a hacerlo. Cada uno sabe por qué hace lo que hace y lo que persigue al hacerlo. Debo ser consciente y conocer mi alma para saber por qué actúo de una determinada manera. Ser honesto conmigo mismo y no engañarme. Miro en mi corazón y sé que muchas veces mis actos tienen una doble motivación. Y a lo mejor la intención oculta no la revelo, me la guardo, pienso que es pecaminosa. Dios conoce mi alma y sabe cómo es mi amor. Sabe que soy mezquino y egoísta y me quiere como a su hijo predilecto. No le engaño a Él incluso cuando a mí mismo me engañe. Las intenciones puras no son tan frecuentes. Un corazón sin pecado no existe. Tengo debilidades que hacen que se confundan en mi interior el bien y el mal. El ángel y el demonio. No soy sólo ángel, no soy solo demonio. En todo pecador se esconde el germen de un santo. Y todo santo se confronta con su debilidad y se abisma ante la posibilidad de alejarse del bien que persigue. No condeno a nadie, tampoco a mí mismo, sólo Dios conoce mi alma y juzga mis motivaciones. Sólo Dios sabe cómo soy en lo hondo de mi ser. No subo a nadie al pedestal, como si ya fuera santo. Y tampoco condeno a nadie al infierno como si no tuviera una salida. ¿Quién soy yo para juzgar? Mi corazón está dividido y con él divido el mundo en el que vivo. Comenta el Papa Francisco: «En esta pugna de intereses que nos enfrenta a todos contra todos, donde vencer pasa a ser sinónimo de destruir, ¿cómo es posible levantar la cabeza para reconocer al vecino o para ponerse al lado del que está caído en el camino?» . Me gusta pensar que en este mundo de intereses que se oponen y luchan entre sí hay hombres, santos y pecadores, que eligen el amor como respuesta, el interés del otro antes que el propio y renuncian a sus planes legítimos por un amor más grande. Creo en el poder de Dios en esos corazones hasta el punto de purificar su mirada, sus deseos y todos sus actos. Hay personas así. No las canonizo en vida, pero veo en ellas una luz que les viene de lo alto. La belleza y humildad que irradian bastan para mostrarme dónde camina Dios.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

domingo, 16 de mayo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 16 DE MAYO DE 2021

 



 




16 de mayo de 2021


 


Hermano:


«Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud»


«Tengo que aprender a creer siempre en lo bueno que hay en cada persona. Incluso cuando he tocado su pecado y he visto su pobreza»


Dos de cada tres concejos de Asturias ya están en la «nueva normalidad»


Por primera vez desde agosto se registra una semana con por debajo de los 65 contagios diarios.


Hay una serie que me está tocando el corazón. Cada capítulo que veo me abre el alma y me rompe un poco por dentro. Conozco la historia porque la he leído muchas veces. En la serie «Chosen» se recrea la vida de Jesús. Una historia que no trae la novedad de un guión novedoso. Pero en ella me cuenta lo que ya conozco de una forma diferente. Poniendo color y vida a lo que yo sueño en mi corazón. El otro día presencié la vocación de Mateo: «Vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado en el lugar donde cobraba los impuestos para Roma. Jesús le dijo: –Sígueme. Mateo se levantó y le siguió». Mt 9,9. Muchas veces me la he imaginado en mi alma. Me gusta este apóstol que deja todas sus seguridades por seguir a Jesús. Y nunca olvida de dónde viene, su pasado. En su Evangelio, al hablar de sí mismo, no se olvida de su historia, de su pecado público: «Mateo, el que cobraba impuestos para Roma». Mt 10,3. Era publicano, recaudador de impuestos y siempre lo seguiría siendo. Porque uno no renuncia nunca a su pasado. Era uno de los doce y se menciona de esta forma para no caer en el orgullo de creerse especial. Como publicano había sido odiado por los suyos, por los judíos y se había arrastrado con actitud servil ante los romanos. Había sacado provecho de su inteligencia, haciendo de su trabajo una fuente de dinero. Este hombre tenía un alma pura y empezó a observar de lejos a Jesús. No se atrevía a acercarse, porque no era digno. En realidad nadie es digno. En la ordenación sacerdotal el obispo pregunta: «¿Saben si es digno?». Siempre me ha resultado difícil esa pregunta. Creo que nadie es digno de nada. Y sé muy bien que en el momento en el que me sienta digno me alejaré de Dios, porque no me hará falta ya su misericordia. Veré todo como un derecho, como un pago por mis servicios, como si lo mereciera todo y no me hiciera falta tocar la misericordia. En esa escena Jesús pasa un día delante de su puesto donde él cobraba impuestos y lo llama por su nombre: «Mateo». Lo llama y lo mira. Y le pide que lo siga. Pero él, que no se siente digno, no entiende nada. ¿Él? Si no es digno. Así lo piensan también pedro y los otros discípulos que miran la escena sorprendidos. Es diferente a ellos, es un enemigo del pueblo. Alguien que se aprovecha de las circunstancias adversas para sacar un provecho personal. ¿Por qué convivir con aquel al que todos odian? Y entonces Jesús le pide a Pedro que se acostumbre a lo diferente. Y él no lo entiende. Y Mateo ese día se va con Jesús a una cena que dará en su propia casa. Lo deja todo por culpa de esa llamada tan clara. No sabe lo que va a hacer ahora. Sólo es consciente de lo que tiene que dejar detrás para poder seguir al Maestro. Y lo deja todo. Deja su dinero, su posición, su seguridad. Sigue a Jesús a cambio de nada. Parece todo tan absurdo en ese seguimiento sin rumbo. Ese seguimiento sin beneficio, ni ventajas. Lo deja todo por culpa de esa mirada, por esa voz que pronuncia con claridad su nombre en medio de tantos ruidos. ¿Es eso posible? ¿Merece la pena? Yo digo que sigo a Jesús. Que lo he dejado todo por Él más de una vez. Pero luego veo cómo me aferro a mi puesto, a mi lugar, a mis bienes, a mi prestigio, a mi gente, a mi posición. Estoy dispuesto a acallar todas esas voces que pretendan sacarme de mi seguridad para seguir a Jesús por caminos extraños. Mateo ese día estaba apegado a muchas seguridades. Era un privilegiado de su pueblo. Era un protegido. Tenía dinero y posición. El odio de sus hermanos no le importaba. En su soledad estaba seguro. ¿Por qué tiene que dejarlo todo? Por una mirada que lo hace sentirse valioso y amado. Jesús lo elige a Él. Él, en realidad, no elige ser su discípulo. Ni se imagina esa opción. Jesús se salta toda la lógica y llama a un enemigo del pueblo. Comer con publicanos y pecadores es lo peor que Él puede hacer. Y lo hace. Come con los miserables, con los indignos. A veces me preocupa sentir que tengo derecho a la vida, a la alegría, al amor, a que las cosas salgan según mis planes. Es como si creyera que tengo derecho a todo lo bueno que me pasa en esta vida. Me asusta dejar de pensar que necesito la misericordia para caminar cada mañana. Sin esa misericordia de Jesús con Mateo mi vida no tiene sentido. Necesito que Jesús me mire, me llame por mi nombre y me pida que lo siga. Necesito que se detenga ante mi puesto donde vivo seguro en mis posesiones y bienes. Y me diga que me llama, que quiere estar conmigo. Que me lo diga cada día. Para que no me crea digno. Para que saboree de nuevo mi pobreza, mi pecado, mi mediocridad. Y escuche de nuevo con fuerza esa voz que me levanta, me sana y me hace sentirme querido.


La confianza es un don que doy y un don que recibo. Es muy difícil confiar en las personas. Saber que me pueden fallar y abrir mi alma, entregar el corazón. Tengo que aprender a regalar confianza fijándome en lo bueno que hay en cada uno. Cuando me fijo sólo en lo negativo no confío en lo que veo. Y aquel al que digo amar no se siente amado. Cuando confío en la belleza escondida en quien tengo ante mí todo cambia. Y a partir de ese momento comienza una relación nueva. He descubierto su don, su belleza, su tesoro. Y al mostrárselo se crea una relación nueva de confianza. Es el camino del educador. Del que ama y desea el bien de la persona amada. Tengo que aprender a creer siempre en lo bueno que hay en cada persona. Incluso cuando he tocado su pecado y he visto su pobreza. Ese amor incondicional es el que regala una confianza que es la piedra firme de mi vida. Cuando me miran y descubren en mi interior un don escondido, cambia todo en mi alma. Me siento amado desde lo que soy, no desde lo que debería ser. Hace falta una mirada aguda para ver el tesoro escondido. Tengo que buscarlo y encontrarlo en mi interior y en el de aquellos que se me confían. La confianza es frágil. Su piel muy fina. Si me descuido puedo dañarla y ya no habrá un camino de vuelta. No es tan fácil recuperar la inocencia perdida del que confiando se ha visto traicionado. ¡Qué importante guardar como un tesoro todo lo que me cuentan! Lo guardo como un tesoro inmenso que me confían. Me arrodillo ante la vida de aquel que se detiene ante mis ojos. Aguardo paciente y en silencio. Me admiro ante esa vida que es siempre un misterio. Y ante todo lo que hay en él guardo un respeto inmenso. Necesito tener una y otra vez paciencia porque los procesos que se darán en su corazón son lentos. No puedo empujar las aguas del río, ni forzar al capullo para que estalle y me deje ver la flor. El crecimiento siempre es lento y desde dentro, desde lo más profundo, hacia el exterior. No tengo que claudicar. Empiezo siempre de nuevo porque la confianza se renueva cada mañana. Tengo que creer en la bondad escondida en cada persona aunque sienta que no responde a mis expectativas. Una actitud de confianza en quien amo es capaz de despertar y desarrollar en el amado energías positivas. Cuando creen en mí se despierta la fe y la confianza. Creo que puedo llegar más lejos porque alguien me ha mirado con amor, con misericordia. Sin exigirme dar lo que no tengo. No es tan sencillo vivir de esa manera. Confiando siempre en todo lo que Dios ha puesto en el corazón de los demás. Confiar en mí mismo, en los demás, en los que amo. Confiar me da seguridad, me da libertad interior. No es tan sencillo confiar siempre cuando las cosas no salen como yo espero, cuando los fracasos y las decepciones forman parte de mi vida limitada. Cuando creen en mí brota en mi alma una fuerza interior antes desconocida. Leía el otro día: «Necesito tener a mi lado a un hombre que me haga creer que existo; que no desaparecí; que era Mario el que no me veía pero que aun así yo sí existía; que soy una mujer real, con sentimientos, ilusiones y deseos» . Cuando creen en mí es porque alguien me ve. Existo. Soy visible. No he desaparecido del mundo. Tengo un valor inmenso oculto en el alma. Esa mirada creyente sobre mi vida saca la mejor versión de mí y me lleva al mismo tiempo a creer y confiar en los demás y en la vida. Esa confianza recibida me lleva a Dios. Los hombres que Dios pone en el camino son los lazos humanos que lanza Dios en mi vida para que me salven y me ayuden a confiar en su poder. Es muy difícil llegar a creer en ese Dios al que no veo si no confío en las personas que Él pone en mi camino. Son puentes al cielo. Cuando confían en mí, cuando me valoran, todo cambia. Doy mi mejor versión y soy más feliz. Cuando noto desconfianza. O veo que los demás no creen en mis dones, en mis habilidades, en mi verdad. Entonces todo cambia y me cierro. Me niego a dejarme herir de nuevo. La desconfianza que siento de muchas formas posibles me hace daño. Puede ser indiferencia, puede ser olvido. Pueden ser omisiones que me duelen porque esperaba algo más. O pueden ser palabras hirientes, burlas que muestran en público mi debilidad. Siento que desconfían y construyo un muro a mi alrededor para que nadie entre en él. Para que nadie más me haga daño. Necesito confiar y sentir que confían en mí. Es un camino de ida y vuelta. Desde dentro al corazón del otro. Desde su corazón al mío. Y desde esa confianza humana brota la confianza en un Dios cercano que nunca me deja solo.


Me sorprende cuando veo a personas que se engañan pensando que es amor lo que viven, cuando a mí me parece que no lo es. Soportan la violencia silenciosa, aceptan los gritos como algo normal y asumen el maltrato como presión sicológica de quien dice amarlas. No se rebelan en ningún momento. Quizás porque piensan que van a cambiar el corazón de quien en ese momento parece no amar bien. O porque creen que aquel que no sabe amar va a aprender con el tiempo. O tal vez entienden sus heridas del pasado, aceptan su miseria y aman su debilidad. O a lo mejor aguantan porque no tienen dónde ir si huyen, si emprenden una vida diferente. No es amor todo lo que se engloba bajo ese nombre. La falta de respeto nunca es amor. Ni el insulto, ni el agravio. Me impresiona cuando miro mi corazón lleno de ira y simplemente digo que soy así, que no puedo evitarlo, que reacciono por mis heridas del pasado. ¿Acaso no puedo cambiar? El verdadero amor no levanta la voz, no se altera, no denigra a quien dice amar, no insulta, no expone en público sus debilidades, no condena, no ridiculiza. El verdadero amor es dulce y tierno. Comprensivo y misericordioso. Es enaltecedor y veraz. Cauto y silencioso. Es un amor que construye, nunca destruye. Es un amor que ve lo bueno en el corazón amado y no se fija sólo en lo malo. No expone los defectos de la persona amada en público, no se ríe delante de otros. El amor sano cuida el pudor como lo más sagrado, protege la inocencia de aquel a quien ama, guarda sus secretos como el mayor tesoro y venera lo sagrado que descubre en el alma amada. Si no soy amado de esta forma, es mejor no ser amado. Y si yo no amo de esa manera, mejor aprender a amar antes de seguir haciendo daño a quien me ama. No es fácil aprender a amar, porque aprendo de niño. Escucho una forma de expresar el cariño, me acostumbro a unas caricias determinadas, me apropio de un lenguaje y de unas formas que heredo de forma inconsciente. Y amo tal como he sido amado o no amado en mi familia. Mis heridas me enseñan el camino del odio o del amor. Por eso no es tan fácil comprender que puedo ser amado de una forma diferente a la que he vivido siempre, desde niño. Si me acostumbro a los gritos y a la ira en mi hogar es posible que repita los moldes aprendidos. Si veo cómo mis padres se tratan sin respeto, con agresiones, sin cuidado, es fácil que yo acabe repitiendo lo mismo incluso aunque me haya prometido no hacerlo. Expresar el amor bien y que me entiendan es un don que necesito. Adaptarme a la forma de amar del que me ama, es el camino. Aprender nuevas formas de amor nunca vividas es mi senda de salvación. Puedo hacerlo, puedo lograrlo. Lo que no puedo es acostumbrarme a una vida a medias sin hacer nada por cambiarla. Si me domina la ira y no sé controlarme, no puedo conformarme diciendo que soy así. Si necesito la ayuda de alguien la pediré. No me conformaré con lo que vivo. Si no sé amar de la forma correcta, pediré que me enseñen. Si no me tratan de una forma libre, enaltecedora, tomaré medidas para que eso cambie. No me conformaré con la mediocridad en mi vida, cuando puedo aspirar a vivir un amor santo y hondo. No viviré sometido, cuando estoy hecho para la verdad y la libertad. No viviré con miedo, cuando el amor tiene que sacar lo mejor de mí. No dejaré de ser quien soy por miedo al rechazo y a no ser aceptado. No viviré escondiéndome por miedo a que me hagan daño. El verdadero amor al que aspiro es el de Jesucristo. Es el que me tiene a mí y tuvo a los hombres cuando vivió entre ellos. Un amor que protege al débil, sostiene al que se cae, levanta al caído. Un amor que alaba y admira. Que perdona y confía. Un amor que no se detiene nunca ante los problemas, sino que lucha por enfrentarlos y encontrar una salida. El amor con el que sueño es el que lleva en su interior la semilla de la eternidad. Un amor que se renueva cada mañana porque ha nacido para durar siempre. Creo en ese amor que libera. En ese amor que se sacrifica buscando el bien de la persona amada. Sabe renunciar a los planes y proyectos propios por amor. Se pone en un segundo plano cuando es necesario. No se deja llevar por el orgullo, prefiere cuidar lo que tiene antes que arriesgarse a perderlo por querer tener razón. El amor en el que creo no discute por orgullo sino tratando de llegar a la verdad, pero sin herir, sin querer vencer ni imponer su verdad. El amor que quiero vivir se nutre de la misericordia y anhela en su interior ser incondicional. No ama con la condición de que el amado cambie. Ama deseando que su amor logre cambiarlo sacando lo mejor de su interior. El amor que deseo es un amor noble, que no fuerza ni obliga. Un amor humilde que espera siempre con respeto a que se abra la puerta del corazón amado. No exige, sólo aguarda. El amor que sueño es un amor fiel que cuida los detalles y la ternura. El cariño y las caricias. Es creativo y busca siempre nuevas metas que perseguir, se reinventa. El amor que Dios sueña para mi vida se parece al suyo. Él mismo me ama de esa forma aunque a veces no lo vea. Respeta todos mis pasos y me ama cada vez que me alejo. Aguarda mi regreso y me busca cuando me pierdo. Le pido a Dios que me enseñe los caminos del amor. Porque yo también deseo, bien lo sé, lo que todos desean: amar y ser amado. Amar como Dios me ama, mejor de lo que yo con mi torpeza puedo amarlo a Él.


Enviado por:


Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 8 de mayo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 9 DE MAYO DE 2021

 



9 de mayo de 2021

 

Hermano:

«El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca»

«No me conformo con una vida mediocre, sin forma precisa, sin luz ni alegría. Dios puede hacer conmigo grandes obras. En Él confío»

El fin del estado de alarma abre un nuevo escenario en el que cada comunidad aplicará sus propias normas.

«No podemos caer en el error de pensar que mañana también acaba la pandemia»

El presidente asturiano, que insiste en que aún queda un «esfuerzo extra», confía en que 2021 sea el año de la recuperación económica del Principado.

3.800 personas de 58 y 59 años, citadas para vacunarse en Oviedo y Gijón.

Salud hace un llamamiento para que se acuda a la cita a la hora señalada y para que se compruebe  que los datos de contacto están actualizados.

Ojalá mis sueños fueran siempre más grandes que mi alma. Cuando no es así, no me valen como sueños. Richard Branson decía: «Si tus sueños no te asustan es que son lo suficientemente grandes». ¿Cómo de grandes son mis sueños? ¿Me asustan? ¿Qué tamaño tiene lo que deseo para mi vida? Mi sueño me hace ver el horizonte eterno hacia el que camino y ante él me siento desvalido. Mis sueños me hablan de esa vida en plenitud que me trasciende y a la que estoy llamado. Soy pequeño pero sueño con cosas grandes, porque tengo en el alma una sed infinita de ser feliz y completo. Una sed insaciable. Una sed que sólo se saciará del todo en el cielo, no aquí en la tierra. Sé que esta sed tiene su semilla y sus raíces ya en mi corazón, en mi presente. Lo que sueño, cuando sueño con lo más grande, ya existe en parte dentro de mí. Y al mismo tiempo eso que sueño es algo que tiende a su plenitud en el futuro y me transciende. Mis sueños me abren al mañana y me ponen en marcha hacia esa aventura. La fuerza que existe en ese sueño me da ánimos para vivir las dificultades y contratiempos que encuentre en el camino. Víctor Hugo lo expresa así: «Sé cómo el pájaro que, deteniendo su vuelo un rato en ramas demasiado débiles, siente cómo ceden bajo su peso, y sin embargo canta, sabiendo que tiene alas». La rama débil y frágil del presente a menudo tiembla y parece no sostenerme, pero no importa. Sé que en ese momento tengo la posibilidad de hundirme y olvidarme de mis sueños. O puedo mirar mis alas y comprender que estoy hecho para el cielo. Mis alas me recuerdan que le pertenezco al cielo, que estoy llamado a las alturas. No importa que mi árbol tiemble bajo mi peso, siempre puedo emprender el vuelo. Los sueños me levantan en momentos difíciles y duros. Es cierto que cuando era joven tenía sueños grandes, hondos ideales. Pero luego puede que la vida me haya decepcionado o frustrado. En la lucha diaria tal vez he sido herido y he dejado de confiar y de soñar. Me he confrontado con mis límites. Se han frustrado mis planes y la vida que ahora llevo no se parece en nada a la que un día soñé siendo joven. ¿Es así? No me quiero lamentar. El presente es siempre el mejor momento de mi vida. En esta hora que vivo tengo la oportunidad de soñar y confiar en llegar a ser el que deseo, fiel a lo que Dios ha sembrado en mi alma, a esa semilla que me habla de la eternidad. Siempre estoy en camino, siempre puedo volver a empezar. Siempre hay tiempo. Ahora soy mejor persona que cuando era niño, joven. He crecido, he aprendido. Soy más sabio y no quiero dejar de ser soñador. Los sueños alimentan mi corazón. Dice un poema de Mario Benedetti: «No te rindas por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento, aun hay fuego en tu alma, aun hay vida en tus sueños, porque cada día es un comienzo, porque esta es la hora y el mejor momento, porque no estás sola, porque yo te quiero». Mi vida se abre en presente en mil opciones de amar, de dar todo eso que llevo dentro. Siempre puedo empezar de nuevo. No tengo miedo. ¿Cuáles son esos sueños que sigo soñando? Cada día es un buen comienzo. No me conformo con lo vivido. No me basta con lo que he logrado. No es suficiente lo que he pasado. Siempre puedo dar más, lograr más, llegar más lejos y volar más alto. Lo que yo sueño es sólo mío, y habla mucho de mí, de cómo soy. No quiero censurar mis sueños. Puede que tenga sueños en mi alma que son imprudentes, insensatos, locos o imposibles. No me importa, hablan de cómo soy. Esos sueños se los entrego a Dios. Tengo claro que no todo está en orden en mi corazón. Y al mismo tiempo todo lo que deseo tiende a una plenitud que anhelo con todas mis fuerzas. Todos mis sueños humanos, mundanos, locos hablan de mi verdad. Siendo insensatos e imprudentes me abren el cielo. Soñando en alto y dentro de mí, aspiro a todo. ¿Qué dicen de mí todos mis sueños? ¿En qué me reconozco en ellos? En este tiempo de Pascua renuevo mis sueños. Los vuelvo a soñar, los pronuncio con voz potente. Quiero que el mundo los oiga, los mire, los acepte. No me conformo con una vida mediocre, sin forma precisa, sin luz ni alegría. Dios puede hacer conmigo grandes obras. En Él confío.

Siempre he escuchado que la ignorancia es atrevida y osada. Parece que el que nada sabe nada teme. No conoce y se arriesga. No ha profundizado en el tema en debate y opina sin saber, sin temer. Con el tiempo he descubierto que cuanto más sé y conozco más prudente soy. Cuanto más sé de algo, de alguien, más temores albergo en mi corazón pensando en el futuro. Conocer es amar. Y saber más de alguien me expone al temor de perderlo. Es como dejar de poseer lo que he aprendido, conocido y amado. La ignorancia es atrevida. Opino de algo sin saber, sin temer lo que pueda pasar por decir lo que digo. No mido las consecuencias de mis actos y de mis palabras. La ignorancia sobre la vida me vuelve insensato, osado. No temo perder nada porque aún no lo poseo. Como el joven que arriesga su vida porque todavía sus raíces no son tan hondas y cree que puede con todo. Hay muchos deportes de riesgo. Uno se juega la vida en un momento de locura. Se arriesga porque no teme morir. Me gustaría tener un corazón libre y valiente. No quiero estar atado a lo que tengo, a lo que vivo, a lo que poseo. Quiero ser más libre de mis ataduras. Más ligero en mi vuelo sin dejar de atarme. Me pesa mucho lo que sé, lo que guardo, lo que acumulo con afán posesivo. Los santos son hombres libres. Aman y echan raíces, conocen en el corazón y se atan a la vida. Y al mismo tiempo que aman el mundo, están amando íntimamente a Dios en sus entrañas. Están tan atados al cielo como a la tierra. No les duele la separación de la tierra, porque ese amor hondo al cielo los mantiene apegados a Dios. Viven con libertad sus amores. Pero no por ello dejan de sufrir al amar. Tienen dolor en su corazón cada vez que parten. Y se llevan consigo, pegado a la piel y al alma, todo lo que han querido. No han optado por un solo posible camino en su vida. Han dejado abierto el mar ante sus ojos como rumbo que ha de seguir su barca. Y no se asustan si los vientos inquietan. O si nada es tan razonable como ellos hubieran querido. Aceptan la realidad con el dolor que conlleva, sin negar lo que les duele, sin olvidar lo que aman. Me gusta esa libertad interior de los santos. Aman y se saben amados. «Todos los santos comenzaron a aspirar de forma efectiva a las cumbres del monte de la perfección, es decir, a ser santos, cuando se comprendieron a sí mismos como ocupación predilecta de Dios e hicieron de Dios su ocupación predilecta» . No ignoran el amor de Dios. Saben que son amados y se atreven ellos a amar hasta el extremo. La ignorancia es atrevida. Lo es cuando el que ignora no teme las consecuencias de sus actos. Pero el santo es atrevido porque ha visto el amor que Dios le tiene y no teme ya nada. Los santos son libres y valientes. No viven acobardados reteniendo su vida con fuerza. No se aferran a los sueños aún cuando estos parezcan irrealizables. Los santos se saben amados. Han conocido el amor y no renuncian al dolor que conlleva. Viven en presente sin dejar de aventurarse en un futuro incierto. Con las manos atadas a Dios. Con el corazón entregado por entero. El saber no me limita. Cuando más conozco lo que amo más libre puedo llegar a ser. El amor me libera de las ataduras. Cuando amo sin imponer cadenas. Cuando amo dando libertad. Cuando amo de forma sana y auténtica. El temor aniquila el amor. Mi amor es libre y me libera. Y libera también a los que amo. Así quiero amar siempre, con ese amor que Dios me regala y hace que cale profundamente en mi alma. Cuando amo de forma correcta soy más libre. Decía Jacques Philippe: «Mirarnos menos y mirar más a Dios y dejarnos mirar por Él. Aunque no nos atrevemos a mirarle Él nos mira primero como hijos. ¡Dejémonos mirar por Jesús!» . Cuando dejo de mirarme, de pensar tanto en mí, camino más ligero por los caminos. No vivo con aprehensión pensando en el mañana. No vivo queriendo retener los días para que no mueran. Dejo que Jesús me mire y yo lo miro. En eso consiste el amor sabio. Es un amor que conoce al amado y no lo suelta. Sabe que le pertenece y esa pertenencia lo libera. Un corazón valiente no trata de contentar a unos y a otros. No espera que el mundo aplauda todas sus acciones. Vive confiado en ese amor que lo sostiene incluso cuando su barca va a la deriva. Esa actitud de los santos es la que quiero para mí. Ese valor en medio de la batalla cuando parece todo perdido. Quiero ser atrevido sin perder el norte y confiar en que el amor de Dios será el que me sostenga siempre. El amor de Jesús me anima a amar. La mirada de Jesús es la que sostengo mirando sus ojos. Y confío en que su fuerza será la que mueva mis pasos en medio de la batalla, cuando tiemblo y el miedo es fuerte en mi interior.

¿Qué significa ser apóstol en este mundo en el que Dios parece estar ausente? En una ocasión una persona me dijo: «Siento que desde que estoy en Schoenstatt no hago apostolado». Me quedé pensando. ¿Qué significa hacer apostolado? Pareciera que para algunos hacer apostolado es lograr que otros se conviertan y crean, esos que ahora están lejos y no creen, y parecen perdidos. Puede ser. Pablo recorría tierra pagana buscando la salvación de los perdidos, de los que no conocían a Dios. Hay otros que ven su apostolado como una lucha sin cuartel por defender la verdad absoluta. Son un tipo de católico activo, luchador, defensor de los valores cristianos, que no guarda silencio y alza su voz. Piensan que con sus palabras, con su coherencia, con sus actos valientes, lograrán que se imponga la verdad y conseguirán que se destierre para siempre la mentira. Habrán vencido en esta lucha cruenta contra el Maligno. Estarán incluso dispuestos a sufrir el martirio si al decir lo que creen eso les acarrea desdichas y rechazos. Cuando los condenen por sus creencias se sentirán seguros abrazados a Dios. Esa imagen de ser apóstol está muy viva a mi alrededor. Son soldados de Cristo que están dispuesto a dar la vida por su rey. Pienso en Pedro que se resistía a dejar morir a Jesús sin usar su espada para defenderlo. Se sentía como su protector, su guardaespaldas. Reconozco que, al escuchar la palabra apóstol, surgen otros sentimientos en mi corazón. Tal vez no encajo en esa imagen de apóstol, no me enciende el alma. Para mí ser apóstol es algo diferente a una lucha sin cuartel por defender verdades absolutas. O por lo menos es así como yo lo vivo. El cristianismo se contagia por envidia. No logro convencer a nadie del valor de aquello en lo que creo con palabras y argumentos. Los ejemplos arrastran. Mi forma de enfrentar la vida, la enfermedad, la muerte, los contratiempos, las dificultades es decisiva. Esa actitud mía en lo bueno y en lo malo es lo que arrastra. La envidia es la que mueve el corazón. Quiero vivir como tú vives, con esa altura, con esa mirada, con esa libertad y paz interior. Y entonces quiero conocer a aquel a quien tú amas. Así se contagia. Así es fecundo el apóstol. Me gusta mirar a Jesús camino al Calvario. Entregado a su Padre. Cargando el dolor del rechazo y el amor profundo que profesaba por el hombre. Veo que Jesús no quiso imponer su verdad. Claro que quería que los hombres cambiaran su corazón y sus ideas. Quería que fueran más de Dios y menos mundanos. Quería que fueran misericordiosos con su hermano. Pero no forzó el corazón del hombre, no se impuso con la fuerza. Nunca les exigió a los hombres su misma mirada. No se impuso nunca por medio de la ira, de la violencia. Eligió como camino la ternura y su mirada siempre reflejó esa misericordia infinita. Y llamó a los suyos para que fueran apóstoles, enviados en la fuerza del Espíritu Santo, en su nombre, según sus formas. Los eligió para enviarlos al mundo. ¿A luchar, a vencer? Pienso que esto no es una guerra. Aunque dentro de mí y en el mundo el bien y el mal estén enfrentados. Pero veo que Jesús ya ha vencido a la muerte. Y veo que el poder del amor es más grande que el del odio. Por eso siento que mi actitud no es la de un guerrero. No soy beligerante, no soy un soldado. Al menos esa no es mi forma. Creo que tampoco fue la manera de Jesús. No lo fue entonces cuando hubiera sido posible reunir un ejército de fieles armados para vencer a los fariseos, a los romanos, a muchos más. Pero esa no era la lucha de Jesús. No era ese su Reino. El suyo era el reino del amor, de la misericordia, de la paz, de la aceptación, de la ofrenda. A menudo pienso que soy un mal apóstol. Porque no lucho con esa fuerza por defender los valores divinos, las normas inamovibles, enfrentado a todos los enemigos de Dios, amigos del demonio. No veo las cosas blancas o negras. He aprendido a ver matices, tonos grises, distintos colores. Y es cierto que me siento turbado ante la fuerza del mal en este mundo, de la injusticia que parece imponerse con su fuerza. Pero no me desanimo ni pierdo la esperanza. Para mí ser apóstol, ser enviado es algo más hondo. Implica una pertenencia a Dios, una forma de vivir, una actitud ante la vida. Es el apostolado del ser el que más importa. Implica en mi vida el deseo de echar raíces en el corazón de Jesús, en la tierra de María. S. Pablo era apóstol: «Les contó cómo había visto al Señor en el camino y que le había hablado y cómo había predicado con valentía en Damasco en el nombre de Jesús. Andaba con ellos por Jerusalén, predicando valientemente en el nombre del Señor. Hablaba también y discutía con los helenistas; pero éstos intentaban matarle». No vivía con violencia tratando de imponer la verdad. Simplemente contaba lo que le había pasado, su experiencia, su humillación camino a Damasco. Y el regalo de esa llamada de amor cuando cambió su vida para siempre. Desde entonces nunca dejó de predicar, de escribir, de contar su historia. Me identifico con su forma de enfrentar la vida. Aunque intentaban matarlo, por no pensar como ellos, Pablo seguía adelante hablando de la misericordia que Dios le había manifestado un día en el desierto. Entonces pienso que hago apostolado con mi forma de enfrentar la vida, con mi actitud en la enfermedad. Con mi manera de acoger al que sufre, al abandonado, al rechazado por otros. Es mi apostolado del ser.

Quiero mirar agradecido a Dios por todo lo que sucede en mi vida. Quiero alabarlo por todo lo que me regala. Hoy escucho: «De ti viene mi alabanza en la gran asamblea, mis votos cumpliré ante los que le temen. Los pobres comerán, quedarán hartos, los que buscan a Dios le alabarán: - ¡Viva por siempre vuestro corazón! Le recordarán y volverán a Dios todos los confines de la tierra, ante Él se postrarán todas las familias de las gentes. Ante Él solo se postrarán todos los poderosos de la tierra, ante él se doblarán cuantos bajan al polvo. Y para aquél que ya no viva, le servirá su descendencia: ella hablará del Señor a la edad venidera, contará su justicia al pueblo por nacer: - Esto hizo Él». Con frecuencia se me olvida todo lo que Dios hace por mí. Es mucho y no me acuerdo. Pienso sólo en lo que me falta, en lo que me duele. Pienso en la salud perdida, en las personas que ya no tengo cerca, en las cosas que ya no hago. Decido hoy de nuevo, como otras veces, pensar en lo bueno de mi vida. En los dones que Dios me regala sin merecerlo. Porque así es su amor. Todo lo que recibo de sus manos no es por merecimiento. No tengo derecho a la vida ni a la salud. No tengo derecho al amor. Una persona me preguntaba: «¿Por qué Dios crea al hombre para que haga cosas buenas?». Me quedé pesando. No me ha creado Dios para que sea bueno y haga el bien. No me ha creado para cumplir todas las normas posibles y obedecer todos sus deseos, hasta los más sutiles. No es ese Dios en el que creo. Él sabe que soy frágil y que no siempre voy a responder al amor con amor. Sabe que no sé cumplir todo lo que me pide. Conoce mi fragilidad y que ante las tentaciones no sé responder con fortaleza. Me dejo llevar y no estoy a la altura de lo que yo mismo esperaba de mí. Por eso hoy de nuevo al levantarme me doy cuenta de que creo en un Dios que me ama y por eso me ha creado. Me ha creado por amor. Soy hijo del amor. Nazco por amor. Le basta a Él con eso. Verme y amarme es el sentido de su amor. Amarme a mí y dejar que yo sienta la caricia suave de su amor. Lo cierto es que, al saberme amado, yo puedo amar en respuesta. Pero soy libre, no me fuerza a amar. El amor nunca es una obligación. Yo decido lo que hago con ese amor. Que yo ame al que me ama es un don al mismo tiempo. Es una respuesta que brota en libertad del alma. Pero no siempre sucede. Tal vez no soporte ese amor inmerecido, no quiera estar en deuda con nadie y me cierre en mi coraza. Me escondo y me alejo del amor que recibo como en una cascada creyendo que así, lejos de ese amor, tendré más paz. Como si no me creyera que ese amor es para mí porque no lo merezco. No tengo derecho al amor y por eso lo rechazo. Y esa actitud mía puede llevarme a exigir que me amen, que me respeten, que me traten bien. Pero no funciona así. El amor no se puede exigir. Y tengo claro que hacer el bien es sólo una consecuencia del amor. Cuando amo a alguien sólo deseo su bien, no su mal. Cuando amo de forma madura es así. Cuando mi amor está enfermo vivo exigiendo y recriminando a quien más amo. Cuando tengo en mi alma un amor verdadero, la verdad es que quiero que le vaya bien y hago todo lo posible para que eso suceda. Amar es desear el bien del otro. Y el amor saca lo mejor de la persona amada. Por eso, al mirar hoy mi vida sólo brota de mi corazón el agradecimiento por tanto amor recibido. Quizás podría detenerme en la queja. En lo que no puedo hacer por culpa de la pandemia. En lo que me falta por el dolor vivido con la partida de mis seres queridos que ya no me acompañan en el camino. Podría centrarme en lo que no poseo porque ya no tengo ese don en mi alma o no lo he recibido. Podría escribir una lista de faltas, de ausencias, de vacíos. Entonces en lugar de gratitud acabaría destilando amargura y quejas por toda mi piel. Eso me dolería. El corazón me duele cuando me fijo en lo que me deben. Como si el amor fuera un derecho. Como si la vida estuviera en deuda conmigo. ¿Dónde he puesto mi corazón? ¿Dónde descansa? El otro día leía: «Yo jamás habría elegido mucho de lo que he tenido que vivir, ¿tú sí? Vivo cada día como si no fuera a despertarme mañana, porque no tenemos elección. Y siempre que vuelvo a levantarme, doy gracias» . Así es como quiero vivir y me duele cuando peco alejándome del amor recibido. Pago con ira, egoísmo, envidia, quejas todo el amor que acaricio en mis días. Siento tanto amor y yo pago a Dios con desprecios y olvidos. Quiero levantarme cada mañana con el gracias en los labios y en el corazón. Un corazón agradecido siempre sonríe, siempre está con paz, siempre vive el presente como un don inmerecido. Me da alegría darles las gracias a los que regalan su vida con alegría. Me da paz agradecerles a los que entregan mucho más amor del que reciben. Me conmueve agradecerle al que da lo que no tiene sin exigir nada como respuesta. Me emocionan esos corazones magnánimos que se dan en la entrega diaria sin medir los esfuerzos, sin calcular lo que entregan. Esos corazones tan agradecidos son para mí un camino de salvación. Quiero tener una mirada como la suya.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 1 de mayo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 2 DE MAYO DE 2021

  


2 de mayo de 2021

 

Hermano:

«Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye»

«Estoy dispuesto a navegar a la deriva sólo si Él va conmigo. Porque solo creo en mí cuando Él cree y solo creo en el mar cuando Él está navegando conmigo y lleva el timón de mi barca»

La vacunación despega en abril: Asturias administra más dosis este mes que en el primer trimestre.

El Principado se sitúa a la cabeza de España en porcentaje de inmunización y de personas con una dosis.

Asturias no relajará restricciones hasta el fin del estado de alarma.

El Principado presentará la próxima semana una adaptación del sistema 4+ con «medidas proporcionadas y adaptadas a cada momento».

Me conmueve cómo Jesús sigue llamando hoy a personas para que sigan su camino en el sacerdocio ministerial y estén con Él, a su lado, toda su vida. Sigue despertando la vocación en los corazones jóvenes en un tiempo en el que es fácil vivir en la superficie de las cosas, sin más profundidad ni hondura. Sigue llamando a una vida a su lado. Con el tiempo he comprendido que el sacerdocio no consiste en hacer muchas cosas por los demás. No consiste en lograr grandes éxitos y ser reconocido en medio del camino por corazones nobles que buscan a Dios en la carne. Me he dado cuenta de que ser sacerdote no es sólo un trabajo, ni tan solo un servicio, es aún más que una forma de vivir. No soy mejor sacerdote si predico bien, si doy buenas charlas o dirijo bien un grupo. Al menos en mi experiencia he comprobado que ser sacerdote es mucho más que todo eso. Es una forma de ser, una pertenencia. Porque Jesús no me llama para ayudarle en un montón de empresas que la mayor parte de las veces me parecen imposibles. No me pide que cree una pastoral inmejorable y logre que mucha gente recupere la fe perdida y llegue al cielo. No me exige un comportamiento intachable en el que no quepa ninguna duda y todo esté claro y perfecto. No me busca porque yo cumpla todas las normas y sea un caso preclaro para los que me siguen. Quizá es el hombre el que ha convertido el sacerdocio en una especie de modelo perfecto para justificar la imperfección propia. Que alguien al menos haga las cosas bien para que yo pueda seguir siendo infiel en lo pequeño y en lo grande. Tal vez yo mismo he convertido el sacerdocio en una especie de máquina perfecta. Atada totalmente al cielo y desprendida totalmente de la tierra. Hombres que viven en una especie de limbo perfecto en el que cumplir se da por supuesto y ser perfecto es la máxima ambición. Quizás el paso de los años me ha hecho comprender que ser sacerdote no me exime de ser pecador. Y tampoco me libera de mi condición errante y vagabunda por este mundo. Quizás lo único que me pide Jesús no es que lo comprenda todo y sea capaz de explicarlo de la forma más clara posible. No me pide que me mantenga incólume y sin mancha a los ojos de los hombres. Sabe cómo soy y quizás por eso me ha elegido para dar la vida, para entregar su vida. Pero no me siento orgulloso de su llamada, tan solo agradecido. No porque piense que mi vocación es la mejor, o la más perfecta, sino porque simplemente creo que me ha dado un lugar en el mundo en el que poder permanecer a su lado. Y siento que todos los caminos llevan a Dios tanto el mío como cualquier otro. Pero también creo que mi alma estaba hecha para seguir sus pasos de esta manera. Tal como Él me creó así me llamó. Y por eso me sigue conmoviendo que haya corazones jóvenes que en medio de este mundo tan disperso y poco profundo escuchen en lo recóndito de su alma una llamada suave, silenciosa y profunda que les pide que vayan a caminar a su lado. Me sigue conmoviendo que haya corazones jóvenes que digan que sí a esta forma de vida en un mundo tan expuesto, en el que ninguno de nosotros está libre de la caída, del error, de ser cuestionado por aquellos a los que sirve. En este mundo que busca una perfección que no encuentra en su propia alma. No me siento especialmente valioso a los ojos del mundo aunque a veces inconscientemente busque el reconocimiento. Más bien creo que el único reconocimiento que merece la pena es el del Jesús al caer la tarde cuando vuelvo cansado. Muere el sol sobre la playa y simplemente le digo a Jesús con mis manos vacías: «Esto es lo que hay, aquí me tienes». Y Él, conmovido por mi franqueza, sujeta mis manos vacías y las eleva al cielo. Y de repente, no sé bien cómo, siento que hay un montón de estrellas llenando el cielo. Acepta mi renuncia y mi entrega. Acepta mis vacíos y mis miedos. Acepta mis alegrías y mis logros. Es todo tan pequeño al lado del cielo lleno de estrellas. Y entonces me dice en mitad del mar que vuelva a remar mar adentro. Y yo le digo que tengo miedo, que estoy cansado y que no he pescado nada en todo el día. Pero Él insiste y yo le digo que por su palabra echaré las redes. Y entonces me rompo como tantas veces lo he hecho. En medio de mis lágrimas siento que estoy hecho para Dios y para el cielo. Y comprendo que no son mis logros lo que Él busca sino solamente que cada día de nuevo, al acabar el día, le diga que le quiero y que no pienso abandonarlo nunca. Y que estoy dispuesto a navegar a la deriva sólo si Él va conmigo, en mi barca. Porque solo creo en mí cuando Él cree y solo creo en el mar cuando Él está navegando conmigo y lleva el timón de mi barca. Yo creo en la vida cuando Él la está despertando en mi propio corazón cada mañana. Y entiendo que el amor humano que ha ido tejiendo en mi corazón es solamente el camino predilecto que Él ha elegido para mí. Para llevarme al cielo. No me ha llamado para no amar la tierra y a los hombres. Al contrario, me ha llamado para amarlos desde mi corazón de Pastor. Así me ha hecho Él a su imagen. Pastor herido, caminante cansado que busca encontrarse con Él a cada paso. Por eso me alegra ver que una y otra vez Dios despierta la vocación donde menos lo espero. Llama corazones jóvenes y los enciende por su amor. Eso me llena de alegría.

No es fácil tomar decisiones, ni saber muy bien lo que Dios me pide. No sé si acierto cada vez que elijo o me estoy dejando llevar por mi debilidad, por las tentaciones que me seducen. No sé si la elección que tomo es la correcta. Por eso he llegado a la conclusión que la decisión tomada es siempre la mejor. Cuando opto por algo no vivo pensando en los otros posibles caminos no elegidos. Si decido subir a la montaña es la mejor elección. Si decido no hacerlo, también lo es. Dejaré una de las opciones sin probar. Y no busco comparaciones que lo que logran es quitarme la paz. Elijo desde lo que soy, desde mi verdad. Y miro a Dios en mi corazón para saber lo que quiere de mí. Quizás no me queda claro, todo lo cubre una nebulosa. No hay luz. En este tiempo de Pascua me dejo iluminar por el Espíritu Santo para saber siempre qué es lo que tengo que hacer. ¿Cuáles son las prioridades en mi vida, mis opciones fundamentales? No siempre lo tengo claro. Es como si todo fuera importante. O tal vez nada lo fuera. Cada decisión es difícil porque tiene que ver con la verdad de mi corazón. Dios quiere que saque lo mejor que hay en mí. Quiere que me entregue desde mi verdad. ¿Hay caminos más correctos que otros? ¿Hay decisiones que debí haber tomado y no tomé? ¿Dejé pasar alguna oportunidad ante mis ojos sin hacer nada? La Pascua es el paso de Dios por mi vida. ¿Lo he visto pasar? A veces no estoy en el momento exacto, en el lugar correcto, para encontrarme con Dios. ¿O quizás es Él quien me busca en mi camino para decirme que me ama sin importarle dónde me encuentro? No lo sé. Mis omisiones me pesan. Decido sin decidir. Me alejo de Dios sin pretenderlo. Y dejo pasar la oportunidad que la vida me brinda sin prestar mucha atención. Estoy tan obsesionado con mis cosas que nada fuera de mis inquietudes me parece importante. Y no veo en una ordenación sacerdotal una llamada de Dios en mi vida a la conversión. No veo en el sí que un joven da a Dios una oportunidad para preguntarme si yo estoy dispuesto a dar tanto o prefiero optar por un camino más fácil. Cada uno en su lugar. Yo en el mío. Sigue pareciéndome un milagro que un ser humano pueda pronunciar con voz firme la palabra siempre. Si mi corazón es tan limitado, ¿cómo es posible? No sé si mañana estaré aquí y con fuerzas. No sé si seré capaz de cargar más tarde esta misma carga. No sé si sonreiré de golpe o mantendré el rostro serio y preocupado. No sé nada y aún así, ¿Soy capaz de pronunciar un sí para siempre? No lo sé. Un impulso, una pasión, un enamoramiento repentino. Siempre que veo en una película la escena en que Pedro reconoce a Jesús en la pesca milagrosa y se enamora, yo me emociono. Porque es ese momento en el que Pedro le dice a Jesús en su alma que sí, que lo seguirá a donde vaya. Ahí me rompo. Le dice que no tendrá dudas de que Él es su lugar. Y no tanto por los muchos peces que rebosan junto a la barca. El motivo no es la promesa de fecundidad. Es más bien esa mirada que rompe todas mis barreras y me deja indefenso. Y entonces mi corazón, como otros corazones, en cualquier vocación a la que Dios les llama, puede decir que sí, que quiere la plenitud para siempre, que está dispuesto a dar hasta el extremo, que quiere vivir amando de la forma como Jesús ama. Y todo porque mi corazón se supo amado. Eso es lo que gatilla mi deseo. Lo que despierta mi anhelo de volar las más altas cumbres. Sin ese encuentro en la barca no habría un sí para siempre. Cada uno sabe cuándo cruzó con Jesús su mirada. Por eso entiendo que muchos jóvenes hoy no quieran amar para siempre, ni jurar fidelidad eterna. Lo entiendo. Un sí sostenido en mi carne débil es tan frágil que cualquier desencuentro lo puede hacer tambalear, cualquier tentación del mundo, cualquier acontecimiento inesperado. Por eso sólo entiendo el infinito sostenido en la mirada de Dios. De otra forma me cuesta verlo. Puede que otros lo vivan sin Dios, para mí sería imposible. Hoy mismo al repetir mi propio sí de nuevo vuelvo a sentir el abismo bajo mis pies. Y le digo a Dios con la timidez de un hijo esa frase que ha marcado mi vida: «Sí, por la gracia de Dios». La pronuncié por primera vez el día de mi ordenación, la repito desde entonces cada día. Sí, estoy dispuesto si Dios me sostiene. Sí, le seguiré si Él mismo navega conmigo y marca con el timón el rumbo que ignoro. Y entonces mi decisión es la correcta. La que un día fue clara y el tiempo no ha logrado nublar. Porque los sueños siguen estando vivos en mi corazón de niño. Y me siento tan pequeño que su amor me levanta por encima de mis inseguridades. Y sueño con llegar a las cumbres que aún no veo. Tengo el alma en paz. Y sea lo que sea lo que decido, lo tengo claro, Dios decide dentro de mi alma.

La paciencia es un don que Dios tiene y que a mí me falta. Sé que siempre me mira con paciencia y misericordia. ¿Cómo puedo aprender yo a tener paciencia? Es difícil. Me obsesiono con las cosas que deseo y me dejo llevar por mis fijaciones. ¿Cómo puedo alterar el ritmo al que el tiempo avanza cada día? Tengo prisa por llegar a la meta y alcanzar los sueños. En esta vida tener demasiada prisa no es bueno porque me tensiona. Tengo claro que todo llega a su tiempo, cuando tiene que ser. Como la planta que crece al ritmo del agua y del sol. A su tiempo, sin prisas. Sin que yo pueda acelerar su crecimiento desde dentro hacia fuera, desde el interior a la superficie, desde lo hondo a las alturas. Sin que pueda forzar al capullo para poder ver la flor. Me abismo en mis miedos queriendo que todo suceda como yo espero. He puesto mi confianza en mis fuerzas, pensando que soy yo el que puede lograrlo todo y alcanzar las metas. Y me asusta que no se arreglen los problemas y la vida no sea como tengo planeado. Y me altero. Tengo que respirar con calma mientras me aferro al presente. No quiero angustiarme por aquello que no depende de mí y no controlo. Me gustaría que fueran las cosas diferentes. Que las aguas tuvieran otro ritmo. Es como cuando el tiempo amenaza lluvia y yo no puedo hacer nada para detener las nubes. ¿La paciencia es un don que viene del cielo? Eso espero, por eso lo pido. Pido ser paciente conmigo mismo, con mis ritmos, con mis talentos y defectos. Paciente al ver que mis imperfecciones complican el ritmo de la vida. Y soy yo un obstáculo que no deja que funcionen las cosas. Paciencia al ver cómo soy yo en mis límites. No me quiero alterar. Quiero perdonar mi pobreza. Sueño con otros tiempos y con otras metas. Miro a mi prójimo y veo también sus límites. Veo que no es como yo deseo y me impaciento. Le pido peras al olmo, como dice el dicho. Espero frutos que la persona no me puede dar. Y me impaciento cuando no se cumple lo que deseo. Como si yo pudiera cambiar a las personas y acelerar sus ritmos sólo con mi deseo. Eso no sucede. Deseo tener la paciencia de Dios. Él espera que la vida cumpla sus ritmos. No se altera, no se enoja con el mundo, ni conmigo. No vive pidiéndole al hombre lo que no le puede dar. Quisiera poseer la paciencia del que ama. «Los educadores son personas que aman y no pueden dejar de amar, y las personas que padecen este estancamiento de los afectos nos dan la ocasión de obrar como el buen samaritano y verter bálsamo sobre sus llagas. Hace falta, además, mucha paciencia, porque ellas se sienten inhibidas ante todo afecto humano» . Es la paciencia del padre que cuida a su hijo en la enfermedad. La paciencia del educador que sabe que los procesos interiores son lentos y profundos. La paciencia de ese Dios de mi vida que me mira como lo hace el buen samaritano. Se detiene, observa y cura mis heridas. Decía el Cura de Ars: «La paciencia de Dios nos aguarda». Pienso en la paciencia del buen samaritano que se detiene al borde del camino para atender al más herido, a aquel al que todos desprecian. Sé que la paciencia es un don que pido todos los días y no me llega. Me impaciento con el amigo importuno que golpea mi puerta una y otra vez. Me pongo nervioso con el que hace las cosas a otro ritmo. No llega lo que deseo y me canso de esperar en mi impaciencia. Al final todo llega, a su tiempo, cada día tiene su afán. El árbol crece a ritmo de años. Y esa planta que parecía muerta después de las heladas cobra vida a ritmo muy lento y pausado. Me gusta pensar en los planes de Dios que no son los míos, porque no me pertenecen. Son suyos. Me adapto a su ritmo. En ocasiones esperar una hora me parece mucho, un día entero demasiado. Un mes es una inmensidad y un año parece eterno. Pero no hay plazo que no se cumpla, todo llega. Para Dios diez años son un día, una sombra que pasa. En Él no hay tiempo, ni prisas, ni plazos que cumplir. Y esa forma de medir la vida me gusta más que mi ritmo agitado e inquieto. Vivo buscando que las cosas se adapten a mí, igual que las personas, en lugar de pensar que soy yo el que tiene que adaptarse a la realidad para no vivir triste y desesperado. No llevo cuentas del mal que recibo ni de las promesas incumplidas. Me contento con poco, eso que sucede es lo que deseo. Miro alegre lo que hay, y no pienso en lo que debiera haber. No espero de la vida lo que no puede darme. Ni de las personas lo que no les he pedido. Aguardo paciente al final del día a que todo suceda según los deseos de Dios, no según los míos. Y beso agradecido la vida como es sin querer que todo sea diferente. Amanezco cada mañana soñando con la noche. Y me acuesto cada noche soñando con el día. Así de sencillo, sin prisas, sin agobios, sin muchas pretensiones.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales

Estandarte

  Estandarte Del fr. ant. estandart, y este del franco *stand hard”, mantente firme. Es una confección textil con colores y símbolos que rep...