9 de mayo de 2021
Hermano:
«El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto;
separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado
fuera, como el sarmiento, y se seca»
«No me conformo con una vida mediocre, sin forma precisa,
sin luz ni alegría. Dios puede hacer conmigo grandes obras. En Él confío»
El fin del estado de alarma abre un nuevo escenario en el
que cada comunidad aplicará sus propias normas.
«No podemos caer en el error de pensar que mañana también
acaba la pandemia»
El presidente asturiano, que insiste en que aún queda un
«esfuerzo extra», confía en que 2021 sea el año de la recuperación económica
del Principado.
3.800 personas de 58 y 59 años, citadas para vacunarse en
Oviedo y Gijón.
Salud hace un llamamiento para que se acuda a la cita a la
hora señalada y para que se compruebe
que los datos de contacto están actualizados.
Ojalá mis sueños fueran siempre más grandes que mi alma.
Cuando no es así, no me valen como sueños. Richard Branson decía: «Si tus
sueños no te asustan es que son lo suficientemente grandes». ¿Cómo de grandes
son mis sueños? ¿Me asustan? ¿Qué tamaño tiene lo que deseo para mi vida? Mi
sueño me hace ver el horizonte eterno hacia el que camino y ante él me siento
desvalido. Mis sueños me hablan de esa vida en plenitud que me trasciende y a
la que estoy llamado. Soy pequeño pero sueño con cosas grandes, porque tengo en
el alma una sed infinita de ser feliz y completo. Una sed insaciable. Una sed
que sólo se saciará del todo en el cielo, no aquí en la tierra. Sé que esta sed
tiene su semilla y sus raíces ya en mi corazón, en mi presente. Lo que sueño,
cuando sueño con lo más grande, ya existe en parte dentro de mí. Y al mismo
tiempo eso que sueño es algo que tiende a su plenitud en el futuro y me
transciende. Mis sueños me abren al mañana y me ponen en marcha hacia esa
aventura. La fuerza que existe en ese sueño me da ánimos para vivir las
dificultades y contratiempos que encuentre en el camino. Víctor Hugo lo expresa
así: «Sé cómo el pájaro que, deteniendo su vuelo un rato en ramas demasiado
débiles, siente cómo ceden bajo su peso, y sin embargo canta, sabiendo que
tiene alas». La rama débil y frágil del presente a menudo tiembla y parece no
sostenerme, pero no importa. Sé que en ese momento tengo la posibilidad de
hundirme y olvidarme de mis sueños. O puedo mirar mis alas y comprender que
estoy hecho para el cielo. Mis alas me recuerdan que le pertenezco al cielo,
que estoy llamado a las alturas. No importa que mi árbol tiemble bajo mi peso,
siempre puedo emprender el vuelo. Los sueños me levantan en momentos difíciles
y duros. Es cierto que cuando era joven tenía sueños grandes, hondos ideales.
Pero luego puede que la vida me haya decepcionado o frustrado. En la lucha
diaria tal vez he sido herido y he dejado de confiar y de soñar. Me he
confrontado con mis límites. Se han frustrado mis planes y la vida que ahora
llevo no se parece en nada a la que un día soñé siendo joven. ¿Es así? No me quiero
lamentar. El presente es siempre el mejor momento de mi vida. En esta hora que
vivo tengo la oportunidad de soñar y confiar en llegar a ser el que deseo, fiel
a lo que Dios ha sembrado en mi alma, a esa semilla que me habla de la
eternidad. Siempre estoy en camino, siempre puedo volver a empezar. Siempre hay
tiempo. Ahora soy mejor persona que cuando era niño, joven. He crecido, he
aprendido. Soy más sabio y no quiero dejar de ser soñador. Los sueños alimentan
mi corazón. Dice un poema de Mario Benedetti: «No te rindas por favor no cedas,
aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle
el viento, aun hay fuego en tu alma, aun hay vida en tus sueños, porque cada
día es un comienzo, porque esta es la hora y el mejor momento, porque no estás
sola, porque yo te quiero». Mi vida se abre en presente en mil opciones de
amar, de dar todo eso que llevo dentro. Siempre puedo empezar de nuevo. No
tengo miedo. ¿Cuáles son esos sueños que sigo soñando? Cada día es un buen
comienzo. No me conformo con lo vivido. No me basta con lo que he logrado. No
es suficiente lo que he pasado. Siempre puedo dar más, lograr más, llegar más
lejos y volar más alto. Lo que yo sueño es sólo mío, y habla mucho de mí, de
cómo soy. No quiero censurar mis sueños. Puede que tenga sueños en mi alma que
son imprudentes, insensatos, locos o imposibles. No me importa, hablan de cómo
soy. Esos sueños se los entrego a Dios. Tengo claro que no todo está en orden
en mi corazón. Y al mismo tiempo todo lo que deseo tiende a una plenitud que
anhelo con todas mis fuerzas. Todos mis sueños humanos, mundanos, locos hablan
de mi verdad. Siendo insensatos e imprudentes me abren el cielo. Soñando en
alto y dentro de mí, aspiro a todo. ¿Qué dicen de mí todos mis sueños? ¿En qué
me reconozco en ellos? En este tiempo de Pascua renuevo mis sueños. Los vuelvo
a soñar, los pronuncio con voz potente. Quiero que el mundo los oiga, los mire,
los acepte. No me conformo con una vida mediocre, sin forma precisa, sin luz ni
alegría. Dios puede hacer conmigo grandes obras. En Él confío.
Siempre he escuchado que la ignorancia es atrevida y osada.
Parece que el que nada sabe nada teme. No conoce y se arriesga. No ha
profundizado en el tema en debate y opina sin saber, sin temer. Con el tiempo
he descubierto que cuanto más sé y conozco más prudente soy. Cuanto más sé de
algo, de alguien, más temores albergo en mi corazón pensando en el futuro.
Conocer es amar. Y saber más de alguien me expone al temor de perderlo. Es como
dejar de poseer lo que he aprendido, conocido y amado. La ignorancia es
atrevida. Opino de algo sin saber, sin temer lo que pueda pasar por decir lo
que digo. No mido las consecuencias de mis actos y de mis palabras. La
ignorancia sobre la vida me vuelve insensato, osado. No temo perder nada porque
aún no lo poseo. Como el joven que arriesga su vida porque todavía sus raíces
no son tan hondas y cree que puede con todo. Hay muchos deportes de riesgo. Uno
se juega la vida en un momento de locura. Se arriesga porque no teme morir. Me gustaría
tener un corazón libre y valiente. No quiero estar atado a lo que tengo, a lo
que vivo, a lo que poseo. Quiero ser más libre de mis ataduras. Más ligero en
mi vuelo sin dejar de atarme. Me pesa mucho lo que sé, lo que guardo, lo que
acumulo con afán posesivo. Los santos son hombres libres. Aman y echan raíces,
conocen en el corazón y se atan a la vida. Y al mismo tiempo que aman el mundo,
están amando íntimamente a Dios en sus entrañas. Están tan atados al cielo como
a la tierra. No les duele la separación de la tierra, porque ese amor hondo al
cielo los mantiene apegados a Dios. Viven con libertad sus amores. Pero no por
ello dejan de sufrir al amar. Tienen dolor en su corazón cada vez que parten. Y
se llevan consigo, pegado a la piel y al alma, todo lo que han querido. No han
optado por un solo posible camino en su vida. Han dejado abierto el mar ante
sus ojos como rumbo que ha de seguir su barca. Y no se asustan si los vientos
inquietan. O si nada es tan razonable como ellos hubieran querido. Aceptan la
realidad con el dolor que conlleva, sin negar lo que les duele, sin olvidar lo
que aman. Me gusta esa libertad interior de los santos. Aman y se saben amados.
«Todos los santos comenzaron a aspirar de forma efectiva a las cumbres del
monte de la perfección, es decir, a ser santos, cuando se comprendieron a sí
mismos como ocupación predilecta de Dios e hicieron de Dios su ocupación
predilecta» . No ignoran el amor de Dios. Saben que son amados y se atreven
ellos a amar hasta el extremo. La ignorancia es atrevida. Lo es cuando el que
ignora no teme las consecuencias de sus actos. Pero el santo es atrevido porque
ha visto el amor que Dios le tiene y no teme ya nada. Los santos son libres y
valientes. No viven acobardados reteniendo su vida con fuerza. No se aferran a
los sueños aún cuando estos parezcan irrealizables. Los santos se saben amados.
Han conocido el amor y no renuncian al dolor que conlleva. Viven en presente
sin dejar de aventurarse en un futuro incierto. Con las manos atadas a Dios.
Con el corazón entregado por entero. El saber no me limita. Cuando más conozco
lo que amo más libre puedo llegar a ser. El amor me libera de las ataduras.
Cuando amo sin imponer cadenas. Cuando amo dando libertad. Cuando amo de forma
sana y auténtica. El temor aniquila el amor. Mi amor es libre y me libera. Y
libera también a los que amo. Así quiero amar siempre, con ese amor que Dios me
regala y hace que cale profundamente en mi alma. Cuando amo de forma correcta
soy más libre. Decía Jacques Philippe: «Mirarnos menos y mirar más a Dios y
dejarnos mirar por Él. Aunque no nos atrevemos a mirarle Él nos mira primero
como hijos. ¡Dejémonos mirar por Jesús!» . Cuando dejo de mirarme, de pensar
tanto en mí, camino más ligero por los caminos. No vivo con aprehensión pensando
en el mañana. No vivo queriendo retener los días para que no mueran. Dejo que
Jesús me mire y yo lo miro. En eso consiste el amor sabio. Es un amor que
conoce al amado y no lo suelta. Sabe que le pertenece y esa pertenencia lo
libera. Un corazón valiente no trata de contentar a unos y a otros. No espera
que el mundo aplauda todas sus acciones. Vive confiado en ese amor que lo
sostiene incluso cuando su barca va a la deriva. Esa actitud de los santos es
la que quiero para mí. Ese valor en medio de la batalla cuando parece todo
perdido. Quiero ser atrevido sin perder el norte y confiar en que el amor de
Dios será el que me sostenga siempre. El amor de Jesús me anima a amar. La
mirada de Jesús es la que sostengo mirando sus ojos. Y confío en que su fuerza
será la que mueva mis pasos en medio de la batalla, cuando tiemblo y el miedo
es fuerte en mi interior.
¿Qué significa ser apóstol en este mundo en el que Dios
parece estar ausente? En una ocasión una persona me dijo: «Siento que desde que
estoy en Schoenstatt no hago apostolado». Me quedé pensando. ¿Qué significa
hacer apostolado? Pareciera que para algunos hacer apostolado es lograr que
otros se conviertan y crean, esos que ahora están lejos y no creen, y parecen
perdidos. Puede ser. Pablo recorría tierra pagana buscando la salvación de los
perdidos, de los que no conocían a Dios. Hay otros que ven su apostolado como
una lucha sin cuartel por defender la verdad absoluta. Son un tipo de católico
activo, luchador, defensor de los valores cristianos, que no guarda silencio y
alza su voz. Piensan que con sus palabras, con su coherencia, con sus actos
valientes, lograrán que se imponga la verdad y conseguirán que se destierre
para siempre la mentira. Habrán vencido en esta lucha cruenta contra el
Maligno. Estarán incluso dispuestos a sufrir el martirio si al decir lo que
creen eso les acarrea desdichas y rechazos. Cuando los condenen por sus
creencias se sentirán seguros abrazados a Dios. Esa imagen de ser apóstol está
muy viva a mi alrededor. Son soldados de Cristo que están dispuesto a dar la
vida por su rey. Pienso en Pedro que se resistía a dejar morir a Jesús sin usar
su espada para defenderlo. Se sentía como su protector, su guardaespaldas.
Reconozco que, al escuchar la palabra apóstol, surgen otros sentimientos en mi
corazón. Tal vez no encajo en esa imagen de apóstol, no me enciende el alma.
Para mí ser apóstol es algo diferente a una lucha sin cuartel por defender
verdades absolutas. O por lo menos es así como yo lo vivo. El cristianismo se
contagia por envidia. No logro convencer a nadie del valor de aquello en lo que
creo con palabras y argumentos. Los ejemplos arrastran. Mi forma de enfrentar
la vida, la enfermedad, la muerte, los contratiempos, las dificultades es
decisiva. Esa actitud mía en lo bueno y en lo malo es lo que arrastra. La
envidia es la que mueve el corazón. Quiero vivir como tú vives, con esa altura,
con esa mirada, con esa libertad y paz interior. Y entonces quiero conocer a
aquel a quien tú amas. Así se contagia. Así es fecundo el apóstol. Me gusta
mirar a Jesús camino al Calvario. Entregado a su Padre. Cargando el dolor del
rechazo y el amor profundo que profesaba por el hombre. Veo que Jesús no quiso
imponer su verdad. Claro que quería que los hombres cambiaran su corazón y sus
ideas. Quería que fueran más de Dios y menos mundanos. Quería que fueran
misericordiosos con su hermano. Pero no forzó el corazón del hombre, no se
impuso con la fuerza. Nunca les exigió a los hombres su misma mirada. No se
impuso nunca por medio de la ira, de la violencia. Eligió como camino la
ternura y su mirada siempre reflejó esa misericordia infinita. Y llamó a los
suyos para que fueran apóstoles, enviados en la fuerza del Espíritu Santo, en
su nombre, según sus formas. Los eligió para enviarlos al mundo. ¿A luchar, a
vencer? Pienso que esto no es una guerra. Aunque dentro de mí y en el mundo el
bien y el mal estén enfrentados. Pero veo que Jesús ya ha vencido a la muerte.
Y veo que el poder del amor es más grande que el del odio. Por eso siento que
mi actitud no es la de un guerrero. No soy beligerante, no soy un soldado. Al
menos esa no es mi forma. Creo que tampoco fue la manera de Jesús. No lo fue
entonces cuando hubiera sido posible reunir un ejército de fieles armados para
vencer a los fariseos, a los romanos, a muchos más. Pero esa no era la lucha de
Jesús. No era ese su Reino. El suyo era el reino del amor, de la misericordia,
de la paz, de la aceptación, de la ofrenda. A menudo pienso que soy un mal
apóstol. Porque no lucho con esa fuerza por defender los valores divinos, las
normas inamovibles, enfrentado a todos los enemigos de Dios, amigos del
demonio. No veo las cosas blancas o negras. He aprendido a ver matices, tonos
grises, distintos colores. Y es cierto que me siento turbado ante la fuerza del
mal en este mundo, de la injusticia que parece imponerse con su fuerza. Pero no
me desanimo ni pierdo la esperanza. Para mí ser apóstol, ser enviado es algo
más hondo. Implica una pertenencia a Dios, una forma de vivir, una actitud ante
la vida. Es el apostolado del ser el que más importa. Implica en mi vida el
deseo de echar raíces en el corazón de Jesús, en la tierra de María. S. Pablo
era apóstol: «Les contó cómo había visto al Señor en el camino y que le había
hablado y cómo había predicado con valentía en Damasco en el nombre de Jesús.
Andaba con ellos por Jerusalén, predicando valientemente en el nombre del
Señor. Hablaba también y discutía con los helenistas; pero éstos intentaban
matarle». No vivía con violencia tratando de imponer la verdad. Simplemente
contaba lo que le había pasado, su experiencia, su humillación camino a
Damasco. Y el regalo de esa llamada de amor cuando cambió su vida para siempre.
Desde entonces nunca dejó de predicar, de escribir, de contar su historia. Me
identifico con su forma de enfrentar la vida. Aunque intentaban matarlo, por no
pensar como ellos, Pablo seguía adelante hablando de la misericordia que Dios
le había manifestado un día en el desierto. Entonces pienso que hago apostolado
con mi forma de enfrentar la vida, con mi actitud en la enfermedad. Con mi
manera de acoger al que sufre, al abandonado, al rechazado por otros. Es mi
apostolado del ser.
Quiero mirar agradecido a Dios por todo lo que sucede en mi
vida. Quiero alabarlo por todo lo que me regala. Hoy escucho: «De ti viene mi
alabanza en la gran asamblea, mis votos cumpliré ante los que le temen. Los
pobres comerán, quedarán hartos, los que buscan a Dios le alabarán: - ¡Viva por
siempre vuestro corazón! Le recordarán y volverán a Dios todos los confines de
la tierra, ante Él se postrarán todas las familias de las gentes. Ante Él solo
se postrarán todos los poderosos de la tierra, ante él se doblarán cuantos
bajan al polvo. Y para aquél que ya no viva, le servirá su descendencia: ella
hablará del Señor a la edad venidera, contará su justicia al pueblo por nacer:
- Esto hizo Él». Con frecuencia se me olvida todo lo que Dios hace por mí. Es
mucho y no me acuerdo. Pienso sólo en lo que me falta, en lo que me duele.
Pienso en la salud perdida, en las personas que ya no tengo cerca, en las cosas
que ya no hago. Decido hoy de nuevo, como otras veces, pensar en lo bueno de mi
vida. En los dones que Dios me regala sin merecerlo. Porque así es su amor.
Todo lo que recibo de sus manos no es por merecimiento. No tengo derecho a la
vida ni a la salud. No tengo derecho al amor. Una persona me preguntaba: «¿Por
qué Dios crea al hombre para que haga cosas buenas?». Me quedé pesando. No me
ha creado Dios para que sea bueno y haga el bien. No me ha creado para cumplir
todas las normas posibles y obedecer todos sus deseos, hasta los más sutiles.
No es ese Dios en el que creo. Él sabe que soy frágil y que no siempre voy a
responder al amor con amor. Sabe que no sé cumplir todo lo que me pide. Conoce
mi fragilidad y que ante las tentaciones no sé responder con fortaleza. Me dejo
llevar y no estoy a la altura de lo que yo mismo esperaba de mí. Por eso hoy de
nuevo al levantarme me doy cuenta de que creo en un Dios que me ama y por eso
me ha creado. Me ha creado por amor. Soy hijo del amor. Nazco por amor. Le
basta a Él con eso. Verme y amarme es el sentido de su amor. Amarme a mí y
dejar que yo sienta la caricia suave de su amor. Lo cierto es que, al saberme
amado, yo puedo amar en respuesta. Pero soy libre, no me fuerza a amar. El amor
nunca es una obligación. Yo decido lo que hago con ese amor. Que yo ame al que
me ama es un don al mismo tiempo. Es una respuesta que brota en libertad del
alma. Pero no siempre sucede. Tal vez no soporte ese amor inmerecido, no quiera
estar en deuda con nadie y me cierre en mi coraza. Me escondo y me alejo del
amor que recibo como en una cascada creyendo que así, lejos de ese amor, tendré
más paz. Como si no me creyera que ese amor es para mí porque no lo merezco. No
tengo derecho al amor y por eso lo rechazo. Y esa actitud mía puede llevarme a
exigir que me amen, que me respeten, que me traten bien. Pero no funciona así.
El amor no se puede exigir. Y tengo claro que hacer el bien es sólo una
consecuencia del amor. Cuando amo a alguien sólo deseo su bien, no su mal.
Cuando amo de forma madura es así. Cuando mi amor está enfermo vivo exigiendo y
recriminando a quien más amo. Cuando tengo en mi alma un amor verdadero, la
verdad es que quiero que le vaya bien y hago todo lo posible para que eso
suceda. Amar es desear el bien del otro. Y el amor saca lo mejor de la persona
amada. Por eso, al mirar hoy mi vida sólo brota de mi corazón el agradecimiento
por tanto amor recibido. Quizás podría detenerme en la queja. En lo que no
puedo hacer por culpa de la pandemia. En lo que me falta por el dolor vivido
con la partida de mis seres queridos que ya no me acompañan en el camino.
Podría centrarme en lo que no poseo porque ya no tengo ese don en mi alma o no
lo he recibido. Podría escribir una lista de faltas, de ausencias, de vacíos.
Entonces en lugar de gratitud acabaría destilando amargura y quejas por toda mi
piel. Eso me dolería. El corazón me duele cuando me fijo en lo que me deben.
Como si el amor fuera un derecho. Como si la vida estuviera en deuda conmigo.
¿Dónde he puesto mi corazón? ¿Dónde descansa? El otro día leía: «Yo jamás
habría elegido mucho de lo que he tenido que vivir, ¿tú sí? Vivo cada día como
si no fuera a despertarme mañana, porque no tenemos elección. Y siempre que
vuelvo a levantarme, doy gracias» . Así es como quiero vivir y me duele cuando
peco alejándome del amor recibido. Pago con ira, egoísmo, envidia, quejas todo
el amor que acaricio en mis días. Siento tanto amor y yo pago a Dios con
desprecios y olvidos. Quiero levantarme cada mañana con el gracias en los
labios y en el corazón. Un corazón agradecido siempre sonríe, siempre está con
paz, siempre vive el presente como un don inmerecido. Me da alegría darles las
gracias a los que regalan su vida con alegría. Me da paz agradecerles a los que
entregan mucho más amor del que reciben. Me conmueve agradecerle al que da lo
que no tiene sin exigir nada como respuesta. Me emocionan esos corazones
magnánimos que se dan en la entrega diaria sin medir los esfuerzos, sin
calcular lo que entregan. Esos corazones tan agradecidos son para mí un camino
de salvación. Quiero tener una mirada como la suya.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.