Con el día de Pascua, comienza el mensaje de ser testigos de la esperanza en el mundo de hoy:
“El hombre actual, que se ha vuelto tan desarraigado y sin hogar, necesita personas que le ofrezcan un hogar. (...) Yo me siento encasa donde me encuentro ante una persona a la que siento cimentada en Dios. Cuanto más esté yo mismo en casa en Dios, tanto más podré llegar a ser hogar para innumerables personas”.
Éste es el mensaje de la Pascua. María ha hallado hogar en Juan, en nosotros, para que
nosotros encontremos hogar en Ella y en Dios. Sólo así nuestra vida será un anuncio de
Pascua y esperanza para el mundo de hoy. Sólo cuando vivimos anclados en Dios,
cuando nuestros fundamentos están firmes en Él, cuando, a pesar de las caídas,
volvemos a Él con un corazón arrepentido para volver a empezar, podemos ser hogar
para tantos corazones desarraigados que necesitan paz. Nos recuerda Benedicto XVI
que somos testigos, cuando “por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se
comunica”. Esta Pascua nos impulsa a ser en el mundo misioneros de la Resurrección, Testigos de la vida y la esperanza.
Pero, además, el mensaje de la Pascua, el mensaje de la vida eterna y de la promesa de Resurrección que hoy está presente en su Iglesia, nos lleva a poner nuestros ojos en los ojos de María.
Es lo que hace Ella con cada uno de nosotros desde el momento en que, al pie de la cruz, recibió el
encargo de su hijo y se quedó en casa de Juan. Así María acogió a los discípulos en este tiempo pascual, cuando todavía no están preparados para ser testigos. Así hace con nosotros, por eso queremos dejarnos educar por Ella. Queremos ser consagrados a Ella como sus hijos. Queremos, como Juan, recibir a María en nuestra casa, en nuestra vida.
“Nosotros le entregamos a la Madre de Dios el cetro, se lo ponemos en
las manos. Sentimos que está naciendo un mundo nuevo. ¿Quién sabe hacia dónde se dirige
todo esto? Nos hallamos inmersos en un terremoto espiritual. Por eso nos regalamos
nuevamente a la Madre de Dios con la intención de que Ella tome el cetro en sus manos. Ella
debe gobernar, Ella debe gobernar las distintas casas de nuestra Comunidad, cada uno de
nuestros corazones."
Hoy entregamos a María nuestra vida para que Ella mande en
nuestros corazones, la coronamos como nuestra Reina porque nos sabemos
pequeños y con miedo. Es lo que ahora hacemos al comenzar la Pascua. Las palabras de Cristo dirigidas a María desde la cruz nos llenan de paz y consuelo. “He ahí a tu Madre”.
Sólo sabemos que desde
levantada, el sepulcro vacío, el corazón revive. Abrazamos a María con la esperanza de
saber que está comenzando un tiempo nuevo y que Ella va a guiar nuestros pasos.
Además, el mensaje de este día nos lleva a mirar nuestra vida con humildad. No
acabamos de tomar en serio nuestra pequeñez y la grandeza del don que hoy
recibimos. S. Agustín decía:
“Dios, coronando nuestros méritos, corona sus propios dones”.
La Pascua es la corona que recibimos sin merecerlo, como don gratuito. No son
nuestros méritos, no es la forma como hemos vivido la cuaresma lo que nos hace
merecedores de la vida. La Resurrección desborda nuestra entrega y supera nuestra
debilidad. Decía la Madre Teresa:
“Cuanto menos tengamos, más tendremos para dar.
Porque el amor que se fundamenta en el sacrificio siempre crece” “Es necesario vaciarse para
poder dar siempre más. Y así, al dar siempre más, recibimos nosotros mucho más de los que
damos”.
El amor que ha pasado por la cruz y la muerte surge con una vida nueva.
Cuando hemos entregado todo, tenemos más todavía que podemos dar. Es el misterio
de la Pascua, del Paso de Dios a través del dolor de la cruz en nuestras vidas.
Hoy abrimos el sepulcro de nuestro interior. Dejamos que desaparezca aquello que
en nosotros está sin vida. Hoy soltamos las cadenas que nos esclavizan y no nos dejan
aspirar a lo más alto. Hoy soñamos y elevamos nuestro canto, sabiendo que el sepulcro
está vacío y que Dios ha vencido en nuestra muerte. Hoy caen los clavos que han atado
a Cristo a la cruz. Los clavos que nos pesaron el viernes al tomarlos en nuestras manos
y pensar en nuestro pecado, en nuestra debilidad, en nuestras heridas. Hoy esos clavos
caen y surge la vida. De las heridas dejadas por los clavos, surgen ríos de agua viva.
En esas heridas abiertas resucitamos juntos a la vida verdadera.
Dios está vivo y vive en todos aquellos que, con sus vidas, hoy quieren tocar su cuerpo glorioso.
Artículo enviado por:Jesús Manuel Cedeira Costales
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