En 1917, además del espectro devastador de la guerra, se vivía, al principio del siglo, otra terrible amenaza para el hombre: las ideologías y praxis que rechazaban la dimensión espiritual del hombre y su vocación eterna hacia Dios.
El Mensaje de la Señora, comunicado al mundo a través de tres niños, en un lenguaje simple que tiene el sello de una época y una cultura, plantea, enfrentándolo claramente, el problema esencial de la humanidad: sin Dios, el hombre está incompleto y se pierde. Es necesario que él reconozca su incapacidad para, por sí mismo, realizar a plenitud sus aspiraciones. Es importante que reconozca que es pecador y cambie la orientación de su vida (penitencia y conversión), centrando en Dios toda su existencia. Al final del siglo, la situación no es, en términos generales, muy diferente: las ideologías ateístas y materialistas siguen negando, o simplemente ignorando a Dios en la vida personal, política, económica, científica y cultural de la humanidad. En este escenario, el Mensaje de Fátima continúa siendo indiscutiblemente actual.
El mensaje de fátima y la misión de la iglesia en el mundo
La Iglesia se siente hoy profundamente interpelada a reiniciar un nuevo ciclo en su perenne misión evangelizadora: “La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está bien lejos de haber alcanzado su pleno cumplimiento. Al final del segundo milenio de su venida, una visión de conjunto de la humanidad nos muestra que tal misión está apenas en sus comienzos y que debemos empeñarnos con todas las fuerzas en su servicio”. Así comienza la reciente Carta Apostólica de Juan Pablo II sobre la Misión de la Iglesia.
En el Mensaje de Fátima es bastante clara la preocupación por la misión de la Iglesia en el mundo, y por la responsabilidad de todos los cristianos en la salvación de la humanidad, a partir de una fe vivida en profundidad y con dinamismo apostólico. De hecho, Nuestra Señora pedía a los pastorcitos —y a través de ellos a todos nosotros— tener disponibilidad, con espíritu decidido de entrega, hacia la oración y el sufrimiento, para colaborar con Dios en la obra de salvación: que todo fuese hecho y soportado por la conversión de los pecadores. Así expresaba Ella en 1917, su preocupación por la salvación universal.
Lo que quiere decir es que Dios quiere salvar a la humanidad, asociándola a su vida divina; pero para ese proyecto, Dios cuenta con la participación activa y responsable de los mismos hombres, que no sólo serán los beneficiados, sino también intervendrán en su salvación. Esta colaboración con Dios, sólo es posible a partir de una unión muy profunda de cada uno con Dios: en la fe, la oración, la fidelidad a las Verdades de Dios (o “Dogmas de fe”) y a su Voluntad (“conversión”). O sea, que a partir de una fe, auténtica y profundamente vivida y testimoniada, es que el cristiano puede colaborar con Dios en la salvación de todos los hombres. De hecho, el fundamento de la misión de la Iglesia, como nos lo recuerda el Papa en su Carta Apostólica “Redemptoris Missio”, no es sólo un mandato formal de Cristo, sino una exigencia de la propia fe: quien vive en unión con Dios siente inevitablemente la necesidad de comunicar a otros la riqueza del Amor de Dios que vive en él. Él sabe que ese amor”es verdadera liberación” y que en Cristo es que “somos liberados de toda alienación y extravío, de la esclavitud y poder del pecado y de la muerte”. Cristo es verdaderamente, “nuestra paz” (Ef 2,14), y el amor de Cristo nos impele (2Cor 5,14), dando sentido y alegría a nuestra vida. La misión es un problema de fe, de la medida exacta de nuestra fe en Cristo y de su amor por nosotros (Juan Pablo II, Redemptoris Missio 11).
María en la misión de la iglesia
María es presentada, en la historia de la salvación, como el mejor testigo y el más perfecto modelo de esta colaboración con Dios en su proyecto de salvación de la humanidad, por su fe (“Feliz tú porque has creído”), por su disponibilidad de entrega (“He aquí la Esclava del Señor”), por la pedagogía maternal con la que conduce a la humanidad hacia Cristo, el único Salvador (“Hagan todo lo que Él les diga”) y por su intercesión ante el Salvador en favor de los hombres (“no tienen vino”).
Al final del siglo XX, desde Fátima, María continúa actuando como la íntima colaboradora de Cristo, llamando a todos los hombres —en todas las lenguas— a la conversión a su Hijo. Ella habla con autoridad, pues, fiel a la gracia que Dios le ofreció, siguió los caminos de Cristo con una entrega y un valor extraordinarios, venciendo todas las pruebas, todas las dudas y todas las contrariedades. Así, ella adquiere la autoridad para —con su actitud maternal que la gloria del cielo no anula— pedir a sus hijos: “sean como vuestra madre, tengan un corazón sin mancha de egoísmo, verdaderamente “inmaculado”, disponible, atento, generoso, alegre, confiado…” La devoción al Corazón Inmaculado de María, tantas veces limitada a un puro sentimentalismo vacío de cualquier significación teológica, se traduce en un lenguaje actualizado, en un aprendizaje, difícil, pero gratificante, de la corresponsabilidad de cada cristiano en la misión de la Iglesia —a partir de una fe sólida y esclarecida— para comunicar al mundo la novedad y la fuerza transformadora del Evangelio.
La noche del 12 de mayo pasado, el Santo Padre nos dirigió el siguiente llamamiento en Fátima: “Los exhorto, amados hermanos, a perseverar en la devoción a María. Cuanto más vivamos y progresemos en nuestra actitud de entrega, tanto más nos llevará a conocer las inescrutables riquezas de Cristo (Ef 3,8), y de este modo, nos hace posible reconocer, cada vez más, en toda su plenitud, nuestra dignidad, y el sentido definitivo de nuestra vocación, porque sólo Cristo revela plenamente al hombre a sí mismo (GS 22). María ayuda a sus hijos en estos años del adviento del tercer milenio, a encontrar en Cristo el camino de regreso a la Casa del Padre común”. En una audiencia general en Roma, el día 15 de mayo, refiriéndose a su visita a Fátima, el Papa insistía:”El Corazón de la Madre de Dios es un corazón de Madre que toma a su cuidado no sólo a los hombres, sino también pueblos enteros y naciones. Este corazón está totalmente dedicado a la misión salvífica de Cristo Redentor en el mundo, Redentor de los hombres.”
Fátima y la nueva evangelización
La evangelización no es un simple ejercicio de pregonar y difundir el Evangelio a través de los medios de comunicación hoy existentes. La evangelización, como ya Pablo VI recordaba en su exhortación apostólica “Evangelii Nuntiandi”, consiste en la transformación, desde el interior, de toda la existencia y de todos los dinamismos de la vida individual y colectiva de los hombres (cf. 18 y 19).
El Mensaje de Fátima contiene una dimensión claramente misionera y es punto de partida para la nueva evangelización. Fue esto lo que el Santo Padre, con su autoridad de Pastor universal, destacó en su última visita a Fátima: “Fátima, lugar de profundos llamamientos sobrenaturales, ¿no tiene por ventura, un papel qué desempeñar en esta nueva y necesaria evangelización? Fátima, atenta en la silenciosa escucha de Dios que la caracteriza, continua siendo un punto de referencia y de llamamiento a vivir el Evangelio” (Juan Pablo II, Fátima, 13 de mayo de 1991).
Fátima nos trajo, y continúa trayéndonos, la certeza del amor infinito de Dios por la humanidad. Dios quiere salvar a todos los hombres: “Llevar a todos los hombres al cielo…” así se expresa la universalidad del designio salvífico de Dios. El infierno —el terrible infierno visto según las imágenes pictóricas de la época— es una posibilidad. Los hombres son libres de aceptar o de rehusar a Dios. Mas es evitable: Todos los hombres se pueden salvar, ¡el amor de Dios siempre es mayor que nuestros pecados! Seguros del amor de Dios, motivados a un cambio de vida, abandonando los caminos del egoísmo, el odio, la violencia, el sensualismo y la injusticia. Volviéndonos como María, “cómplices” de Dios y sus aliados. No sólo no ofendiendo a Dios que está muy ofendido por nuestros pecados, por nuestra inercia y por nuestra indiferencia respecto a sus proyectos de salvación, sino también queriendo estar con Él, ofreciéndole, como a un Amigo que se ha ofendido, nuestro amor, nuestra solidaridad y nuestro desagravio.
Conclusión
Un estudio más atento del Mensaje de Fátima, la traducción de sus grandes llamamientos al lenguaje actual, la reflexión sobre los acontecimientos y las realidades del mundo de hoy y la meditación de la Palabra de Dios, ponen de relieve la actualidad del Mensaje de Fátima. De hecho, este Mensaje “contiene una verdad y un llamamiento que, en su contenido fundamental, son la verdad y el llamamiento del propio Evangelio” (Juan Pablo II en Fátima, mayo 13 de 1982).
En estos tiempos de reconocida urgencia de una nueva evangelización, Fátima se revela como un gran centro de motivación y esclarecimiento para esta nueva evangelización, tan urgente que no puede ser dejada para mañana, ¡tiene que comenzar hoy! En respuesta a los pedidos de Nuestra Señora, el Santo Padre, además de renovarlos y subrayarlos, invita desde Fátima al Sínodo especial sobre la Evangelización de Europa y dirige este especial llamado: “he venido aquí para convocar a todo el Pueblo de Dios a evangelizar el mundo, tanto en el sentido de que se conformen cada vez más con el Señor aquellos que ya lo conocen, como en el de llevar la Buena Nueva a las innumerables multitudes de hombres y mujeres que todavía desconocen la salvación de Cristo…” (Juan Pablo II, a su llegada a Lisboa, mayo 10, 1991).
Artículo enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales.
Fuente: Texto del P. José Juan Aires Lobato (Boletín Cruzados de Fátima 1992)
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