Una terrible epidemia de peste asoló Sevilla en el año 1649. La ciudad nunca volvería a ser la misma. Se estima que más de cincuenta mil personas murieron en un año fatídico que llenó la ciudad de enterramientos colectivos y que despobló barrios. Fue un año sin Semana Santa, curiosamente por la lluvia que anegó la ciudad. Pero hubo, contradicciones de otros tiempos, grandes procesiones extraordinarias.
Todo comenzó con rumores en enero que advertían de la llegada de la epidemia desde las costas de Cádiz. Aunque el Asistente cerró el comercio con estas ciudades, hubo gentes del comercio que llegaron a bromear con los efectos, aludiendo que afectaba a pocas personas, de círculos muy pobres. El día de Pascua de Resurrección, 4 de abril, tras la ausencia de cofradías, se confirmaba que las muertes por contagio se multiplicaban por toda la ciudad, con calles en las que se empezaban a acumular los muertos. Habilitado el Hospital de la Sangre, actual sede del Parlamento de Andalucía, recibió a miles de enfermos que apenas podían ser atendidos, convirtiéndose sus aledaños en un cementerio improvisado. Cuerpos con carros llegaban a la ermita de San Sebastián, donde también se enterrarían miles de cuerpos. Una epidemia que no hizo distinciones: sólo en el convento Casa Grande de San Francisco pudieron morir casi un centenar de frailes.
Un año sin cofradías, pero con procesiones extraordinarias. Llegada la fiesta del Corpus, el Cabildo de la Catedral decidió que debía celebrarse “con la solemnidad de siempre”. Algo realmente imposible pues apenas había personas para participar en el cortejo. Pero salió a la calle, con apenas ocho cruces parroquiales, algunos canónigos y el Santísimo portado en la custodia chica. Hubo cante y baile de seises, contemplado por una ciudad tan devota como falta de luces en tiempos del Barroco. No sería la única procesión en medio de la epidemia. A la desaparecida iglesia de San Miguel, en la actual plaza del Duque, se dirigiría días más tarde una nueva procesión de rogativas. El analista Ortiz de Zuñiga describe otra de las procesiones que se celebró, la que sacó “a la calle” a la imagen de Nuestra Señora de los Reyes: “Al salir por la puerta de los Palos, al ver a la Santísima Virgen, fueron tantos los gemidos y suspiros, los sollozos y clamores, las voces desentonadas de todos los que esperaban a la Señora, que los que iban en la procesión lloraban sin desconsuelo, y unos y otros a gritos pedían a Dios y a su Santísima Madre misericordia”. Un cuadro dantesco al que siguió una novena ante la imagen en el altar mayor de la Catedral.
El día 2 de julio saldría en procesión hasta la Catedral la milagrosa imagen del Cristo de San Agustín, la histórica talla gótica que más devoción tuvo en los tiempos del Medievo y la Edad Moderna, un Crucificado del desaparecido convento agustino que había procesionado en tiempos de riadas, en tiempos de sequías y hasta para rogar por empresas internacionales, como las guerras contra Inglaterra en el siglo XVI. Portado a hombros, la imagen medieval de cabellos naturales y largo sudario fue colocada entre los dos coros de la Catedral, hablando las crónicas de que en este día se “experimentó el mayor alivio” en la epidemia gracias al Protector de la ciudad. En esta fecha llegó el acuerdo capitular de hacer un voto solemne de la ciudad al devoto Cristo, con misa y sermón solemne, un protocolo que, pasados los siglos, sigue manteniendo cada 2 de julio la corporación municipal sevillana.
El mismo mes de julio, el día cuatro, procesionó la Sacramental del Sagrario llevando el Santísimo Sacramento bajo palio, con más de cuarenta hermanos en el cortejo. Apenas una semana más tarde sería la hermandad Sacramental del Divino Salvador la que organizó una procesión sacramental.
El verano del año 1649 fue dramático: casi dos mil muertos diarios en la ciudad que todavía era el gran puerto y puerta de Europa en el camino a las Indias. Todavía habría una procesión más, el siete de septiembre se trasladó la imagen de la Virgen de la Hiniesta, otra histórica talla medieval, desde su templo de San Julián hasta el altar mayor de la Catedral, lugar donde quedaría colocada al culto público entre dos blandones de plata encendidos. Allí permaneció hasta el quince de septiembre.
La gran epidemia de peste comenzó a remitir en octubre y a finales de diciembre se pregonó su final. Decenas de miles de muertos convirtieron la ciudad en una sombra de sí misma: una gran urbe barroca que mezcló devoción, superstición y providencialismo anacrónico. Fue el año de la gran mortandad, sin Semana Santa, pero con incomprensibles procesiones extraordinarias a los ojos del siglo XXI.
Artículo enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
Fuente:
Texto de Manuel Jesús Roldán
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