Jesucristo
resucitado no nos saca de la historia, sino que nos inserta más a fondo en la
vida de la Iglesia. Vamos a acercarnos a la aparición que nos refiere san Lucas
en el capítulo 24. Es el evangelio de este domingo 3º de Pascua. Se trata del
pasaje de los discípulos de Emaús. Tiene lugar la tarde del primer día de la
semana, la tarde del domingo de resurrección. Vamos a asistir a la
transformación de la situación, como la que sucedió con la Magdalena.
«Aquel mismo día
iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba setenta estadios de
Jerusalén» (Lc 24,13). Son varios los lugares que se disputan este lugar.
Seguramente sería uno que está a unos doce kilómetros de Jerusalén, que hoy se
llama Kubeibeh, al Noroeste.
«Dos de ellos» (Lc
24,13). Parece una introducción sin importancia y, sin embargo, en esos dos
están representados los discípulos de todos los tiempos. Ahora no se trata de
rostros individualizados con un nombre. Eso había tenido lugar en la llamada de
Cristo. Ahora propiamente estos son discípulos que lo han dejado todo, y son
dos de ese grupo, van con otros en la vida de la Iglesia, y caminan. Podía
parecer una actitud dinámica, pero en realidad es una fuga.
San Lucas es el
evangelista del camino, de la subida de Jesús hacia Jerusalén, hacia su hora y
después desde Jerusalén comenzará el camino de la Iglesia. Ahora, estos hombres
se alejan de un lugar que les habla de dolor, de derrota, de fracaso. Parece
como que esta fuga es un camino inverso al camino de la salvación que va a
partir de Jerusalén.
«Y conversaban entre
sí sobre todo lo que había pasado» (Lc 24,14). Conversaban: es un diálogo sobre
los acontecimientos que les han dejado perplejos. Intercambian sus opiniones,
sus preguntas, discuten, esto es peor.
«Sucedió que mientras ellos conversaban y
discutían» (Lc 24,15). La discusión no lleva normalmente a ninguna parte. El
mismo «Jesús se acercó y siguió con ellos». Mientras discuten, un caminante se
pone al ritmo de ellos. Podía haber utilizado otro paso que les habría hecho
incómodo el camino y, sin embargo, se somete al ritmo de ellos.
«Pero sus ojos
estaban retenidos para que no le conocieran» (Lc 24,16). A veces no somos
conscientes de esa presencia ordinaria, cotidiana, de Jesucristo, porque nuestros
ojos están «retenidos», como expresa el texto original. Somos como incapaces de
reconocerle, de abrirnos. Es como un poder que viene de fuera y que impide
reconocer al que se pone a su lado. No ven.
«Él les dijo: “¿De
qué discutís entre vosotros, mientras vais andando?” Y ellos se paran con aire
entristecido» (Lc 24,17). El viandante lee los corazones de estos hombres, sabe
lo que piensan. Podría reprocharles, podría preguntar por qué huyen, pedirles
cuentas. Parece que entra en la conversación un tanto en broma. Podría haberse aparecido directamente y
decirles: «Aquí estoy». Pero Jesús, silencioso, discreto, no busca un golpe de
escena. «¿De qué habláis?» Se interesa por sus problemas. No presenta
directamente soluciones a la situación, soluciones fáciles, sino que abre con
una pregunta: abre camino para que podamos entrar en él. Parece que la pregunta
los ofende, porque se paran tristes. «Contadme». Y ellos, que huyen, se
permiten esa palabra un poco como de acusación.
A mí me
encantaría, en este evangelio, tener la capacidad no solo estética, exterior,
sino profunda que tuvo Franco Zefirelli, ese director de cine que conocemos por
la película Jesús de Nazaret y por las transmisiones televisivas que, a veces,
hacía desde el Vaticano: algo verdaderamente prodigioso. Capacidad para entrar
un poco en el corazón de estos hombres. San Lucas tiene aquí en cuenta la vida
de la Iglesia: está viendo la vida de la Iglesia representada en estos dos
apóstoles. Va a plantear los cimientos sobre los que se tiene que basar todo el
camino de la Iglesia.
En esta primera
parte, ellos. Me parece ver dos caracteres, por así decirlo, dos
personalidades. Uno es de un carácter más optimista y otro un poco más
pesimista. Uno se llamaba Cleofás, pero después el evangelista dice: «ellos le
dijeron». Aquí aparece todo texto seguido, en que aparecen como verdaderos
patronos de la información, periodistas de la época, mientras no hablen
subjetivamente y proyecten sus intenciones o sus esperanzas: entonces solo
dirán tonterías.
«Ellos le
dijeron: “Lo de Jesús el Nazareno”» (Lc 24,19). Es importante notar que aparece
un verdadero afecto por Jesucristo: son discípulos, hemos dicho. Lo que pasa es
que sufren el fracaso, el fracaso de Cristo. El pecado de ellos es el pecado de
los justos, quererle decir al Señor cómo tenía o cómo tiene que hacer las
cosas. El desencanto, el síndrome de Emaús que encontramos aquí es el de un
amor como traicionado. De nuevo, el Señor va a enderezar ese amor. «Lo de Jesús
el Nazareno que fue un profeta poderoso, en obras y palabras, delante de Dios y
de todo el pueblo» (Lc 24,19). Esto es objetivo, hay una gran admiración ante
la figura de Cristo.
Aquí entraría el
menos optimista: «Cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a
muerte y le crucificaron» (Lc 24,20). También es objetivo. «Nosotros
esperábamos que fuera el que iba a librar a Israel» (Lc 24,21). «Nosotros
esperábamos»: aquí es donde empieza ya la subjetividad, aquí no dicen más que
bobadas, sus desilusiones. «Nosotros», es decir, no los malos, los discípulos;
«nosotros esperábamos» algo diverso y… siempre son los otros. «Los sumos
sacerdotes» son los que han cometido los errores. Jesús va a seguir pidiendo
que salgan de sí mismos, que cuenten su historia. Ellos habían apostado por
Jesús. San Lucas subraya cómo la desilusión toca el corazón de estos hombres.
«Nosotros
esperábamos que sería él el que iba a liberar a Israel. Pero con todas estas
cosas, llevamos ya tres días, desde que esto pasó. El caso es que algunas
mujeres de las nuestras nos han sobresaltado porque fueron de madrugada al
sepulcro y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que habían visto una
aparición de ángeles, que decían que él vivía» (Lc 24,21-23). Este es el
optimista. Pero claro, ¡quién va a creer a las mujeres! Las mujeres que habían
ido de mañana. Las que decían todas estas cosas a los apóstoles eran María
Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas. Pero
todas estas palabras les parecían como desatinos y no las creían. «El caso es
que algunas mujeres»… pero claro, efectivamente, fueron también algunos de los
nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho pero a él
no le vieron.
Hasta aquí es como
el primer momento de nuestras celebraciones eucarísticas, es el reconocimiento
de nuestra vida con la que vamos a la Eucaristía. Aquí está todo unido hacia la
Eucaristía. Ojalá que habláramos, dialogáramos, también entre nosotros,
comunidades que viven la Eucaristía, de nuestras esperanzas frustradas, porque
eso es lo que puede permitir que un viandante se introduzca en nuestra vida.
«Él les dijo:
“¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los
profetas!» (Lc 24,25). «¡Oh, melones! ¡Oh, ceporros! No habéis entendido ni
jota». Les reprocha su ceguera, su idolatría, que pongan sus esperanzas en la
proyección de sus deseos y no en él. Por tanto, se trata de salir de nosotros,
más todavía, para poner la esperanza en él.
La idolatría es
dar forma a nuestras esperanzas y deseos de un modo concreto, es el pecado de
los buenos. Y entonces, les va a contar su propia historia, los va a educar. El
Señor realiza toda una tarea pedagógica desde que entra a caminar con ellos.
«¿No era necesario?» Esta palabra muestra el designio de Dios. «¿No era
necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24,26)
¿Te suena la historia? San Ignacio en los Ejercicios espirituales plantea así
el seguimiento: «Siguiéndome en la pena tenga conmigo parte en la gloria» (EE
95). Cristo asume también las historias que padecemos de lo que no aceptamos
hasta el fondo. Y nos cuenta toda la historia del amor de Dios.
«Y, empezando por
Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él
en todas las Escrituras» (Lc 24,27). ¡Quién hubiera asistido a esa catequesis
de las Escrituras! Este es el segundo momento de la celebración eucarística:
dejarnos hablar por Jesucristo en todas las Escrituras. La Escritura está
grávida de Cristo en cada una de sus páginas. En el Antiguo Testamento porque
apuntan hacia él y en el Nuevo Testamento porque lo manifiestan. «Lo que en el
Antiguo está latente en el Nuevo se hace patente: Novum in Vetere latet et in
Novo Vetus patet. «El que ignora las Escrituras, ignora a Jesucristo»:
Ignoratio scripturarum ignoratio Christi est. Hace falta rumiar y digerir
«hasta el quinto estómago» a Jesucristo en las Escrituras.
Necesariamente hace
falta que vayamos de un lado a otro, que nos enamoremos, que seamos apasionados
de la Escritura, porque ahí es donde encontraremos a Jesucristo vivo, tal como
nos lo transmite la Iglesia. Ojalá fuéramos alimentados así profundamente en su
nuestra oración diaria. A veces recurrimos, muy legítimamente, a muchos libros
u otras cosas, pero podemos estar perdiendo esta fuente: «Mientras se despeña
el río se está secando la huerta» (J. Mª. P EMÁN , El divino impaciente): se
despeña el río de agua viva de la Escritura, mientras quizá estamos
languideciendo.
Este es el pilar,
el segundo pilar de la vida de la Iglesia, que san Lucas pone como necesario
para esos discípulos que en un primer momento se alejan y huyen del grupo, de
la vida de la Iglesia. Después dirán que esa catequesis les ha calentado el
corazón. ¡Pues claro! La Escritura abre el corazón a reconocer a Jesucristo en
el partir el pan y en su entrega.
Este evangelio
tiene también trazas de por dónde tiene que ir la vida de cada uno, la vida de
la Iglesia, la vida de las comunidades. San Lucas está viendo la historia de la
Iglesia de todos los tiempos. Por eso hace este planteamiento. Me parece que no
me invento nada.
«Al acercarse al
pueblo donde iban, él hizo ademán de seguir adelante» (Lc 24,28). Jesús va a
«provocar» ese ademán para que le pidan. Los de Emaús le fuerzan, diciéndole:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado» (Lc 24,29).
Parece que todavía siguen escondiéndose, se hace tarde. No tienen la valentía
de reconocer que le necesitan. ¡Cuánto tiene que esperar Jesús hasta que nos
despojamos de nuestras seguridades, de todo, siendo así que su objetivo es que
permanezcamos con él, que moremos con él! «Fueron, vieron y se quedaron con él.
Eran las seis de la tarde» (Jn 1,39). Entonces él enseguida acepta esa
invitación, aunque esta parece forzada.
«Y entró a
quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el
pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (Lc 24,29-30). Es
expresión de la Eucaristía, evidentemente, y así lo han entendido la Iglesia y
los Santos Padres: bendición, partir y darse. Es entonces cuando le
reconocen. Aquellos hombres que habían
caminado un camino de desilusión, de esperanzas frustradas, al ver que
desaparece de su lado, reconocen que les ha calentado el corazón. «¿No estaba
ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y
nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).
Y desandan todo el
camino: el camino del reconocimiento de la propia historia, tras desembuchar,
Cristo les tira de la lengua al principio. «¿Qué?» Se hace el «bobo». «¿Qué?
Declara lo que llevas dentro». Y su Palabra ilumina la historia, que es su
propia historia, la propia historia de Jesús, que es nuestra historia, es la
historia de los discípulos. Es lo que a ellos les ha pasado, es la aventura por
su Maestro.
Al caer de la
tarde, estaban cansados: «Quédate porque atardece», y de repente desaparece.
Han experimentado qué transformación tan maravillosa. ¡Y seguramente ellos
creerían ser los únicos...! Esto suele suceder. Vuelven gozosos, con una
presencia íntima. Jesucristo se les ha sustraído de su presencia, ha
desaparecido. Cristo resucitado pertenece al dominio del Padre. No le podemos
retener, como quería la Magdalena, y quiere que entremos en una presencia así,
más profunda, una presencia espiritual. «Os conviene que me vaya y así vendrá
el Espíritu» (Jn 14,26).
Esa presencia
profunda nos lleva a la Verdad plena que «recordará todo lo que yo es dicho»
(Jn 14,26). «Recordar», para nosotros, es traer a la memoria intelectiva. En su
etimología, «recordar» es llevar al corazón (cor-cordis es corazón, en latín).
«Él llevará a vuestro corazón la Verdad» (Jn 14,17).
«Levantándose al
momento se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y los que
estaban con ellos que decían: ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha
aparecido a Simón!» (Lc 20,33-34). De la presencia personal en cada uno de
ellos, van a pasar a la presencia de la Iglesia. Ellos creen que son los
únicos, vuelven, llegan y, como una gran revelación, cuentan lo que les ha
pasado. Antes incluso de que ellos tengan tiempo de decirlo, les dicen: «¡Es
verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 20,34). Es la
fe y la vida de la Iglesia (Simón) la que antecede nuestros gozos y los confirma.
«Ellos, por su
parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían conocido
en la fracción del pan» (Lc 20,35). Los de Emaús empiezan a ser «sastres» de
Cristo glorioso, a tomarle medidas. Esto es lo que tenemos que aprender, y
conste que nunca terminaremos de descubrir, de tomar la medida plena a Cristo,
porque la plenitud será cuando «Cristo sea todo en todos» (1 Cor 15,28).
Siempre hay un paso adelante, siempre hay un más allá.
Dios es siempre
mayor. De lo contrario no sería Dios, ni sería nuestra propia historia. «No le
habéis visto y le amáis, no le habéis visto y saltáis de gozo»… (1 Pe 1,3-9).
Este evangelio nos sugiere la vuelta, desembocar una vez más en la vida de la Iglesia,
en la comunidad, siendo nuevos, porque el encuentro con Cristo necesariamente
nos transforma y vuelve gozosos tras dejarnos iluminar por la Palabra y
encontrarle en la Eucaristía.
Pidamos al Señor
la gracia de vivir así estos pilares que el mismo san Lucas nos presenta al
final de su evangelio: los pilares sobre los que se debe fundamentar la vida de
la Iglesia en cada uno de nosotros.
Artículo enviado
por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
Jesús Manuel Cedeira Costales.
Fuente:
Texto de Pablo Cervera Barranco, Redactor Jefe
de MAGNIFICAT (edición española).
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