2 de junio de 2020
Hermano:
Se produce en mi alma una mezcla de sentimientos. Me
pasa como a los discípulos. Por un lado, me siento triste: «Galileos, ¿qué
hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de
entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse». Yo
me quedo mirando al cielo y no quiero soltar la mano de Jesús. No quiero que se
vaya de mi vida. No quiero renunciar a las pescas milagrosas a su lado, al pan
partido y a la lumbre donde asar el pescado. No quiero dejar de escuchar su voz
preguntándome si lo amo. No quiero que se vaya y quedarme solo en esta vida,
sin su presencia física a mi lado. Claro que me gustaría que ese hoy fuera
eterno. La pena embarga a los discípulos porque han poseído lo imposible. Han
introducido sus dedos en las llagas de su piel, han metido las manos en su
costado abierto. Han amado su carne, su olor, su voz. Y no quieren la ausencia
de ese contacto físico que tanto bien les hace. A mí también me pasa lo mismo.
No quiero perder lo que amo, lo que sueño, lo que deseo. Pienso en mis
tristezas en este tiempo en el que me han privado del contacto de los míos. Me
han prohibido los abrazos. Me han hecho desconfiar de la presencia física de
mis amigos, de mis cercanos. Ese contacto que puede traer la muerte a mi casa.
Ese contacto que me da la vida al mismo tiempo. Pienso en este tiempo en el que
me da miedo la vida, el futuro, el mundo, las personas, su cercanía física. Me
quedo mirando al cielo con tristeza en el alma. Me faltan muchas cosas y
quisiera que Jesús estuviera conmigo siempre. ¿No he sentido alguna vez ante la
partida de un ser querido que tenía muchas cosas pendientes que decirle? Me
quedó una carta sin escribir. Un abrazo por dar. Una sonrisa guardada en medio
de mis rabias y tristezas del momento. Algo no hice. No abracé, no toqué,
porque me daba miedo, o temía el rechazo. Y partieron esos a quienes amaba. Y
me esperan en la otra orilla, para cuando llegue a recuperar el tiempo perdido.
La presencia de los que amo es lo que no quiero perder. Me duele el alma en la
soledad. La fiesta de la Ascensión tiene mucho de pérdida. Jesús en mi carne
parte al cielo y me deja una nostalgia infinita de paraíso. Sé que necesito a
Jesús conmigo para tener paz, calma y alegría. No quiero que se vaya. Sé que
está vivo y su ausencia me duele en el alma. Betania había sido el lugar de los
encuentros, de los abrazos, de las caricias. Y ahora Betania se convierte en el
lugar de la separación. Jesús se despide de los suyos y asciende al cielo:
«Después Jesús los llevó hasta Betania; allí alzó las manos y los bendijo.
Sucedió que, mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue llevado al cielo.
Ellos, entonces, lo adoraron y luego regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y
estaban continuamente en el templo, alabando a Dios». Lucas 24:50-53. La
tristeza de este día se mezcla con una alegría profunda. Jesús entra en el
cielo con mi carne. No asciende en espíritu tan solo. Va con su cuerpo mortal
como el mío. ¿Cómo puede atravesar la puerta del cielo mi cuerpo limitado, llagado,
herido? Jesús me muestra hoy el camino que he de seguir. En cuerpo y alma. No
sólo el alma. «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas
Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo». Mi cuerpo
limitado está llamado a pertenecer al cielo para siempre. No lo entiendo. Mi
cuerpo cuando sea glorioso como el suyo. Y aun entonces conservará las huellas
de las heridas recibidas, de los amores rotos, de las traiciones causadas y
recibidas. Guardará las huellas de los abrazos dados y las de los guardados. Mi
cuerpo morará con el de Jesús, con el de María, con el de los santos, con el de
las personas que amo. Mi cuerpo pobre. Mi carne corruptible. Mi cuerpo lleno de
tentaciones e impurezas. Ese cuerpo que he despreciado en ocasiones. Porque me
inducía al pecado. Tantos pecados esclavizantes a los que me conduce en sus
límites. Y aún así está llamado al cielo. Estaré con Jesús para siempre entre
aclamaciones. Estoy llamado al cielo con toda mi historia. Con todas mis vacilaciones
y dudas. Con todos mis miedos y traiciones. La puerta de Jesús se abre hoy ante
mis ojos para mostrarme el camino. Y se funden en mi corazón la tristeza y la
alegría. El gozo de haber amado y haber sido amado. Me guardo el abrazo de
Jesús en mi alma. Su presencia cálida en mi ser. Y la pena de su partida. La
separación necesaria. Porque es necesario que parta para que venga el Espíritu,
su presencia viva en medio de los hombres. Y entonces ya no habrá límites
físicos ni de tiempo. No habrá vejez ni dolores. El Espíritu lo penetrará todo,
lo cambiará todo en mi vida, en la vida de los que amo. Los límites se van hoy
con el cuerpo de Jesús. Y me muestra el camino. Donde está la cabeza para
siempre allí estará su cuerpo. Y la vida de todos los que Él ha amado en su
camino. Me conmueve esa puerta que hoy se abre. Dios me ama en cuerpo y alma.
No ama sólo mi espíritu. «Como nuestra capacidad de amar se pone más
intensamente en movimiento cuando la despiertan muestras de amor, Dios nos ha
colmado de innumerables beneficios en el cuerpo y en el alma. Él espera que
conozcamos y reconozcamos sus dones y que creamos con fe que Él nos ama como la
niña de sus ojos» . Hoy me está diciendo Jesús que me ama como soy. En mis
límites, en mis virtudes, en mis carencias y en mis talentos. Ese amor intenso
me salva.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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