Agosto de 2020
Hermano:
Cada día me levanto con el deseo de vivir más anclado
en Dios, más confiado, más libre. Cada día le vuelvo a decir a Jesús que mi
vida es suya, que le pertenezco, que confío en su amor misericordioso y he
dejado a un lado los miedos que me atan. Cada día vuelvo a hacerlo convencido
de que en algún momento notaré esa libertad interior que tanto sueño. Y todo
sin dejar de amar en lo humano. «El amor de los santos no es heroico porque
haya descartado el amor al tú humano y sólo vea y abrace a Dios, no porque haya
humillado y profanado al tú humano convirtiéndolo en un ‘ello’, sino porque la
tri-unidad de las almas ha experimentado un desplazamiento de acento. La
fijación al yo se ha aflojado, el yo ha pasado a segundo plano, el tú humano y
el tú divino, unidos en una bi-unidad peculiarmente misteriosa, se encuentran
de tal manera en el centro, que se ve y ama más al hombre en Dios que a Dios en
el hombre» . Me gusta el amor de los santos que no renuncian al amor humano, al
apego de los vínculos y logran amar a los hombres en Dios. Esa libertad interior
me permite vivir en Dios, vivir como ciudadano del cielo. ¡Cuánto me cuesta! Mi
corazón quiere retener al amado, lo amado. Quiere paralizar los pasos
cadenciosos de los días que desaparecen en el pasado. Quiere sostener en su
puño cerrado el calor del cariño que quiere ser eterno. Temo como un niño la
llegada de la noche, la incertidumbre del día siguiente que aún desconozco. Me
asusta perder lo que hoy me llena y sentir un vacío que me da punzadas de
hambre. Quiero seguir abrazando, sosteniendo, levantando vidas sin dejar de
mirar confiado al cielo. ¿Cómo es posible tanto dolor y tanta muerte si me han
prometido el cielo aquí en la tierra? Los gritos del Calvario resuenan en mi
alma haciéndome ver que no todo es siempre tan perfecto, tan bello, tan lleno
de luz como mi alma sueña. Y la oscuridad y las sombras y el pecado lo
enturbian todo haciéndome ver que aún no he llegado al cielo. Quisiera yo tener
la libertad de los niños o esa santa indiferencia de los santos, para no temer
al futuro. Eso significa decir cada día «Hágase tu voluntad así en la tierra
como en el cielo» o «Hágase en mí según tu palabra» en la voz de María. Quiero
inscribir mi corazón en el de Jesús, digo con voz queda. Pero luego, cuando la
vida se torna insegura y mis pilares firmes se tambalean, dudo. Quiero sujetar
las riendas de mi vida, quiero asirme a ese palo del mástil que gobierna
enhiesto mi débil barca. Quiero contener las velas que me llevan donde yo no
quiero. Y no es porque esté amando en exceso todo lo humano, porque eso es lo
que Dios quiere que haga. Él no busca mi mal, ni desea mi pérdida. Pero aquí en
la tierra es todo incompleto. La vida, la felicidad, la paz, la bondad, el
deseo. Y yo me aferro con todas mis fuerzas a mi presente feliz pretendiendo
eludir todos los males posibles. No suelto la vida, no confío realmente. La
imagen que tengo de Dios es la que me facilita dar la vida. Sé que si creo en
su misericordia podré confiar más. Si me cuesta descubrir su amor diario y
bondadoso, desconfiaré. Pero lo cierto es que no siempre confío en el final
feliz de todos mis planes. Y no me dejo hacer por el Dios que lo único que
quiere es que sea feliz. No me lo creo. Digo que se haga su voluntad. Le doy un
cheque en blanco a María para que pida lo que quiera. Estoy dispuesto a dar la
vida entregando como Abrahán en Moriah incluso al hijo de mis entrañas. Sólo si
Dios me lo pide. Pero lo hago con la cabeza mientras mi corazón se rebela con
ansias. No quiere perder pie en las aguas profundas. No quiere que la barca de
mis sueños se hunda en medio de la marejada. Soy tan frágil en todos mis
amores. Tan humano, tan de carne. Si tuviera mi corazón más anclado en Dios
pasearía por la vida sin afanes, sin miedos ni angustias. Enfrentaría las
tormentas sin temor. Y sabría que siempre hay un puerto tranquilo cuando vuelve
la calma. Me gustaría vivir así el presente, los vínculos, los desafíos de la
vida. Me gustaría seguir amando a Dios en los hombres sin querer retenerlos,
sin querer guardármelo todo, sin pretender ser pleno en medio del camino.
Me gusta mirar mi propio corazón y el corazón de las
personas que conozco. Me gusta pensar en todo lo que cabe en el corazón humano.
Dolores, alegrías, penas, contrariedades, sueños, rencores, perdones. ¿Qué
habita en mi corazón? ¿Tengo el corazón enfermo o está sano? ¿Hay más dolor que
alegría, más rencor que gratitud? ¿Es mi corazón un remanso de paz o un mar
revuelto en plena tormenta? ¿Es mi corazón ese lugar en el que puedo ser yo
mismo, sin miedo? Mi corazón es el que puede salvar mi vida en medio de los
caminos. Cuando está sano me salva, cuando está enfermo me hunde. Mi corazón
está lleno de amores. De vida y muerte. De grandes contradicciones. Amar duele,
el amor siempre me hace sufrir. Cuando amo y me dejo amar todo se complica, y
al mismo tiempo gana la vida en belleza. He llegado a pensar con el tiempo que
todo depende de cómo mire las cosas. No tengo el corazón sólo para sobrevivir.
Mi corazón se apega a la vida, a las personas, muy hondo. Mi corazón muchas
veces es altanero y se engríe. Se siente por encima del bien y del mal, está
herido. Se endurece para no sufrir, porque el sufrimiento duele. Mi corazón
tiene sed de infinito, pero a veces se contenta con pocas cosas, vive en la
superficie de la vida. Creo que más bien sobrevive en medio del desierto. Y
siente que quizás en otra vida todo será más bello, más pleno, más verdadero.
Mi corazón se enamora y desenamora. Se conmueve hasta las lágrimas o permanece
inmutable. Mi corazón se apega como un niño en juegos infantiles y ríe en carcajadas
casi sin venir a cuento. Mi corazón es posesivo y a la vez generoso. Quiere dar
la vida sin esperar nada a cambio mientras que retiene cada segundo que se le
escapa. Mi corazón vuela en alas de águila y se desplaza cansino con pasos de
gorrión. Mi corazón se llena de soberbia cuando triunfa y vence. Y llora
amargamente cada vez que es derrotado. Mi corazón vive de alegrías pequeñas
esperando los grandes gozos. Mi corazón corre carreras infinitas y se detiene
cansado al borde del camino. Mi corazón tiembla y se enfada con la vida porque
siempre espera más de lo que recibe. Mi corazón está herido porque muchas veces
quiso mientras que no fue querido. Mi corazón se tambalea y duda porque le
asustan los fracasos. Mi corazón es transparente y se oculta por miedo a que
los demás vean lo que a él no le gusta de sí mismo. Tengo un corazón pequeño
que sueña con ser grande. Un corazón de alturas que se apega a lo finito. Tengo
corazón de poeta y alma de navegante, sueños de peregrino. Y al mismo tiempo
escribo en prosa las horas de mi día. Mi corazón busca la perfección, pero
suele naufragar en lo imperfecto. Mi corazón mira al cielo cada mañana
esperando que venga una sombra y lo cubra por entero. Es por todo esto quizás
que me gusta tanto mirar el corazón de Jesús. En la fiesta del Sagrado Corazón
de Jesús se me abre una ventana en su corazón herido. Y Jesús me dice: «Venid a
mí todos los que estáis cansados y agobiados y Yo os aliviaré. Cargad con mi
yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis
vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». Y me siento
tranquilo mientras espero adentrarme en el Corazón de Jesús. Porque allí tengo
un sitio. Allí descanso y soy yo mismo sin miedo a una mirada que me juzgue y
repruebe. Allí, en ese corazón abierto porque está herido, puedo llegar con mis
heridas y ser reconocido como hijo. Allí Jesús me dice que no tiemble porque ya
estoy en casa, en su nido. Allí el tiempo no pasa, está detenido. Lo eterno se
hace de golpe un instante de paz infinita. Y yo contemplo callado a Jesús y su
corazón inmenso. Y creo lo que me dice. Me dice que vaya hasta Él cuando esté
cansado y agobiado para encontrar descanso. ¿No estoy acaso así yo hoy lleno de
turbación y miedo? Sólo en Él puedo encontrar descanso. En Él parece que mi
carga es ligera. ¡Qué paradoja! Yo que sufro tanto con la vida por cosas tan
pequeñas. Y Jesús me dice que no tenga miedo. Que descanse a su lado. Que su
yugo es muy llevadero. Ese yugo es el que me une a Él para siempre. Bendita
comunión. Y entonces confío en que ese amor suyo tan grande me enseñará lo que
aún no sé. Porque no soy manso ni humilde de corazón. Y Él precisamente sí que
lo es. Es manso cuando tiene que enfrentar la Cruz y el dolor. Es humilde
cuando tantos pretenden aclamarlo como rey. Jesús tiene un corazón parecido al
mío y a la vez tan diferente. Su corazón no está dividido en buenas intenciones
y bajos propósitos. Su corazón no tiene esa llaga de nacimiento que me hace a
mí realizar el mal que quiero evitar a toda costa. Su corazón no está roto, ni
enfermo. Aún así mi corazón se parece mucho al suyo. En él hay una semilla de
eternidad que tantas veces ignoro. Y al mismo tiempo un deseo de amar hasta lo
más profundo de mis entrañas. Ese deseo es el que me mueve hasta darme a
aquellos a los que amo. Le pido a Jesús que me permita compartir sus
sentimientos. Que me haga humilde y manso, alegre y fiel, compasivo y sencillo,
magnánimo y pobre. Quiero sentir en su herida todo lo que Jesús siente.
Paréceme a Él más cada día.
En la vida resulta muy difícil confiar. Me cuesta
confiar en mí, en todo lo que puedo llegar a hacer. Antes de poder confiar
tengo que haber experimentado que alguien confiaba en mí. Luego, esa
experiencia salvadora, va llenando mi corazón de confianza. Confiar en mí mismo
es todo un desafío. Miro mi vida en su fragilidad y me cuesta pensar que soy
capaz de cosas grandes. Veo talentos y dones, pero me comparo y salgo
perdiendo. Me detengo más bien en mis heridas, en mis defectos, en mis carencias.
Me regodeo en mis derrotas convenciéndome de mi poco valor. Y me cuesta
apreciar con cierta objetividad algún talento especial que Dios me haya
confiado. Confiar en mí es esa misión que me acompañará toda mi vida. Si confío
seré capaz de cosas grandes y si no confío me volveré inútil, me paralizaré y
nadie logrará convencerme de mi valor. Por mucho que me lo repitan, no les
creeré, es mucho más fuerte en mí la experiencia del fracaso. Se graba a fuego
y lo cubre todo con su sombra. Aprender a confiar en el don y la tarea que Dios
ha sembrado en mi alma es mi camino. Ojalá guarde experiencias de hogar en el
alma. Y atesore momentos en los que me haya sentido amado por lo que era, no
por lo que hacía. La incondicionalidad del amor me regala la confianza en mí
mismo. Podré llegar lejos, alcanzar las metas señaladas, cuando crezca en mí la
confianza en todo lo que puedo dar. Y esa confianza es la que me lleva a mirar
al cielo. Dios tiende lazos humanos que me arrastran hacia Él. Mis experiencias
de hogar en la tierra me llevan al hogar del cielo. En mi hogar me siento amado
por lo que soy y tengo fuerzas para emprender cualquier camino. Una persona
confiada no teme al futuro, no teme el fracaso. Confía en sus fuerzas. Y lo más
importante, llega a confiar en Dios, en el amor de su Padre. Es la experiencia
de María: «El sí de María a la voluntad del Señor es un salto a la oscuridad,
confiando en Aquél que todo lo puede» . Confío en mí mismo y al mismo tiempo
desconfío de mis fuerzas. No lo puedo todo solo. Necesito ayuda. Una persona
con una sana autoestima sabe pedir ayuda, no teme mostrar su fragilidad, no
esconde sus miedos ni sus derrotas. La confianza es un don que recibe de lo
alto. No necesita cada día ganar la confianza de nuevo con la aprobación de los
demás. Si lo vivo así, no avanzo. Porque siempre habrá alguien que no crea en
mí, o no confíe en mi palabra. Habrá personas que me desacrediten. Testigos que
hablen mal de mí. Sólo cuando pongo mi confianza en Dios todo cambia. Estaré
seguro en sus manos y no temeré el fracaso en términos humanos. Esa confianza
que Dios me da es la que me ayuda a confiar en las personas. En Alemania hay un
dicho que habla de una realidad: «La confianza es buena, el control es mejor».
Me llama la atención la cantidad de veces que lo veo en mi vida. Digo que
confío en las personas, pero luego las controlo. Delego tareas y después
superviso por si no las hacen bien. Pido que alguien haga algo y después veo si
lo ha hecho a mi manera. Permanezco a su espalda vigilando y aconsejando para
que lo haga todo según mi forma de ver las cosas. Hay muchas maneras diferentes
de hacer las cosas y yo a menudo me creo que la mía es la mejor. La más
eficiente, la más rápida, la más correcta. Me equivoco, hay muchos caminos. Es
sólo mi forma de hacer las cosas, pero no es la única. Y además, si hacen mal
lo que yo les he confiado, ¿es tan grave? Me da miedo que hagan mal las cosas y
quiero evitar el desastre. Cuando se trata de mi hijo, su fracaso parece mi
propio fracaso como padre. Si soy yo el que está a cargo, me cuesta pensar que
el mal resultado obtenido me salpique también a mí como encargado. Por eso con
frecuencia me quedo cerca, controlando. No hay nada peor que me confíen algo y
luego me controlen a ver si lo hago bien y como ellos quieren. Mejor que lo
hagan ellos, pienso. La confianza es un don. Que me abra alguien su alma o sea
yo capaz de abrírsela a otra persona es un milagro. Es delicada la confianza
como un cristal muy fino, como una tela muy delgada. Cualquier movimiento
equivocado, o brusco, la puede romper. Cualquier error, una palabra dicha fuera
de tono o de lugar, un gesto ofensivo, el silencio en el momento menos
oportuno, o las palabras que debería haber sabido callar. En cualquier caso, lo
que ha costado años construir puede destruirse en un leve gesto, en un instante
nefasto. Un viento, una llama, un susurro. Cualquier cosa basta para quebrar la
confianza para siempre. Por eso agradezco de rodillas toda la confianza de los
que han abierto su alma ante mí. Me conmueve su apertura y humildad y pido
perdón cuando no he tratado con delicadeza y amor ese don tan sagrado. Confiar
es muy difícil. Dejar de confiar es lo más fácil. Tengo que cuidar el don cada
día, tratarlo como una perla fina en mis manos. Regarlo como una planta en peligro
de morir. Me gusta mirar así la vida que Dios me confía. Y creo que me dará la
sabiduría para confiar en las personas, aunque me fallen más de una vez.
Volveré a creer en ellas después de sus derrotas. Porque Dios siempre cree en
mí aun fallándole repetidas veces.
No sé por qué con frecuencia tengo miedo. Es una
sensación extraña que recorre mi cuerpo. Me hace sentir vulnerable. Si fuera
fuerte y estuviera protegido no debería tener miedo nunca. Una canción me lo
dice: «¿Por qué tengo miedo, si nada es imposible para ti?». Tengo muchos
miedos diferentes: miedo a la muerte, miedo a perder lo que amo, miedo a
quedarme solo en medio del fracaso. Miedo a la soledad que me hiere con sus
garras, miedo al futuro que no controlo en medio de esta pandemia. Miedo a
tantos futuribles posibles lejos de mi control. Me asusta la vida con sus miles
de variables. Quisiera aprender a vivir con más libertad interior. Además, me
da miedo el mundo y los hombres que me amenazan. Hoy Jesús me dice: «No tengáis
miedo a los hombres». No quiero temer a mis enemigos, a los que me pueden hacer
daño. El profeta Jeremías lo explica muy bien: «Mis amigos acechaban mi
traspié. Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos
tropezarán y no podrán conmigo. Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la
vida del pobre de manos de los impíos». Miro a lo alto en medio de mis miedos.
Me da miedo el poder del poderoso. La capacidad para hacerme daño que posee el
malvado. El odio que despierta mi vida, aunque yo sólo haya querido amar. ¿No
le pasó eso mismo a Jesús? Pasó haciendo el bien y lo mataron con odio, con
rabia. Era necesario que uno muriera, pensaban. El odio al diferente, al justo,
al que es mejor que yo. En ocasiones la envidia conduce al odio. Al deseo de
matar a quien no me conviene o me hace sombra. ¿Tengo yo enemigos? No lo sé.
Puede que sí. Siempre habrá alguien que no quiera mi bien. La vida es
suficientemente dura y yo la hago todavía más complicada con envidias, celos y
odios escondidos. De repente deseo lo que el otro tiene. O me comparo con él y
veo sus logros, sus ganancias, el reconocimiento y el poder que tiene. Y lo
deseo para mí. Sufro y me vuelvo sin darme cuenta en su enemigo. Incluso aunque
sea justo. Más rabia me da su aparente bondad, su deseada mansedumbre, su
humildad encomiable. Y me lleno de rabia o envidia inconfesables. Porque no
puedo reconocer lo que siento muy dentro. Me da miedo hacer daño a otros. Me da
miedo el daño provocado por mi envidia. Tengo miedo. Buscan mi caída, desean
encontrar mi defecto, mi mácula en mi vida intachable. Yo mismo sé que tengo
pecados. Y tal vez me asusta confesarlos. No vaya a ser que me difamen o
ventilen al mundo mi mediocridad, y me quede solo. ¡Cuánta pobreza escondida en
mi alma pobre! Tengo miedo a los hombres con sus mentiras, con sus rabias, con
sus difamaciones, con sus deseos de venganza. Pierdo la paz. El miedo me aleja
de los hombres. Temo sus acciones ocultas llenas de maldad. A veces me imagino
un mal posible y vivo con miedo. ¿Y si pierdo la fama? ¿Y si me juzgan y
condenan? No puede hacerme nada el hombre si lo pienso bien: «No tengáis miedo
a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma». Podrán herirme en el
cuerpo. Pero el alma permanece intacta. No pueden hacerme daño en el alma si yo
no me dejo. Me pueden arrastrar por los caminos. pero mi alma no se corrompe.
No se deja llevar. La opinión de los hombres no tiene tanta importancia. No
tienen valor su juicio, ni su condena. ¿Por qué me asusto tanto? Es mi vanidad
la que me mata. Mi amor propio, mi orgullo desmedido. Quiero triunfar y lograr
lo que nadie ha logrado. No me basta con ser el número uno, quiero serlo
siempre. El mayor tiempo posible. El miedo de los hombres es expresión de mi
pobreza. Me siento muy pequeño temiendo a los hombres. ¿Qué me pueden hacer?
Pueden mentir sobre mí, pueden inventar historias o proclamar por el mundo mis
pecados. Todo eso sólo contribuirá a que yo crezca en humildad, a que dé valor
a lo realmente importante. Dejaré de mendigar amor y cariño al mundo. Aprenderé
a vivir con paz en medio de la persecución. No es tan malo. Aceptar la vida
como es resulta ser el único camino para tener paz y ser feliz. No dependo de
la aprobación de todos. El eco de mi vida entre los hombres no es lo más
importante. Me relajo mirando a Jesús. El justo es condenado injustamente. El
inocente es asesinado como si fuera culpable. A menudo, cuando me acusan de
algo que no es cierto, o se ríen de mí por un defecto que no creo tener,
estallo con furia. No quiero que el mundo sea injusto conmigo. Quiero que sepan
esa verdad que me conviene. Me olvido de algo que hoy Jesús me recuerda: «Nada
hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a
saberse». Si inventan acusaciones falsas, el tiempo pondrá a cada uno en su
lugar, aunque yo ya esté en el cielo. Si dicen algo que es mentira y me
favorece, el mismo tiempo dejará las cosas claras. Lo oculto saldrá a la luz.
¿Por qué temo entonces que mientan sobre mí y me hagan acusaciones falsas? No
es lo importante. También Jesús lo vivió y hoy está vivo, resucitado y conozco
la verdad sobre Él. Y lo amo. No quiero vivir con miedo, escondido, protegido,
ocultándome con temor de ser acusado. En este tiempo en el que todo quiere
saberse me da miedo que inventen mentiras sobre mí. O me acusen de algo que no
he hecho y manchen mi fama para siempre. Sé que no es lo importante, pero me
cuesta. Lo sé, Jesús me ama y me conoce. Y Él me protegerá siempre. Y si no me
veo protegido en la tierra, estaré a salvo en el cielo, seguro. No entro en esa
lucha contra el que no quiere mi bien. Quiero vivir con paz sin protegerme ni
defenderme tanto. Miro a Jesús y confío.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.