1 de enero de 2021
Hermano:
«Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño»
«¿Quién soy yo para que me visite Dios en esta noche? Soy su hijo, el niño de sus entrañas. Dios me salva en medio de todas mis dudas. Y me hace creer en su poder infinito»
Asturias: Cinco fallecidos y 57 nuevos contagios en las últimas 24 horas.
La tasa de positividad se situó en el 4,54%.
Quiero detenerme ante la mula, ante ese burrito que lleva a María a Belén. Me encanta contemplar a este personaje del Adviento. La tradición lo coloca a los pies de José y María junto al buey, después de un largo viaje hasta Belén. Me encanta mirar al burrito y pensar que en mi vida quiero tener su misma actitud. Esa docilidad para cargar con María. Una canción dice: «Tengo que andar con cuidado piensa la mula, pues llevo sobre mí a María y al Niño. Aun no sé cómo es, más pronto nacerá, tengo que darme prisa y encontrar un lugar. Que suerte tengo, piensa la mula, voy a correr, conozco un sitio donde quizás pueda nacer. Corred pastores, id preparando aquel lugar, pedid ayuda, dentro de nada van a llegar». ¡Qué suerte tiene la mula! ¡Qué suerte tengo yo que puedo llevar a Jesús y a María en mi propia vida y hacerlos presentes en todo lo que hago! Puedo ser dócil a sus deseos e inclinarme ante ellos. Con paciencia de mula, con terquedad a veces, con alegría. Dispuesto a llevar a José y a María a donde ellos quieran. ¡Qué difícil resulta ser paciente y dócil! ¡Qué complicado hacer siempre lo que Dios quiere y no dejarme llevar por mis propios deseos! ¿Y mi impulsividad? ¿Y mi tendencia a hacer lo que yo quiero, lo que deseo? ¿Y mi inclinación a no cargar con nada que no sea mío? No es tan sencillo. El corazón se resiste, el mío al menos. Y se resiste a dejarse conducir por caminos extraños en medio de la noche. Cuando el frío es fuerte y los vientos son contrarios. Me gusta la humildad de la mula. No la admiran a ella, cuando la ven pasar con María sobre su lomo. No piensan en su valor, en su fortaleza, en su grandeza, en su belleza. La mula, siempre a un lado, está siempre presente. Ausente en pensamientos, pero allí fiel, sin moverse. ¡Qué lejos estoy yo de ser tan dócil, tan bueno, tan fiel, tan humilde! La paciencia es un don que le pido al Niño esta Navidad. Para aceptar la realidad como es y no como a mí me gustaría que fuera. Sin tomarme tan en serio mis deseos. Sin dejarme arrastrar por mis emociones. La rabia surge como un estallido cuando no acepto con paz las contrariedades y los tropiezos. Las lágrimas ensombrecen mi sonrisa. La tristeza apaga todo deseo de entregar la vida. La envidia no me deja ser feliz con lo que Dios me regala. Si tuviera un poco más de mula en esta Navidad no me sentiría el protagonista de la fiesta ni viviría exigiéndole a los demás el amor que me hace falta para llenar el vacío del alma. Con docilidad me postro a los pies de María. Quiero llevarla donde Ella me pida. Soy su burrito, su mula. Allí donde Ella quiera. ¿Por qué me da tanto miedo si Ella no se baja, ni me deja solo? ¿No deseo escuchar muy hondo en mi corazón que Dios no me va a dejar nunca haga lo que haga? Me lo quiero grabar para no olvidarlo. ¿No se lo he dicho yo a alguien alguna vez? Hay personas a las que quiero querer de esa manera, con un amor incondicional, con un amor eterno que me viene de lo alto. Sé que Dios puede hacerlo porque yo siempre le pongo condiciones a todo. La mula se postra humilde ante el Señor y asiente a sus deseos. Y Dios me susurra al oído que nunca voy a caminar solo por los caminos. Esa certeza me sostiene y el alma recobra su alegría natural. Y la tristeza deja paso a la nostalgia de infinito, que es algo bien diferente. Porque esa nostalgia no me embrutece, ni me bloquea. Más bien es una leve capa de sentimiento verdadero que se adentra dentro de mis huesos, anida en lo más hondo de mi corazón y me hace ver que Dios quiere hacer conmigo milagros. Me gusta mirar a la mula esta Navidad. Le pido a Dios algo de su humildad para no sentirme más de lo que soy. La humildad y la verdad van de la mano. Cuando me siento en mi lugar y sé lo que valgo ya no me comparo con nadie ni pretendo ser quien no soy. Soy sólo una mula, un burrito que carga a la más importante, a María. Ella es la que cuenta, lo demás poco importa. Leía el otro día: «Hombres, silenciosos, solitarios y decididos, sabrán cifrar su contento en perseverar en una actividad invisible; hombres que, en virtud de una inclinación interior, buscan en las cosas lo que hay que superar en ellas; hombres para quienes la alegría, la paciencia, la sencillez, el desprecio de las grandes vanidades les son tan propios como la generosidad en la victoria». Yo quiero ser uno de esos hombres solitarios, silenciosos y decididos. Capaz de entregar la vida en la misión que Dios ponga en mis manos. Con paciencia descifrar los signos en los que Dios me habla. Soportar las contrariedades con paz y alegría. Y aprender a levantarme después de cada caída. Como esa mula que corre dispuesta a llegar a la meta. Nada que temer, nada que perder. Una paciencia santa, no otra paciencia que el mismo Papa Francisco me desaconseja: «Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos». Quiero un corazón paciente para enfrentar la vida. Pero no me dejo maltratar. No dejo que me priven de mi dignidad. Esa paciencia santa es la de los santos, es la de la mula que se convierte en hogar para Jesús. Así quiero vivir en esta Navidad, dando calor a Jesús en mi vida.
¿Dónde se generan mis temores? ¿Por qué necesito que me aprueben siempre para tener paz? Guardo en el corazón ese miedo irracional al rechazo y al desprecio. El miedo a creer que no valgo, que no sirvo. Ese miedo a no ser amado por no lograr estar a la altura de lo que otros esperan. ¿Cómo puedo llegar a contentar a todos? Mil halagos no logran apagar el dolor de una sola crítica. ¿De dónde me viene el no querer perdonar mis debilidades, ni mis torpezas? Quizás es que intento controlarlo todo para que la vida me salga bien y todos me aprueben. Cuando empiezan a fallar los pilares, lo que me sostiene y mantiene en pie, me quiebro y todo se viene abajo. ¿Sobre qué suelo estoy edificando mi vida? Vivo en este tiempo tan inestable en el que todo parece hundirse a mi alrededor. ¿Cómo puedo construir una casa firme que no se derrumbe con los primeros vientos «Lo que Nietzsche espera de la ‘Inscriptio mundana’, cuando escribe: - ‘¿Construyan sus casas al pie del Vesubio, porque el secreto para cultivar la existencia más fecunda y gozosa consiste en vivir en medio de peligros’, vale en pleno sentido para la entrega religiosa total»? Quiero aprender a entregarme plena y ciegamente en las manos de Dios. Quiero confiar en el camino que se abre ante mis ojos. «Una vez que está claro que algo es voluntad de Dios, siempre ponemos manos a la obra sin vacilar». Me cuesta actuar de esta manera. Me resulta difícil saber lo que Dios quiere y luego hacerlo. En ocasiones logro verlo claro, pero pronto surge el miedo. ¿Quién me va a salvar en el último momento? El miedo a lo que pueda ocurrir es grande. El miedo a ser abandonado en medio de un naufragio. El futuro al que me enfrento siempre es incierto. Sé que Dios viene a salvarme y a consolarme en medio de una noche de Navidad, lo he escuchado: «El Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén». Y yo me calmo en esta noche, en este tiempo incierto de Navidad. Cuando todo se tambalea y no todos me quieren ni me aprueban. Necesito el consuelo en mi alma. Sólo deseo que mi corazón se calme. Miro al cielo, a esos ángeles que me llenan el alma con su paz: «No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor». Nace Jesús con su luz y esperanza en medio de la oscuridad de la noche. Viene oculto en medio de esta pandemia que me paraliza. Siento que no sucede nada especial. Es mi vida demasiado cotidiana. Es esta vida rutinaria de cada día. Siento que no hay grandes planes, ni muchas expectativas. Mi corazón de niño se arrodilla conmovido ante un nacimiento. Quiero ver nacer a Jesús, quiero encontrarlo en medio de unas pajas. Quiero que me quite esos miedos irracionales que bloquean mis fuerzas y paralizan mi espíritu. ¿Cómo puedo hacer para que el alma no se enfríe en esta noche de invierno? Los miedos más profundos afloran en Navidad cuando me siento solo y mil emociones tocan la puerta de mi alma. Siento muy hondo ese miedo profundo a no ser amado, a ser abandonado en medio de mi vida. ¿Me quedaré solo de nuevo y no sentiré ese abrazo que necesito? El alma teme la soledad al mismo tiempo que la busca a partes iguales. Pero sufre cuando necesita un abrazo y no lo recibe, ahora son escasos. Y suplico sin palabras un te quiero, pronunciado con voz audible, para que me lo crea. Y siento que los días están contados ante mis ojos. Y me da miedo el fracaso en este camino y en esta misión que Dios me ha confiado y puesto entre mis manos. Le entrego al Niño el vacío que siento dentro y el miedo a que pase esta noche y continúe el frío. Quiero que su voz calme mis gritos. Y su presencia dé calor a mi vida. No quiero vivir pretendiendo agradar al mundo. No quiero contentar a todos los que me demandan mi tiempo, mi vida, mi alegría, mis palabras. Guardo silencio en Navidad esperando a que suceda un milagro de repente. He despojado mi vida de lo que sobra. He optado por lo que merece la pena. He construido un sinfín de castillos, no en el aire, sino en tierra firme. Y he levantado una fortaleza para evitar que mis propios sentimientos de debilidad afloren con fuerza. Al pie del volcán coloco los cimientos de mi alma. Ya no tengo miedo porque he confiado mi vida en manos de Aquel que todo lo puede. Ya no puedo fracasar. No necesito la aprobación de todos los que me miran y me juzgan. ¿Quién soy yo para que me visite Dios en esta noche? Soy su hijo, el niño de sus entrañas. Dios me salva en medio de todas mis dudas. Y me hace creer en su poder infinito.
Llega la Navidad de golpe a mi vida, sin estar preparado. Entre montañas, en el valle, atisbando horizontes lejanos. Sosteniendo el viento entre las manos, mientras anhelo una calma eterna. Apenas queda espacio en mi alma para la melancolía, no merece la pena. Levanto el mundo entre mis dedos en medio de nubes lejanas, confiando en ese Dios pequeño, niño. Es como si el sol no lograra salir cada mañana si no dejo lugar en mi vida para la noche. Si no pierdo la luz, aunque sólo sea por un instante, no echaré de menos la claridad de un nuevo día. Para añorar un día eterno, sin sombras, sin más noches, necesito sufrir el desgaste de los días caducos. Es desde la propia muerte, del desgaste de mi alma y desde la pérdida desde donde comienza a germinar la nueva vida, entre gestos audibles de esperanza. Allí donde no logro poner nombre a mis miedos, a los días que se escapan sin dejar huella, nace Dios poniéndole nombre a todas mis dudas. Allí donde sufro con nostalgia la ausencia de una felicidad plena, la luz se hace presencia y un llanto nuevo eclipsa todas mis tristezas. ¿Cómo no creer contra toda esperanza cuando la vida brota lentamente sin que nadie lo sepa, sin que pueda nadie evitarlo, en medio de esta noche santa? Sostengo bien alto el pulso a este tiempo extraño que me habita, en medio de un cálido horizonte de montañas. Y sé que nada puede detener el curso acelerado de la vida, los días que se desploman uno tras otro aumentando el pasado. Abrazo con pasión a ese niño que rompe todas mis rutinas, sacándome de mi cárcel. Así, entre silencios y palabras nunca dichas, brota una vida que me llena no sé bien cómo de una profunda alegría. Así, como si nada estuviera sucediendo, veo que todo comienza a cambiar dentro del alma. Aparto los miedos de mi vista y dejo a un lado todas mis soledades. Así, en la paz de esta noche, nace Jesús entre mis manos y yo confío en Él, porque ha nacido. No sé bien cómo lo hace Dios para cambiarlo todo cada año. Y más aún en este tiempo extraño lleno de miedos propios y ajenos e incertidumbres que turban mi mirada. En la noche rasgada por el esplendor de su nacimiento, a la luz de una estrella, Dios me hace ver un horizonte nuevo lleno de valles y montañas. Dejo de temer de golpe y confío en ese Dios tan frágil. Me conmueve la voz de los ángeles que me muestran dónde y cómo se hace posible lo imposible, todo tan normal, la vida misma: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Yo recorro la vida con miedo y dejo a un lado las rutinas que me retienen. Una señal tan sencilla como un niño en pañales es suficiente para hacerme creer en la vida que llena de esperanza mis ojos nublados: «Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre». En lo cotidiano, en lo más sencillo, allí donde parece imposible que pueda surgir algo nuevo, allí mismo la vida nace de la noche. En esa vida que se hace amor compartido es donde dejan huella mis pasos. En esta pandemia que me amenaza con privarme de abrazos y sonrisas, no temo nada y sonrío al mirar al Niño. Sé que nada puede impedir que nazca Dios de nuevo en medio de mis días. Igual que aquella primera noche de censos impuestos y de posadas cerradas, de frío y soledad, no pudo turbar la alegría de María: «Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada». Esa primera Navidad, tan oculta, tan sencilla, tan llena de silencios, estuvo llena de ángeles, de luz, de pastores con alma de niño, de reyes misteriosos venidos de lejos, de cantos y alegría. Todo lleno de luz en medio de lo cotidiano. Tan sólo unos pañales, un llanto de niño y todo cambió de golpe. ¿No podrá ser igual para mí esta Navidad en la que todo me parece tan extraño, tan frío, tan duro, tan muerto? El dolor de la pérdida de seres queridos ha dolido muy dentro. Y luego esa ausencia de encuentros que calmarían el alma, y siento que me faltan. Y esa soledad que pesa en mi corazón en esta noche. Es ahí justo, en medio de mis torpezas y pecados, donde brota la vida. Es en ese frío de mi alma que sueña con una intimidad sagrada con Dios donde el Niño se hace vida. Es allí donde atisbo el horizonte de un cielo que me han prometido y surge ya presente. Es allí, donde parece que nada va a cambiar y está cambiando todo. Sí, sucede ese milagro de Nochebuena sin que nadie lo percibe. Parece una noche más. Todo tan tranquilo. Pero mi corazón sueña con el milagro de un Niño que es ese Dios hecho carne que llega a salvar mi corazón incapaz de amar como Dios me ama. ¿Por qué tengo dudas en este invierno tan frío? No tengo derecho a desconfiar de ese Dios que me ama tanto y me lo demuestra a cada paso. No puedo hacerlo. Esta Navidad es más honda, más silenciosa, más de raíces sagradas. Y sé que no la olvidaré nunca, lo tengo claro. Dios se hace presente entre todos mis vacíos y soledades llenando de luz y canto todas mis nostalgias. Le entrego lo que más me duele y me libero. Él habita en mi alma. Veo los mismos pañales y la misma carne en mi posada.
Me gusta mirar a S. José camino a Belén en compañía de María. La mula va con ellos. Me gustaría parecerme más a S. José. Escuchar en sueños, en el silencio del alma. Y hacer caso al ángel. José no entiende, pero acoge el misterio sin miedo. Deja a un lado la decisión primera, repudiar en secreto a María. El ángel se lo hace ver. Decía de él el Papa Francisco: «José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones. La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo. José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte». José pensaría que su vida con María iba a ser diferente. Frustrado y decepcionado había decidido repudiar a María en secreto. Pero esa noche, acompañado por un ángel, José da un sí sencillo, valiente y decisivo. En el camino de la vida he comprobado que lo importante no es entender las cosas que pasan. Muchas veces no son comprensibles, no tienen una lógica, más bien parecen obedecer al absurdo del sinsentido. Y aun así entiendo que la única forma de seguir adelante, de seguir caminando y luchando, es acoger la realidad en su globalidad, besarla con corazón de niño y emprender un camino sin vuelta atrás. Me gusta la actitud de S. José. No se rebela, no se bloquea, no deja de luchar. Sabe que las cosas no son como él las pensaba y deja de llorar por lo ocurrido. No comprende mucho, pero asiente. Dice un sí sin palabras, hecho más bien de gestos, de ternura, de abrazos y valentía. S. José es el hombre de la ternura y de los actos de amor. Del abrazo que no se olvida. De la fidelidad callada. Acoge con ternura a María en su vida. Es su custodio y la toma en sus brazos. Acepta con ternura su propia debilidad para entender: «Debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura». Es el esposo fiel lleno de ternura y será el padre que acompañe a Jesús también con ternura. Una vida sin ternura, sin misericordia, es una vida dura, llena de rigidez y justicia. Una vida en la que no se concibe la debilidad. José se sabe débil y contempla cómo su vida se complica. ¿No hubiera sido más fácil otro camino? Acoger a María, al Hijo de Dios, caminar hasta Belén, cuidar a un niño recién nacido y huir a Egipto por miedo a los enemigos de Dios. Parece todo imposible, pero él lo acepta sabiendo que no es capaz. En la vida temo sentirme capaz, con fuerza suficiente, con sabiduría guardada en mi alma. Me da miedo sentirme autosuficiente. Como si no necesitara pedir ayuda a nadie. Pedir ayuda me hace más humilde, más consciente de mi fragilidad. Me gusta la ternura con la que poso mi mirada sobre mi propia debilidad. Esa ternura es la de Dios cuando me mira en la caída. Y es precisamente su mirada la que me salva. La misma mirada con la que debería yo mostrar compasión ante la fragilidad de mi hermano. Pero me cuesta. Llevo dentro de mí un pequeño juez escondido. Un hombre que cree saberlo todo y emite juicios de aprobación o condena de forma constante y sin pausa. No me acepto en mi falta de misericordia. Por eso me gusta tanto mirar a S. José. Un hombre bueno y justo. Un hombre fiel y honrado. Un hombre enamorado de María y tierno en su entrega. Compasivo y lleno de misericordia. Me gusta su humildad recia en medio del arduo camino de la vida. No se rebela contra un Dios que le pide cosas imposibles. Las acoge con una sonrisa y cuida con ternura de esa familia que Dios le ha confiado. Se queda siempre en un segundo plano, oculto bajo la sombra del mismo Padre Dios: «San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación». Desde la segunda línea, en las sombras, José es el gran protagonista sin rostro. Quiero aceptar mi vida como es, sin pretender cambiar nada. Sólo siendo fiel a ese deseo de Dios que se me insinúa cada mañana. Fiel a su Palabra, a sus caminos. Así quiero vivir siempre, sin desear otros lugares, sin exigir un mayor protagonismo. Besando con ternura los pasos que Dios ha pensado para mí. Miro ese rostro de S. José, un hombre fiel que hoy se erige como un gran modelo a seguir. Mucho silencio tiene que haber en mi alma para poder escuchar la voz del ángel.
Mi hogar tiene varias puertas que dejan entrar o salir. Mi familia tiene puertas que protegen su intimidad y salvan su paz interior. Puertas que se pueden abrir con llaves o sin llave, todo depende. Puertas que se cierran para proteger la vida o para evitar que la vida se escape. Cuidar la vida propia de mi familia es algo sagrado. Custodio ese don que se me confía. No quiero que se pierda esa vida que Dios me ha dado. No necesito contarlo todo, no tengo que hablar de todas las cosas que suceden al interior de mi familia. Mi familia es sagrada. No quiero violar esa intimidad que resguardo. Por eso la puerta se cierra por dentro para que no entren. Para proteger, para cuidar, para salvar la vida que crece dentro lentamente y con cuidado. No dejo que entre cualquiera que pueda violentar el alma. No permito que en mi familia haya personas que con su presencia pongan en peligro el pudor y la integridad de los míos. Los cuido, los protejo, los velo, los guardo. Pero al mismo tiempo la puerta de mi hogar, de mi casa, se abre para dar acogida a los que quiero que estén conmigo. No permito que se alejen al ver mi puerta cerrada. Pero sé mantener el equilibrio. Más en tiempo de pandemia. No quiero eso sí dejar que Jesús se quede fuera en aquellos a los que rechazo. Una casa de puertas abiertas para que muchos se encuentren en casa. Una familia que es hogar para los que no tienen raíces. Miro este mundo convulso, de puertas cerradas. Tengo miedo. Me piden que cierre mis puertas, para separarme de los que amo. Todo es tan diferente a mis planes de hace un año. La vida se presenta nueva delante de mis ojos. Como si hubiera que rehacerla de nuevo y empezar otra vez, de cero. Jesús viene a tocar la puerta de mi hogar en este tiempo convulso. Quiero aprender a mirar con ojos nuevos, con sus ojos, mi propia vida. Quiero abrirle la puerta a Él, aunque sea de noche. Quiero que amanezca de nuevo en este mundo frío. Es tan grande la incertidumbre que no quiero abrir la puerta a nadie. No sé qué va a pasar. Me siento más solo que antes. Y a la vez misteriosamente más unido a muchos. Vivo lo mismo que ellos. No tengo el control del timón de la barca que me lleva por mares revueltos. Dejo la puerta abierta para que este Niño en Navidad calme mis miedos. Que entre hasta el fondo de mi vida y tome el timón. No quiero que se quede fuera. Es un milagro que siempre se detenga ante mi puerta y no pase de largo. En este momento de mi vida lo necesito aún más y Él viene a mi posada, para compartir lo mío, tal como soy, tal como me ve. Viene a mi corazón, toca mi puerta. Y quiere enseñarme cómo es ese amor imposible que sucede en Belén. Es un Dios que se hace Niño como yo. Escucho cómo son sus pasos y su rostro: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva!». Abro la puerta para que ese Dios bello se haga carne de mi carne, entre en mis planes y los cambie. Las puertas de entrada y salida. Las puertas de mi familia, de los que amo, de aquellos con los que comparto este tiempo extraño de pandemia. La puerta es pequeña, tengo que agacharme para entrar de rodilla a otras casas, a otros hogares. Más estrecha que nunca. Apenas puedo entrar cuando voy revestido de orgullo y pretensiones. Mi hogar quiere ser humilde y necesita la pequeñez de los niños que entran sin hacer ruido, en la calma y la oscuridad de esta noche. En esta Navidad mi casa se vuelve nacimiento donde Dios nace, se encarna, acampa. Me gustan las puertas que se abren y se cierran. No siempre abiertas, no siempre cerradas. No demasiado grandes, tampoco excesivamente pequeñas. Puertas por las que pueda pasar la vida y entrar el amor. Un hogar que se llene de alegría, y abrazos en el encuentro. Este año será distinto e igual al mismo tiempo. Y las palabras de S. Pablo me dan vida: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón. Sed también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza. Cantad a Dios, dando gracias de corazón». Que mi casa sea un hogar donde reine la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia, la gratitud. Un hogar en el que todo se llene de luz en esta Navidad de puertas cerradas y abiertas. Quiero abrir la puerta hacia el interior, esa puerta que separa hermanos. Esa puerta que me lleva a Dios. Esa puerta pequeña en la que me arrodillo para poder pasar. El amor de Dios entra por esa puerta y toma posesión de mi familia. Me gustan las puertas que se abren y se cierran para proteger el misterio.
Es la Sagrada Familia ese modelo que aparece en Navidad ante mis ojos: «El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos. Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros. Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor. Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él, y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor. Porque la compasión hacia el padre no será olvidad y te servirá para reparar tus pecados». Pienso en la familia que tengo. En este año ha sido más intensa la vida familiar. Habrá habido cosas difíciles. Habré ganado cosas importantes. Hoy me detengo a contemplar a José y María en Belén, en Egipto, en Nazaret. La sagrada Familia en camino buscando hacer la voluntad de Dios. Hoy presentan a su Hijo en el templo: «Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Me gusta esta intimidad, este espíritu de generosidad. Me gusta verlos en camino y construyendo juntos un hogar. En Egipto al principio, como migrantes, fuera de su tierra, enfrentando las dificultades del camino. Con esa confianza ciega en la sombra de Dios que cubría sus pasos. No tenían motivos para temer. Pienso en mi propia sagrada familia. Esa en la que nací un día y grabó en mi alma una forma de entender la vida. Miro a mis padres ya ausentes. Me miro en el pasado, siendo niño, luego joven. Me veo acompañándolos en su vejez. Soy hijo de una familia santa. No lo olvido. En ella aprendí a ser quien soy. Veo a mi padre en mí, y a mi madre. Y a mi hermana. Veo en mi alma recuerdos como retazos que componen el mapa de mi corazón. Soy fruto de una historia que Dios ha ido guiando. No me entristezco cuando descubro heridas de entonces. Y le pido a Dios la gracia de poder perdonar. Sobre todo, me alegro y me río con las cosas de esos días. Porque todo me ha hecho crecer y madurar como persona. Y ahora tengo la misión de crear otra familia. Esa es la misión de cada uno al pensar en la Sagrada Familia. No importa la debilidad de mi propia familia, de la de entonces o de la de ahora. Jesús ha venido a bendecir la familia que me regala. En la que soy padre o madre, hijo o hermano, abuelo o tío. No importa. Algunos papeles van cambiando. Otros permanecen. Miro mi lugar en mi familia y me pregunto varias cosas. La primera es si me siento en casa cuando estoy con los míos. Si sé que es mi lugar y ahí está mi raíz más verdadera. Pienso que esta respuesta lo determina todo. Si es mi lugar, tendré paz. Si siento que no lo es, algo tendrá que cambiar dentro de mí para que mejore la realidad que me toca vivir. La otra pregunta tiene que ver con mi misión. ¿Qué aporto yo en mi familia? A menudo espero a que los demás me den, me ayuden, me construyan, me salven. Y pierdo la vida, el tiempo, sin aprovechar lo que tengo. Es como si le pidiera a los demás, a Dios o a la misma vida, lo que no puede darme. Y me frustro porque no lo consigo, porque no me lo dan. Me da pena esa torpeza mía para enfrentar la vida. No importa lo que me aporten, lo importante es lo que yo aporto. Eso es lo que cuenta. No lo que me deben, sino lo que yo debo. Pienso en mis relaciones familiares. ¿Cuáles están débiles? ¿A quién tengo que perdonar? ¿Quién tiene que perdonar mis errores y debilidades? Llega un momento en la vida de adulto en la que un «lo siento» no basta para saldar cuentas y solucionarlo todo. De niño pensaba que pedir perdón, con sinceridad o no, cuando me enfadaba, o no hacía algo bien o reprobaba un examen, bastaba para comenzar de nuevo. Con los años veo que no es tan fácil. No basta con pedir perdón, hay que cambiar algo en la forma de vivir. Para volver a empezar tengo que recorrer un camino. Que no se me escapen los años sin dar los pasos adecuados. Las relaciones que no se cuidan, se pierden. Las que no se profundizan, desaparecen. Allí donde no perdono, no crece la bondad. Allí donde no soy perdonado, no logro emprender de nuevo el camino. Me gustaría decir al final de mi vida las palabras de Simeón que siempre me conmueven: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador». Con la tarea hecha y la misión cumplida. En el seno de la familia que Dios ha tejido con mi vida. En los vínculos hondos que nunca mueren. En este hogar en el que Dios ha querido que entregue la vida, amando y dándome sin miedo.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.