jueves, 31 de diciembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 1 ENERO DE 2021

  



1 de enero de 2021

 

Hermano:

«Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño»

«¿Quién soy yo para que me visite Dios en esta noche? Soy su hijo, el niño de sus entrañas. Dios me salva en medio de todas mis dudas. Y me hace creer en su poder infinito»

Asturias: Cinco fallecidos y 57 nuevos contagios en las últimas 24 horas.

La tasa de positividad se situó en el 4,54%.

Quiero detenerme ante la mula, ante ese burrito que lleva a María a Belén. Me encanta contemplar a este personaje del Adviento. La tradición lo coloca a los pies de José y María junto al buey, después de un largo viaje hasta Belén. Me encanta mirar al burrito y pensar que en mi vida quiero tener su misma actitud. Esa docilidad para cargar con María. Una canción dice: «Tengo que andar con cuidado piensa la mula, pues llevo sobre mí a María y al Niño. Aun no sé cómo es, más pronto nacerá, tengo que darme prisa y encontrar un lugar. Que suerte tengo, piensa la mula, voy a correr, conozco un sitio donde quizás pueda nacer. Corred pastores, id preparando aquel lugar, pedid ayuda, dentro de nada van a llegar». ¡Qué suerte tiene la mula! ¡Qué suerte tengo yo que puedo llevar a Jesús y a María en mi propia vida y hacerlos presentes en todo lo que hago! Puedo ser dócil a sus deseos e inclinarme ante ellos. Con paciencia de mula, con terquedad a veces, con alegría. Dispuesto a llevar a José y a María a donde ellos quieran. ¡Qué difícil resulta ser paciente y dócil! ¡Qué complicado hacer siempre lo que Dios quiere y no dejarme llevar por mis propios deseos! ¿Y mi impulsividad? ¿Y mi tendencia a hacer lo que yo quiero, lo que deseo? ¿Y mi inclinación a no cargar con nada que no sea mío? No es tan sencillo. El corazón se resiste, el mío al menos. Y se resiste a dejarse conducir por caminos extraños en medio de la noche. Cuando el frío es fuerte y los vientos son contrarios. Me gusta la humildad de la mula. No la admiran a ella, cuando la ven pasar con María sobre su lomo. No piensan en su valor, en su fortaleza, en su grandeza, en su belleza. La mula, siempre a un lado, está siempre presente. Ausente en pensamientos, pero allí fiel, sin moverse. ¡Qué lejos estoy yo de ser tan dócil, tan bueno, tan fiel, tan humilde! La paciencia es un don que le pido al Niño esta Navidad. Para aceptar la realidad como es y no como a mí me gustaría que fuera. Sin tomarme tan en serio mis deseos. Sin dejarme arrastrar por mis emociones. La rabia surge como un estallido cuando no acepto con paz las contrariedades y los tropiezos. Las lágrimas ensombrecen mi sonrisa. La tristeza apaga todo deseo de entregar la vida. La envidia no me deja ser feliz con lo que Dios me regala. Si tuviera un poco más de mula en esta Navidad no me sentiría el protagonista de la fiesta ni viviría exigiéndole a los demás el amor que me hace falta para llenar el vacío del alma. Con docilidad me postro a los pies de María. Quiero llevarla donde Ella me pida. Soy su burrito, su mula. Allí donde Ella quiera. ¿Por qué me da tanto miedo si Ella no se baja, ni me deja solo? ¿No deseo escuchar muy hondo en mi corazón que Dios no me va a dejar nunca haga lo que haga? Me lo quiero grabar para no olvidarlo. ¿No se lo he dicho yo a alguien alguna vez? Hay personas a las que quiero querer de esa manera, con un amor incondicional, con un amor eterno que me viene de lo alto. Sé que Dios puede hacerlo porque yo siempre le pongo condiciones a todo. La mula se postra humilde ante el Señor y asiente a sus deseos. Y Dios me susurra al oído que nunca voy a caminar solo por los caminos. Esa certeza me sostiene y el alma recobra su alegría natural. Y la tristeza deja paso a la nostalgia de infinito, que es algo bien diferente. Porque esa nostalgia no me embrutece, ni me bloquea. Más bien es una leve capa de sentimiento verdadero que se adentra dentro de mis huesos, anida en lo más hondo de mi corazón y me hace ver que Dios quiere hacer conmigo milagros. Me gusta mirar a la mula esta Navidad. Le pido a Dios algo de su humildad para no sentirme más de lo que soy. La humildad y la verdad van de la mano. Cuando me siento en mi lugar y sé lo que valgo ya no me comparo con nadie ni pretendo ser quien no soy. Soy sólo una mula, un burrito que carga a la más importante, a María. Ella es la que cuenta, lo demás poco importa. Leía el otro día: «Hombres, silenciosos, solitarios y decididos, sabrán cifrar su contento en perseverar en una actividad invisible; hombres que, en virtud de una inclinación interior, buscan en las cosas lo que hay que superar en ellas; hombres para quienes la alegría, la paciencia, la sencillez, el desprecio de las grandes vanidades les son tan propios como la generosidad en la victoria». Yo quiero ser uno de esos hombres solitarios, silenciosos y decididos. Capaz de entregar la vida en la misión que Dios ponga en mis manos. Con paciencia descifrar los signos en los que Dios me habla. Soportar las contrariedades con paz y alegría. Y aprender a levantarme después de cada caída. Como esa mula que corre dispuesta a llegar a la meta. Nada que temer, nada que perder. Una paciencia santa, no otra paciencia que el mismo Papa Francisco me desaconseja: «Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos». Quiero un corazón paciente para enfrentar la vida. Pero no me dejo maltratar. No dejo que me priven de mi dignidad. Esa paciencia santa es la de los santos, es la de la mula que se convierte en hogar para Jesús. Así quiero vivir en esta Navidad, dando calor a Jesús en mi vida.

¿Dónde se generan mis temores? ¿Por qué necesito que me aprueben siempre para tener paz? Guardo en el corazón ese miedo irracional al rechazo y al desprecio. El miedo a creer que no valgo, que no sirvo. Ese miedo a no ser amado por no lograr estar a la altura de lo que otros esperan. ¿Cómo puedo llegar a contentar a todos? Mil halagos no logran apagar el dolor de una sola crítica. ¿De dónde me viene el no querer perdonar mis debilidades, ni mis torpezas? Quizás es que intento controlarlo todo para que la vida me salga bien y todos me aprueben. Cuando empiezan a fallar los pilares, lo que me sostiene y mantiene en pie, me quiebro y todo se viene abajo. ¿Sobre qué suelo estoy edificando mi vida? Vivo en este tiempo tan inestable en el que todo parece hundirse a mi alrededor. ¿Cómo puedo construir una casa firme que no se derrumbe con los primeros vientos «Lo que Nietzsche espera de la ‘Inscriptio mundana’, cuando escribe: - ‘¿Construyan sus casas al pie del Vesubio, porque el secreto para cultivar la existencia más fecunda y gozosa consiste en vivir en medio de peligros’, vale en pleno sentido para la entrega religiosa total»? Quiero aprender a entregarme plena y ciegamente en las manos de Dios. Quiero confiar en el camino que se abre ante mis ojos. «Una vez que está claro que algo es voluntad de Dios, siempre ponemos manos a la obra sin vacilar». Me cuesta actuar de esta manera. Me resulta difícil saber lo que Dios quiere y luego hacerlo. En ocasiones logro verlo claro, pero pronto surge el miedo. ¿Quién me va a salvar en el último momento? El miedo a lo que pueda ocurrir es grande. El miedo a ser abandonado en medio de un naufragio. El futuro al que me enfrento siempre es incierto. Sé que Dios viene a salvarme y a consolarme en medio de una noche de Navidad, lo he escuchado: «El Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén». Y yo me calmo en esta noche, en este tiempo incierto de Navidad. Cuando todo se tambalea y no todos me quieren ni me aprueban. Necesito el consuelo en mi alma. Sólo deseo que mi corazón se calme. Miro al cielo, a esos ángeles que me llenan el alma con su paz: «No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor». Nace Jesús con su luz y esperanza en medio de la oscuridad de la noche. Viene oculto en medio de esta pandemia que me paraliza. Siento que no sucede nada especial. Es mi vida demasiado cotidiana. Es esta vida rutinaria de cada día. Siento que no hay grandes planes, ni muchas expectativas. Mi corazón de niño se arrodilla conmovido ante un nacimiento. Quiero ver nacer a Jesús, quiero encontrarlo en medio de unas pajas. Quiero que me quite esos miedos irracionales que bloquean mis fuerzas y paralizan mi espíritu. ¿Cómo puedo hacer para que el alma no se enfríe en esta noche de invierno? Los miedos más profundos afloran en Navidad cuando me siento solo y mil emociones tocan la puerta de mi alma. Siento muy hondo ese miedo profundo a no ser amado, a ser abandonado en medio de mi vida. ¿Me quedaré solo de nuevo y no sentiré ese abrazo que necesito? El alma teme la soledad al mismo tiempo que la busca a partes iguales. Pero sufre cuando necesita un abrazo y no lo recibe, ahora son escasos. Y suplico sin palabras un te quiero, pronunciado con voz audible, para que me lo crea. Y siento que los días están contados ante mis ojos. Y me da miedo el fracaso en este camino y en esta misión que Dios me ha confiado y puesto entre mis manos. Le entrego al Niño el vacío que siento dentro y el miedo a que pase esta noche y continúe el frío. Quiero que su voz calme mis gritos. Y su presencia dé calor a mi vida. No quiero vivir pretendiendo agradar al mundo. No quiero contentar a todos los que me demandan mi tiempo, mi vida, mi alegría, mis palabras. Guardo silencio en Navidad esperando a que suceda un milagro de repente. He despojado mi vida de lo que sobra. He optado por lo que merece la pena. He construido un sinfín de castillos, no en el aire, sino en tierra firme. Y he levantado una fortaleza para evitar que mis propios sentimientos de debilidad afloren con fuerza. Al pie del volcán coloco los cimientos de mi alma. Ya no tengo miedo porque he confiado mi vida en manos de Aquel que todo lo puede. Ya no puedo fracasar. No necesito la aprobación de todos los que me miran y me juzgan. ¿Quién soy yo para que me visite Dios en esta noche? Soy su hijo, el niño de sus entrañas. Dios me salva en medio de todas mis dudas. Y me hace creer en su poder infinito.

Llega la Navidad de golpe a mi vida, sin estar preparado. Entre montañas, en el valle, atisbando horizontes lejanos. Sosteniendo el viento entre las manos, mientras anhelo una calma eterna. Apenas queda espacio en mi alma para la melancolía, no merece la pena. Levanto el mundo entre mis dedos en medio de nubes lejanas, confiando en ese Dios pequeño, niño. Es como si el sol no lograra salir cada mañana si no dejo lugar en mi vida para la noche. Si no pierdo la luz, aunque sólo sea por un instante, no echaré de menos la claridad de un nuevo día. Para añorar un día eterno, sin sombras, sin más noches, necesito sufrir el desgaste de los días caducos. Es desde la propia muerte, del desgaste de mi alma y desde la pérdida desde donde comienza a germinar la nueva vida, entre gestos audibles de esperanza. Allí donde no logro poner nombre a mis miedos, a los días que se escapan sin dejar huella, nace Dios poniéndole nombre a todas mis dudas. Allí donde sufro con nostalgia la ausencia de una felicidad plena, la luz se hace presencia y un llanto nuevo eclipsa todas mis tristezas. ¿Cómo no creer contra toda esperanza cuando la vida brota lentamente sin que nadie lo sepa, sin que pueda nadie evitarlo, en medio de esta noche santa? Sostengo bien alto el pulso a este tiempo extraño que me habita, en medio de un cálido horizonte de montañas. Y sé que nada puede detener el curso acelerado de la vida, los días que se desploman uno tras otro aumentando el pasado. Abrazo con pasión a ese niño que rompe todas mis rutinas, sacándome de mi cárcel. Así, entre silencios y palabras nunca dichas, brota una vida que me llena no sé bien cómo de una profunda alegría. Así, como si nada estuviera sucediendo, veo que todo comienza a cambiar dentro del alma. Aparto los miedos de mi vista y dejo a un lado todas mis soledades. Así, en la paz de esta noche, nace Jesús entre mis manos y yo confío en Él, porque ha nacido. No sé bien cómo lo hace Dios para cambiarlo todo cada año. Y más aún en este tiempo extraño lleno de miedos propios y ajenos e incertidumbres que turban mi mirada. En la noche rasgada por el esplendor de su nacimiento, a la luz de una estrella, Dios me hace ver un horizonte nuevo lleno de valles y montañas. Dejo de temer de golpe y confío en ese Dios tan frágil. Me conmueve la voz de los ángeles que me muestran dónde y cómo se hace posible lo imposible, todo tan normal, la vida misma: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Yo recorro la vida con miedo y dejo a un lado las rutinas que me retienen. Una señal tan sencilla como un niño en pañales es suficiente para hacerme creer en la vida que llena de esperanza mis ojos nublados: «Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre». En lo cotidiano, en lo más sencillo, allí donde parece imposible que pueda surgir algo nuevo, allí mismo la vida nace de la noche. En esa vida que se hace amor compartido es donde dejan huella mis pasos. En esta pandemia que me amenaza con privarme de abrazos y sonrisas, no temo nada y sonrío al mirar al Niño. Sé que nada puede impedir que nazca Dios de nuevo en medio de mis días. Igual que aquella primera noche de censos impuestos y de posadas cerradas, de frío y soledad, no pudo turbar la alegría de María: «Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada». Esa primera Navidad, tan oculta, tan sencilla, tan llena de silencios, estuvo llena de ángeles, de luz, de pastores con alma de niño, de reyes misteriosos venidos de lejos, de cantos y alegría. Todo lleno de luz en medio de lo cotidiano. Tan sólo unos pañales, un llanto de niño y todo cambió de golpe. ¿No podrá ser igual para mí esta Navidad en la que todo me parece tan extraño, tan frío, tan duro, tan muerto? El dolor de la pérdida de seres queridos ha dolido muy dentro. Y luego esa ausencia de encuentros que calmarían el alma, y siento que me faltan. Y esa soledad que pesa en mi corazón en esta noche. Es ahí justo, en medio de mis torpezas y pecados, donde brota la vida. Es en ese frío de mi alma que sueña con una intimidad sagrada con Dios donde el Niño se hace vida. Es allí donde atisbo el horizonte de un cielo que me han prometido y surge ya presente. Es allí, donde parece que nada va a cambiar y está cambiando todo. Sí, sucede ese milagro de Nochebuena sin que nadie lo percibe. Parece una noche más. Todo tan tranquilo. Pero mi corazón sueña con el milagro de un Niño que es ese Dios hecho carne que llega a salvar mi corazón incapaz de amar como Dios me ama. ¿Por qué tengo dudas en este invierno tan frío? No tengo derecho a desconfiar de ese Dios que me ama tanto y me lo demuestra a cada paso. No puedo hacerlo. Esta Navidad es más honda, más silenciosa, más de raíces sagradas. Y sé que no la olvidaré nunca, lo tengo claro. Dios se hace presente entre todos mis vacíos y soledades llenando de luz y canto todas mis nostalgias. Le entrego lo que más me duele y me libero. Él habita en mi alma. Veo los mismos pañales y la misma carne en mi posada.

Me gusta mirar a S. José camino a Belén en compañía de María. La mula va con ellos. Me gustaría parecerme más a S. José. Escuchar en sueños, en el silencio del alma. Y hacer caso al ángel. José no entiende, pero acoge el misterio sin miedo. Deja a un lado la decisión primera, repudiar en secreto a María. El ángel se lo hace ver. Decía de él el Papa Francisco: «José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones. La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo. José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte». José pensaría que su vida con María iba a ser diferente. Frustrado y decepcionado había decidido repudiar a María en secreto. Pero esa noche, acompañado por un ángel, José da un sí sencillo, valiente y decisivo. En el camino de la vida he comprobado que lo importante no es entender las cosas que pasan. Muchas veces no son comprensibles, no tienen una lógica, más bien parecen obedecer al absurdo del sinsentido. Y aun así entiendo que la única forma de seguir adelante, de seguir caminando y luchando, es acoger la realidad en su globalidad, besarla con corazón de niño y emprender un camino sin vuelta atrás. Me gusta la actitud de S. José. No se rebela, no se bloquea, no deja de luchar. Sabe que las cosas no son como él las pensaba y deja de llorar por lo ocurrido. No comprende mucho, pero asiente. Dice un sí sin palabras, hecho más bien de gestos, de ternura, de abrazos y valentía. S. José es el hombre de la ternura y de los actos de amor. Del abrazo que no se olvida. De la fidelidad callada. Acoge con ternura a María en su vida. Es su custodio y la toma en sus brazos. Acepta con ternura su propia debilidad para entender: «Debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura». Es el esposo fiel lleno de ternura y será el padre que acompañe a Jesús también con ternura. Una vida sin ternura, sin misericordia, es una vida dura, llena de rigidez y justicia. Una vida en la que no se concibe la debilidad. José se sabe débil y contempla cómo su vida se complica. ¿No hubiera sido más fácil otro camino? Acoger a María, al Hijo de Dios, caminar hasta Belén, cuidar a un niño recién nacido y huir a Egipto por miedo a los enemigos de Dios. Parece todo imposible, pero él lo acepta sabiendo que no es capaz. En la vida temo sentirme capaz, con fuerza suficiente, con sabiduría guardada en mi alma. Me da miedo sentirme autosuficiente. Como si no necesitara pedir ayuda a nadie. Pedir ayuda me hace más humilde, más consciente de mi fragilidad. Me gusta la ternura con la que poso mi mirada sobre mi propia debilidad. Esa ternura es la de Dios cuando me mira en la caída. Y es precisamente su mirada la que me salva. La misma mirada con la que debería yo mostrar compasión ante la fragilidad de mi hermano. Pero me cuesta. Llevo dentro de mí un pequeño juez escondido. Un hombre que cree saberlo todo y emite juicios de aprobación o condena de forma constante y sin pausa. No me acepto en mi falta de misericordia. Por eso me gusta tanto mirar a S. José. Un hombre bueno y justo. Un hombre fiel y honrado. Un hombre enamorado de María y tierno en su entrega. Compasivo y lleno de misericordia. Me gusta su humildad recia en medio del arduo camino de la vida. No se rebela contra un Dios que le pide cosas imposibles. Las acoge con una sonrisa y cuida con ternura de esa familia que Dios le ha confiado. Se queda siempre en un segundo plano, oculto bajo la sombra del mismo Padre Dios: «San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación». Desde la segunda línea, en las sombras, José es el gran protagonista sin rostro. Quiero aceptar mi vida como es, sin pretender cambiar nada. Sólo siendo fiel a ese deseo de Dios que se me insinúa cada mañana. Fiel a su Palabra, a sus caminos. Así quiero vivir siempre, sin desear otros lugares, sin exigir un mayor protagonismo. Besando con ternura los pasos que Dios ha pensado para mí. Miro ese rostro de S. José, un hombre fiel que hoy se erige como un gran modelo a seguir. Mucho silencio tiene que haber en mi alma para poder escuchar la voz del ángel.

Mi hogar tiene varias puertas que dejan entrar o salir. Mi familia tiene puertas que protegen su intimidad y salvan su paz interior. Puertas que se pueden abrir con llaves o sin llave, todo depende. Puertas que se cierran para proteger la vida o para evitar que la vida se escape. Cuidar la vida propia de mi familia es algo sagrado. Custodio ese don que se me confía. No quiero que se pierda esa vida que Dios me ha dado. No necesito contarlo todo, no tengo que hablar de todas las cosas que suceden al interior de mi familia. Mi familia es sagrada. No quiero violar esa intimidad que resguardo. Por eso la puerta se cierra por dentro para que no entren. Para proteger, para cuidar, para salvar la vida que crece dentro lentamente y con cuidado. No dejo que entre cualquiera que pueda violentar el alma. No permito que en mi familia haya personas que con su presencia pongan en peligro el pudor y la integridad de los míos. Los cuido, los protejo, los velo, los guardo. Pero al mismo tiempo la puerta de mi hogar, de mi casa, se abre para dar acogida a los que quiero que estén conmigo. No permito que se alejen al ver mi puerta cerrada. Pero sé mantener el equilibrio. Más en tiempo de pandemia. No quiero eso sí dejar que Jesús se quede fuera en aquellos a los que rechazo. Una casa de puertas abiertas para que muchos se encuentren en casa. Una familia que es hogar para los que no tienen raíces. Miro este mundo convulso, de puertas cerradas. Tengo miedo. Me piden que cierre mis puertas, para separarme de los que amo. Todo es tan diferente a mis planes de hace un año. La vida se presenta nueva delante de mis ojos. Como si hubiera que rehacerla de nuevo y empezar otra vez, de cero. Jesús viene a tocar la puerta de mi hogar en este tiempo convulso. Quiero aprender a mirar con ojos nuevos, con sus ojos, mi propia vida. Quiero abrirle la puerta a Él, aunque sea de noche. Quiero que amanezca de nuevo en este mundo frío. Es tan grande la incertidumbre que no quiero abrir la puerta a nadie. No sé qué va a pasar. Me siento más solo que antes. Y a la vez misteriosamente más unido a muchos. Vivo lo mismo que ellos. No tengo el control del timón de la barca que me lleva por mares revueltos. Dejo la puerta abierta para que este Niño en Navidad calme mis miedos. Que entre hasta el fondo de mi vida y tome el timón. No quiero que se quede fuera. Es un milagro que siempre se detenga ante mi puerta y no pase de largo. En este momento de mi vida lo necesito aún más y Él viene a mi posada, para compartir lo mío, tal como soy, tal como me ve. Viene a mi corazón, toca mi puerta. Y quiere enseñarme cómo es ese amor imposible que sucede en Belén. Es un Dios que se hace Niño como yo. Escucho cómo son sus pasos y su rostro: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva!». Abro la puerta para que ese Dios bello se haga carne de mi carne, entre en mis planes y los cambie. Las puertas de entrada y salida. Las puertas de mi familia, de los que amo, de aquellos con los que comparto este tiempo extraño de pandemia. La puerta es pequeña, tengo que agacharme para entrar de rodilla a otras casas, a otros hogares. Más estrecha que nunca. Apenas puedo entrar cuando voy revestido de orgullo y pretensiones. Mi hogar quiere ser humilde y necesita la pequeñez de los niños que entran sin hacer ruido, en la calma y la oscuridad de esta noche. En esta Navidad mi casa se vuelve nacimiento donde Dios nace, se encarna, acampa. Me gustan las puertas que se abren y se cierran. No siempre abiertas, no siempre cerradas. No demasiado grandes, tampoco excesivamente pequeñas. Puertas por las que pueda pasar la vida y entrar el amor. Un hogar que se llene de alegría, y abrazos en el encuentro. Este año será distinto e igual al mismo tiempo. Y las palabras de S. Pablo me dan vida: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón. Sed también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza. Cantad a Dios, dando gracias de corazón». Que mi casa sea un hogar donde reine la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia, la gratitud. Un hogar en el que todo se llene de luz en esta Navidad de puertas cerradas y abiertas. Quiero abrir la puerta hacia el interior, esa puerta que separa hermanos. Esa puerta que me lleva a Dios. Esa puerta pequeña en la que me arrodillo para poder pasar. El amor de Dios entra por esa puerta y toma posesión de mi familia. Me gustan las puertas que se abren y se cierran para proteger el misterio.

Es la Sagrada Familia ese modelo que aparece en Navidad ante mis ojos: «El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos. Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros. Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado. Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor. Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él, y no lo desprecies aun estando tú en pleno vigor. Porque la compasión hacia el padre no será olvidad y te servirá para reparar tus pecados». Pienso en la familia que tengo. En este año ha sido más intensa la vida familiar. Habrá habido cosas difíciles. Habré ganado cosas importantes. Hoy me detengo a contemplar a José y María en Belén, en Egipto, en Nazaret. La sagrada Familia en camino buscando hacer la voluntad de Dios. Hoy presentan a su Hijo en el templo: «Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Me gusta esta intimidad, este espíritu de generosidad. Me gusta verlos en camino y construyendo juntos un hogar. En Egipto al principio, como migrantes, fuera de su tierra, enfrentando las dificultades del camino. Con esa confianza ciega en la sombra de Dios que cubría sus pasos. No tenían motivos para temer. Pienso en mi propia sagrada familia. Esa en la que nací un día y grabó en mi alma una forma de entender la vida. Miro a mis padres ya ausentes. Me miro en el pasado, siendo niño, luego joven. Me veo acompañándolos en su vejez. Soy hijo de una familia santa. No lo olvido. En ella aprendí a ser quien soy. Veo a mi padre en mí, y a mi madre. Y a mi hermana. Veo en mi alma recuerdos como retazos que componen el mapa de mi corazón. Soy fruto de una historia que Dios ha ido guiando. No me entristezco cuando descubro heridas de entonces. Y le pido a Dios la gracia de poder perdonar. Sobre todo, me alegro y me río con las cosas de esos días. Porque todo me ha hecho crecer y madurar como persona. Y ahora tengo la misión de crear otra familia. Esa es la misión de cada uno al pensar en la Sagrada Familia. No importa la debilidad de mi propia familia, de la de entonces o de la de ahora. Jesús ha venido a bendecir la familia que me regala. En la que soy padre o madre, hijo o hermano, abuelo o tío. No importa. Algunos papeles van cambiando. Otros permanecen. Miro mi lugar en mi familia y me pregunto varias cosas. La primera es si me siento en casa cuando estoy con los míos. Si sé que es mi lugar y ahí está mi raíz más verdadera. Pienso que esta respuesta lo determina todo. Si es mi lugar, tendré paz. Si siento que no lo es, algo tendrá que cambiar dentro de mí para que mejore la realidad que me toca vivir. La otra pregunta tiene que ver con mi misión. ¿Qué aporto yo en mi familia? A menudo espero a que los demás me den, me ayuden, me construyan, me salven. Y pierdo la vida, el tiempo, sin aprovechar lo que tengo. Es como si le pidiera a los demás, a Dios o a la misma vida, lo que no puede darme. Y me frustro porque no lo consigo, porque no me lo dan. Me da pena esa torpeza mía para enfrentar la vida. No importa lo que me aporten, lo importante es lo que yo aporto. Eso es lo que cuenta. No lo que me deben, sino lo que yo debo. Pienso en mis relaciones familiares. ¿Cuáles están débiles? ¿A quién tengo que perdonar? ¿Quién tiene que perdonar mis errores y debilidades? Llega un momento en la vida de adulto en la que un «lo siento» no basta para saldar cuentas y solucionarlo todo. De niño pensaba que pedir perdón, con sinceridad o no, cuando me enfadaba, o no hacía algo bien o reprobaba un examen, bastaba para comenzar de nuevo. Con los años veo que no es tan fácil. No basta con pedir perdón, hay que cambiar algo en la forma de vivir. Para volver a empezar tengo que recorrer un camino. Que no se me escapen los años sin dar los pasos adecuados. Las relaciones que no se cuidan, se pierden. Las que no se profundizan, desaparecen. Allí donde no perdono, no crece la bondad. Allí donde no soy perdonado, no logro emprender de nuevo el camino. Me gustaría decir al final de mi vida las palabras de Simeón que siempre me conmueven: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador». Con la tarea hecha y la misión cumplida. En el seno de la familia que Dios ha tejido con mi vida. En los vínculos hondos que nunca mueren. En este hogar en el que Dios ha querido que entregue la vida, amando y dándome sin miedo.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Patrón de la Juventud Cofrade: Festividad de San Juan Evangelista.

 



Hoy, 27 de diciembre, es la festividad de San Juan Evangelista, considerado como Patrón de la Juventud Cofrade.

Como cada año, este día es conmemorado por los grupos jóvenes de las cofradías Españolas.  

San Juan Evangelista es considerado el patrón de la juventud cofrade por ser el más joven de los discípulos de Jesús. Lo que comenzó siendo una celebración de una cofradía se ha ido generalizando, y en la actualidad participan hermanos de muchas cofradías en su mayoría jóvenes.

Fue uno de los 12 apóstoles (No confundir con Juan el Bautista). Trabajaba como pescador en Galilea y era hermano de otro de los apóstoles, Santiago el Mayor. Los evangelios en ocasiones se refieren a los dos hermanos como los hijos de Zebedeo que era su padre. Como hemos dicho al principio era el más joven de todo el grupo de apóstoles.

Suele ser una figura habitual en los pasos de Semana Santa porque estuvo al pie de la cruz junto a María. En la iconografía se le representa mediante un águila por el alto valor teológico de sus escritos.

Juan siempre forma parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaún, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (cf. Mc 1,29); lo sigue cuando sube a la montaña para transfigurarse (cf. Mc 9,2); está cerca de él en el Huerto de Getsemaní antes de la Pasión (cf. Mc 14,33) y poco antes de la Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para enviarles a preparar la sala para la Cena, les encomienda a él y a Pedro esta misión (cf. Lc 22,8).

Según la tradición, Juan es “el discípulo predilecto” que se recuesta sobre el pecho del maestro durante la última Cena (cf. Jn 13,25), se encuentra al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús (cf. Jn 19,25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la presencia del Resucitado (cf. Jn 20,2;21,7).

Esta relación de familiaridad y amistad entre Juan y Jesús tiene una lección importante para nuestra vida. El Señor quiere que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Esto sólo es posible, como hemos dicho, en el marco de una relación de familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos. 
 
Por esto, Jesús dijo un día: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos.(…) No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 13.15).

En el evangelio de Juan, Jesús pronuncia estas palabras: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34).

¿Dónde está la novedad del mandamiento nuevo al que se refiere Jesús? Está en el hecho de que él no se contenta con repetir lo que exigía el Antiguo Testamento y que leemos también en los otros Evangelios: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39; Mc 12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento antiguo el criterio normativo estaba tomado del hombre (“como a ti mismo”), mientras que, en el mandamiento referido por San Juan, Jesús presenta como motivo de nuestro amor su misma persona: “Como yo os he amado”.

Así el amor resulta de verdad cristiano, cuando no tiene otra medida que el no tener medida.

                                                                            


                                                                              Artículo enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales

CARTAS DE ESPERANZA 27 DICIEMBRE DE 2020

 



27 de diciembre de 2020


Hermano:

«Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, el Mesías, el Señor. Esto os servirá de señal: - Encontraréis al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre»

«Es Navidad dentro de mi alma. Brota su luz en mi sonrisa llena de paz. En la soledad que es compañía con la que abrazo sus pequeños brazos. Nace sin darme cuenta. Mi corazón se calma»

Once fallecidos y 116 contagiados por coronavirus en Asturias en Nochebuena y Navidad.

Todo lo relacionado con la vacuna del coronavirus parece secreto de estado. 

A menos de 24 horas para que comience la vacunación, el hermetismo que rodea a la campaña de inmunización es absoluto, aunque, a la espera de que el Principado detalle sus planes, comienzan a filtrase los primeros detalles.

 Ni tan siquiera se conoce dónde está ubicado el ultracongelador en el que se guardará el medicamento a -80 grados, pero sí ha trascendido que la Residencia Mixta de Gijón recibirá las primeras dosis. 

Aunque no se ha concretado la cifra exacta, el primer día recibirá unas 300 dosis.

Me gusta recorrer el camino eterno que existe entre el sueño y la realidad. Entre la puesta de sol y el amanecer. Entre la muerte y la vida. Entre la tristeza más honda y la alegría más permanente. El camino largo o corto que existe entre el ayer y el mañana. Entre el no y el sí como respuesta. Entre la desesperación y la esperanza. Entre el odio y el amor eterno. Esa distancia la recorren mis pasos hasta llegar al pie de un pesebre. De rodillas permanezco en silencio. No quiero dejar sin tocar los anhelos que llevo en el alma. Se los entrego a Dios hecho niño pobre en mi portal. De rodillas caigo derrotado, vencido, confiado. ¿Cuáles son mis sueños? ¿Dónde están esos sueños que nunca nacieron a la luz? ¿Dónde quedaron mis miedos y mis más íntimos anhelos? ¿Dónde la angustia y la paz? Deseo una vida más plena, un camino lleno de estrellas, una vida más humana en la que reine Dios y venzan los sueños. Deseo una noche llena de estrellas, de esperanza y un día que no acabe al llegar la puesta de sol. Deseo abrazar los silencios con el alma en vilo, suspirando por días mejores. Quiero vivir sujeto a la esperanza que Dios ha sembrado en mi alma, ha tejido en la piel frágil de mi cuerpo. Añoro levantar el mar entre mis manos, en el hueco de mi alma, como si fuera posible contener toda su inmensidad. Sueño con recorrer caminos infinitos que lleven a Dios como único puerto verdadero. Dejando de lado tantas quimeras que quisieron confundirme en el camino. Deseo acoger en mi alma el sí que hoy pronuncio de nuevo con voz queda, sujeto a la tierra, apegado a los hombres y anclado en el cielo. Quiero comprender que no es fácil la cruz, ni el dolor, ni la muerte. He sentido cuánto duelen en mi piel la agonía ante el dolor, la herida en la carne, el fracaso, la derrota. Y no entiendo que las cosas no sean como sueña mi alma, no entiendo que el sol no pueda reinar sin morir nunca. Acaricio un presente distinto al futuro soñado. Lo abrazo doblegado como un náufrago sobre una tabla endeble, en medio de mi mar. Lo beso. Y acepto el pasado que pesa en el alma, como un lastre. Ya no puedo cambiarlo. Y me detengo cansado a la puerta del portal. Hace frío en el alma. Fuera y dentro de mí. Deseo el calor del abrazo de María, de José, del Niño. Un abrazo en familia. Un abrazo en mi establo. Con la lumbre de siempre. Los animales. Los ángeles. Hasta los pastores. Pero me veo tan vacío de todo en esta noche de invierno. Tan desprovisto de méritos y logros. Tan indigno. ¿Cómo voy a calentar yo al niño cuando estoy muerto de frío? ¿Cómo voy a darle poder en su indefensión cuando yo mismo me siento impotente en medio de este mundo en guerra? ¿Cómo voy a alegrarle con tantas tristezas y preocupaciones que turban mi ánimo? ¿Cómo voy a ahuyentar sus miedos ante el futuro incierto, cuando comparto sus mismos miedos y me angustia el mañana? Me arrodillo cansado, desprovisto de todo, esperando que Él llene mis alforjas vacías, estando Él también vacío. ¿Cómo va a hacerlo si es sólo un niño? No sé cómo, pero confío en su poder que no veo. Escucho en mi corazón: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Hoy nos ha nacido el Salvador». Con esa esperanza basta para calentar el alma que se ha enfriado. Basta para albergar una esperanza nueva en medio de mi desolación. Basta para soñar sin desfallecer, luchando con todas mis fuerzas. No dejo de esperar contra toda esperanza. Un niño llenará mi alma de alegría. Lo sé. Esta misma noche. Antes de que amanezca. No sé bien cómo lo hará, pero me alegro con paz al pensar en ese momento soñado. Lo imposible puede ser posible. ¿Cuáles son mis sueños? ¿Cuáles los milagros que susurra mi lengua al oído de Dios? Tengo escrita en mi piel una promesa. No la olvido. Un niño me ha nacido. Dios conmigo. Sujetándome en el hueco de su mano. Me ha nacido para que no viva solo nunca más. Es tan fácil creer que estoy solo. Tan vulnerable mi ánimo a la desesperación. Tan tentador dejar de luchar. Sé que el Niño crece en mi pecho y toma forma. Se hace gigante en mi alma. Me da una fuerza que antes desconocía. Veo que es Navidad dentro de mi llanto. Y brota su luz en mi sonrisa ancha llena de paz. En la soledad que es compañía con la que abrazo sus pequeños brazos. Y siento que ha nacido casi sin darme cuenta. El corazón se calma. Y los vientos. Y mi barca navega en su mar. Tan pequeño, tan infinito. Ese Dios que es paz y silencio. Canto y calor de una familia. Ya no temo. ¿Qué podría hacerme el hombre? Nada que perder. Todo lo he entregado. Sonrío. Y se calma el viento. Ya no hace frío.

Navidad es una luz en la oscuridad: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció». Una luz que vence las tinieblas. Una luz que impera en mi vida. Los pastores vieron la luz que acompañaba a los ángeles: «Un ángel del Señor se les apareció y la gloria de Dios los envolvió con su luz y se llenaron de temor». En medio de la oscuridad del monte brilló una luz. Como el sol que surge poderoso en medio de las tinieblas. Jesús viene a despejar la oscuridad de mi vida. Viene a sembrar una luz que nunca muere. Me gusta esa imagen. Viene a acabar con mis sombras. Y de esa forma me da una luz que se mantiene encendida como una hoguera en mi propia alma. De tal manera que entonces yo me vuelvo luz para otros. Reflejo la luz de Dios. Hay personas que tienen luz. Y esa luz viene de dentro. Un testigo de la canonización de Santa Clara dice que a ella San Francisco «le parecía oro de tal forma claro y luminoso que ella se veía también toda clara y luminosa como en un espejo». Me gusta esta imagen. Hay personas que dan luz. Y en contacto con ellas, en su cercanía, mi vida se llena de luz. Se vuelve clara y luminosa como reflejándose en un espejo. Así es el amor que asemeja. Las personas que llevan la oscuridad dentro también la espejan. Quisiera saber si yo tengo luz, si doy luz, si mis pasos son luminosos o están llenos de sombras. La luz tiene que ver con la verdad, con la autenticidad, con la sencillez de vida, con la capacidad para ver la propia pobreza y reconocer las heridas sufridas y causadas. La luz ilumina mis sombras. Me encuentro con personas incapaces de ver sus propios problemas, defectos y pecados. Tal vez tienen muchas sombras en su alma. Quizás las heridas sufridas hacen que siempre los culpables sean los demás, nunca ellos. Me impresiona. Esa poca autocrítica vuelve sus pasos oscuros. No logran ver sus incoherencias y contradicciones. No iluminan el camino de los que caminan a su lado. Viven en las sombras sin encontrar la luz. Tal vez en ellas tendría que nacer Jesús para darles luz. Tal vez necesitan personas llenas de luz a su lado para reflejar su misma luz como un espejo. No lo sé. Las mentiras me hablan de la noche. Y la luz del día llena de paz el alma. La noche está llena de temores, alberga horrores. Y mi imaginación cree ver en las sombras esos monstruos que teme el corazón. La noche de mis mentiras, de mis miedos, de mis pobrezas. Soy incapaz de dejar que entre la luz en mi propio pecado. Allí me encuentro seguro. Sin la luz que ilumine mis miedos más oscuros. No lo sé. Navidad tiene que ver con esa estrella, con ese coro de ángeles que todo lo ilumina. Tiene que ver con un niño lleno de luz que acaba con las sombras del miedo. Tiene que ver con la sencillez de una vida que asume mi carne llena de tinieblas para vencer y dar vida. La luz del amor de Dios siembra claridades. Hoy escucho: «La gracia de Dios se ha manifestado para salvar a todos los hombres y nos ha enseñado a renunciar a la irreligiosidad y a los deseos mundanos, para que vivamos, ya desde ahora, de una manera sobria, justa y fiel a Dios. Él se entregó por nosotros para redimirnos de todo pecado y purificarnos, a fin de convertirnos en pueblo suyo, fervorosamente entregado a practicar el bien». Ha nacido para que cambie de vida. Para que reine en mí su verdad, su luz. Para que me conduzca como hombre de esperanza. Su nacimiento no me deja indiferente. Necesito fuerza para apartarme del mal y hacer el bien. Su venida quiere cambiar mis prioridades, mis puntos de vista. Su presencia lo cambia todo porque Dios ha elevado la naturaleza humana. Le ha dado un valor infinito a mis límites. Y ha reconocido la belleza de mi carne. Ha tomado mi vida en sus manos para hacerme ver cuánto le importo y cuánto vale todo lo que sueño y hago. Mis actos no son indiferentes. A Dios le importa todo lo que amo, todo lo que elijo, todo lo que sueño. Ha sembrado una semilla de esperanza en mi naturaleza para que no me deje llevar por las tentaciones. Ha fortalecido mi voluntad débil para que no me deje llevar por la corriente. Nace para hacerme más fuerte. Nace para que sea más de Dios. Nace para iluminar mis sombras. Nace para llenarme de esperanza en medio de mis miedos. Nace para que me ate a su luz y huya de mis torpezas. Esas que me vuelven cobarde. Quiero amar a Jesús niño, lo adoro con corazón humilde. No tengo nada que entregarle. Sólo mis noches y mis miedos. Mis debilidades y cobardías. Es lo que necesita para hacerse fuerte en mí. Sólo quiere hacer posada en mi corazón. Quiere ser Dios conmigo. Caminar a mi lado y recordarme que me ha elegido a mí para habitar en mi tienda. Ha optado por mí para que viva cada día en la luz de Dios, iluminando así con su amor todos mis actos. Y que en todo lo que hago brille su claridad. Navidad es vivir en Él cada día. Y no olvidar nunca cuánto me ha amado.

No lo puedo remediar. Siempre que vuelvo a leer el Evangelio del nacimiento del Niño Dios me conmuevo: «Llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche en el campo, vigilando por turno sus rebaños. El ángel les dijo: - No temáis. Os traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: - Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Esto os servirá de señal: - Encontraréis al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. De pronto se le unió al ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios diciendo: - ¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!». Unos ángeles que anuncian y entonan el Gloria llenos de alegría. Suenan las campanas. Dios ha nacido hecho niño. Unos pastores dejan el rebaño para ir a ver el milagro. Tan sencillo como un niño envuelto en pañales. ¿Qué puede tener de especial? Un Dios impotente, indefenso. ¡Qué fácil acabar con él! Un hombre y una mujer. Sus padres parecen pobres. No tienen dónde dar a luz al hijo que va a nacer. Un establo, una gruta, unos animales. La paz de una noche poblada de gente que había llegado a Belén por el censo. El silencio de una familia reunida en torno a un bebé. Un niño nace para llenarlo todo de luz. Y los pastores adoran el misterio sin comprender demasiado. Me conmueve la escena que año tras año dibujo en medio de mi vida. Coloco el portal, a la sagrada familia, al niño justo cuando nace. Y los pastores con sus ovejas. Y los animales que le dan calor. El buey, la mula. Y la sorpresa de una noche que es santa. No es una noche más. Es la noche más esperada. El mundo comienza a cambiar sin que yo lo vea. Sin que se note. Por dentro, debajo de la piel, de la tierra. La paz viene a apaciguar las guerras, a calmar los miedos, a saciar la sed de plenitud que tiene el hombre. ¿Por qué tuvo Jesús que renunciar a todo su poder? ¿No hubiera sido más eficaz guardando ciertos poderes? No lo sé. Me conmueve. Dice que viene a salvarme mientras nace indefenso. Y sus padres huyen. Y yo no comprendo de qué me está salvando en su impotencia. ¿Tengo más paz ahora que antes? ¿Tengo más bienestar, más felicidad, más poder, más honor? No, nada de eso sucede en esta noche de invierno. Sólo la paz de ese niño que sonríe. Y no espera nada de mí. Sólo que me postre sin ver. Que crea sin tocar. Que espere sin poseer. Parece imposible un acto de fe tan grande. No todo tiene que ocurrir a la vista del mundo. Las cosas importantes suceden ante pocos testigos. Apenas unos pastores, unos animales. Y un pueblo lleno de gente ajeno a lo que sucede. Belén, ciudad amurallada hoy. Ciudad sin paz. Allí vino a hacerse carne Dios para confundir al hombre. «Regocíjese todo ante el Señor, porque ya viene a gobernar el orbe. Justicia y rectitud serán las normas con las que rija a todas las naciones. Hoy nos ha nacido el Salvador». Para que no piense que la salvación llegará con el poder, con la influencia, con el abuso. No. La salvación no se impone. Sucede todo de forma tan oculta. En el silencio de la noche. En la carne de un niño, de un hombre. Uno más entre los hombres. Un hacedor de milagros. Anunciador de la buena nueva. Una esperanza que surge en los corazones rotos. En los que no tienen nada en lo que confiar. Entonces Belén hace todo posible. Cuando caen mis seguros humanos. Cuando me siento roto y desvalido. Cuando estoy indefenso como ese niño en la gruta. Es entonces cuando no puedo hacer nada para salvarme yo mismo. Aunque lo desee. Sin depender de nadie. Me conmueve mirar a Jesús hecho carne, indefenso. Me recuerda a S. Francisco: «Mientras Francisco ora en la semipenumbra de San Damián al Altísimo y glorioso Señor, su mirada se detiene en una imagen poco común: un Crucifijo, que no presenta a Cristo como Pantocrator en toda su majestuosidad imperial sobre un trono dorado, sino desnudo en la cruz. El Altísimo, al que ora desde hace un año, se presenta aquí sin adornos y despreciado en su pobreza humana»1. La pobreza y desnudez de la gruta se unen a la pobreza y desnudez del calvario. Un Cristo humano, no vencedor y todopoderoso. En Belén se hace más visible que nunca la impotencia de mi rey. La intrascendencia de su presencia. Ante ella me postro por fe, no porque no pueda hacer otra cosa. Entonces entiendo que la adoración es un don de Dios. Me postro por fe. Me postro porque creo que en lo oculto Dios ya está cambiando el mundo, al hombre. Me conmueve. No necesito grandes milagros, ni grandes signos en el cielo. Me basta, como a los pastores, hallar un niño envuelto en pañales. No necesito que el poder político sea cristiano, ni que las leyes lo sean. Su reino no es de este mundo. Es el amor humilde, pobre, desvalido, el que de forma extraña lo cambia todo. Es su impotencia la que desarma al poderoso. Es su pequeñez la que salva mi impotencia. Me postro convencido del milagro. Dios asume mi debilidad para decirme que no debo tener miedo en mi impotencia. Que no tengo que asustarme cuando no pueda. Que mi Fiat es el que cambia el mundo, no tanto lo que hago. Tengo que dejarme hacer, no hacer. Tengo que escuchar, no hablar. Tengo que dejarme llevar, no conducir yo. Es un acto pasivo el que sucede en Belén. Mi carne es asumida por Dios. Para recordarme que estoy llamado a vivir en Dios.

No es fácil muchas veces la vida en familia. Miro a la Sagrada Familia y me siento tan lejos. El amor de María como madre. El amor de José como padre. El amor de esposos. El amor de Jesús como hijo. José tomó a María y al niño y se los llevó a Egipto. Y después a Nazaret de regreso: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño. El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel». José escucha al ángel en sus sueños. Sabe lo que Dios le pide y se pone en camino. La Sagrada Familia se me presenta como un ideal a seguir. José enamorado de María, enamorado de Dios. José que es dócil a los deseos de Dios. José tan humano, tan de Dios. Buen padre y esposo. Sano hijo de Dios. Dócil, niño. Miro a María. Enamorada esposa de José. Tan de Dios, tan de los hombres. Tan madre, tan humana. Tan hija llena del Espíritu, tan vacía de vanidades y orgullos. Los miro como peregrinos llegando a Belén. Como familia peregrina yendo como emigrantes a Egipto. Los veo regresar a su hogar en Nazaret cuando todo ya está más tranquilo. No fue fácil su camino. No vivieron una vida acomodada y burguesa. Fueron siempre peregrinos. Siempre en camino. Siempre desinstalados y arraigados en un solo lugar, el corazón de su Padre Dios que guiaba sus pasos. Me gusta la confianza de José y María. No se turban. No pierden la paz. Decía el Papa Francisco: «De esta manera madura en nosotros una sintonía profunda, casi innata con el Espíritu y comprobamos qué verdaderas son las palabras de Jesús citadas en el Evangelio de Mateo: - No se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes. Es el Espíritu que nos aconseja». El Espíritu Santo los condujo por la vida de un lado para otro. Hasta que echaron raíces en Nazaret. Cuidando la vida del hijo de Dios. Misión tan inmensa. Débiles hombros los suyos. Me conmueven su confianza y su fe. Se ponen en camino. Me cuesta a mí ponerme en camino y ser peregrino. Estoy tranquilo, en paz, en mis cosas. Y me cuesta tanto dejar lo que me ata, lo que me da seguridad. Una familia desinstalada. Hace tiempo el Papa Francisco dijo también: «Prefiero una Iglesia accidentada por salir, que enferma por encerrarse». El Espíritu Santo me saca de mi encierro. No me deja estar tranquilo. Me pide que me ponga en camino. Que deje atrás las cadenas y ataduras. Que no tema cambiar mis rutinas. Que no me dé miedo perder las raíces. Porque el amor verdadero dura para siempre. El tiempo no le afecta. Ni los cambios. Ni los colores diferentes. Lo que es de verdad permanece intacto, inmaculado, virgen. Lo que no es de verdad muere rápidamente con el paso del tiempo. Los cambios traen vida nueva al alma. Me cuestiono si me gusta más vivir instalado o en continua peregrinación. Me pregunto si me gusta más lo de siempre o estoy abierto a lo nuevo. José sabía escuchar el querer de Dios en los ángeles. Yo estoy llamado a escuchar su querer en mi corazón, en las personas que acompaño, en la vida que se me regala. Dios me habla de forma silenciosa para que no me quede donde estoy. Siempre puedo crecer y si no avanzo, retrocedo. Lo tengo claro. Viene el Niño Dios para que me ponga en camino. Quiere que coja a María y al Niño y los ponga en mi vida. Quiere que yo sea como esa sagrada familia de Nazaret que siempre está buscando la voluntad de Dios. Una Iglesia accidentada mucho antes que aburguesada. Hay tanto bien que puedo hacer. No quiero perder el tiempo preocupado sólo de mí. De lo que a mí me hace falta. No quiero vivir encerrado en mis gustos y aficiones. Levanto los ojos. ¿Dónde me habla Dios? Hay peligro siempre por todas partes. Y hay también la posibilidad de no hacer nada por cambiar este mundo. Está en mis manos la oportunidad de hacer un bien. Puedo cambiar, puedo hacer que otros cambien. Puedo sembrar semillas de esperanza. Puedo hacer que la vida florezca en medio del desierto. Puedo hacerlo. Si me dejo hacer. El Fiat de María resuena de nuevo en mi corazón. La actitud dispuesta a actuar de José se me queda grabada en el alma. José puede llevar a los suyos. Puede conducirlos. Puede hacer que crezcan. Puede crear ese lugar de paz en el que Jesús nazca. Puede hacerlo José. Puedo hacerlo yo si me dejo inspirar por el Espíritu Santo. Me gusta la actitud de Albert Espinosa, quien sufrió un cáncer muy duro durante muchos años de su infancia y juventud: «Cuando crees conocer toda la respuesta, el universo llega y te cambia las preguntas». A veces creo saberlo todo y llega Dios y me cambia las preguntas. Surgen preguntas nuevas, miedos nuevos. Los desafíos aumentan, son diferentes. O soy yo diferente y estoy ahora preparado para subir montañas que antes parecían imposibles. No me conformo con lo que tengo. Llega el Niño Dios a mi vida y me desinstala. Me gusta. Su presencia, su fuerza me cambian por dentro. Yo me dejo cambiar. Sigo sus pasos.

No es fácil tener una familia perfecta. Sé que no existe le perfección cuando hablo de relaciones humanas, de vínculos. Siempre se puede hacer más. Siempre puedo dar más, sonreír más, amar más perdonar más. Siempre puedo crecer más. En realidad, hay algo clave en estas fechas navideñas. Es necesario que cambie mi corazón. Hoy escucho en labios del apóstol: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros». En Navidad me reencuentro con muchos seres queridos y otros no tan amados. Comparto la cena navideña con hermanos, primos, tíos, padres, sobrinos. Todo se reviste de esperanza en medio de muchos vínculos que están sanos, y otros vínculos que están rotos. Nada es perfecto. Ni siquiera en Navidad. Tengo el deseo de que lo sea, pero no lo es. Hay heridas, rencores no olvidados, palabras que no desaparecen del recuerdo. Hay escenas que guardo. Han quedado grabadas a fuego en el alma. ¿Cómo se pueden olvidar las ofensas recibidas? Interpreto, juzgo, tengo mi punto de vista. ¿Cuántos puntos de vista posibles existen? Tantos como corazones. El rencor me aleja, construye muros insuperables. Me aleja a distancias infinitas. No quiero volver a ver al que fue alguien amado, a aquel con el que comparto una misma sangre. Ser de la misma familia no significa que el amor sea verdadero y profundo. No, el tiempo deja heridas. El corazón sufre. Me da miedo la Navidad que reabre preguntas tapadas, desafíos olvidados. Mis heridas me hacen sufrir y sentirme infeliz en estos días navideños. El otro día leía: «Llamamos un estado de ánimo, que es positivo en el caso de la felicidad y negativo en el caso de la infelicidad. Estos estados de ánimo son productos de una multiplicidad de sentimientos que los seres humanos percibimos permanentemente y que provienen de la elaboración de siete emociones básicas: angustia, tristeza, rabia, aburrimiento, asco, culpa y alegría»2. ¿Cómo es mi estado de ánimo esta Navidad? ¿Qué sentimientos tienen más fuerza en el alma? De repente afloran sentimientos negativos. Rabia, rencor, no olvido ofensas. Y ahora en Navidad las recuerdo vivamente. Es lo que tienen estas fechas. No me puedo olvidar de lo que me dijeron. ¿Para qué voy a compartir la cena con los que no me quieren? Es cierto. Mi punto de vista. Yo soy el ofendido. ¿No tengo razón? Seguramente los sentimientos son verdaderos. Si me siento ofendido eso es verdadero. Independientemente de que el otro también sienta lo mismo. Yo soy responsable de lo que siento. Y también de lo que puedo hacer con mis sentimientos. Puedo incluso cambiar mis sentimientos, aunque me parezca imposible. Puedo cambiar los pensamientos que los provocan. Y aún algo más grande, puedo perdonar. La misericordia es un don de Dios en mi alma. Pero tengo que querer perdonar para dejar que un día Dios lo logre en mí. Perdonar al que me hizo daño no significa exculparlo. No quiere decir que no sea culpable de la ofensa. No lo libero de su responsabilidad. La verdad es que el perdón me libera a mí. Me quita a mí las cadenas que me atan y hacen infeliz. El perdón derriba los muros y construye puentes. Es imposible, me digo en mi interior. No puedo perdonar lo imperdonable. Me humillaron, hablaron mal de mí, me insultaron, me dejaron solo, me abandonaron, me cuestionaron en mi dignidad. ¿Cómo se pueden olvidar las ofensas? Es imposible para mi corazón humano tan limitado. Pero no es imposible para Dios. Para Él todo es posible. Eso me da tanta paz. Él puede hacer el milagro si le dejo actuar en mí. Su misericordia puede hacerme misericordioso. Si todo el poder de su perdón llega a mi alma, puedo volverme yo capaz de un perdón imposible. Con aquellos de mi familia con los que no me hablo. Con ese primo, con ese hermano, con mi padre, con mi madre. No importa quién sea. Creo que puedo volver a empezar de cero. Puedo acercarme y abrazar. Puedo reconstruir los vínculos rotos. Puedo tener palabras de ternura y cariño. Puedo hacerlo, aunque me parezca imposible. El pasado no va a cambiar. No es posible. Pero puedo cambiar el futuro. Depende de mi sí, de mi valentía, de mis palabras llenas de bondad. Depende de mí que soy hijo de Dios y una y otra vez vuelvo hasta Él suplicando misericordia. Y recibo el perdón como un niño. Y siento que no es justo que me perdone y lo hace. ¿Y yo? Yo luego no logro perdonar a mi hermano. Quiero que me pidan perdón. Que se humillen. Que reconozcan públicamente su error. Que cambien sus hábitos y sus formas. Pretendo que se comporten de otra forma. Que enmienden el daño causado. Pongo la responsabilidad en el otro. Y nada cambia. Porque el otro hace lo mismo. Y vivo estancado en un silencio enfermizo. En una frialdad hiriente. No se puede crecer así. Navidad es el tiempo del perdón, de la ternura, del abrazo, de la misericordia. Le pido a Dios ese milagro en mi alma.

Es la Navidad la invitación a abrir mi alma y dejar que el Niño Dios nazca en ella. ¿No lo ha hecho todavía después de tantos años, de tantas navidades? El alma se endurece. Le cuesta enderezar el rumbo. Me falta humildad para poner mi alma a su disposición. Cuando llegue, cuando nazca. Me invita hoy Dios a revestirme de su presencia: «Revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos, himnos y cánticos inspirados, y todo cuanto hagáis, de palabra y de boca, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre». Necesito el vínculo del amor, la actitud humilde para ser agradecido. Le exijo tantas cosas a la vida. Pretendo que mi familia sea perfecta. Sin tensiones, sin roces. Y cuando no lo es me desespero. Porque quisiera que todo fura diferente. Más paz en mi casa. Más alegría. Más esperanza. Más ternura y más abrazos. Pero faltan y me siento pequeño. Incapaz de salvar el mundo. Quisiera vencer las distancias infinitas. De corazón a corazón. Me gustaría abrazar sin rencores. No mirar con envidia. No desear lo que no tengo. No aspirar a lo que no me corresponde. Salir de mí mismo en lugar de vivir encerrado. Recorrer mares infinitos al encuentro de aquel al que amo. Del que me ama. Soñar despierto. Elegir lo que me hace crecer. Optar por el bien, mío y de otros. Tomar las elecciones correctas. No dejarme llevar por mi ansia de poder, de protagonismo. Salvar la vida del que Dios ha puesto en mi camino. Y ser agradecido. Tantos regalos me hace Dios y no los valoro. Nace hoy en mi tierra pobre, en mi mar revuelto, en mi hogar vacío. Nace dentro de mi familia, la que tengo, la que Dios me ha dado. Con sus pobrezas y riquezas, con su paz y con sus guerras. Me alzo por encima de mis miedos en esta noche. Puedo cambiar mi entorno, el mundo que me rodea. Puedo construir puentes y salvar océanos. Puedo si me dejo hacer en medio de esta Navidad«Me pongo, por lo tanto, enteramente a su disposición, con todo lo que soy y tengo; con mi saber y mi ignorancia, con mi poder y mi impotencia, pero, por sobre todo, les pertenece mi corazón». Ese día comenzó el Padre un camino que transformó sus pasos. Poner el corazón como prenda lo cambia todo. Supone ser capaz de entregarlo por entero. Me rebelo. Me niego a donarme sin reservas. A perderlo todo sin guardarme nada. Me dan miedo la exigencia, la derrota, el fracaso, el abuso. Pero hoy nace Jesús para que le entregue mi corazón. Viene a mi familia para que aprenda a amar a mis hermanos sin reservas. Y yo que vivo pendiente siempre de lo que me dan, de lo que me entregan. En lugar de vivir cuidando la vida que se me ha confiado. Dios puede hacerlo todo nuevo en mí. No quiero vivir con miedo. No quiero guardarme para más tarde. Me entrego ahora sin reservas. Dios lo puede hacer todo nuevo en mí. Yo pongo mi corazón como prenda. Y le pido al Niño que cambie mi alma. Sólo así podrá cambiar mi familia. Si yo cambio, si soy mejor persona, si saco siempre mi sonrisa. Si me río y hago sonreír. Si vivo para los demás. Mi familia, mi vida, tendrán otro color. Habrá más luz y más fiesta. Y si no lo hago, sucederá lo que comentaba el Papa Francisco: «De otro modo, nuestra vida en familia dejará de ser un lugar de comprensión, acompañamiento y estímulo, y será un espacio de permanente tensión o de mutuo castigo». De mí depende. De mi humildad, de mi pobreza, de mi apertura a la gracia, de mi luz. Depende de mí que el mundo cambie a mi alrededor. Depende de mí que mi familia se asemeje cada día más a la sagrada Familia de Nazaret. Está en mis manos cambiar mi corazón.



Enviado por:


Jesús Manuel Cedeira Costales.


martes, 22 de diciembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 23 DICIEMBRE DE 2020

  



23 de diciembre de 2020

 

Hermano:

«Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz».

«Sueño con estar siempre alegre y retener esa paz que vence los miedos. Quiero una alegría que me guarde de todo mal. Hoy busco esa alegría más profunda, esa alegría que viene de Dios».

Salud confirma 92 nuevos casos de coronavirus.

El Sespa realizó ayer 3.607 pruebas y la tasa de positividad se sitúa en el 3,41%, según el criterio establecido por el Ministerio de Sanidad.

 Las autoridades sanitarias recomiendan el uso de la mascarilla en interiores si hay personas mayores de 65 años o con patología.

Trato de llenar de luces la oscuridad con paso firme. Intento sonreír una y otra vez en medio de rostros serios. Logro decir algo que esté lleno de esperanza cuando continuamente me hablan de críticas y juicios sobre los demás. Trato de alegrar y no deprimir a los que me rodean. No me desanimo ante la primera contrariedad que hallo en el camino pensando que será imposible llegar a la meta. Visto de colores el tono gris de mi vida, a menudo rutinaria, allí donde faltan colores vivos. Siembro flores de Pascua, o Nochebuenas, en el alfeizar de mi ventana, para que el rojo de sus hojas llene mi corazón de Navidad. Atisbo por la ranura de mi puerta la luz de un nuevo día que amanece, desterrando los miedos de la noche. Un amanecer rojizo que me llena de paz el alma. Canto villancicos a la puerta de la vida de los hombres. Para iluminar sus días y alegrar sus nostalgias de infinito. Con la pandereta, la guitarra y la zambomba. Componiendo con notas nuevas un cielo que se llena de estrellas, no solo una, miles. Espero a que el lucero del alba traiga buenas noticias que me llenen de vida, porque ya está muy plagado el nuevo día de tragedias y desgracias. Me visto con nuevos colores, será que me hago más joven. Me río cuando no corresponde, y no es por los nervios, es quizás porque estoy aprendiendo a liberarme. Intento escuchar con más frecuencia de lo que lo hago habitualmente. Con más respeto, con mirada inocente, sin juzgar lo que me dicen, sin rechazar lo que no procede, porque sé que no tiene sentido hacer de juez, sólo Dios salva. Al fin y al cabo, ¿qué tengo que decir yo sobre lo que hacen los demás o sobre lo que no hacen? No tengo que enseñarle a nadie cómo debe comportarse. Me gusta pensar en posadas distintas a las de otros años, esta vez con cubrebocas. Con comidas al aire libre, guardando las distancias. Pienso y sueño con abrazos sutiles, para no ser imprudentes. No sé cómo puedo hacer para acabar con las sombras que rodean mis días. Y hacer que la noche de mi ánimo se llene de vida a ritmo de fiesta. Tengo entre mis manos tantos regalos que he recogido para dar a los que tienen sólo miedo y el corazón vacío. He querido alegrar con mis sonrisas sus días oscuros. Puede que tal vez no me comprendan. Llevo en el alma un sueño de niño que quizás un día despierte. Y sé que las aventuras son el mejor remedio para una vida sin lustre. He decidido alegrarme aun sin motivos aparentes, por cualquier cosa, sin esperar nada. Llega la Navidad y el gozo del encuentro me llena de esperanza una vez más, este año más que nunca. Sé que tengo el alma vestida de fiesta y eso me alegra. Dejo de lado esas nostalgias que amargan a veces la vida. Espero que los días sean más largos, tengan más luz y menos noche. Quiero que mis palabras sean siempre buenas nuevas y no mensajes amargos. Decido mirar al hombre que está sufriendo a mi lado, escondido en una esquina, me acerco a preguntarle qué le falta, qué desea, qué ha perdido. Quiero levantar mil puentes que me lleven al hermano. Y acabar con esos muros que sólo siembran discordias. Dejo a un lado la amargura que a menudo me acompaña y esos juicios sin misericordia que vierto cada mañana. Abrazo el cielo plomizo vistiéndolo hoy de grana. Como mis flores rojizas que iluminan mi ventana. Llevo prendido en el pecho un canto que se repite, una y otra vez, alegre. Jesús viene por la vida, se hace carne entre los hombres y yo lo espero tranquilo. José y María lo guardan como el regalo más grande. Recorren con calma el camino entre Nazaret y Belén, yo camino con ellos. No quiero hoy que los miedos me impidan acercarme. Me arrodillaré como un niño, con las manos vacías y el corazón algo roto. Voy vertiendo a mi paso lento semillas de vida y llanto. De alegría y paz eterna. De soledad y de viento. Dejo que sobre el camino nazca una esperanza nueva, en flores rojas de nuevo, como las de mi ventana. Y sé que con tantas lluvias crecerá paz en mi alma y en la de todos aquellos, que me encuentren, que me busquen. Eso espero. Ya no tiemblo por los días que aún desconozco, no hay miedo. Sólo sé que en este Niño se me regala la paz, la alegría y la esperanza. ¿Qué más quiero? Es Dios que se hace carne entre mis manos y yo sonrío.

Me detengo a contemplar a los ángeles. Un coro de ángeles anuncia a los pastores que ha nacido el Mesías, que corran a adorarlo. Un ángel en la noche le pide a José que no repudie a María, que el hijo que está esperando es el Hijo de Dios. Un ángel abre el corazón de María y le anuncia que será Madre del Salvador. Un ángel le dice a Zacarías que va a ser padre siendo su mujer estéril. Un ángel anuncia a José que tienen que huir a Egipto, porque quieren matar al Niño. Un ángel, siempre un ángel, llevando noticias de luz, de esperanza. Un ángel que salva al que puede morir y encamina los planes de Dios en la tierra. Es Navidad tiempo de ángeles que traen esperanza y buenas nuevas. Me gustan los ángeles que en mi pesebre coloco anunciando alegría con sus trompetas. Ángeles que cantan porque ha nacido el Salvador y la noche oscura se llena de estrellas. Ángeles de Dios que van de un lugar a otro conduciendo y velando mi vida sin que yo me dé cuenta. Ángeles sigilosos, preciosos, alegres. Ángeles llenos de luz que iluminan mis propias tinieblas. Ángeles que salvan, protegen, cuidan, velan, anuncian. Santa Teresita hablaba así de esos ángeles que protegían su vida pequeña y frágil: «Invoca a los ángeles y a los santos que se elevan como águilas hacia el fuego devorador, objeto de su deseo y las águilas, apiadándose de su hermanito, lo protegen, lo defienden y ahuyentan los buitres que querrían devorarlo». Los ángeles son enviados por Dios para salvar a los hombres, para hacer realidad en sus vidas un milagro de paz. Hoy pienso en los ángeles que están presentes en mi camino. Ese ángel de la guarda que custodia mis pasos y aguarda en mis caídas, dándome fuerzas para emprender el camino. Ángeles que me hacen ver lo que Dios quiere, lo que me pide. Ángeles silenciosos, ocultos a la luz del sol, apenas los veo y sé que están presentes, caminando junto a mí, son mis seres queridos. No tengo miedo a la noche porque es hora de los ángeles que me llenan de luz. Es la Navidad, incluso en pandemia, tiempo de alegría, de canto de ángeles, de coros celestiales. Una alegría honda que va más allá de los límites que me impone el mundo. Los ángeles traen alegría. Hay en mi vida ángeles con cuerpo, con vida propia. Ángeles a través de los cuales Dios me habla y me dice que me ama, que ha pensado en mí, que me quiere para siempre. Esos ángeles reales vienen a visitar mis pasos y me muestran el camino. Me gusta su presencia silenciosa, sus cantos de paz, su sonrisa amplia que borra mis tristezas. Y me recuerdan lo bello que soy porque Dios me ama. Me gustan esos ángeles que Dios ha puesto en mi camino para anunciarme el amor inmenso que me tiene. Me dicen que Dios ha nacido en mi alma en un corazón de niño. Y yo miro dentro de mí para darme cuenta de la sonrisa inocente de Dios, en lo más hondo. Pienso en esos ángeles de andar por casa y pienso en mí que estoy llamado a ser ángel. Mediador entre Dios y los hombres. Anunciador de alegrías y esperanza. Testigo de un amor más grande para hacer ver al hombre que el amor de Dios tiene la última palabra en sus vidas. Siento vocación de ángel para ir anunciando verdades y mostrando la belleza que cada hombre tiene escondida en el alma. Me gusta pensar que mi vida es pequeña y aun así tiene un poder que no controlo. Un poder inmenso, infinito, eterno. Un poder que logra vencer por encima de mis miedos tan humanos. Quiero proclamar una alegría que nadie pueda borrar de mi alma. Estoy llamado a vivir con esa alegría serena de los ángeles que saben que Dios ya ha vencido en todas las batallas. No tiemblo, no me desespero. Así quiero caminar yo, seguro al saber que Dios conduce mi camino, aunque muchas veces parezca que la vida no tiene sentido. Necesito tener dentro esa paz de los ángeles. Esa paz que regale alegría al que se encuentre conmigo. Esa paz me gusta, esa sonrisa permanente, esa esperanza dibujada dentro de mí, cuando mis fuerzas decaigan y me sienta impotente ante la marejada que amenaza con hundir mi barca. Cuando no parezca haber salida que me libere de todos mis miedos. Cuando las sombras oculten el sol y parezca que la noche se impone sobre el día. En esos momentos en los que me encuentre perdido y sin rumbo miraré al cielo buscando ángeles. Alzaré las manos implorando un poder superior al mío. Soltaré vencido las riendas que pretenden controlar mi vida. Y dejaré así que el poder de Dios en sus ángeles se haga visible. Y un coro de ángeles aparecerá sobre la cueva de mi olvido, de mi tristeza, llenando de cantos mis silencios. Quiero abrazar la vida como un náufrago a la deriva. Y sabré entonces que tengo vocación de ángel cuando Dios me vuelva a pedir con una sonrisa: «Sigue dando esperanza, ¿no lo ves? Haces falta». Y volaré de nuevo sin hacer caso al cansancio, sin hacer ruido. Y sonreiré otra vez olvidando mis pesares. Y hablaré con voz calmada sin atisbo de tristeza. Porque Dios habrá vencido en mí naciendo en mis entrañas, llenándome de alegría. Y seré ángel. ¿Cómo si no voy a lograr que Dios regale sonrisas dibujadas en mis labios? ¿Cómo si no voy a dar paz a todos los que me miren?

La alegría debería ser la impronta de mi alma. ¡Qué rápido la pierdo! Quisiera mantenerme sereno, seguro, alegre, con paz. Pero no sé por qué, de forma súbita, dejo de sonreír, de alegrarme por las cosas sencillas de la vida y me lleno de tristezas. Le pido más a Dios, a los demás y vivo lleno de quejas. Deseo una alegría sin miedos y la confianza de pensar que en medio de la batalla saldré siempre indemne, sin un rasguño. Esa confianza de los niños que han puesto su seguridad en el cielo y no temen las dificultades del camino. Esa alegría que me viene de lo alto como una lluvia suave que penetra mi alma y ya no me abandona. Estar alegre siempre es lo que más deseo. Sueño con esa paz que acabe con mis tormentas interiores. Hoy escucho por labios del apóstol: «Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros. Absteneos de todo género de mal. Que Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente. Fiel es el que os llama y es Él quien lo hará». Necesito esa alegría que viene de Dios, porque la alegría del mundo es pasajera y no logro retenerla con manos firmes. Lo intento, me apego a ella en medio del camino. La retengo un tiempo y pasa rápido. La tristeza y el miedo son mis enemigos. Apagan mis sonrisas, ahogan mis gritos de júbilo. Quiero esa alegría honda que se viste de fiesta. Quiero el sí sencillo y fiel que se vuelve alegre en el camino. ¿Quién puede quitarme esa alegría? Ni la persecución, ni el hambre, ni la soledad, ni la infamia, ni las afrentas injustas. Nada debería quitarme la alegría que viene de Dios. Sueño con estar siempre alegre y retener esa paz que vence los miedos que a menudo me acobardan. Quiero una alegría que me guarde de todo mal. Hoy busco esa alegría más profunda, esa alegría que viene de Dios. «Si no recibo alegría, si no tengo alegría tanto por mi crecimiento interior en Dios como por el de los demás, ¿qué efectos habrá? Si la alegría es un instinto primordial, el hombre se buscará la alegría en otra parte». Es un instinto del corazón. Es algo innato que me lleva a buscar una alegría que no se agote, que no se acabe. Quiero vivir alegre en Dios, confiado. ¿Dónde están las fuentes de mi alegría más verdadera? Busco dentro de mí esa grieta por donde me llega la paz de Dios, ese camino abierto en lo más oculto de mi ser donde Dios llena de risas mis nostalgias y mis miedos. Es más fuerte la luz que la noche, más fuerte el canto alegre que el silencio lleno de reproches. Más grande la risa franca que la tristeza honda que no puedo apagar con nada. Busco las fuentes de mi alegría que nadie me va a quitar. Quiero limpiarlas en este Adviento para vivir alegre y disfrutando cada día de mi camino a Belén. Salgo de mis reproches y tristezas para ponerme en camino hacia Dios y lo miro con alegría, no con temor, no con sentimiento de culpa. «Si coloco siempre en el centro de mi pensamiento mi pequeñez, mi dependencia de Dios, mi ser nada ante Dios, el efecto será la actitud fundamental de la opresión: estoy oprimido frente a Dios. Si yo dijera reiteradamente en mis pláticas: - Tú no puedes hacer nada, pero Dios ha hecho de ti algo valioso, esa afirmación tiene que causar una falta de alegría en mi relación con Dios. Por eso, se busca la alegría en otra parte: en el mundo de las alegrías sensibles y del pecado». No acentúo el sentimiento de que no soy nada ante Dios. Poco puedo, lo sé. Pero puedo mucho porque soy hijo suyo. Soy grande en sus manos y este sentimiento de valor me causa alegría. Le hago falta a Dios y no puede prescindir de mí. Soy un instrumento único y valioso en sus manos, eso me da alegría. Soy importante para su misión y sin mí le falta algo. Lo que yo aporto es único. Esa conciencia me llena de paz y felicidad. Soy su hijo querido y no puedo eludir mi entrega, mi generosidad, mi ofrecimiento diario. Esa labor mía es un regalo. Y mi alegría entonces descansa en ese Dios que ha visto mi belleza y cree en mí. Sabe que soy valioso en este mundo. No quiere que renuncie al poder que me ha dado, a los talentos que ha puesto en mi corazón. Son suyos, no míos, pero a mí me dan paz y alegría. No me quedo en mi miseria, miro más su misericordia. No me centro tanto en que no puedo nada, pero acentúo que lo puedo todo en sus manos. Y sé que cuando esté a punto de caer, cuando me falten las fuerzas, Él va a venir a suplir mi carencia, a salvarme en medio de mis batallas perdidas. Me gusta mirar así la vida y me causa alegría. No me enorgullezco pensando que lo puedo todo, pero tampoco me humillo pensando que no puedo nada. Dios lo puede todo, Dios me salva. Y su mirada cambia mi corazón enfermo. Su mirada me alegra y me llena de sonrisas. Ha visto quién soy, lo grande que soy, y esa conciencia de mi valor me hace sonreír y caminar feliz a su lado. Esto es Navidad. Y de ahí brota mi alegría.

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

lunes, 21 de diciembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 22 DICIEMBRE DE 2020

 


22 de diciembre de 2020

 

Hermano:

«Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; no soy digno de desatarle las sandalias»

«Dios me puede dar la paz que necesito. Puede regalarme esa confianza que aún no tengo para poder vivir cuidando cada día a mi rebaño. Necesito más fe y esa mirada de niño confiado»

Asturias registra el número más bajo de contagios por coronavirus de los dos últimos meses.

Salud informa de 115 nuevos positivos.

Es este Adviento un tiempo de esperanza. Y la esperanza es el deseo de poseer lo que aún no tengo en plenitud. Es la esperanza de María camino a Belén sin saber cómo sucederá todo. Aún no posee entre sus manos a Dios hecho hombre y ya lo sueña. Es la esperanza que tengo yo de ser mejor, de ser más pleno, más feliz, más niño, más trasparente de Dios. Es el deseo de plenitud que alberga mi corazón herido. Siento una sed insaciable, un ansia de infinito que brota dentro de mi alma. La esperanza me lleva a pensar que mañana va a ser todo mejor que hoy, más pleno, si es que estoy sufriendo. Y si estoy feliz con lo que vivo me lleva a desear que ese presente sea eterno. La esperanza me hace desear que no falte nunca nadie de los míos, que nadie muera ni se vaya. No quiero sillas vacías, ni sueños rotos. Durante muchos años en mi vida las cosas se fueron repitiendo año tras año. Sólo pasaba el tiempo, pero no se movían las fichas de mi tablero. Todo parecía en un orden perfecto, inamovible, intocado y frágil al mismo tiempo. Ni la enfermedad ni la muerte parecían tocarme. Ni el odio ni las divisiones ponían en peligro mi seguridad. Cuando miro atrás en mi vida veo cómo ha cambiado todo desde hace poco tiempo. Y ahora más con esta pandemia que llena el alma de miedos. Quizás en esos momentos de estabilidad pensaba que poseería a los míos para siempre, que no se irían mis padres o la estabilidad formaría parte de mi rutina año tras año. El corazón desea que la alegría sea eterna, cuando tiene paz. Era esa la esperanza de una continuidad en ese amor que parecía infinito siendo finito. Y de repente todo se tambalea en medio de esta guerra que ahora toca mis puertas. Y muy dentro siento que se rompe la esperanza de lo perenne. Entonces asomo la cabeza por mi ventana, con miedo, temblando. Siento el olor de las hojas caídas del otoño, son las tormentas de este invierno que se ha llevado la paz estival. Esas hojas caídas, rojas, amarillas antes eran verdes, parecían eternas. Su verdor se ha convertido en fuego. Esas hojas sin vida a mis pies son como las páginas pasadas de un viejo libro de historia. Mi diario, en el que recojo las anécdotas de cada día, esas que ya no vuelven. Pienso en esas fotos de entonces que vuelven a recordarme un tiempo que ya no es presente, sólo pasado. Pero estando todo vivo dentro de mi alma. Siento que la esperanza sigue muy viva dentro de mí. Es una esperanza que me dice que estoy llamado a algo más grande, más pleno. Al cielo en la tierra. A esa vida eterna que llenará de luz todas mis noches. Esa esperanza me levanta cada mañana, soñando. Ahora amo el presente, porque Dios me ha dado el don de amar mi vida ahora, como es, sin tener miedo a que pase. Sin temblar al ver que los días transcurren apresurados buscando una salida, un camino al pasado. No quiero vivir sin esperanza, porque sin esa luz la vida se vuelve noche. Me escondo entre las sábanas sin encontrar nada que justifique alzar la mirada. Es este tiempo de Adviento un tiempo de esperanza. en una vida nueva, más llena, más verdadera. Me gusta pensar que todo puede ser más bello. Y lo sé, yo puedo contribuir a que así sea. Decía S. Agustín: «Toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia. ¡Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras!». Mi esperanza descansa en la misericordia de Dios. Él me ha creado, me ha dado la vida y la fuerza para componer un día. Me ha dado la luz de mis ojos, el tono de mi voz, la fuerza de mis pasos. Me ha dado la ilusión de mis palabras y ha sembrado en mi alma un jardín sin otoño, siempre en flor. Su misericordia es la que justifica todas mis esperanzas. Puedo seguir creyendo, lo necesito. Nunca voy a dejar de creer en un tiempo nuevo que está por venir, en una victoria al final del camino, en el último suspiro. Vuelvo a levantarme en Adviento, como José y María que no se desalientan. Saben que el camino es largo. Y que en Belén no es seguro lo que encontrarán sus pasos. No importa si tienen que buscar allí un lugar para que nazca Jesús. Algo sucederá que lo haga todo más fácil. Una fuerza de Dios que se una a mi impotencia. No soy yo el que puede levantar el mundo entre mis manos. No soy yo el que sostiene el orden del universo. Me quedo dormido tranquilo porque es Dios quien vela mis sueños y dibuja mi sonrisa cada mañana. Es su poder, no es el mío. Es la esperanza de creer en lo que aún no veo, en lo que no toco, en lo que no alcanzo a vislumbrar detrás de tantas nubes. Cuando la victoria final parece imposible porque todo está en contra. No importa, sigo esperando, tengo fe.

En este segundo domingo de Adviento me detengo a contemplar a los pastores. Forman parte de mi pesebre. Siempre están con sus ovejas, o trayendo alimentos a Jesús. Algunos llevan todo tipo de regalos. Se detienen felices ante el portal. Descubren los signos que los ángeles les anunciaron. Un niño envuelto en pañales. Llegan los pastores y encuentran a un niño y unos padres con él: «Cerca de Belén había unos pastores que pasaban la noche en el campo cuidando sus ovejas. De pronto se les apareció un ángel del Señor, la gloria del Señor brilló alrededor de ellos y tuvieron mucho miedo. Pero el ángel les dijo: - No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será motivo de gran alegría para todos: - Hoy os ha nacido en el pueblo de David un salvador, que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontraréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». ¿Qué tiene de especial un bebé recién nacido? ¿En qué me puede cambiar la vida si está indefenso? No puede salvarse a sí mismo, ¿a mí me va a salvar? Los pastores tienen miedo. Están acostumbrados a la noche, a permanecer en vela. La vida es dura para ellos. Tienen miedo a perder lo poco que tienen. Llevan vidas rudas y no son tan inofensivos e inocentes como las figuritas que coloco en el pesebre. Esos pastores no siempre tenían buenas intenciones. No todo lo hacían bien. Pero hoy me detengo ante estos hombres audaces, valientes, que velan en la noche cuidando sus rebaños. Los peligros acechan y ellos están atentos y despiertos para defender a sus ovejas e incluso dar la vida por ellas. Me gusta esa imagen del pastor que cuida a sus ovejas y está despierto y atento en la noche. Vence el miedo y el frío. En torno a una hoguera deja pasar las horas. Y de repente esa noche todo se ilumina con la presencia de unos ángeles. Tienen que alegrarse porque ha nacido el Señor. Ni ellos mismos esperan que cambie su suerte. Pero esos ángeles indican lo contrario. Algo está sucediendo que tiene que ver con ellos. ¿Un niño tan pequeño? ¿Cuánto tendrán que esperar para que algo cambie en sus vidas? No parece sencillo. Ese niño sin poderes no iba a sacarles de la pobreza, ni iba a traer la paz que todos necesitaban. ¿Por qué se alegran entonces? No creo que entendieran lo que estaba ocurriendo. Pero aun así son los primeros testigos presenciales. Lo ven allí, en la humildad de aquel establo, un niño, un padre y una madre. Y creen. Esa fe de niño de los pastores me conmueve. Ese respeto infinito ante lo que no entienden. Yo quisiera ser así y no lo soy. Me gustaría entender más cosas de las que entiendo. Busco respuestas en este mundo esquivo. Me falta fe. Esta actitud de los pastores es la que hoy le quiero pedir a Dios. Ellos se alegran sin comprender nada, porque tienen alma de niños y creen en lo imposible. En aquella cueva estaba cambiando la historia, pero era imposible verlo. Y ellos lo ven sin verlo. Creen sin tocarlo. No tengo esa mirada ingenua. No soy tan niño. Todo lo quiero racionalizar, busco que tenga un sentido, que sea creíble, razonable, lógico. No deseo que las cosas cambien demasiado, pero sí deseo la paz, la salvación, la alegría. El coro de los ángeles me anuncia que ha nacido Dios entre los hombres. Y yo hoy lo creo. Y eso que a mi alrededor los signos son de muerte, de pandemia, de conflicto social, de guerras, de injusticias, de abusos, de violencia. Signos que me hablan de desesperanza y soledad, de desamor y odio. Y yo me arrodillo ante un pesebre con corazón de niño. Me pongo en camino buscando a ese niño recién nacido al que todavía no conozco. ¿No será una pérdida de tiempo? No lo creo. Confío y sigo caminando. No voy solo, me uno a tantos otros pastores que como yo también han creído. Dejo a un lado mi rebaño para buscar a Dios porque lo he oído: «Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor con poder. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas». Ese Dios que es pastor es el que viene a hacerse carne en mi vida y puede cambiar todo si tengo fe. No sé el cuándo ni el cómo, pero confío con una fe ciega. Me falta fe. No tengo esa fe de los pastores. Y quisiera vivir confiado y con paz. Comenta Sta. Margarita de Alacoque: «Conservad la paz del corazón, que es el mayor tesoro. Para conservarla, nada ayuda tanto como el renunciar a la propia voluntad y poner la voluntad del Corazón divino en lugar de la nuestra, de manera que sea ella la que haga en lugar nuestro todo lo que contribuye a su gloria, y nosotros, llenos de gozo, nos sometamos a Él y confiemos en Él totalmente». La paz me la da el confiar totalmente en Dios en circunstancias difíciles. Es eso lo que necesito, caminar como esos pastores con la confianza de saber que voy a encontrar a un niño envuelto en pañales. Eso basta para tener paz. Esa promesa escondida en una cueva es suficiente. Me impresionan la confianza y la fe de los pastores. Necesitan paz y esa paz, en esa noche de ángeles, llega a sus corazones. Han puesto sus vidas en las manos de Dios y desaparecen sus miedos. Me gusta esa actitud filial y confiada. Es la que necesito tener siempre. Especialmente en estos tiempos de pandemia, oscuridad y desesperanza. Dios me puede dar la paz que necesito. Puede regalarme esa confianza que aún no tengo para poder vivir cuidando cada día a mi rebaño. Necesito más fe y esa mirada de niño confiado.

El Adviento es un tiempo de consolación. Jesús viene a nacer en medio de los hombres para consolar sus angustias. Hoy escucho: «Consolad, consolad a mi pueblo. Ya está cerca su salvación para quienes le temen, y la Gloria morará en nuestra tierra». Dios viene a consolar a su pueblo, trae la salvación. A menudo la desolación viene a mi corazón por las cosas que ocurren en mi vida. Son dolores que me llenan de pena y angustia. ¿Quién me puede consolar? Me quedo mirando al pasado, atado a lo que no puedo cambiar. Sucedieron cosas difíciles que no perdono, que no me perdono. Tengo heridas que no sanan, no cierran. Cuentas pendientes que no acabo de saldar. Hice algo de lo que me arrepiento. Me causaron un daño que no logro perdonar. Me trataron de una forma humillante e injusta. No sucedió aquello que tanto deseaba. No encuentro consuelo. Me dicen que siga adelante, que no mire hacia atrás. Pero yo quiero hacer el duelo por lo que he perdido, por lo que no me han dado, por lo que me han hecho, por lo que me han quitado. Esa herida duele y sangra. ¿Dónde voy a encontrar la consolación? No me la dan los demás, no pueden. No logran reparar lo que no tiene arreglo. Con frecuencia veo en mí reacciones que son desproporcionadas. Vienen de algún lugar dentro de mi alma. En lo más hondo de mí falta el consuelo. No estoy reconciliado con mi historia. Esa pena se adueña de mí como una marea negra. Y no entiendo porque no es tan grave lo que ha sucedido. En ese momento me doy cuenta de algo. Me falta consuelo en mi interior. Dios viene a consolarme en mis dolores ocultos, escondidos dentro de mí. Viene a darme el perdón, para que pase página, para que me libere de esos rencores y resentimientos que me duelen en lo más hondo. En ocasiones no entiendo por qué me duele tanto por dentro. Y Jesús viene para hacerme ver lo que tengo que entregar, que soltar, que liberar. Él me muestra el camino para ser libre, para vivir con paz. La consolación de Dios es como esa mano que me acaricia justo donde me duele. Mis reacciones repetitivas y exageradas revelan que algo está herido, en desorden en mi interior. Me muestra Dios así que quiere nacer en ese lugar interior para traer la paz y la calma. Quiere consolar mis miedos y mis dolores. Yo quiero llenar de luz mi cueva oscura. Ese lugar casi desconocido para mí mismo. Jesús nace en ese establo de mi mundo interior. Allí donde no hay sol, ni esperanza. Allí de donde brotan tantos sentimientos de frustración, de miedo, de ira, de tristeza. Viene a consolarme en todo lo que no logro aceptar en mí. Llega a mi memoria más olvidada, a mis recuerdos más escondidos. Viene a consolar mi historia sagrada en la que Él manifiesta su poder. Pero también sé que no siempre seré consolado y en todo. Decía santa Teresita del Niño Jesús: «No vaya a creer que nado en las consolaciones. ¡Oh no!, mi consolación consiste en no tener ninguna en esta tierra. Sin dejarse ver, sin dejar oír su voz». No siempre la paz va a llegar de forma casi mágica. No siempre se me regala una gracia que no puedo exigir. Pero sí puedo suplicar cada día que me consuele Dios. El Adviento es un tiempo para suplicar el consuelo. Y al mismo tiempo es una oportunidad para consolar a otros y traer esperanza a los corazones desesperanzados. Isaías dice que ha sido enviado a «curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos». Yo puedo consolar a otros, y traer paz. Comenta el Papa Francisco: «No olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos». Obras de misericordia. Una de ellas me pide consolar al triste, aliviar al que tiene el corazón roto, al que está hundido en su dolor, en su amargura. Yo puedo ser motivo de alegría y de esperanza. Puedo ser bálsamo para los que están sufriendo. Me gustaría serlo. No siempre tengo esa capacidad. No siempre trato con cariño y delicadeza al que lo necesita. No siempre acojo al que espera ser acogido. No trato con bondad al que está más herido. No me doy cuenta y paso por alto sus necesidades. No soy instrumento de sanación, no traigo consuelo. Me gustaría en este Adviento tratar de consolar al que está desolado. No podré reemplazar a Dios en su vida. No podré llegar tan lejos como llega el Espíritu Santo. Pero es posible ponerme en manos de Dios para que haga milagros conmigo. Cuando estoy consolado, cuando tengo paz, cuando ha desaparecido la rabia de mi corazón, entonces puedo consolar mejor a los demás. Conocerme, aceptarme, perdonarme, perdonar, dejar que la luz de Dios entre en mi cueva oscura, es el único camino para poder ser yo instrumento de sanación y paz para muchos. Si dejo que Jesús nazca en mí, aunque me resista con tanta violencia. Si dejo que su luz acabe con mis sombras. Si nace en mí Jesús, sé que algo va a cambiar en mi interior. Y entonces podré aliviar al afligido, consolar al que está roto. Podré hacer un camino desde dentro hacia fuera. Desde lo más hondo de mi cueva a la luz que me espera.

Me gusta la imagen del camino. El dinamismo, el movimiento. No quiero quedarme quieto en este Adviento. Quiero comenzar a andar. Hacia el mundo, hacia dentro. Quizás el camino más difícil es el que inicio hacia mi corazón. Ese camino que pasa por la autoaceptación. Sé que sólo podré aceptarme cuando me sienta y experimente muy amado y querido por Dios en lo más profundo de mi corazón. Tal vez por eso tengo que preparar este camino del que me habla el profeta. Preparo el camino que dejará que Dios venga a mí, calme mis ansias y apacigüe mis miedos: «En el desierto abrid camino a Yahveh, en la estepa trazad una calzada recta a nuestro Dios». Quiero que venga hasta mí porque Él me quiere como soy, no como debería ser. Me acepta de forma incondicional, me mira como nadie antes me ha mirado. ¿Por qué me cuesta tanto creerme su amor? Porque en mi vida he encontrado a personas que no me han amado así, me han despreciado y humillado. Y esa herida del desamor se la he achacado a Dios. He pensado que Él era ese amor humano, o un reflejo de ese amor imperfecto. Me he creído entonces que Dios sólo me amaba si lo hacía todo perfecto. Y poco a poco esa idea de Dios juez ha cobrado fuerza en mi alma. Pero no es así. Dios no es así, no es como yo, no es como ese juez que reúne pruebas contra mí y pone en duda mi sanidad mental, mi capacidad, mi integridad moral. No es así Dios, aunque me lo parezca a veces. No es ese el Dios en el que quiero creer. Me cuesta sacarme del corazón esa imagen tan equivocada de Dios. Él me ama como soy, quiere mi crecimiento y sueña con mi plenitud. Sabe cuál es mi potencial. Ha sembrado en mi alma una semilla que un día dará su fruto. Sabe cómo soy por dentro. Y es curioso, resulta que es mi debilidad, mi pecado, mi pobreza e imperfección lo que despierta su misericordia. No me ama gracias a todos mis méritos y buenas obras. No me quiere con locura porque haya realizado grandes milagros. No son mis actos inmaculados los que más despiertan su amor. Es una sorpresa, pero es mi pecado el que me acerca a Él. Entonces ya no me alejo de su rostro, no me escondo. Llego hasta su lado con todo mi pecado, humillado y siento que mi dolor, mi fragilidad me acercan a Él en lugar de alejarme. En su presencia recibo un perdón misericordioso e incondicional. ¿Cuál es el camino que me une con Él? Es mi camino, ese que recorro a su lado. Él está junto a mí y siento que es un Dios impotente, indefenso. Es casi como si yo tuviera que protegerlo a Él. Y Dios me mira como ese niño en el pesebre, pobre e indefenso y despierta mi ternura. Y creo que yo soy el poderoso y Él el indefenso. Que yo lo protejo y Él suplica mi protección. Hasta que sufro mi pecado, mi humillación, mi debilidad. Y entonces siento que su poder sacar lo mejor de mí y me eleva por encima de todo mi barro. Es entonces mi camino un camino llano por el que puedo transitar con Él a mi lado. Tomado de la mano de ese niño que parece no salvarme, pero lo hace cuando no me doy ni cuenta. Quiero preparar ese camino donde tiene lugar el encuentro. Quiero salir de mí mismo, tirando los muros, destruyendo las barreras que no me dejan darme. Quiero tocar su amor que me salva cuando yo ya no soy capaz de salvarme a mí mismo, cuando me he decepcionado una y otra vez de mi poco poder. Cuando ya no puedo hacer nada por llegar a la meta, Él sale a mi encuentro y me ama. ¿He experimentado alguna vez ese amor inmenso que Dios me tiene? Ese amor sana todas mis heridas. Y sólo entonces, en ese abrazo en medio de mi camino, surge la propia aceptación de mi debilidad. Sólo puedo aceptarme si he experimentado el amor incondicional de Dios en mi espacio interior, en la oración, o a través de personas concretas que me han amado así. Dios me elige una y otra vez y toma mi mano. No lo elijo yo a Él, es Él quien me busca. Yo debo ser capaz de afirmar esta verdad, incluso aunque el mundo no me elija y me olvide. Mientras sean el mundo, mis amigos, parientes, jefes, conocidos, quienes decidan si he sido elegido o no, si valgo o no, si soy digno de ser amado o no lo soy, estaré condenado a la infelicidad y viviré cada día intentando demostrarles a todos cuánto valgo. La presión del mundo es muy fuerte y tiende a empujarme a las tinieblas de la duda sobre mi valor. Caigo en el menosprecio o el rechazo. Me pongo inseguro, dudo de mí, tengo miedo de ser rechazado, y soy entonces fácilmente manipulable por quienes me rodean. Veo con claridad mi pecado, mi debilidad y creo que nadie podrá quererme como soy. Me equivoco. Quiero recorrer el camino eterno que me separa de ese abrazo con Dios. Sueño con el cielo, con estar siempre con Él. Hoy dice el apóstol: «Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante Él, sin mancilla y sin tacha». Quiero cuidarme en este Adviento, intentar vivir sin mancha a su lado. Sé que fracasaré muchas veces, pero no temo ningún mal porque Dios me ama con locura. Él me quiere más allá de mis pecados y caídas. Él ama mi alma como es, débil y con heridas. No me quiere perfecto, sabe cómo soy, y desea estar conmigo cada día.

Quiero en este Adviento allanar la montaña de mi vanidad y mi orgullo. Quiero que se levante el valle de mi tristeza, de mi desaliento y cobardía. Miro mi corazón enfermo y siento que es una tarea ingente la que tengo por delante. ¿Por qué me afectan tanto ciertas cosas que oigo, que me dicen? ¿Por qué reacciono de forma desproporcionada? Hay orgullo dentro de mí. Me puede. Ese orgullo mío me mata. Quiero vencer las aristas que me hacen inabordable. No soy puerto seguro en el que otros puedan descansar y anclar su barca. Las olas de mi rabia, de mi rencor, me matan por dentro. Algo se quema dentro de mí y no lo entiendo. No logro atisbar una paz lejana. Si el viento de su poder lograr calmar mis propios vientos. Si la calma de su corazón limpiara mi propia violencia interior. Se desbordan dentro de mí emociones ocultas en lo más secreto de mi alma. Que asoman en lágrimas o en tristezas que no controlo. Y yo quiero que la razón se imponga. Y el buen juicio. Y no dejarme llevar por la marea de emociones de la que no soy dueño. ¿Cómo se calman las olas del mar embravecido? ¿Cómo se apaciguan las llamas del incendio? ¿Cómo logro alegrarme cuando estoy triste? Jesús quiere que le prepare el camino, que me vista de espera y anhelo, que cambie la violencia de mi alma por la paz de un Niño que viene a llenar el vacío de mi corazón. Pienso en la carrera que tengo que recorrer. Sé que los cambios no son fáciles. No quiero que sucedan de repente. Todo lleva su tiempo y tal vez tocaré el fracaso en muchas de las cosas que quiero sanar. Sólo sé que es verdad lo que hoy escucho: «No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, sino que usa de paciencia con vosotros». ¿Cómo puedo hacer para que se cumpla su promesa en mi vida? Necesito la misma paciencia que Dios usa conmigo. Vencer mi orgullo y vanidad. Aceptar con humildad todo lo que me sucede. No enojarme cuando nada resulta como deseo. Vivir con paz en el alma incluso en medio de las tormentas. Mi peor enemigo sigue siendo la tristeza. Se apodera de mí como una nube negra, como una marea oscura que me quita la paz y la alegría. Y la cobardía me impide luchar y aspirar a las cumbres más altas. En este Adviento me pongo en pie. Le preparo el camino al Señor. Invierto tiempo en esta tarea inmensa que pone ante mis ojos. No me desaliento. A pesar de la tristeza que pueda quitarme la paz. Decía Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio: «Quien ama a sus hermanos más que a sí mismo es liberado de la envidia, de la indiferencia. Quien ama y se sabe amada lejos de entristecerse por el don del hermano puede llenarse de gozo por el bien que obra Dios en sus hermanos». Amar a los otros más que a mí mismo. El Adviento hace que ponga la mirada en mi hermano. Somos familia. Salgo de mi egoísmo para abrirme al otro. Quiero que sea feliz, que sea pleno. Quiero que su vida sea dichosa. No tengo miedo a perder la vida por amor. Entonces la tristeza desaparece porque estoy pensando en la alegría de los demás. Y me alegro de sus logros, de sus éxitos. No vivo pensando en lo que a mí me falta. Un camino fácil abro ante Dios. Así es el camino que voy forjando en mi corazón. Lejos del orgullo vivo la humildad de los que no tienen nada, de los despojados, de los pobres que lo han perdido todo. Vivo con paz en medio de la carencia y no me turbo con las contrariedades. Esa paz es la que le suplico a Dios en esta segunda semana de camino. Pienso en mis orgullos y vanidades. Pienso en mi cobardía que no me deja avanzar y vencer lo que no le pertenece a Dios en este tiempo. Pienso en todas las batallas que tengo por delante y el corazón se alegra. No me desaliento, no pierdo la fuerza. Sigo adelante con alegría sabiendo que sólo Dios puede calmarme y construir sobre la piedra de mi miseria. Sólo confío en el poder de Dios que lo puede hacer todo nuevo en mí. Puede allanar todos los caminos y hacer posible una vida nueva, más alegre y plena. No dejo de confiar y me abro a su presencia. Dios viene, se hace carne y acampa en medio de mis miedos y nostalgias, de mis angustias y tristezas. Y me da su alegría.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.



Estandarte

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