lunes, 21 de diciembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 22 DICIEMBRE DE 2020

 


22 de diciembre de 2020

 

Hermano:

«Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; no soy digno de desatarle las sandalias»

«Dios me puede dar la paz que necesito. Puede regalarme esa confianza que aún no tengo para poder vivir cuidando cada día a mi rebaño. Necesito más fe y esa mirada de niño confiado»

Asturias registra el número más bajo de contagios por coronavirus de los dos últimos meses.

Salud informa de 115 nuevos positivos.

Es este Adviento un tiempo de esperanza. Y la esperanza es el deseo de poseer lo que aún no tengo en plenitud. Es la esperanza de María camino a Belén sin saber cómo sucederá todo. Aún no posee entre sus manos a Dios hecho hombre y ya lo sueña. Es la esperanza que tengo yo de ser mejor, de ser más pleno, más feliz, más niño, más trasparente de Dios. Es el deseo de plenitud que alberga mi corazón herido. Siento una sed insaciable, un ansia de infinito que brota dentro de mi alma. La esperanza me lleva a pensar que mañana va a ser todo mejor que hoy, más pleno, si es que estoy sufriendo. Y si estoy feliz con lo que vivo me lleva a desear que ese presente sea eterno. La esperanza me hace desear que no falte nunca nadie de los míos, que nadie muera ni se vaya. No quiero sillas vacías, ni sueños rotos. Durante muchos años en mi vida las cosas se fueron repitiendo año tras año. Sólo pasaba el tiempo, pero no se movían las fichas de mi tablero. Todo parecía en un orden perfecto, inamovible, intocado y frágil al mismo tiempo. Ni la enfermedad ni la muerte parecían tocarme. Ni el odio ni las divisiones ponían en peligro mi seguridad. Cuando miro atrás en mi vida veo cómo ha cambiado todo desde hace poco tiempo. Y ahora más con esta pandemia que llena el alma de miedos. Quizás en esos momentos de estabilidad pensaba que poseería a los míos para siempre, que no se irían mis padres o la estabilidad formaría parte de mi rutina año tras año. El corazón desea que la alegría sea eterna, cuando tiene paz. Era esa la esperanza de una continuidad en ese amor que parecía infinito siendo finito. Y de repente todo se tambalea en medio de esta guerra que ahora toca mis puertas. Y muy dentro siento que se rompe la esperanza de lo perenne. Entonces asomo la cabeza por mi ventana, con miedo, temblando. Siento el olor de las hojas caídas del otoño, son las tormentas de este invierno que se ha llevado la paz estival. Esas hojas caídas, rojas, amarillas antes eran verdes, parecían eternas. Su verdor se ha convertido en fuego. Esas hojas sin vida a mis pies son como las páginas pasadas de un viejo libro de historia. Mi diario, en el que recojo las anécdotas de cada día, esas que ya no vuelven. Pienso en esas fotos de entonces que vuelven a recordarme un tiempo que ya no es presente, sólo pasado. Pero estando todo vivo dentro de mi alma. Siento que la esperanza sigue muy viva dentro de mí. Es una esperanza que me dice que estoy llamado a algo más grande, más pleno. Al cielo en la tierra. A esa vida eterna que llenará de luz todas mis noches. Esa esperanza me levanta cada mañana, soñando. Ahora amo el presente, porque Dios me ha dado el don de amar mi vida ahora, como es, sin tener miedo a que pase. Sin temblar al ver que los días transcurren apresurados buscando una salida, un camino al pasado. No quiero vivir sin esperanza, porque sin esa luz la vida se vuelve noche. Me escondo entre las sábanas sin encontrar nada que justifique alzar la mirada. Es este tiempo de Adviento un tiempo de esperanza. en una vida nueva, más llena, más verdadera. Me gusta pensar que todo puede ser más bello. Y lo sé, yo puedo contribuir a que así sea. Decía S. Agustín: «Toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia. ¡Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras!». Mi esperanza descansa en la misericordia de Dios. Él me ha creado, me ha dado la vida y la fuerza para componer un día. Me ha dado la luz de mis ojos, el tono de mi voz, la fuerza de mis pasos. Me ha dado la ilusión de mis palabras y ha sembrado en mi alma un jardín sin otoño, siempre en flor. Su misericordia es la que justifica todas mis esperanzas. Puedo seguir creyendo, lo necesito. Nunca voy a dejar de creer en un tiempo nuevo que está por venir, en una victoria al final del camino, en el último suspiro. Vuelvo a levantarme en Adviento, como José y María que no se desalientan. Saben que el camino es largo. Y que en Belén no es seguro lo que encontrarán sus pasos. No importa si tienen que buscar allí un lugar para que nazca Jesús. Algo sucederá que lo haga todo más fácil. Una fuerza de Dios que se una a mi impotencia. No soy yo el que puede levantar el mundo entre mis manos. No soy yo el que sostiene el orden del universo. Me quedo dormido tranquilo porque es Dios quien vela mis sueños y dibuja mi sonrisa cada mañana. Es su poder, no es el mío. Es la esperanza de creer en lo que aún no veo, en lo que no toco, en lo que no alcanzo a vislumbrar detrás de tantas nubes. Cuando la victoria final parece imposible porque todo está en contra. No importa, sigo esperando, tengo fe.

En este segundo domingo de Adviento me detengo a contemplar a los pastores. Forman parte de mi pesebre. Siempre están con sus ovejas, o trayendo alimentos a Jesús. Algunos llevan todo tipo de regalos. Se detienen felices ante el portal. Descubren los signos que los ángeles les anunciaron. Un niño envuelto en pañales. Llegan los pastores y encuentran a un niño y unos padres con él: «Cerca de Belén había unos pastores que pasaban la noche en el campo cuidando sus ovejas. De pronto se les apareció un ángel del Señor, la gloria del Señor brilló alrededor de ellos y tuvieron mucho miedo. Pero el ángel les dijo: - No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será motivo de gran alegría para todos: - Hoy os ha nacido en el pueblo de David un salvador, que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontraréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». ¿Qué tiene de especial un bebé recién nacido? ¿En qué me puede cambiar la vida si está indefenso? No puede salvarse a sí mismo, ¿a mí me va a salvar? Los pastores tienen miedo. Están acostumbrados a la noche, a permanecer en vela. La vida es dura para ellos. Tienen miedo a perder lo poco que tienen. Llevan vidas rudas y no son tan inofensivos e inocentes como las figuritas que coloco en el pesebre. Esos pastores no siempre tenían buenas intenciones. No todo lo hacían bien. Pero hoy me detengo ante estos hombres audaces, valientes, que velan en la noche cuidando sus rebaños. Los peligros acechan y ellos están atentos y despiertos para defender a sus ovejas e incluso dar la vida por ellas. Me gusta esa imagen del pastor que cuida a sus ovejas y está despierto y atento en la noche. Vence el miedo y el frío. En torno a una hoguera deja pasar las horas. Y de repente esa noche todo se ilumina con la presencia de unos ángeles. Tienen que alegrarse porque ha nacido el Señor. Ni ellos mismos esperan que cambie su suerte. Pero esos ángeles indican lo contrario. Algo está sucediendo que tiene que ver con ellos. ¿Un niño tan pequeño? ¿Cuánto tendrán que esperar para que algo cambie en sus vidas? No parece sencillo. Ese niño sin poderes no iba a sacarles de la pobreza, ni iba a traer la paz que todos necesitaban. ¿Por qué se alegran entonces? No creo que entendieran lo que estaba ocurriendo. Pero aun así son los primeros testigos presenciales. Lo ven allí, en la humildad de aquel establo, un niño, un padre y una madre. Y creen. Esa fe de niño de los pastores me conmueve. Ese respeto infinito ante lo que no entienden. Yo quisiera ser así y no lo soy. Me gustaría entender más cosas de las que entiendo. Busco respuestas en este mundo esquivo. Me falta fe. Esta actitud de los pastores es la que hoy le quiero pedir a Dios. Ellos se alegran sin comprender nada, porque tienen alma de niños y creen en lo imposible. En aquella cueva estaba cambiando la historia, pero era imposible verlo. Y ellos lo ven sin verlo. Creen sin tocarlo. No tengo esa mirada ingenua. No soy tan niño. Todo lo quiero racionalizar, busco que tenga un sentido, que sea creíble, razonable, lógico. No deseo que las cosas cambien demasiado, pero sí deseo la paz, la salvación, la alegría. El coro de los ángeles me anuncia que ha nacido Dios entre los hombres. Y yo hoy lo creo. Y eso que a mi alrededor los signos son de muerte, de pandemia, de conflicto social, de guerras, de injusticias, de abusos, de violencia. Signos que me hablan de desesperanza y soledad, de desamor y odio. Y yo me arrodillo ante un pesebre con corazón de niño. Me pongo en camino buscando a ese niño recién nacido al que todavía no conozco. ¿No será una pérdida de tiempo? No lo creo. Confío y sigo caminando. No voy solo, me uno a tantos otros pastores que como yo también han creído. Dejo a un lado mi rebaño para buscar a Dios porque lo he oído: «Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor con poder. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas». Ese Dios que es pastor es el que viene a hacerse carne en mi vida y puede cambiar todo si tengo fe. No sé el cuándo ni el cómo, pero confío con una fe ciega. Me falta fe. No tengo esa fe de los pastores. Y quisiera vivir confiado y con paz. Comenta Sta. Margarita de Alacoque: «Conservad la paz del corazón, que es el mayor tesoro. Para conservarla, nada ayuda tanto como el renunciar a la propia voluntad y poner la voluntad del Corazón divino en lugar de la nuestra, de manera que sea ella la que haga en lugar nuestro todo lo que contribuye a su gloria, y nosotros, llenos de gozo, nos sometamos a Él y confiemos en Él totalmente». La paz me la da el confiar totalmente en Dios en circunstancias difíciles. Es eso lo que necesito, caminar como esos pastores con la confianza de saber que voy a encontrar a un niño envuelto en pañales. Eso basta para tener paz. Esa promesa escondida en una cueva es suficiente. Me impresionan la confianza y la fe de los pastores. Necesitan paz y esa paz, en esa noche de ángeles, llega a sus corazones. Han puesto sus vidas en las manos de Dios y desaparecen sus miedos. Me gusta esa actitud filial y confiada. Es la que necesito tener siempre. Especialmente en estos tiempos de pandemia, oscuridad y desesperanza. Dios me puede dar la paz que necesito. Puede regalarme esa confianza que aún no tengo para poder vivir cuidando cada día a mi rebaño. Necesito más fe y esa mirada de niño confiado.

El Adviento es un tiempo de consolación. Jesús viene a nacer en medio de los hombres para consolar sus angustias. Hoy escucho: «Consolad, consolad a mi pueblo. Ya está cerca su salvación para quienes le temen, y la Gloria morará en nuestra tierra». Dios viene a consolar a su pueblo, trae la salvación. A menudo la desolación viene a mi corazón por las cosas que ocurren en mi vida. Son dolores que me llenan de pena y angustia. ¿Quién me puede consolar? Me quedo mirando al pasado, atado a lo que no puedo cambiar. Sucedieron cosas difíciles que no perdono, que no me perdono. Tengo heridas que no sanan, no cierran. Cuentas pendientes que no acabo de saldar. Hice algo de lo que me arrepiento. Me causaron un daño que no logro perdonar. Me trataron de una forma humillante e injusta. No sucedió aquello que tanto deseaba. No encuentro consuelo. Me dicen que siga adelante, que no mire hacia atrás. Pero yo quiero hacer el duelo por lo que he perdido, por lo que no me han dado, por lo que me han hecho, por lo que me han quitado. Esa herida duele y sangra. ¿Dónde voy a encontrar la consolación? No me la dan los demás, no pueden. No logran reparar lo que no tiene arreglo. Con frecuencia veo en mí reacciones que son desproporcionadas. Vienen de algún lugar dentro de mi alma. En lo más hondo de mí falta el consuelo. No estoy reconciliado con mi historia. Esa pena se adueña de mí como una marea negra. Y no entiendo porque no es tan grave lo que ha sucedido. En ese momento me doy cuenta de algo. Me falta consuelo en mi interior. Dios viene a consolarme en mis dolores ocultos, escondidos dentro de mí. Viene a darme el perdón, para que pase página, para que me libere de esos rencores y resentimientos que me duelen en lo más hondo. En ocasiones no entiendo por qué me duele tanto por dentro. Y Jesús viene para hacerme ver lo que tengo que entregar, que soltar, que liberar. Él me muestra el camino para ser libre, para vivir con paz. La consolación de Dios es como esa mano que me acaricia justo donde me duele. Mis reacciones repetitivas y exageradas revelan que algo está herido, en desorden en mi interior. Me muestra Dios así que quiere nacer en ese lugar interior para traer la paz y la calma. Quiere consolar mis miedos y mis dolores. Yo quiero llenar de luz mi cueva oscura. Ese lugar casi desconocido para mí mismo. Jesús nace en ese establo de mi mundo interior. Allí donde no hay sol, ni esperanza. Allí de donde brotan tantos sentimientos de frustración, de miedo, de ira, de tristeza. Viene a consolarme en todo lo que no logro aceptar en mí. Llega a mi memoria más olvidada, a mis recuerdos más escondidos. Viene a consolar mi historia sagrada en la que Él manifiesta su poder. Pero también sé que no siempre seré consolado y en todo. Decía santa Teresita del Niño Jesús: «No vaya a creer que nado en las consolaciones. ¡Oh no!, mi consolación consiste en no tener ninguna en esta tierra. Sin dejarse ver, sin dejar oír su voz». No siempre la paz va a llegar de forma casi mágica. No siempre se me regala una gracia que no puedo exigir. Pero sí puedo suplicar cada día que me consuele Dios. El Adviento es un tiempo para suplicar el consuelo. Y al mismo tiempo es una oportunidad para consolar a otros y traer esperanza a los corazones desesperanzados. Isaías dice que ha sido enviado a «curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos». Yo puedo consolar a otros, y traer paz. Comenta el Papa Francisco: «No olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos». Obras de misericordia. Una de ellas me pide consolar al triste, aliviar al que tiene el corazón roto, al que está hundido en su dolor, en su amargura. Yo puedo ser motivo de alegría y de esperanza. Puedo ser bálsamo para los que están sufriendo. Me gustaría serlo. No siempre tengo esa capacidad. No siempre trato con cariño y delicadeza al que lo necesita. No siempre acojo al que espera ser acogido. No trato con bondad al que está más herido. No me doy cuenta y paso por alto sus necesidades. No soy instrumento de sanación, no traigo consuelo. Me gustaría en este Adviento tratar de consolar al que está desolado. No podré reemplazar a Dios en su vida. No podré llegar tan lejos como llega el Espíritu Santo. Pero es posible ponerme en manos de Dios para que haga milagros conmigo. Cuando estoy consolado, cuando tengo paz, cuando ha desaparecido la rabia de mi corazón, entonces puedo consolar mejor a los demás. Conocerme, aceptarme, perdonarme, perdonar, dejar que la luz de Dios entre en mi cueva oscura, es el único camino para poder ser yo instrumento de sanación y paz para muchos. Si dejo que Jesús nazca en mí, aunque me resista con tanta violencia. Si dejo que su luz acabe con mis sombras. Si nace en mí Jesús, sé que algo va a cambiar en mi interior. Y entonces podré aliviar al afligido, consolar al que está roto. Podré hacer un camino desde dentro hacia fuera. Desde lo más hondo de mi cueva a la luz que me espera.

Me gusta la imagen del camino. El dinamismo, el movimiento. No quiero quedarme quieto en este Adviento. Quiero comenzar a andar. Hacia el mundo, hacia dentro. Quizás el camino más difícil es el que inicio hacia mi corazón. Ese camino que pasa por la autoaceptación. Sé que sólo podré aceptarme cuando me sienta y experimente muy amado y querido por Dios en lo más profundo de mi corazón. Tal vez por eso tengo que preparar este camino del que me habla el profeta. Preparo el camino que dejará que Dios venga a mí, calme mis ansias y apacigüe mis miedos: «En el desierto abrid camino a Yahveh, en la estepa trazad una calzada recta a nuestro Dios». Quiero que venga hasta mí porque Él me quiere como soy, no como debería ser. Me acepta de forma incondicional, me mira como nadie antes me ha mirado. ¿Por qué me cuesta tanto creerme su amor? Porque en mi vida he encontrado a personas que no me han amado así, me han despreciado y humillado. Y esa herida del desamor se la he achacado a Dios. He pensado que Él era ese amor humano, o un reflejo de ese amor imperfecto. Me he creído entonces que Dios sólo me amaba si lo hacía todo perfecto. Y poco a poco esa idea de Dios juez ha cobrado fuerza en mi alma. Pero no es así. Dios no es así, no es como yo, no es como ese juez que reúne pruebas contra mí y pone en duda mi sanidad mental, mi capacidad, mi integridad moral. No es así Dios, aunque me lo parezca a veces. No es ese el Dios en el que quiero creer. Me cuesta sacarme del corazón esa imagen tan equivocada de Dios. Él me ama como soy, quiere mi crecimiento y sueña con mi plenitud. Sabe cuál es mi potencial. Ha sembrado en mi alma una semilla que un día dará su fruto. Sabe cómo soy por dentro. Y es curioso, resulta que es mi debilidad, mi pecado, mi pobreza e imperfección lo que despierta su misericordia. No me ama gracias a todos mis méritos y buenas obras. No me quiere con locura porque haya realizado grandes milagros. No son mis actos inmaculados los que más despiertan su amor. Es una sorpresa, pero es mi pecado el que me acerca a Él. Entonces ya no me alejo de su rostro, no me escondo. Llego hasta su lado con todo mi pecado, humillado y siento que mi dolor, mi fragilidad me acercan a Él en lugar de alejarme. En su presencia recibo un perdón misericordioso e incondicional. ¿Cuál es el camino que me une con Él? Es mi camino, ese que recorro a su lado. Él está junto a mí y siento que es un Dios impotente, indefenso. Es casi como si yo tuviera que protegerlo a Él. Y Dios me mira como ese niño en el pesebre, pobre e indefenso y despierta mi ternura. Y creo que yo soy el poderoso y Él el indefenso. Que yo lo protejo y Él suplica mi protección. Hasta que sufro mi pecado, mi humillación, mi debilidad. Y entonces siento que su poder sacar lo mejor de mí y me eleva por encima de todo mi barro. Es entonces mi camino un camino llano por el que puedo transitar con Él a mi lado. Tomado de la mano de ese niño que parece no salvarme, pero lo hace cuando no me doy ni cuenta. Quiero preparar ese camino donde tiene lugar el encuentro. Quiero salir de mí mismo, tirando los muros, destruyendo las barreras que no me dejan darme. Quiero tocar su amor que me salva cuando yo ya no soy capaz de salvarme a mí mismo, cuando me he decepcionado una y otra vez de mi poco poder. Cuando ya no puedo hacer nada por llegar a la meta, Él sale a mi encuentro y me ama. ¿He experimentado alguna vez ese amor inmenso que Dios me tiene? Ese amor sana todas mis heridas. Y sólo entonces, en ese abrazo en medio de mi camino, surge la propia aceptación de mi debilidad. Sólo puedo aceptarme si he experimentado el amor incondicional de Dios en mi espacio interior, en la oración, o a través de personas concretas que me han amado así. Dios me elige una y otra vez y toma mi mano. No lo elijo yo a Él, es Él quien me busca. Yo debo ser capaz de afirmar esta verdad, incluso aunque el mundo no me elija y me olvide. Mientras sean el mundo, mis amigos, parientes, jefes, conocidos, quienes decidan si he sido elegido o no, si valgo o no, si soy digno de ser amado o no lo soy, estaré condenado a la infelicidad y viviré cada día intentando demostrarles a todos cuánto valgo. La presión del mundo es muy fuerte y tiende a empujarme a las tinieblas de la duda sobre mi valor. Caigo en el menosprecio o el rechazo. Me pongo inseguro, dudo de mí, tengo miedo de ser rechazado, y soy entonces fácilmente manipulable por quienes me rodean. Veo con claridad mi pecado, mi debilidad y creo que nadie podrá quererme como soy. Me equivoco. Quiero recorrer el camino eterno que me separa de ese abrazo con Dios. Sueño con el cielo, con estar siempre con Él. Hoy dice el apóstol: «Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante Él, sin mancilla y sin tacha». Quiero cuidarme en este Adviento, intentar vivir sin mancha a su lado. Sé que fracasaré muchas veces, pero no temo ningún mal porque Dios me ama con locura. Él me quiere más allá de mis pecados y caídas. Él ama mi alma como es, débil y con heridas. No me quiere perfecto, sabe cómo soy, y desea estar conmigo cada día.

Quiero en este Adviento allanar la montaña de mi vanidad y mi orgullo. Quiero que se levante el valle de mi tristeza, de mi desaliento y cobardía. Miro mi corazón enfermo y siento que es una tarea ingente la que tengo por delante. ¿Por qué me afectan tanto ciertas cosas que oigo, que me dicen? ¿Por qué reacciono de forma desproporcionada? Hay orgullo dentro de mí. Me puede. Ese orgullo mío me mata. Quiero vencer las aristas que me hacen inabordable. No soy puerto seguro en el que otros puedan descansar y anclar su barca. Las olas de mi rabia, de mi rencor, me matan por dentro. Algo se quema dentro de mí y no lo entiendo. No logro atisbar una paz lejana. Si el viento de su poder lograr calmar mis propios vientos. Si la calma de su corazón limpiara mi propia violencia interior. Se desbordan dentro de mí emociones ocultas en lo más secreto de mi alma. Que asoman en lágrimas o en tristezas que no controlo. Y yo quiero que la razón se imponga. Y el buen juicio. Y no dejarme llevar por la marea de emociones de la que no soy dueño. ¿Cómo se calman las olas del mar embravecido? ¿Cómo se apaciguan las llamas del incendio? ¿Cómo logro alegrarme cuando estoy triste? Jesús quiere que le prepare el camino, que me vista de espera y anhelo, que cambie la violencia de mi alma por la paz de un Niño que viene a llenar el vacío de mi corazón. Pienso en la carrera que tengo que recorrer. Sé que los cambios no son fáciles. No quiero que sucedan de repente. Todo lleva su tiempo y tal vez tocaré el fracaso en muchas de las cosas que quiero sanar. Sólo sé que es verdad lo que hoy escucho: «No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, sino que usa de paciencia con vosotros». ¿Cómo puedo hacer para que se cumpla su promesa en mi vida? Necesito la misma paciencia que Dios usa conmigo. Vencer mi orgullo y vanidad. Aceptar con humildad todo lo que me sucede. No enojarme cuando nada resulta como deseo. Vivir con paz en el alma incluso en medio de las tormentas. Mi peor enemigo sigue siendo la tristeza. Se apodera de mí como una nube negra, como una marea oscura que me quita la paz y la alegría. Y la cobardía me impide luchar y aspirar a las cumbres más altas. En este Adviento me pongo en pie. Le preparo el camino al Señor. Invierto tiempo en esta tarea inmensa que pone ante mis ojos. No me desaliento. A pesar de la tristeza que pueda quitarme la paz. Decía Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio: «Quien ama a sus hermanos más que a sí mismo es liberado de la envidia, de la indiferencia. Quien ama y se sabe amada lejos de entristecerse por el don del hermano puede llenarse de gozo por el bien que obra Dios en sus hermanos». Amar a los otros más que a mí mismo. El Adviento hace que ponga la mirada en mi hermano. Somos familia. Salgo de mi egoísmo para abrirme al otro. Quiero que sea feliz, que sea pleno. Quiero que su vida sea dichosa. No tengo miedo a perder la vida por amor. Entonces la tristeza desaparece porque estoy pensando en la alegría de los demás. Y me alegro de sus logros, de sus éxitos. No vivo pensando en lo que a mí me falta. Un camino fácil abro ante Dios. Así es el camino que voy forjando en mi corazón. Lejos del orgullo vivo la humildad de los que no tienen nada, de los despojados, de los pobres que lo han perdido todo. Vivo con paz en medio de la carencia y no me turbo con las contrariedades. Esa paz es la que le suplico a Dios en esta segunda semana de camino. Pienso en mis orgullos y vanidades. Pienso en mi cobardía que no me deja avanzar y vencer lo que no le pertenece a Dios en este tiempo. Pienso en todas las batallas que tengo por delante y el corazón se alegra. No me desaliento, no pierdo la fuerza. Sigo adelante con alegría sabiendo que sólo Dios puede calmarme y construir sobre la piedra de mi miseria. Sólo confío en el poder de Dios que lo puede hacer todo nuevo en mí. Puede allanar todos los caminos y hacer posible una vida nueva, más alegre y plena. No dejo de confiar y me abro a su presencia. Dios viene, se hace carne y acampa en medio de mis miedos y nostalgias, de mis angustias y tristezas. Y me da su alegría.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.



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