10 de enero de 2021
Hermano:
«Juan intentaba disuadirlo: - Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí? Jesús le contestó: - Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia»
«¿Cuáles son mis sueños? ¿Las batallas que tengo que librar? No le tengo miedo a la derrota. Ese miedo paraliza mis pasos y no me deja creer. Quiero confiar más en ese Dios que camina conmigo»
En la última jornada se produjeron 23 ingresos en planta y 2 en cuidados intensivos.
Los contagios se disparan y doblan a la jornada anterior con un saldo de tres muertes,
Comienza un nuevo año lleno de desafíos. Un año con tantos propósitos por delante. Tantas cosas por cambiar. Tantas otras por mantener. Quiero ser mejor. Quiero seguir siendo el mismo, auténtico, fiel a mi verdad. Comienzo un nuevo año lleno de esperanza. Mientras entierro callado las últimas horas del pasado. ¿Volverá a tener flores el jardín de mi alma? ¿O morirán las que ahora florecen al llegar el frío? ¿Despertarán los sueños dormidos? ¿Se mantendrán vivos los recuerdos guardados? ¿O son sólo recuerdos que se olvidan y se pierden desfigurados en algún lugar del alma? Lo he aprendido a base de golpes, por más que lo quiera intentar el corazón no olvida. Y la tierra que es muy sabia, siempre guarda la semilla, la raíz, el agua, la vida. Lo guarda todo en lo más hondo, en cavernas recónditas. Por eso me gusta la tierra. Y también amo el mar. La tierra me da estabilidad. El mar me muestra un infinito que no alcanzo. Lo miro desde la arena de mi playa. No tiemblo ante lo desconocido. No tengo derecho a temblar ante lo nuevo que aún no me pertenece. ¿Soy dueño de algo? Nada es mío. Estoy de paso. Aun así, me empeño en abrazar el presente conmovido, como un niño reteniendo su juguete. Siempre he tenido corazón de niño. Sé que he soñado, he vivido y he amado más de lo que nunca pensé que pudiera hacerlo mi corazón inquieto. Eso aumenta la sonrisa de mi rostro. Profundiza mi nostalgia y mi deseo. Y me hace extender los brazos a Dios agradecido. Porque me ha dado tanto. En medio de los vientos he tejido esperanzas junto a un reloj de arena, o de pared, o de bolsillo. He soñado orillas nuevas. Tengo claro que la vida se balancea trémulamente entre un ahora sí y un quizás suceda. Todo parece tan inseguro ante mis ojos de hombre que pretende controlar la vida. Miro los días de invierno que son tan cortos, con sus noches tan largas. ¡Qué pronto se pone el sol ante mis ojos! He aprendido a hacerme amigo de la soledad que golpea el alma, hiriéndola a veces. Ya no tengo miedo a la oscuridad, no necesito encender una vela para conciliar el sueño. O tal vez sí me asusta el hecho de desconocer el contenido de la siguiente escena, del capítulo que comienza. Vivo tranquilo entre el ayer y el mañana, en ese segundo lánguido llamado presente. Sé que tan sólo es un momento fugaz de desconcierto que se escapa ante mis ojos. Y yo decido cómo vivir el ahora, el presente. Me la juego. Opto, doy un paso, me quedo quieto. Lo hago todo con miedo o más tranquilo. Con angustia o con la paz de los niños que no entienden muy bien el sentido del tiempo ni conciben cuánto falta, o cuándo sucedió lo que recuerdan. Yo guardo en mis alforjas lo aprendido. No tanto para no olvidarlo, porque el corazón no olvida. Sino para sacar de vez en cuando la sabiduría que he guardado dentro del alma. Como ese viejo sabio que no quiere vivir improvisando cada día. Quiero aprender a vivir la vida desde la vida misma, no desde mis teorías, tengo ya algunas. No sé bien cómo se hace, pero lo intento. Dejando de lado los prejuicios, esas frases que me hacen daño, como siempre se hizo así, o a mí siempre me resulta hacerlo de esta manera. Fuera los prejuicios y las formas de siempre. Deseo empezar de nuevo. Aprender cosas nuevas. Ensanchar el alma. Algo se me ha quedado día tras día pegado en la piel pasado el tiempo. No voy a desperdiciar ni un segundo en este nuevo año. Sé que todo es tan banal en medio de mis días y puedo vivir de forma superficial lo que es importante. Mi vida es sagrada porque no me pertenece. Sólo sé que me pongo de nuevo manos a la obra. En manos de Jesús, de María. Un año nuevo, virgen. Una vida nueva, abierta. Una nueva oportunidad para ser yo mismo y 2ser mejor persona. ¿Y si no gusto a muchos? No importa tanto. Creo yo. Al fin y al cabo, seguro que a Dios le gusto. Ha creado mis manos, ha insuflado mi voz. Y ha despertado sueños imposibles en mi alma. Su amor incondicional consuela mi inseguridad de niño con un abrazo. Y sonrío mirando al frente para no perderme un solo detalle. Sin temer la burla, o el desprecio, o el olvido. Valgo más de lo que pensaba. Eso me ha dicho Dios al oído. Lo llevo guardado muy dentro como una certeza.
¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? ¿Por divulgar una mentira por las redes sociales se convierte en verdad? ¿La ficción crea realidad? ¿Por ocultar una verdad pasa a ser una mentira? Vivo en una época en la que todo parece relativo. Tanto la verdad como la mentira. Se impone la emoción, el sentimiento, lo que la realidad contada despierta en mí. Me impresiona el valor que tiene la emoción. Por encima de la verdad, de la realidad tal y como es. En una película puedo cambiar una cosa por otra. Puedo hacer que importe poco la historia verdadera. En mi propia vida puede suceder lo mismo. Lo que los demás dicen de mí determina mi vida. ¿Sabrán de verdad cómo soy? Sólo Dios lo sabe. El arte expresa con símbolos verdades más profundas. Personajes ficticios parecen ser reales, históricos, sin pretender serlo. Tiene su peligro. No siempre la historia verdadera importa. Lo que importan son las emociones que se despiertan al escuchar ciertas posturas. Los de un lado, los del otro. Emociones contrarias. A favor o en contra. Yo soy de tu lado, de tu partido o soy del otro. Y por eso no te puedo ver y me alejo. Oculto la verdad, cuento la historia a mi manera. Todo se absolutiza, se relativiza. O soy del mundo o soy de Dios, casi como si fuera algo antagónico. O soy cristiano o pagano. ¿Me estaré dejando llevar por los vientos del mundo? Jesús se hizo hombre, carne de mi carne para asumir mi historia tal y como es, mi naturaleza igual en todo menos en el pecado. Jesús quiso asumir mi verdad para que nunca fuera mentira ante los ojos de nadie. Para Él soy verdadero, soy bueno, soy suyo. Asumió mi carne para que aprendiera a quererla como es. En su fragilidad, en su pecado. He decidido no quedarme en la apariencia de las cosas. La verdad es lo que importa. Jesús unió la verdad y la caridad en su alma humana y divina al mismo tiempo. Dios y hombre. No me dejó extremos contrapuestos. Unió lo que parecía imposible unir. Un Dios todopoderoso atado a la carne impotente. A veces parece que, si soy del mundo y lo amo, irremediablemente me mundanizo y pierdo a Dios de mi mirada. Y sólo si rechazo el mundo, con sus pecados y tiranías, sólo entonces puedo ser de Dios. Pero es mentira. Me lo repito para no olvidarme mientras miro a un niño en el Belén. No es eso lo que Jesús hizo, lo que quiso. La verdad sigue siendo la misma. Aunque yo cuente otras cosas, o hable de mi verdad, de mi punto de vista. De lo que sé o he escuchado. Parece que lo histórico es lo que vale. Lo que ocurrió de verdad, lo que yo pensé en ese momento, lo que en realidad hice. Y es distinto a lo que puedo llegar a inventarme para que sea más interesante. La tensión siempre va a existir entre la emoción y la realidad. Me cuesta cuando se pretende presentar la vida como opuestos enfrentados. O eres de un lado o de otro. O eres de Pablo o de Apolo. O de Cristo o del demonio. Dos formas diferentes de ver la vida. O de derechas o de izquierdas. O conservador o progresista. O de un bando o de otro. A Jesús también quisieron encasillarlo. Así era más fácil. Cuesta creer en el punto medio. La emoción va unida a cada uno de los extremos. Todo parece irreconciliable. La caridad y la verdad no se pueden separar. La verdad sin caridad es insufrible. Van unidas siempre. Me impresionan esas personas que lo ven todo blanco o negro. Noche o día. Frío o caliente. De Dios o del mundo. No quiero contemporizar. Ni ceder en todo. Eso tampoco. Sé que es fácil lanzar una mentira al viento. Se convierte en verdad casi sin quererlo. Lo que digo pasa a ser creído como verdadero. Y surge la sospecha. Ya es difícil apagar los ecos de una difamación cuando es pública. Sea verdad o mentira. Tengo la fama que me han creado. Me han encasillado en un lugar y no puedo salir de él. Eso hago yo con las personas. Las encasillo, las someto a mi juicio, las aprisiono en mi forma de verlas. Einstein decía: «Preocúpate más por tu conciencia que por tu reputación. Tu conciencia es lo que eres. Tu reputación lo que los demás piensan que eres». La verdad sin caridad es un cuchillo afilado. La verdad es lo que soy, no lo que parezco. Lo que hay en mi corazón sólo Dios lo sabe. El hombre inventa. Pretende saberlo todo y juzga. Se queda en los extremos. Me aferro a la verdad en la que creo. No quiero que en mí impere la mentira. Es fácil caer en ella. Recuerdo una canción antigua que cantaba siendo niño: «Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas. Me encontré con un ciruelo, cargadito de manzanas. Empecé a tirarle piedras y caían avellanas». Mentiras de niño, absurdas. Pero mentiras que luego se hacen mentiras de adulto. Si me acostumbro a mentir siendo niño, me acabaré haciendo mentiroso siendo hombre. Y me creeré mis propias mentiras. No distinguiré la verdad de la mentira. Y la emoción que despierta lo que creo será lo que me haga optar por uno u otro camino. No quiero vivir en los extremos. Enfrentado con los otros. Con los que no piensan como yo. Miro en el corazón de Jesús. Para verme en mi verdad mirando dentro de Él. Allí descanso y soy yo mismo.
¿Cuáles son mis metas en este nuevo año? ¿Qué desafíos me planteo? Es importante despertar el corazón. Soñar con cosas grandes, no pequeñas. Desear lo imposible para llegar muy lejos. Imaginar, crear, despertar. No quedarme dormido desde este primer día del año. Deseo enamorarme más de la vida. Arriesgar, entregar, sufrir, sacrificarme. Merece la pena sentir que lo doy todo. Sin escatimar esfuerzos. Me propongo ser yo mismo siempre y en todo. No vivir acomplejado pensando que los demás son mejores que yo. Quiero creer que puedo cambiar algo en este mundo difícil. En el que todo parece en continua evolución y cambio. No pretendo ser mejor de lo que soy. Porque lo he comprobado, voy a seguir siempre siendo yo mismo. Y eso me gusta. Por eso me gustan las palabras que leía en un texto de Mirta Medici: «No te deseo un año maravilloso donde todo sea bueno. Ése es un pensamiento mágico, infantil, utópico. Te deseo que te animes a mirarte, y que te ames como eres. Que tengas el suficiente amor propio para pelear muchas batallas, y la humildad para saber que hay batallas imposibles de ganar por las que no vale la pena luchar. Te deseo que puedas aceptar que hay realidades que son inmodificables y que hay otras, que si corres del lugar de la queja, podrás cambiar. Te deseo que logres ser feliz, sea cual sea la realidad que te toque vivir». Me gusta enfocar así este nuevo año. ¿Cuáles son mis sueños? ¿Y las batallas que tengo que librar? No le tengo miedo a la derrota. Porque ese miedo paraliza mis pasos y no me deja creer. Quiero confiar más en ese Dios que camina conmigo. En María que me abraza el primer día del año. Descorro las cortinas que no dejan que entre la luz a mi alma. Puedo ser feliz con muy poco, lo he visto tantas veces. Pero se me olvida. Aprendo lentamente. Creo de repente que seré más feliz cuando más posea y cuando mis sueños se hagan realidad. Me da miedo pedirle al año que me conserve lo que hoy me alegra. Se lo pido. Sin querer que sea mágica mi forma de pedir. Pero ya me lo dijo Jesús, que lo pidiera todo. Y luego tuviera la libertad interior para seguir corriendo, luchando y creyendo en todo lo que puedo seguir amando. No le tengo miedo a Dios en medio de mi vida. Pues Él me ha dicho de muchas maneras que me ama hasta el extremo y dio su vida por mí. Nunca me va a pedir lo imposible. Y siempre va a cuidar mis pasos para que no me desanime cuando caiga. Sigo soñando con grandes ideales. ¿Acaso no puedo cambiar yo y conmigo todo lo que me rodea? Puedo sembrar yo mi semilla. Aportar mi amor, mi lucha y mi entrega. Me detengo de nuevo ante mis ideales. «El proceso de vida que está ante nosotros como ideal es una y otra vez el mismo. Estar arraigado en el otro mundo. Punto de Arquímedes desde el cual hemos cambiado radicalmente el mundo, también el mundo actual»1. Si me creyera que puedo vivir anclado en el mundo de Dios. Anclado en el corazón de Jesús. Cobijado en Él cada momento de mi vida. Si lograra vivir así tantas cosas dejarían de preocuparme. Viviría con paz, seguro en Dios, tranquilo, sin nada que defender, sin nada de lo que defenderme. Estoy tan lejos, tan apegado a mis deseos del mundo. A mis aficiones y gustos. Vivo con miedo y no es lo que deseo. El ideal vuelve a brillar hoy ante mis ojos. ¿Cómo quiero vivir este nuevo año que se me regala? Con un corazón libre y sencillo. Con un corazón humilde que sepa sobreponerse a las decepciones y volver a nadar en mares de alegría. Es lo que deseo. Vivir de tal forma que el presente me sea fácil. Y viva sin temer el futuro que ignoro. La vida es tan corta. No tengo asegurado ni el futuro más inmediato. Sé sonreír en medio de las lágrimas y después de una derrota, no me quedo saboreando su sabor amargo. Vuelvo al trabajo, a la lucha. No importa el tiempo invertido. La vida es para darla, para perderla en medio de las dificultades. Sonrío. Soy feliz haciendo mi camino, su camino. Al fin y al cabo, fue Él el que se empeñó en seguir mis huellas. Me buscó para imprimir su rostro en mi pecho. Me amó para que yo aprendiera a amar sus caminos. Me eligió sabiendo la pobreza de mi vida, mi impureza y poca capacidad de amar. Me sigue llamando, conociendo mis pecados, mis debilidades, mis egoísmos y miedos. Y sigue detenido a la puerta de mi vida golpeando para que abra y lo deje entrar en medio de mis miserias. Yo que he pensado con frecuencia que lo que le gustan de mí son mis logros y triunfos. Mi pobreza, esa que resalta con tanta nitidez, es lo que despierta día tras día su ternura. Me conmueve su mirada alegre sobre mi vida. No se escandaliza, no se asombra. Simplemente me mira con una sonrisa y me anima a volver a decir que sí, aunque no sepa, aunque no quiera. Vuelven los ideales que Dios ha sembrado en mí a brillar en mi camino. El ideal de vivir consagrado. El ideal de ser un hombre pobre, libre y alegre. El ideal de ser fiel a las promesas sembradas en mi alma. Y a los sueños con los que sueña Dios dentro de mí. El ideal de ser peregrino por mares revueltos. Y la confianza de que en mi barca Él hace su morada.
Hoy se manifiesta el poder de Dios en el Jordán. Hoy se revela el misterio que esconde la carne mortal. Hoy se hacen vida las palabras de Isaías: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre Él. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará. Te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas». El Mesías, el salvador, el que ha de cambiar el mundo. El poder oculto en las tinieblas. Es el elegido, aquel al que Dios sostiene. En el Jordán se manifiesta el amor de Dios. Jesús es el elegido, el amado: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». Dios se complace en Él. Un hombre entre los hombres. Elegido, aquel al que Dios sostiene. Un hombre que no gritará ni voceará. No apagará al vacilante. No herirá al débil. Salvará a los justos. Rescatará a los que se mueren. Me impresionan estas palabras. Una elección. El amor que elige. No me siento elegido por Dios tan a menudo. Son otros los que valen, los que tienen méritos. Otros a los que merece la pena salvar y enaltecer. Otros, no yo. Puede que de ahí vienen mis complejos de inferioridad. He mirado a otros y los he visto más capaces. Y a mí me he visto pequeño, insignificante, pobre y sin valor. Me he sentido demasiado miserable. ¿Qué sentiría Jesús en su corazón antes de llegar al Jordán? No puedo ponerme en su piel. Era hombre, era Dios. Y María lo amaría con toda su alma, y José. No tenía la herida del pecado en su piel. Jesús habría saboreado el amor en el hogar de una familia. Una elección. Sé que muchos de mis miedos e inseguridades se esconden en lo hondo de mi memoria. En lo profundo de mi alma. En las heridas pasadas que no recuerdo. Y en esas heridas, en esa ruptura de mi alma, siento que no soy digno. Un sentimiento que no me lo quitan los aplausos ni los reconocimientos que intentan calmar mi sed de amor. He tocado tantas veces esta misma herida. En mí, en muchos que llegan buscando misericordia. He visto heridas profundas y superficiales. Llenas de pus, cubiertas por costras sin haber llegado a sanar desde la raíz. Y en cada grito violento, en cada queja amarga, he visto el hedor de una herida oculta. Ignorada incluso. Desconocida por la poca capacidad de introspección que el hombre tiene. Esa herida viene de haberse sentido no amado en un grito de bebé al nacer al mundo. De forma incomprensible llevamos un lastre difícil de salvar. Un peso con el que cargamos renegando de un mundo que no nos reconoce, no nos ama. ¿Con cuántos likes y gritos de apoyo se satisface mi alma herida? Una cadena interminable de búsquedas enfermizas y desesperadas queriendo oír un grito a través de las nubes, el mismo grito de hoy: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». Y aún así corro el riesgo de no creer en las palabras. Se las lleva el viento. Muy amado pero olvidado. Mucha complacencia y desprecio. No me creo la bondad del amor incondicional que nunca desaparece de mi vida. ¿Cómo se puede calmar la sed que supura en mi carne herida? El grito de mi corazón que busca a Dios. A un Dios que me ame como soy, no como debería ser. Un Dios que no espere mi comportamiento perfecto. Y simplemente me cubra con su manto de ternura y susurre a mi oído esas palabras de esperanza. Si soy amado de verdad por alguien, ¿Qué puedo temer? Nada es tan fuerte como el amor. Nada tan sanador como un abrazo. Nada tan insondable como un te quiero dicho con palabras, gestos y hechos. Su amor no es quebradizo y es capaz de suturar y curar las heridas más feas. Las provocadas por desprecios y odios. Ese amor me hace por un momento sentirme digno. Las palabras que escucha hoy Jesús me conmueven. Es el amado, el predilecto. ¿Cómo no empezar a correr la carrera definitiva después de esa certeza? Los grandes santos iniciaron su camino de santidad en el momento en el que se sintieron amados. Vuelven hoy a mi corazón. He pretendido recorrer la carrera de la santidad siendo justo, ecuánime, verdadero, fiel. Apretando los dientes. Olvidando el amor. Sin el amor primero. ¿Cómo voy a recorrer caminos imposibles? Me gusta pensar en ese amor incondicional que Dios me tiene. Santa Teresita se sentía muy pequeña y necesitada del amor de Dios: «El pajarito se vuelve hacia su amado Sol, expone a sus rayos bienhechores sus alitas mojadas, gime como la golondrina y en ese suave canto le confía sus infidelidades contándolas en detalle, pues en su temerario abandono, piensa que atraerá más plenamente el amor de Aquel que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores»2. Yo me siento pequeño como esta santa. Pequeño e infiel, pecador. Y en mi impotencia estoy convencido de la mirada bondadosa de Dios sobre mí. No la olvido. Sé que su misericordia es infinita. Y conoce la torpeza de mi alma, mi poca hondura, mis inconsistencias, mis banalidades. Ha tocado mi traición. Ha acariciado mis caídas. Y sabe que lo único que puede levantarme de nuevo es su voz que estalla sobre mi barro. Soy su hijo amado, su predilecto. Y yo me lo creo y confío.
Este Jesús que se manifiesta a los ojos del pueblo en el Jordán como el Mesías tiene una misión salvadora: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él». Viene Jesús a liberar al oprimido, a salvar al débil. Pasó haciendo el bien. Sus palabras, sus gestos, sus abrazos, su amor han salvado el mundo. No han sido sus discursos. Ha sido su mano haciendo el bien. Jesús es amado en el Jordán. Escucha la verdad más honda que ya había acariciado en su vida oculta en Nazaret. En esos años de silencio aprendió a saborear el amor familiar. Se volvió seguro. Y hoy en el Jordán experimenta la bendición. Se llena del Espíritu Santo. Jesús no tiene pecado, pero sí tiene que descifrar el querer de Dios en medio de su vida. Se retira tantas horas a orar en silencio. Para saber qué debe hacer. No es tan sencillo tomar decisiones. Y hoy se llena del Espíritu Santo. Habita en Él el fuego de Dios. Tiene lugar en este día el primer Pentecostés. Y se llena Jesús de una fuerza que le muestra así el querer de Dios, los pasos a dar. Se llena de una fuerza nueva. Me gusta ese Jesús que pasa haciendo el bien. Yo quisiera ser recordado por haber pasado haciendo el bien. Se me olvida. Pienso en mi bien, en mi plan, en mis sueños. Y me olvido de los que sufren junto a mí. Es fácil que me olvide. Hacer el bien exige un esfuerzo. Decía el apóstol en Gálatas 6,9: «No nos cansemos de hacer el bien». Quiero aprender a salir de mí mismo y vencer mis miedos. Quiero ser capaz de mirar fuera de mí, dejar de lado mis agobios y angustias. Quiero pedir la capacidad de preguntar cómo se encuentra el otro. No tengo que hablar siempre de mí. Es mejor callar más y escuchar siempre. Hablar bien de los demás. Enaltecer, no denigrar. Decía santa Teresita: «Para no ser juzgada en absoluto, quiero tener siempre pensamientos caritativos pues Jesús ha dicho: - No juzguéis y no seréis juzgados»3. Es mejor admirar que condenar. Escucho la expresión hacer el bien y me parece muy amplia. Puedo hacer el bien de muchas maneras. Sé que puede llegar a ser algo cotidiano en mi vida. No tengo que hacer demasiadas cosas. Sólo el bien. Siempre el bien. Pensar y hablar bien de los otros. Hacer el bien que puedo hacer. No siempre me resultará fácil saber qué bien tengo que hacer. Especialmente si tengo que escoger entre dos bienes. ¿Cómo puedo aprender a distinguir entre el mal y el bien? ¿Cómo se elige entre dos bienes posibles? ¿Y si hacer el bien a alguien significa un mal para mí? ¿Y si mi renuncia es lo único que logra hacer un bien al que amo? No me gusta la renuncia. La renuncia a mis intereses, a mis deseos, a mis planes. Renunciar y sacrificarme siempre duele. Ponerme en un segundo plano me hace crecer en humildad, pero cuesta. Me resulta difícil ceder los mejores puestos. Enaltecer antes que hablar mal. Vencer en mi corazón perdiendo en lo que hago. Amar renunciando a lo propio, a mi amor propio. Parece todo tan complejo y a la vez tan sencillo. La frase suena muy bien: Hacer el bien. Pero luego todo se complica en medio de la vida, cuando se concreta. No es tan fácil. Tal vez todo estriba en un cambio de mirada. En palabras de Santa Teresita: «Siempre me ha dado lo que yo deseaba, o más bien, me ha hecho desear lo que Él quería darme»4. Esa mirada me la da Dios. Cuando el bien que temo perder deja de ser un bien para mi vida, todo cambia. Dejo de obsesionarme por bienes que no me traen la felicidad a la larga. Y pienso que esos bienes pueden ser un verdadero bien para aquel al que amo. Elijo el bien de mi prójimo antes que el mío propio. Elijo la felicidad de aquel que se cruza en mi camino. No quiero yo ese bien para mí, lo cedo. Y en mi corazón acabo deseando lo que Dios me ofrece. La pobreza de mi vida. Elijo la cruz que no puedo dejar pasar. La paz se encuentra en mi mirada. Parece sencillo y no lo es. Es un milagro. Es la verdadera santidad con la que sueño. Me inmolo por amor. No quiero que se haga siempre lo que deseo. Cedo mi voluntad y hago mía la de Dios. Dejo de querer bienes que tal vez no me hagan feliz. Y me pongo en un segundo plano por amor. Cedo en mis intereses. Renuncio a lo que antes deseaba, por amor. ¿Hay algo más noble que esa renuncia sincera? Parece un sinsentido vivir renunciando, cuando lo miro todo con ojos totalmente humanos. El mundo me dice que no ceda, que no renuncie, que no me sacrifique, que no sea tonto. A menudo me tienta ese mensaje. Necesito una conversión del alma. Es necesario que Jesús mire con mis ojos. Y que sus sentimientos acaben siendo los míos. Es toda una locura de amor que me supera. Hoy la suplico en medio de mi Belén del que me despido. Cuando va pasando el tiempo navideño y guardo al niño mientras lo beso.
Tengo que renovar mi bautismo una y otra vez para que pueda reinar Dios en mi alma. Necesito el agua y el fuego para ponerme en camino. Que me unjan con aceite sagrado y me indiquen a quién pertenezco. Soy hijo de Dios. Necesito que me laven de nuevo porque sigo sucio. Acepto ser bautizado para volver a empezar. Juan tuvo que bautizar a Jesús, aunque era él quien más lo necesitaba: «En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: - Soy yo el que necesito que Tú me bautices, ¿y Tú acudes a mí? Jesús le contestó: - Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia. Entonces Juan se lo permitió». Yo como Juan me siento indigno. Veo que no logro estar a la altura de lo que sueño. Y miro más allá de mis vértigos, de mis miedos. Sueño con un agua que cambie mi alma por dentro. ¿Existen los milagros? Sí, existen cuando dejo que Dios cale en mí. Me dejo bautizar. Pienso en las aguas del Jordán. Uno se descalza y se adentra en sus aguas. No son aguas trasparentes. ¿Qué sentido tiene? ¿Qué poder tienen ahora esas aguas? En esas aguas fue bautizado Jesús. Y el contacto con Él santificó el agua para siempre. Me adentro feliz en las aguas. Me dejo bautizar de nuevo. Renuevo mi alma. Dejo que Jesús me toque por dentro, me sane. El agua limpia. Quiero bañarme en las aguas para quedar limpio. Miro mi suciedad interior. No hay paz dentro de mí. No son mis pensamientos puros. Deseo una pureza que no tengo. Una trasparencia que me es esquiva. Mirar con pureza. Ser trasparente en todo lo que hago. No lo consigo. Se enturbia mi mirada. Y dejo de ver lo bueno, lo bello, lo puro en los demás. Veo lo que hay en mi propio corazón. Veo y juzgo desde mi pecado. Mi mirada que no está limpia. Ve las impurezas en los demás. Interpreta, juzga, cuestiona. «Francisco da una y otra vez el consejo: ¡créete amado, siéntete amado, sábete amado! La pieza maestra es la conciencia de que es Dios quien poda, el Padre quien limpia»5. El agua de Dios limpia mi mirada, mi corazón, mi conciencia. Limpia mi alma para que viva con paz. Decía S. Juan de la Cruz: «El alma que anda en amor, ni cansa, ni se cansa». El alma limpia. El pecado ensucia el fondo de mi ser. Mi amor deja de ser tan puro. Mi mirada cambia. El pecado me hace entrar en un círculo enfermizo. La confesión me permite volver al comienzo. Lava mi alma. Me deja volver a empezar. Siempre de nuevo. Un nuevo paso hacia dentro, hacia los hombres. Me libera de mis egoísmos y orgullos. Me siento de nuevo niño, hijo. Eso es lo que me salva, saberme amado, sentirme amado en lo profundo. Es el agua que se derrama por mi ser. El agua como una cascada. Quiero recibir el amor de Dios como un agua nueva. Guardo silencio en este día del bautismo. Es una invitación a adentrarme en lo más hondo de mi ser. Hacen falta hombres renovados por el agua del bautismo que sean Jesús en medio de los hombres. Ese Jesús al que poder señalar como aquel que me cambia la vida y me salva. El Padre Jerome afirma: «Hacen mucho bien quienes, con el peso de su silencio, actúan de diques y rompeolas, frenando todo alboroto procedente de fuera o de dentro. Gracias a ellos las aguas se mantienen siempre en calma. No se rompen las amarras de las barcas ni chocan sus cascos»6. Hacen falta personas con las aguas de su alma en calma. Aguas tranquilas en puertos seguros. Aguas en las que la barca no se sienta alterada por las olas. El agua de mi bautismo me vuelve hoy hijo confiado. Me convierte en agua limpia. Renueva mi deseo de entrega. Me lleva a besar con fuerza y alegría mi misión de vida. Me convierto en un puerto en el que muchos puedan y quieran descansar. El agua de mi corazón se calma y mi mirada ve la vida de forma diferente. Aprende a ver lo bueno, a rescatar lo valioso de la vida. El agua penetra como un surtidor en mi corazón. Sacia mi sed y me permite saciar la sed de tantos. No es violento el oleaje. «Muro de hielo, torrente de montaña, bajando desbocado, sin remanso ni playas. Así era mi alma, antes de que tú llegaras, antes de tu vida sosteniendo la mía, antes de tu barca tomando posesión de mi historia. Desde cuando acepté que me alzaras como un río en el hueco de tu mano para hacerme el alma navegable con la temperatura de tu paz». Quiero tener agua navegable en mi corazón. Para que no choquen con mi violencia, con mi dureza.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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