17 de enero de 2021
Hermano:
«Apenas salió del
agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar bacía Él como una paloma. Se
oyó una voz del cielo: - Tú eres mi Hijo amado, mi preferido»
«He aprendido a confiar en otros. No me he dejado llevar por
el pánico. No he caído en la desesperanza. En medio de mi dolor me he vuelto
más niño, más confiado, más de Dios»
Los contagios se estabilizan y Asturias suma cuatro muertes.
La pasada jornada se registraron 19 ingresos en los
hospitales y dos en cuidados intensivos.
Paso la última página de mi año y abro una página en blanco,
todo por escribir. Hay años que son indiferentes, con regalos y dolores. Otros
años tibios, en los que no recuerdo nada relevante. Hay otros años alegres
porque trajeron bendiciones a mi hogar, a mi alma. Hay años grandiosos y otros
años, que como el que acaba de concluir, vienen marcados por el dolor. Cierro
esa última página y pienso que por arte de magia todo lo que va a suceder en
las siguientes horas va a mejorarlo todo. Pero no es tan sencillo. En la vida,
cuando no me resulta algo, creo que con cambiarlo todo se soluciona. Un
ordenador, un coche, un móvil. Cambio de médico cuando no sana mi enfermedad.
Cambio de cónyuge cuando no me alegra la vida como lo hizo al principio. Cambio
de hijo incluso alejándolo de mí cuando no responde a mis expectativas. Vivo
una cultura en la que todo tiene un recambio. Y lo que no funciona bien, mejor
condenarlo a morir. Como diría Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio:
«Vivimos en una cultura que odia la muerte sin amar la vida». Una cultura a la
que no le tiembla la mano para decretar la muerte de los inocentes que no
llegan a nacer. Ni ve tan mal que mueran los que lo desean, aun sin estar en
plena posesión de sus facultades para decidir. Esa misma cultura sí tiembla
cuando la promesa de inmortalidad en esta carne se ve amenazada por una
enfermedad desconocida. Cuando una pandemia pone en peligro esa proyección de
un futuro que quiere ser eterno en esta tierra. Parece que yo mismo me uno a
esa cultura del descarte y me detengo al final de este año que ha salido mal,
como fallado, y quiero cambiarlo por otro. Igual que cambio el amor por otro
cuando no funciona. O cambio la ropa ya vieja, o mis bienes cuando no van bien.
Y por eso me levanto con el deseo de un año mejor, diferente, sanador. Y cierro
el almanaque del año que acaba con el alma feliz. Y abro el año nuevo deseando
que todo mejore. No puede salir todo tan mal. ¿Será todo tan rápido? No es todo
malo lo vivido, porque un año como el pasado me ha dejado muchas enseñanzas. Me
he fortalecido en mi debilidad. Me he vuelto más humano en mi forma de mirar,
más solidario, más empático. He dejado de ser tan individualista porque como
dice el Papa Francisco: «Nadie puede pelear la vida aisladamente. Se necesita
una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a
otros a mirar hacia delante» . He aprendido a confiar en otros. No me he dejado
llevar por el pánico. No he caído en la desesperanza cuando a mi alrededor mis
planes no resultaban. En medio de mi dolor por la pérdida, por la enfermedad,
por la ausencia, me he hecho más de Dios, más niño, más confiado. No ha sido un
año ausente y vacío. Más bien su dolor me ha hecho comprender el verdadero
sentido de la vida y el valor de las cosas pequeñas, esas que a menudo no
valoro, y no cuido. No quiero descartar este año así como así, sin darle su
valor, su peso, su importancia. No olvidaré ninguno de los meses del año que
ahora muere. ¡Cómo hacerlo! Se han grabado a fuego dentro de mi alma. Soy hijo
de mi pasado y así voy construyendo mi presente. Es esa la mirada con la que
ahora comienzo. Y hago mías las palabras de esa revolución del 68 en Francia:
«Seamos realistas, pidamos lo imposible». De pequeño aprendí a prueba de golpes
que no podía exigirle a la vida lo que no podía darme y me volví realista. Sólo
hacía lo que podía hacer bien y sólo iba allí donde estaba seguro. Me movía en
mis entornos sagrados y protegidos. Corrí el riesgo de ser poco niño y más bien
un adulto triste. Este año me ha hecho cambiar la mirada. Dejo de ser tan
realista y me vuelvo soñador. Pido a este año y a la vida lo imposible. Pero en
todos los sentidos que eso tiene. Quiero exigirle más a mi vida, a mi alma. Más
a mi forma de amar y de darme. Más a mi fe en Dios, en ese Dios que camina a mi
lado. ¿Acaso no tengo claro que para Dios no hay nada imposible? Pero yo sigo
pensando que sí. Que lo que no es razonable, no es posible. Que no puedo
esperar de la vida lo que no puede darme. Que las cosas siempre van a ser así y
no hay solución cuando no soy tan capaz de vivir la vida. Me niego al
conformismo. Miro al cielo esta mañana de este nuevo año. No creo que hayan
cambiado las cosas de golpe, pero quizás yo sí he cambiado. Eso basta para
empezar de cero. Claro que sí, todo puede ser posible si creo en lo imposible,
si creo en el poder de Dios que sostiene mi vida y me vuelvo niño. Si creo en
el poder de los sueños que me hacen esperar mucho más de todo lo que vivo. Dejo
el miedo a la puerta de mi alma. Y camino seguro por caminos empinados, poco
importa. Aprendo a valorar la vida como es sin querer que sea distinta.
Simplemente cambio yo mi forma de vivir, para que todo cambie. Creo en la vida,
no en la muerte. Y deseo vivir con todos los sentidos, con toda mi alma. Creo
en lo imposible.
Miro de frente este año que comienza con dificultades, tal
como acabó el anterior. Pero no tengo miedo. Tal vez el año pasado me haya
hecho más fuerte, o más recio, o con más capacidad para la resiliencia. Con más
paciencia. Recuerdo las palabras con las que rezaba Santa Teresa de Ávila:
«Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia
todo lo alcanza; quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta». Con estas
palabras quiero comenzar este año. Miro a los ojos de María que me abraza al
entrar por la puerta de un nuevo año. No le tengo miedo a lo que pueda venir.
No hago planes, espero con paciencia, estoy dispuesto a renunciar a muchas
cosas. Ya me he acostumbrado. Pero ante todo le pido a Dios un corazón de niño
para enfrentar la vida. Sólo así tendré la fantasía para pedirle a Dios lo
imposible. No esos posibles que veo realizables con mis fuerzas y capacidades.
No esos posibles que dependen de la suerte o de que se den bien las cosas.
Quiero pedirle imposibles que están fuera de mi alcance. Con un corazón de niño
puedo soñar con cosas grandes. Tal vez lo más difícil en la vida sea vivir
siempre con la actitud correcta. No es tan sencillo porque tengo mucha
inmadurez pegada a la piel. Y la actitud entonces no es la mejor para enfrentar
los días que tengo ante mis ojos. Los niños tienen esa capacidad para dibujar
en su fantasía mundos ideales, salidas imposibles, caminos ocultos para
cualquier adulto. Los santos fueron muy niños porque siempre vieron realidades
ante los ojos que los demás no veían. En su corazón había sueños que tenían
forma muy concreta. Esa fe en lo imposible es la que mueve montañas. Y tal vez
la montaña más difícil de mover sea la de la desesperanza. Tengo planes,
deseos, quiero a los que caminan conmigo. Temo perder lo que me hace feliz. Me
asusta la incertidumbre y esa impaciencia mía me quita la alegría. Proyecto,
construyo, levanto y el miedo a que no sea posible lo que ahora acaricio con
las manos me llena de temores. La montaña del desánimo se yergue ante mis ojos.
¿Podré superar todo lo que la vida pone como obstáculo ante mis pasos? Quiero
haber sacado enseñanzas del año que ahora acaba. Una actitud nueva y poderosa
para enfrentar la vida. Una alegría que ve el lado positivo en todo lo que me
sucede. Esa mirada es la que quiero para poder crear a mi alrededor una
atmósfera de cielo. Sé que «el Señor bendice a su pueblo con la paz». Yo soy su
pueblo y su bendición me levanta. Me da paz en medio de las turbulencias y las
olas que amenazan con hundir mi paso firme. Tal vez me he vuelto más recio, más
sólido que hace un tiempo. Lo vivido me ha hecho más capaz de valorar los
pequeños regalos de la vida. Aprecio ahora mejor lo cotidiano como un don caído
del cielo. Ahí me está hablando Dios en medio de la rutina. Y me dice que
confíe, pero yo no quiero. Necesito certezas, es lo que pienso. Me resisto a
dejarme llevar por la corriente de la vida. ¿Cómo puedo cambiar la realidad
cuando no me gusta? No puedo mover las agujas de reloj hacia atrás. A veces lo
he deseado. Tampoco puedo adelantarlas pasando por alto los momentos peores que
ahora vivo para llegar al momento mejor dentro de un tiempo, cuando ya no haya
pandemia. No soy dueño del tiempo, ni de la vida, pero sí lo soy de mi actitud
en el presente, es lo único que decido. Es el único momento en el que puedo
cambiar algo siendo yo diferente y siendo yo mismo. Puedo hacerlo con esa
confianza de los niños que se sienten hijos de un Padre misericordioso. Me
gusta esa actitud que quiero hacer mía. Decía José Antonio Pagola: «Con Jesús
nos empezamos a encontrar cuando comenzamos a confiar en Dios como confiaba Él,
cuando creemos en el amor como creía Él, cuando nos acercamos a los que sufren como
Él se acercaba, cuando defendemos la vida como Él, cuando miramos a las
personas como Él las miraba, cuando nos enfrentamos a la vida y a la muerte con
la esperanza con que Él se enfrentó, cuando contagiamos la Buena Noticia que Él
contagiaba». Mirar la vida como la miraba Jesús. Mirar a las personas con sus
ojos. Mirar la cruz con su misma confianza. No comenzará este año saliendo todo
bien. Tampoco es eso lo que le deseo a nadie. No pedimos la bendición de Dios
para que resulten todas nuestras empresas y proyectos. Sino para que en medio
de éxitos y fracasos seamos capaces de ver siempre la mano de Dios detrás y
demos gracias con un corazón de hijo. Es la bendición que pido al comenzar
estos días. No quiero que me salgan todos mis propósitos y buenas intenciones
con las que estreno el año. No deseo que todo me resulte y encaje. Sería necio
pedir tales cosas. Siempre estaría frustrado y de mal humor cuando no sea así.
Conozco a personas que siempre están protestando porque las cosas no se hacen
como ellos quieren. Esas personas nunca son felices y siembran a su alrededor
tensión y tristeza. No importa si las cosas salen como yo quiero. Lo importante
es que yo no deje en ningún caso de estar feliz y no pierda nunca el buen
humor. Esa actitud de los niños confiados que no se aferran a su forma de hacer
las cosas es la que yo le pido a Dios al comenzar estos nuevos días.
Quiero agradecer conmovido por el año que acaba. Nunca
debería cansarme de dar gracias. Hago mías las palabras de Santa Teresa: «Demos
gracias a Dios por todo, sin dudar en lo más mínimo de que lo más conveniente
para nosotros es lo que acaece según la voluntad de Dios y no según la
nuestra». Le doy gracias a Dios por lo que he vivido durante tantos meses, días
y horas. Estando confinado o saliendo a la calle con mascarilla. Rezando por
los enfermos o acompañando el dolor de los que han perdido seres queridos.
Compartiendo alegrías y haciendo que esos momentos vividos aumenten el gozo del
alma, eso sí, guardando las distancias prudentes. No quiero olvidarme de todo
lo que he amado y de lo que me han amado, más de lo que esperaba. Doy gracias
por sentirme en casa y tener ya nuevas raíces, en una tierra que era nueva. No
quiero dejar de agradecer la confianza recibida sin merecerlo, nunca se merece.
Y valoro como un tesoro los encuentros profundos. Recuerdo con paz las
reuniones por pantalla y las conversaciones al aire libre, con media cara
visible. Me llevo en el alma tantas palabras guardadas. Y aún creo escuchar muy
dentro las palabras gritadas al viento. Conservo en el mismo saco el dolor y la
tristeza. Y dejo que quede a un lado esa risa mía tan honda. Agradezco las
montañas de esta tierra que me habita, son como una corona que cubre, protege y
guarda lo más sagrado del valle. Recorro esos cauces secos, que aun sin agua me
hablan de una vida oculta que desconozco. Agradezco la confianza de Dios en mí
y de los hombres y mi propia confianza en medio de tantas guerras. Doy gracias
por las miradas de misericordia que he recibido. Y por haber palpado la
esperanza en tantas manos que luchan entregando la vida cada día. Hoy quiero
soñar más fuerte, más hondo, con más libertad, recorriendo estas montañas.
Quiero caminar seguro por este año que empieza. No será fácil, me auguran y yo
confío. Es tanto lo que queda por trabajar, por conquistar, por encontrar, que
no me desanimo. Sé que no soy dueño del futuro, lo aprendí con la pandemia. No
tengo el control de nada y mis planes ya no sirven. Aprendí a ser más humilde a
fuerza de algunos golpes y más niño al mismo tiempo, dejando de ser adulto.
Aprendí a reír por nada y a llorar también por nada. A sacar lo que hay muy
dentro del pozo de mi alma. Aprendí a guardar la vida ajena que se hace propia
de golpe, con un respeto infinito. Tejí bajo mi piel redes que cubren la vida,
la protegen, sosteniendo entre los dedos la fragilidad del alma. Y sé que nada
está escrito, todo puede ser distinto, de mí depende. Sé que llevo muy dentro
el don de ser feliz y de hacer feliz al resto. Basta con aceptar las
diferencias que veo en mí y en otros, por amar mis deficiencias que tanto me
escandalizan y comprender de verdad al que más sufre, sin apartarlo de mi
camino. Basta con mirar alegre la vida que se me ofrece. Sin exigirle al
presente lo que nunca puede darme. Despierto tras esta noche con el alma llena
de vida, feliz y confiada. Estoy dispuesto a vivir atento, a querer aún más la
vida que Dios me regala y a soñar que María estará dándome abrazos en medio de
las tormentas. Los silencios están llenos de gritos de mi alabanza, dando
gracias. Puedo construir un mundo más humano, más fraterno. Me pongo manos a la
obra. No estoy solo, lo sé, vamos juntos. Eso me levanta el alma. Y así,
viviendo el presente, construiremos el mañana. Sé que la vida se escapa si no
la vivo con pasión cada día, cada hora. Y sé que los sueños se desvanecen si no
los sigo soñando. Tengo mucho por delante, la vida es larga. Hay caminos por
abrir, algunos ya se han abierto en medio de la montaña. Y mucho por construir,
lugares santos que hagan que mi alma sea más honda. Todo lo que ya he vivido me
ha hecho más consciente de una cosa: lo que importa son los detalles de la
vida. Cuentan las horas perdidas con los míos, con los que amo, y no esas horas
que les robé haciendo siempre algo importante. Valen las palabras dichas, no
las guardadas por miedo a no ser escuchado. Cuentan los abrazos dados, esos que
entregué sin miedo, y no aquellos esquivados. Cuentan la intimidad que hago
posible y el compartir lo más sagrado. Y sé que el dolor de los que sufren es menos
dolor si lo comparto con ellos, en medio de mi camino. Dejo de mírame a mí
mismo, preocupado por mis problemas, para mirar al que va conmigo, es quien
importa, quien cuenta, el que sufre a mi lado. No me importan tanto las
pequeñas derrotas de la vida, la pena siempre pasa y al final quedan la paz y
la alegría. Sé que mi confianza no está puesta en la vacuna, ni en los
políticos, ni en la economía, ni en el fin de la pandemia. Este año he
aprendido a poner en Dios mi esperanza. Sólo en Jesús, sólo en María, en ellos
descansan mi vida y mi confianza ciega de niño. Creo que me he vuelto más hondo
haciendo un surco en la tierra y todo empezó ese día en el que perdí mis
seguridades. Por algo coroné a María con los montes de esta tierra, una corona
bendita. Y le entregué mi vida, dejando de ser yo dueño, para que con ella
hiciera lo que quisiera. Esa paz viene del cielo, en esa paz sí confío. Y
camino, y sueño, y doy la vida.
Lo que me sostiene en la vida es la certeza de saberme amado
y entender que todo lo que vivo merece la pena. En ocasiones me pregunto cuál
es mi misión, qué quiere Dios que haga. En la película «Soul» se plantea uno de
los protagonistas: «Dicen que naces para algo, pero ¿cómo sabes qué es esa
cosa? ¿Qué pasa si eliges la incorrecta? O la de otra persona, y quedas
atrapado». He nacido para algo, tengo una misión delante de mis ojos y a veces
no la veo. Hago cosas, vivo experiencias, ¿tengo claro lo que quiere Dios para
mi vida? Un año más ante mis ojos. ¿Será el año en el que sepa el sentido de lo
que hago? ¿Seguiré haciendo lo mismo que hasta ahora? Comenta el protagonista
de la película: «No sé qué voy a hacer con mi vida, pero sí se que voy a vivir
cada minuto de ella». Trato de acertar con mi propósito, con mi sentido, con mi
misión. ¿Y si no acierto? ¿Y si me meto en la piel de otro queriendo vivir su
vida y no la mía? Corro el peligro de no ser fiel a lo que dice mi corazón.
Simplemente quiero aprender a vivir el presente con un sentido. En ocasiones
tengo expectativas de lo que creía iba a ser el sueño de mi vida. Y cuando
llega no es tal como yo lo había soñado. Y entonces me levanto con un nuevo
sueño. Queriendo recorrer otra etapa distinta del camino. Y no sé si acierto
tampoco. Esa lucha mía por acertar, por encontrar, por ser feliz haciendo lo
que me hace feliz, a mí, a otros. Lo importante será vivir cada minuto de mi
vida con pasión. «Un pez joven le pregunta a un pez sabio: - ¿Dónde está el
océano? Y el pez sabio le responde: - Aquí donde nadas es el océano. Y el joven
responde: - No, esto es solo agua». Vivo soñando con océanos que no toco, que
no veo, que no encuentro. Y no me doy cuenta de que lo que hoy hago puede que
sea mi océano. Quiero vivirlo con alegría. Sin pedirle más al hoy de lo que me
pueda dar. Escucho las palabras del profeta. Son las palabras que Jesús hizo
suyas en su corazón. Son palabras que dan alegría y esperanza: «Mirad a mi
siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi
espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no
voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no
lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará hasta
implantar el derecho en la tierra y sus leyes, que esperan las islas. Yo, el Señor,
te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he
hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los
ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan
en las tinieblas». Parece una misión imposible, inabarcable. Una misión que
supera las fuerzas de cualquier hombre. Pero Dios sostiene a su hijo en esa
entrega. Es su elegido, su preferido. Estas palabras me tocan personalmente. Yo
también quiero ser como Jesús. No quiero quebrar la caña cascada, pero a veces,
con mis gritos, con mi falta de respeto, puedo hacerlo. No quiero apagar la
llama vacilante, y a veces con mis exigencias y demandas, la acabo apagando.
Quiero abrir los ojos de los ciegos, para que vean lo que yo veo, lo que Dios
les muestra. Y llevar sus corazones y atarlos al de Dios. Quiero liberar a los
cautivos que viven presos de sus ambiciones y pecados. O dejar que sea Dios a
través mío el que los libere. Jesús libera, no soy yo. Quiero dar luz al que
habita en las tinieblas, más con mis obras que con mis palabras. Veo a menudo
que mis obras no son de luz, sino de oscuridad. Me parece una misión para toda
una vida. ¿No podría ser ese el sentido de mis pasos? ¿Es suficiente para
colmar todos mis sueños y pretensiones? Sueño con un océano que a menudo no
logro ver en lo que me sucede, en lo cotidiano, en mis aguas diarias donde Dios
habita. Me imagino recorriendo parajes diferentes. Habitando tierras distintas
a la de ahora. Haciendo cosas únicas y sagradas, nuevas. Y dejo de valorar mi
presente, mi momento, la tierra que habito, el silencio que guardo, las
palabras que lanzo al viento. Quiero amar la misión de hoy, la que ahora toco.
Mi misión humana en el plan de Dios. El otro día escuchaba una canción de Cristóbal
Fones: «Vivo en el lado desnudamente humano de la vida, vivo en el lado
sagradamente humano de la vida. Amo lo que se gesta en el silencio, el confluir
del río en la llanura, los embarazos y el muy sabio invierno. Soy figura
emergiendo de la piedra». Pensaba que también vivo yo en ese lado humano de la
vida, allí donde la belleza surge silenciosamente de la tierra y no hay nada
que temer. Basta con tener paciencia y esperar. Con vivir dejando que surja la
figura tallada desde la piedra. Poco a poco descubriré para qué he nacido.
Mientras tanto tendré que vivir con alegría cada hora de esta vida donde Dios
me habita. Esa certeza es la que me sostiene. Un Dios que me ama y sabe que me
necesita en esta tierra para dar alegría y sembrar esperanza. El cómo quiere
que lo haga lo iré descubriendo paso a paso, sin miedo, no me complico
demasiado. Sé que Él sabe mejor que yo lo que me conviene. No pretendo una
misión que no sea la mía. Y sé que puedo confundirme a veces. Vuelvo a empezar.
La vida merece la pena cuando la vivo con pasión y alegría. No me desanimo. Los
días pasan sin darme cuenta. Tengo el poder oculto bajo la piel de transformar
lo que toco. Puedo reinventarme cada nuevo año, volver a existir con una fuerza
antes desconocida. La misión me supera, eso siempre lo espero. Como me deseaba
una persona al comenzar el año: «Que siempre tengas un trabajo que te supere y
la certeza de tener siempre menos dinero del que necesitas». Me gustó pensar en
un desafío ante mis ojos que supere mis fuerzas. Para que no me acostumbre a
recorrer siempre los mismos mares. Y no caiga en ese aburguesamiento que le
quita la magia a mis días. Quiero comenzar siempre de nuevo a recorrer caminos
nuevos. Con menos poder del que quisiera. Con menos fuerzas de las que
necesito. Con menos capacidades de las que me hacen falta. Con menos tiempo del
que quisiera. Siempre viviré al límite, en tensión, sin bajar la guardia.
Atento a la vida que pasa ante mis ojos, dispuesto a vivir, a actuar, a dar la
vida.
Enviado por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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