24 de enero de 2021
Hermano:
«Qué buscáis? Le contestaron: - Rabí, ¿dónde vives? Él les dijo: -Venid y veréis. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; era la hora décima».
«Vivir merece tanto la pena que justifica el esfuerzo de dar la vida, de enterrar la semilla, de dejarse uno el alma hecha jirones por los caminos».
El Principado implanta una estrategia de medidas restrictivas basadas en criterios demográficos e indicadores de riesgo para anticiparse al recrudecimiento de la pandemia.
La norma prevé cierres perimetrales de concejos, la clausura del interior de los establecimientos hosteleros y reuniones de un máximo de cuatro personas cuando la situación lo aconseje.
La Consejería de Salud seguirá monitorizando a diario la evolución de los casos en todos los municipios para adoptar decisiones.
La nueva resolución, que se publicó el lunes en el Bopa, entró en vigor a las 00:00 horas del martes, 19 de enero.
Cuesta entender los caminos de Dios, aceptar la vida y aceptar la muerte. El sentido del final y la esperanza que guardo en mi alma de un sueño que es eterno. Lo he soñado eterno. En ocasiones el corazón se turba y parece que el final de un camino es más que un final, una puerta al cielo, una puerta a la vida para siempre, con mayúsculas. Me rebelo por dentro, como si quisiera cambiarlo todo. Entiendo que compartir los sueños en la tierra deja algo de nostalgia, algo por acabar, algo por cumplir. Como un llegar anticipadamente o un no llegar del todo. Como un amanecer claro lleno de luz o un atardecer con nubes que todo lo confunden. Vivir merece tanto la pena que justifica el esfuerzo de dar la vida, de enterrar la semilla, de dejarse uno el alma hecha jirones por los caminos. Sé que el amor sostiene la vida porque una sonrisa vale una eternidad, una sonrisa disparada al cielo. Y al mismo tiempo palpo cómo la tristeza opaca la luz de la esperanza y todo se torna gris, a media luz, poco claro. Es verdad que llevo escribiendo muchas palabras que guardan la historia de forma misteriosa y desvelan torpemente la grandeza de una vida. No sé bien cómo hacer para tejer los sueños y que sean como yo deseo. Tal vez debería aprender de los niños que sólo se ofuscan un instante ante el juguete roto y pronto pasan a vivir otra historia, otra aventura, otro sueño. Pero no soy tan niño y el amor duele, y lo vivido. Me duele el alma al dejar partir a los que quiero. El corazón sostiene en pedazos la vida rota. Intento recomponer la luz de tantos futuros posibles que se escapan entre los dedos. Merece tanto la pena vivir hasta el final la vida, sin importar mucho que las cosas sean perfectas. Sin dejar pasar los días sin intentar darlo todo. Sin olvidar los momentos en los que de mí depende amar, sin guardarme nada, sin miedo al futuro. Por una sonrisa ancha, grande, merece todo la pena. Esa sonrisa que habla de una paz honda y de un misterio. Porque detrás de cada sonrisa se esconde toda una vida. Sagrada porque es de Dios y de los hombres a medias. Me consuela saber que ya reirá para siempre. Y no tendrá más dolor, ni más penas. Mientras tanto sigo soñando con una vida grande, con una sonrisa ancha, con una esperanza ciega, con un amanecer eterno y un enterrar bien la vida, hasta que dé fruto en el cielo. Sigo soñando y no temo. Merecen la pena los sueños soñados juntos. Y el camino recorrido es un don que hoy agradezco. Miro hoy la muerte cara a cara, y la vida. «Durante las veinticuatro horas anuncio la muerte de Cristo hasta que Él vuelva en la nueva santa misa. Cada día muero. ¿Acaso no podemos comprender también esa expresión en el sentido de la frase que dice: constantemente muero a mi propio yo?» . En cada eucaristía toco la muerte y la vida en un mismo momento, en un mismo gesto. Realizar el misterio de ese amor tan grande me da la vida. Así es mi vida cada día y me sorprendo ante la muerte que es cotidiana. Un morir como el día al atardecer para nacer a una vida eterna en un amanecer nuevo y siempre repetido. Ante la pérdida de ese presente que tanto amo, siento vértigo. No quiero perder el tiempo que se me concede. Una vez más constato la fugacidad de mis días. Hace nada estaba en el comienzo del camino. Y ahora ya he pasado más de la mitad de mi vida. Sin saber nunca el día ni la hora. A veces pienso que yo lo controlo todo. O eso es lo que intento de forma tan torpe y banal. Como si yo pudiera poner un final feliz a mis días o postergar la hora más temida. ¿Pero acaso no amo el cielo? Tanto predicar del paraíso me ha hecho desear más que no llegue su momento. No lo entiendo. Digo que amo a un Dios que tiene preparada para mí una mansión en el cielo y me aferro a los días que se me escapan queriendo que no se acaben. Y me asombro ante la muerte temprana de mis amigos. Ante la partida de los que amo. Y digo tratando de hallar consuelo que ya están en paz, que ya descansan habiendo entregado la vida. ¿Cómo podré hacer yo para morir santamente? ¿Cómo dejar ordenada mi alma antes de la partida? No será ese día un camino de rosas en el que todo encaje y esté en orden. No es así la vida, me llegará de improviso la partida y me aferraré con mis manos al último aliento que me quede, a lo último que mis ojos miren. ¿No es tanta mi fe? ¿O es muy grande el amor a estos días que vivo y disfruto, en los que sufro y amo y sonrío? Lloro ante la hora de la muerte de los que amo. Y no cierro la puerta a la evidencia de una vida con sentido. Aunque no entienda los momentos que Dios elige. Y sigo confiando en que su mano me ayudará a elegir el camino más pleno, para mi alma enamorada de la vida. Sólo espero que los días los viva con conciencia, con paz, atado a Dios desde lo más hondo de mi alma que anhela el cielo.
En ocasiones necesito un abrazo, un «apapacho», para seguir caminando. Esta palabra en Náhuatl significa «caricia del alma». Es quizás sólo eso lo que necesita mi alma en ciertos momentos. Es quizás ese abrazo interior el que nos sostiene a todos. Cuando el corazón duele o la nostalgia es demasiado pesada ese «apapacho» interior me llena de alegría. Es tal vez esa caricia del alma la que necesito en este tiempo de pandemia en el que me han quitado los encuentros y me han cerrado las calles. Me han pedido que no vaya a cualquier sitio y no exprese efusivamente lo que siento con abrazos y caricias. Despedir sin fundirme en un abrazo y saludar sin cercanía es artificial. Entonces el alma siente la distancia y duele por dentro, muy hondo. Y es el alma la que necesita ser acariciada. ¿Cómo se apapacha el alma? ¿Cómo apapachar el alma de los que sufren, de los que están solos, de los enfermos en los hospitales o confinados en sus casas? ¿Cómo abrazar sin tocar al que llora por dentro? ¿Cómo se acaricia sin caricias y se abraza sin abrazos? Una forma sutil habrá inventado Dios para hacerlo. ¿Cómo me acarician en su vuelo los que ya han partido dejando en su ida una estela de luz y de vida? Es esa una forma extraña de abrazar que desconozco. Pero sé que lo hacen de una forma honda tocando por dentro mis entrañas cuando parten, porque no se van lejos, se quedan cerca, a mi lado, caminando en mi vida y empujándome cuando cuesta subir los caminos. Siguen siendo parte de mi presente y me mandan saludos que yo siento por dentro. ¿Cómo acaricio yo a los que están lejos o ya se han ido a ese cielo con el que yo también sueño? Me inventaré una forma nueva. O será la misma de siempre, la de Jesús al irse y dejarnos tan solos. Con esa presencia espiritual que muchas veces no siento y no palpo. Mi alma quiere sentir ese «apapacho» eterno, del cielo, de Dios dentro, muy dentro. Me acostumbro entonces a hablar sin palabras, con silencios profundos, con caricias hondas. Me acostumbro a caminar sin mover los pies, con el andar tranquilo de mi propia alma. Me acostumbro a abrazar sin alzar los brazos, tendiendo un silencioso vínculo que une alma con alma. Así es en este tiempo extraño que vivo y me enseña el valor de las cosas pequeñas, de esas que de verdad importan. Sé que Jesús lo hace así cada día conmigo. En su presencia constante a mi lado, me habla, me acaricia, me ama. ¿Acaso no reconozco muchas veces en mis lágrimas, o en mis risas, o en mis silencios más profundos su presencia llena de amor? Sí, ahí está conmigo, a mi lado y oigo su voz como un día Samuel aprendió a oír la voz de Dios en su interior: «Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: - Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: - Habla, Señor, que tu siervo escucha». Él no conocía a Dios: «Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado la palabra del Señor». Ese día descubrió su voz. Yo también la descubrí un día en medio de mi camino ¿No la conozco de nuevo cada día yo que la he escuchado más de una vez? Me habla en susurros y en silencios. Me habla en soledades que son sus caricias, tan extrañas a veces. Me habla en vacíos que son sus abrazos, y sostiene así mi pena. Y yo reconozco su presencia caminando, corriendo a mi lado, para que nunca me aleje de su lado. Sé que es Él, lo toco sin tocarlo, lo oigo con el corazón y está muy presente en mi vida. Es un «apapacho» espiritual que yo necesito. Es como esa nieve blanca que cubre mi alma sin hacer ruido. Y con el paso de los días, pesa su presencia y noto su canto. Reconozco que me gusta mucho esa presencia tan silenciosa, tan callada, tan blanca dentro de mi alma. Me han quitado posibilidades en este tiempo, me han cerrado puertas cuidando mi vida. Pero no me han bloqueado los sentidos del alma con los que soy apapachado y yo mismo apapacho. Quizás me acostumbro así a expresar el amor de otras maneras, o la cercanía, o mi afecto más hondo. Soy creativo y descubro nuevas formas porque la inquietud del alma nadie me la puede quitar, soy un soñador empedernido. No podré dar esos abrazos o juntarme físicamente con todos aquellos a los que quiero. Y aun así descubriré nuevas rutas para cruzar océanos y llegar a otras almas, aunque también como la mía estén cubiertas de nieve. Me vuelvo más sensible a los gestos de cariño, más empático sintiendo lo que sufre el que va conmigo. El lenguaje no verbal vale más que antes, más que mil palabras. Lo que mi cuerpo expresa, o mis gestos de cercanía muestran, es lo más valioso. Valoraré más que antes las palabras escritas o las dichas en voz alta y los silencios guardados. Sentiré que está cerca el que vive más lejos. Y entregaré a Dios con mis silencios y gestos, con mi voz y con todo el amor de mi alma. Lo haré en oración, sin muchas palabras, sin canto, en la hondura. Quiero conocer a Dios en todo lo que me pasa. Saber que es su abrazo sutil el que me toca por dentro. Comprenderé que me habla sin palabras, yo lo entiendo. Me ama sin abrazos, yo lo siento. Me busca sin detenerme, yo noto sus gestos. Así me he vuelto más de Dios, más niño, para abrazar la vida, más sensible, más blanco como Dios mismo.
Creo que me gusta hacer mi voluntad antes que la voluntad de otros. Si quiero algo lo persigo, lo lucho, me empeño en alcanzarlo. Y cuando lo consigo el alma se relaja y encuentra la paz. Pero luego otra vez vuelvo a la lucha, como si me empeñara en luchar contra molinos de viento que parecen oponerse a todos mis deseos. Quiero un bien, deseo alcanzar una meta, me vale ese objetivo que se dibuja ante mis ojos como un ideal a alcanzar. Mi voluntad por encima de cualquier otra, mi deseo delante de cualquier otro deseo. No sé por qué se envenena mi corazón con rabia cuando no logra llegar lejos y tocar el bien anhelado. Mi voluntad, lo que quiero que se cumpla, la realidad soñada que dibujo en mi corazón. Siempre mi voluntad. Y hoy escucho la historia de Samuel: «Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y llamó como las veces anteriores: - Samuel, Samuel. Respondió Samuel: - Habla, que tu siervo escucha». Me encanta su búsqueda de niño. No conoce a Dios y al final lo descubre. Dios lo llama por su nombre y él se pone en camino. Siempre me ha gustado la vida de Samuel. Un buscador del querer de Dios. ¡Qué lejos estoy de esa actitud dócil de niño! ¡Qué lejos de ese hombre recio que se levanta por encima de sus propios deseos y se pone en camino dejando a un lado sus propios caprichos! Mi voluntad quiere el bien. Mi corazón sueña con poseer lo que cree le hará feliz. Un plan, un viaje, un bien, una amistad, un amor, un sueño. Esa voluntad trato de que coincida con lo que Dios quiere. Si es bueno seguro que lo querrá Dios, pienso. Él quiere que sea feliz, que no sufra. Quiere que viva, que no muera. Por eso le suplico tantas veces por la salud de las personas que amo. Quiero que se sanen, que Dios cumpla mi deseo y el del enfermo. Porque la muerte es un mal. El aguijón que entró en el mundo sin quererlo Dios, porque Él nos soñó eternos. Y quiero que mi voluntad sea real. Y me turbo y enfado cuando no sucede la sanación y tiene lugar la muerte. Cuando el bien soñado no se realiza y sí ocurre ese mal que tanto temo. Y entonces sufro por dentro con angustia. No se ha cumplido mi deseo. El Dios de mi voluntad, el hacedor de mi dicha no es tan poderoso. No puede intervenir, no lo hace. No cumple mi voluntad. ¿Puede ser su voluntad la muerte? Seguro que no, Dios sólo la permite. Pero no interviene cuando se lo he pedido. ¿Para qué rezo tanto? No sé el fruto de mi oración, pero muchas veces, cuando pido por un enfermo, sé que Dios le va a dar paz, o esperanza, o algo de luz en el camino. Deseo su sanación pero también deseo que tenga paz sea cual sea el desenlace. No entiendo esos planes de Dios, porque Dios nunca quiere el mal. Tal vez en el cielo veré todo más claro, o quizás entonces las preguntas de ahora ya no requerirán una respuesta, lo veré todo más claro con más luz. Y mientras tanto sigo deteniéndome ante Dios con los ojos de Samuel: «Aquí estoy, porque me has llamado». Me llama Dios y yo corro a escuchar sus deseos. ¡Cuánto me cuesta entender sus planes! ¡Qué difícil interpretar entre las sombras la luz de su voluntad, de sus deseos! «El corazón no se ha entregado y abandonado a sí mismo de manera perfecta, ni se ha regalado ni entregado incondicionalmente a Dios, a sus deseos y a su voluntad. Por largos trechos de nuestra vida debemos contentarnos con ser un instrumento manifiestamente imperfecto en las manos de Dios. Nuestro carácter de instrumentos crece sólo lentamente, aplicando todos los medios disponibles con ayuda de la gracia, hacia grados más altos y perfectos» . Me encuentro en ese estado imperfecto del instrumento que lucha orgullosamente porque se cumplan sus deseos. Quiero mi voluntad, no el camino que Dios me propone. Quiero que se haga lo que yo sueño, no el otro camino, esa realidad que se presenta ante mis ojos como un camino real y concreto. Es tan verdadero que no puedo taparlo, ni esconderlo bajo las sombras. Esa voluntad suya se dibuja ante mis ojos en lo que estoy viviendo. Pero yo me resisto en mi orgullo a hacer su voluntad. Quiero que la mía se imponga por encima de todas las apariencias que parecen negarla. Necesito más docilidad, más pobreza, más humildad para correr como Samuel hasta los pies de Dios y decirle que sí, que lo amo, que sea lo que sea lo que me suceda le doy de antemano mi sí, mi corazón entero para que con Él haga lo que Él desea. Ese camino que estoy viviendo es su voluntad. Yo la elijo de nuevo. Le doy el sí a lo que me agrada y a lo que no me gusta. Digo que sí a lo que se presenta como una realidad innegable. Dios me ama en lo que vivo ahora. Y yo quiero que mi voluntad coincida con la suya. Tantas veces no sucede. Y siempre le repito lo mismo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Porque soy suyo, le pertenezco. Y sé que tiene sentido esa frase: «Si quieres hace reír a Dios, cuéntale tus planes». Y aun así se los cuento, porque me quiere y yo soy un niño en sus manos. Y le digo lo que deseo, lo que he soñado. Y luego Él sonríe. Yo a veces lloro, cuando me duele la vida. Y aún así miro a Dios de nuevo, conmovido. Y le digo que estoy ahí, para hacer su voluntad y seguir sus caminos. Y entonces Él me sonríe. Y me llega la paz de pronto. En un abrazo del alma.
No me canso de meditar y contemplar esa primera llamada a los discípulos. Ellos ya habían encontrado a un maestro, seguían a Juan. Pero aún faltaba algo y ellos lo sabían. Juan les muestra a Jesús, ellos no lo ven. Y entonces, cuando Jesús pasa junto a ellos, lo siguen de lejos. Jesús se da cuenta y les pregunta: «En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: - Este es el Cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: - ¿Qué buscáis?. Ellos le contestaron: - Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». ¿Es la curiosidad, o el deseo lo que mueve los pasos de Juan y Andrés? Quieren saber quién es ese hombre. Quieren conocer a Jesús y se acercan sin esperar que Él se dé cuenta. Pero Jesús los ve y les pregunta por qué lo buscan. O mejor aún, qué es lo que buscan. Esa pregunta ha recorrido mi alma muchas veces a lo largo de mi vida. He buscado muchas cosas. Me ha movido el deseo de una vida plena, el anhelo de un infinito inalcanzable, el sueño de tocar las estrellas. Me ha movido la curiosidad, siempre he sido curioso. Me han movido esas ansias mías por ser feliz, por alcanzar todo lo que sueño. He buscado con ojos de niño, de joven, de adulto. He escarbado en medio de los bosques queriendo encontrar la perla escondida. He subido montañas empinadas queriendo ver la flor oculta en lo alto de la cima. He deseado tocar la plenitud en noches de insomnio. Como un náufrago soñando la orilla salvadora. Como un buscador perdido que desea hallar lo que no posee. Así he vivido desentrañando misterios y deseando tocar la meta dibujada ante mis ojos. Hoy me detengo ante esta pregunta que resuena de nuevo en mi alma. ¿Qué busco hoy, qué deseo? Busco lo imposible. Y tal vez me detengo ante la realidad que me rodea queriendo que acabe la pandemia, que pase la enfermedad, que vuelva aquella normalidad a la que me había acostumbrado y ahora echo de menos. Me daría miedo responder que ya no busco nada, que me he cansado de esperar, y de buscar. Es tal vez eso lo que en ocasiones siente mi alma al verse vacía de sueños y deseos, vacía de logros. No quiero una vida así sin nada a lo que aferrarse. No quiero una vida hueca, vacía. Quiero una vida llena de sueños, insatisfecha, incompleta, siempre en camino. Es la vida que me gusta, la que deseo. Creo en esa promesa que Dios me hizo un día como a Samuel: «Samuel creció. El Señor estaba con él, y no dejó que se frustrara ninguna de sus palabras». También a mí me prometió que no me dejaría nunca solo, que no me abandonaría. Y yo le dije lo que repito cada mañana: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito». Es la promesa que se repite en mis entrañas. Le pertenezco a Dios para siempre: «¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?». Deseo escuchar lo que grita en mi alma y no reprimirlo con falsos miedos. Quiero ser yo mismo, lo sé, soy de Dios para siempre. Y no hay nada fuera de mí que pueda apartarme de Él. Sólo puede alejarme lo que hay dentro de mí, en mis miedos enfermos, en mis deseos inmaduros. Dios posa siempre de nuevo su mirada sobre mí y me pregunta: «¿Qué buscas?». Y yo quiero decirle que sólo a Él, que sólo quiero vivir a su lado, perder la vida bajo su presencia. Y, ¿qué hago con esos deseos que no son de Dios o no me hacen bien o me enferman? Lo tengo claro: «Negar el deseo no protege del mal, porque el miedo y la negación acaban reforzando, más que atenuando, estas dinámicas. La tarea consiste, más bien, en aprender a leer el deseo, en descifrar el alcance simbólico que lo caracteriza» . Detrás de mis deseos enfermos o desordenados hay siempre escondido un deseo más hondo, más verdadero, más alto y puro, más sublime. Un deseo que me habla de un ansia de infinito que tiene el corazón. Comenta San Agustín: «Tu deseo es tu oración; si tu deseo es continuo, también es continua tu oración. El deseo es la oración interior que no conoce interrupción» . Quiero escuchar ese deseo más hondo que ya es oración. No reprimo lo que deseo, lo que busco. Pero sí trato de encontrar esa montaña a la que tiendo, esa altura inconsciente a la que aspiro. Esa plenitud que dibuja mi corazón enfermo. Ese deseo elevado es el que busco con un corazón herido. Busco un amor que no pase y una entrega que sea correspondida. Busco una vida lograda y no una vida perdida. Busco una amistad en la que no hagan falta las palabras porque sobran, basta el silencio del abrazo. Busco una intimidad con Dios que no poseo. Busco una música que no deje nunca de sonar y calme todos mis miedos. Busco un camino fácil o difícil que puedan recorrer mis pies cansados. Busco metas lejanas, no importa cuánto, pero metas alcanzables. Y busco resolver problemas que tengan solución. Sueño con lo imposible hecho posible por la gracia de Dios. Todo eso es lo que busco.
Jesús me mira en esa misma tarde, a esa misma hora y cambia mi vida: «Él les dijo: - Venid y veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; era como la hora décima». Fueron y vieron. No sé bien qué vieron pero eso bastó para cambiar sus vidas. Vieron tal vez a Jesús sanando corazones con su presencia. Escucharon sus palabras o simplemente se sintieron en casa. Sintieron que la espera había valido la pena. A partir de ahora no tendrían otro sitio a donde ir. Y ya no necesitarían seguir buscando. A veces en mi vida he tocado a Dios como lo hicieron ellos ese día. Y he sentido entonces que mis búsquedas habían concluido. Que ya podía caminar en paz, porque no estaba solo, porque Él iba conmigo fuera donde fuera. Esa paz me alegra tan a menudo el alma. Siento su presencia y me calmo. Está conmigo, no me deja nunca. He ido y he visto muchas veces dónde vive. Y allí he querido quedarme. Recuerdo la hora y el momento. Y mi sonrisa torpe tratando de asumir lo que estaba pasando. Su mirada sobre mí, su paz dentro de mí alegrándome el día. Siento esa presencia dentro de mí que me llena por dentro. Y el saber que mis búsquedas han concluido. Porque va conmigo adonde yo vaya. No es al revés. Es Él quien sigue mis pasos para ver dónde vivo y vivir conmigo. La primera llamada fue el seguimiento de los discípulos. La llamada de Jesús ahora es al revés. Yo le llamo para que se quede a mi lado y no me deje nunca. Se calman todos mis miedos y siento una paz hasta ahora desconocida. Justo esto que vivo es entonces lo que siempre he deseado. Aun cuando no lo parezca y esté marcado por la cruz. Pero sí, Él está conmigo y todo tiene sentido. Aunque no lo entienda todo, ni sepa bien cómo podría haber sido de otra manera. Su presencia lo justifica todo y me da la paz. Sí, recuerdo el día, recuerdo la hora. ¿Cómo olvidar el momento del encuentro? Y entonces necesito contarlo. Así le pasa a Andrés: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: - Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)». Lo comparte con su hermano que también era un buscador como él. Ha encontrado al Mesías y tiene que contárselo. No puede callarse el misterio descubierto. No puede esconderse el tesoro encontrado. Me gusta la actitud de Andrés. No se guarda la alegría, la comparte. Creo que mi vocación es la de Andrés. Ir gritando por las calles que he encontrado a Jesús y que Él le da sentido a toda mi vida. No puedo callarme el hallazgo. Salgo gritando por los caminos. Me gustan las palabras de Khalil Gibran: «Quiero saber si puedes estar con alegría, tuya o mía, y si puedes danzar libremente y dejar que el éxtasis te llene hasta las puntas de los dedos de tus manos y de los pies, sin advertirnos de ser cuidadosos, ser realistas o recordar las limitaciones de ser humano». El que vive la alegría verdadera, honda y permanente no se la guarda. La lleva grabada en el pecho y no quiere ser cuidadoso, ni realista, ni ser consciente de las limitaciones. Esa actitud del que no puede guardar el fuego entre las manos o el agua en un pozo lleno de límites. Me gusta esa alegría que sube a las estrellas. La posesión imperfecta de una vida perfecta. El ilimitado contenido dentro de límites finitos.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario