martes, 14 de abril de 2020

LA SECUENCIA EN LA LITURGIA




    La secuencia es una composición litúrgica en forma de poema interpolada tras la última nota con la que se concluía el aleluya (neuma denominado jubilus). El jubilus era la prolongación musical que permitía gustar y expresar largamente la alegría de la alabanza del aleluya. San Agustín hablaba de él: «El júbilo es un sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente el corazón. Y este modo de cantar es el más adecuado cuando se trata del Dios inefable. Porque, si es inefable, no puede ser traducido en palabras. Y, si no puedes traducirlo en palabras y, por otra parte, no te es lícito callar, lo único que puedes hacer es cantar con júbilo. De este modo, el corazón se alegra sin palabras y la inmensidad del gozo no se ve limitada por unos vocablos. Cantadle con maestría y con júbilo» (Com. al salmo 32).
    Con el tiempo se sintió la necesidad de dar contenido a esa melodía: surge así la secuencia. Es una pieza extrabíblica y de inspiración privada que se introdujo en la liturgia. Probablemente su origen está en Bizancio y desde allí la introdujeron en Suiza los monjes griegos. A Notker Balbulkus († aprox. 1050), de la abadía de Saint-Gall, famoso compositor de secuencias, se atribuye normalmente el invento de la secuencia misma, aunque más probablemente haya que atribuirle su desarrollo en forma de canto interleccional.
    Sobre todo, en la Edad Media la secuencia tuvo gran acogida. Luego han sido reducidas debido a su carácter extrabíblico (no adecuado, pues, para el marco de la Liturgia de la Palabra) y a su excesiva duración.

La secuencia Victimae paschalis laudes

   Tanto el texto como la música de la secuencia se atribuyen a Wipo de Borgoña (990-1050), capellán de la corte de Conrado II y de su hijo Enrique III. Se canta facultativamente el día de Pascua y durante la octava. Comienza con una invitación a la alabanza de la Víctima pascual. Luego se establece un diálogo original entre la pregunta de la comunidad y la respuesta de la Magdalena que ha encontrado al Señor resucitado. En su brevedad es muy rica en temas teológicos que subyacen a dicho diálogo.

La teología del cordero pascual

   Su inmolación era el centro de la pascua en el Antiguo Testamento (Ex 12). La inmolación anual veterotestamentaria es memorial y figura de Cristo, Cordero de Dios (Jn 1,19; 19,31-37; 1Co 5,6-8; 1P 1,18-19; Ap 5,11-14). Nuestra secuencia invita al «sacrificio de alabanza» en honor de la Víctima, alabanza que es auténtica cuando expresa el don de la propia vida a Dios.  

Historicidad de la resurrección y testimonio de los discípulos

  El testimonio de los discípulos (Magdalena, mujeres, apóstoles) hace de la resurrección un acontecimiento histórico por cuanto manifestarán su fe en el resucitado, que se les ha aparecido, hasta el punto de dar la vida en testimonio martirial. (1 Cor 15,3-9). Cristo se mostró visiblemente a los suyos, se les apareció, de modo que con su acto de fe los discípulos reconocieron que el mismo que había sido crucificado ahora estaba vivo para siempre (Lc 24,16-34). «El Señor ha resucitado»: es el saludo de los orientales el día de Pascua, a lo que se responde: «Verdaderamente ha resucitado».
   Nadie fue testigo del momento mismo de la resurrección, pero la tumba vacía aparece en todos los textos evangélicos como elemento histórico de la misma (Mt 28,1; Mc 16,4-7; Lc 23,55). María Magdalena pensó en un principio que el cuerpo de Jesús había sido robado (Jn 20,1-2), argumento que el sanedrín sugirió a los soldados para que se extendiera de boca en boca. La tumba vacía, sin ser argumento para la fe en la resurrección, constituye la huella «negativa» en la historia (la ausencia del cadáver) que permite vincular a Jesús crucificado con Jesús resucitado.  

La resurrección, misterio de salvación

   La salvación se nos da totalmente, no en la pasión y muerte de Cristo, sino con el don que el resucitado hace del Espíritu Santo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,21; Rom 4,25; 1co 15,17; Hch 2,36; 5,32).
  La Pascua, misterio de salvación, debe entenderse, pues, como paso de la muerte a la resurrección, a la vida gloriosa que Cristo comunica a la humanidad y en la que esta participa por la fe y los sacramentos (Hb 7,25).
   Cristo, Hijo de Dios encarnado, es el mediador universal, eterno y único, de la vida divina que Él comunica: «Rey vencedor, apiádate, / de la miseria humana / y da a tus fieles parte / en tu victoria santa»
Artículo enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.

Fuente:
Texto de Pablo Cervera Barranco, Redactor Jefe de MAGNIFICAT (edición española).

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