13 de diciembre de 2020
Hermano:
«Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una
cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos
labradores y se marchó de viaje»
«Tendré que desaprender lo que ya he aprendido y desandar el
camino recorrido. Tendré que liberarme de viejas ataduras y saber que en amar
nadie va a superarme»
Asturias confirma una nueva subida de contagios y suma 21
fallecidos.
Actualmente hay 800 personas hospitalizadas y 145 pacientes
están ingresados en la UCI.
La cifra de este indicador en Asturias es más del doble de
lo que se considera riesgo extremo de contagio.
La tasa de incidencia de la pandemia del coronavirus en
Asturias tuvo un crecimiento exponencial desde octubre y, pese a haberse
frenado a partir del 15 noviembre, se mantiene en cifras elevadas lo que hace
inviable plantearse una desescalada de las medidas restrictivas en vigor.
Veo que muchas veces soy un creyente bastante ateo. Digo
creer en Dios y luego no soy capaz de verlo. Me centro tanto en mí mismo que
veo sus huellas, no oigo su voz. El otro día tuve que ir a hacer trámites para
mi residencia. Iba pensando en mi problema. Yo tenía un trámite que hacer y no
me importaban los trámites de los que estaban antes que yo. En un momento se
torció el trámite y perdí la paz. Mi trámite, mis planes, estaban en peligro.
No encontraba la paz. Perdí el centro. No veía a Dios en ese momento de
turbación. Y me vi retratado en mi egoísmo, mi egocentrismo. Era yo y mi
trámite, yo y mi problema. Era yo y mi corazón que sufría. Siempre recuerdo a
Miguelito, un personaje de los dibujos de Mafalda. Él alargaba el brazo y
trataba de tapar una torre lejana con su dedo. Y se preguntaba: ¿Qué es más
grande mi dedo o la torre? Y concluía que era su dedo mucho más grande. Cuando
pienso en mi problema es sin duda mucho más grande que nada más a mi alrededor.
La torre es minúscula al lado de mi dedo. El problema de los demás no importa
al lado de mi problema. Mi trámite, mi angustia, mi miedo. Pienso que muchos
buscaban a Jesús porque sentían que su problema, su enfermedad, su miedo, era
lo más importante. Y no veían nada más, a nadie más. Querían que Jesús les
diera respuestas a su problema, no querían a Jesús por sí mismo. Suele ser así.
A veces busco a las personas y las necesito porque me solucionan un problema. Y
luego, cuando está todo resuelto, las olvido. Ya no las necesito. Me puede
pasar con las personas y me puede pasar con Dios. Si lo necesito para que me
ayude a vivir, entonces sí, lo busco. Si me va bien en la vida y el mundo sacia
todos mis deseos, entonces ya no importa nada más. Mi problema, mi miedo, mi
angustia, mi contratiempo, mi deseo están por encima y ocupan un lugar
importante en mi alma. Eso me preocupa. ¿Qué me está queriendo decir Dios en mi
vida? Que no me turbe cuando las cosas no salen como yo quiero. Me reconozco
inmaduro y egoísta. Dejo de ver a Dios en esos momentos en los que mi vida se
hunde en el mar y las olas parecen ahogar mis esperanzas. Pierdo la mirada
creyente y me vuelvo ateo. Vivo como si Dios no existiera. ¿Qué me quiere decir
Dios con todo lo que me pasa? ¿Busco su providencia para saber hacia dónde
tengo que ir? Ojalá mis problemas no limitaran mi mirada. Quiero ver al que
tiene un problema igual de grande que el mío, o peor. Tengo que estar abierto a
perder yo mi lugar para que otro pueda ocuparlo. Quiero renunciar a tener yo
todo resuelto a cambio de que otros lo resuelvan. Quiero abrir mi corazón para
no ser tan egoísta. ¿Logrará cambiar Dios lo que yo no puedo cambiar después de
tantos intentos? No lo sé. Pero no dejo de creer en ese milagro. A menudo, me
duelen mis límites, y veo que estallo, o me bloqueo cuando no me sale todo como
espero. Y me gustaría entonces ser como un ángel y no responder mal, y no
enfadarme con nadie. Pero los años no parecen calmar mi alma inquieta, ni
apagar el fuego que corre por mis venas. Sé que Dios quiere que use bien esa
fuerza interior. Sé que me necesita en mi vitalidad, en mi alegría. Y mientras
tanto yo me convierto en volcán arrasando con todo. Necesito calma, paz y sosiego.
Esa mansedumbre que nunca he poseído. Tengo en mi corazón tantas cosas en
desorden que sólo puedo aspirar a que Dios use mis piezas desordenadas. No está
todo listo. No está todo en paz. Deseo que su luz llegue a mis tinieblas. Y que
su agua calme mi sed. Quiero ser agradecido con lo que tengo. Y sonreír cuando
las cosas no resultan bien y no soy más santo, ni más niño, ni más libre. Llevo
en el alma impreso el beso de Dios. Me gusta lo que escribía Victor Hugo: «No,
no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo selectivo, apostando mi tiempo
a lo intangible, reescribiendo el cuento que alguna vez me contaron,
redescubriendo mundos, rescatando aquellos viejos libros que a medias páginas
había olvidado». Quiero construir una historia sagrada. Siendo más realista,
más yo, más auténtico. No quiero desear agradar a nadie. No lo pretendo. Ni
busco ser el hombre ideal que había soñado un día. Pero sí lo soy al mismo
tiempo en el corazón de Dios. porque Él me mira con unos ojos que me llenan de
belleza y luz.
Necesito desaprender muchas cosas para poder aprender otras.
Necesito olvidar para poder recordar lo que de verdad me importa. Necesito
soltar peso para poder guardar lo que me hace falta. Necesito soltar mis
amarres para emprender el vuelo. Levar ancla para navegar mar adentro. Dejar
atrás el peso de mi equipaje para caminar más ligero. Una y otra vez me
confronto con la realidad desde mis prejuicios y mis miedos. Soy consciente de
que tengo cosas aprendidas que no me hacen bien. Se me ha metido en el alma la
idea del mérito y cada cosa que hago suma o resta, no es indiferente. He
percibido que el aplauso viene con un acto bueno de mi parte. Y la crítica, la
condena y el juicio cada vez que no respondo a lo que el mundo espera. Me he
acostumbrado a caminar encadenado cuidando mis palabras, mis maneras, mis
gestos. No vayan a pensar que no soy el ser ideal que pretendo mostrarles. He
aprendido no sé muy bien cómo que hay acciones que no merecen el perdón. Un
solo error parece echar por tierra años de esfuerzo y manchar mi nombre, mi
imagen, mi historia. He aprendido que al amor recibido se suele responder con
amor, pero no siempre. Y a veces soy cauto, no vaya a ser que no me
correspondan con la misma moneda. He sido medido y me he acostumbrado a medir,
dejando de lado una gratuidad que me incomoda. Porque me parece que estoy en
deuda con el que me ama sin merecerlo o con el que da su vida por mí sin darle
yo nada a cambio. Quiero pagar lo que me entregan. Es humillante recibir sin
pagar por ello. He aprendido que todos los errores tienen consecuencias. Y no
siempre basta el perdón para empezar de nuevo. He sabido que mis fracasos dejan
heridas en la piel, cicatrices para siempre que me recuerdan de dónde vengo. He
aprendido a dar con medida, sin exagerar, para no llevarme sorpresas al no
recibir nada a cambio. He comprendido que la vida tiene sus tiempos y mi
impaciencia me lleva a pasar malos ratos, porque no todo sucede cuando yo
deseo. He aprendido a vivir sin muchas expectativas, porque cada vez que las he
tenido alguien, o la vida misma, me han defraudado. He tenido sueños imposibles
que me han llenado de pájaros la cabeza. Y tal vez por eso me da miedo soñar
demasiado. He probado el abrazo del amor y he sabido que algo así sólo será
permanente en el cielo. Me han saciado los bienes del mundo, dejándome no sé
por qué algo hastiado e insatisfecho. Y esto que aprendo se queda tan grabado
que quizás tengo que desaprenderlo para aprender cosas nuevas. Me han dicho que
Dios ha de ser lo más importante en mi vida. Pero no siempre he tocado su
presencia. «Es que el amor se enciende siempre en el amor. Si yo mismo no estoy
apegado a la vida de Dios, ¿Cómo puedo aprender y enseñar a valorar y a
apreciar nuevamente a Dios como el bien supremo?» . Tengo claro que el
testimonio es lo que de verdad enseña. La experiencia vista en la carne de los
que amo y admiro. El amor a Dios hecho gestos. El amor a ese Dios al que me
apego. Tengo que desaprender para volar más alto. Y captar nuevos valores que
no siempre se corresponden con los que he vivido. Sé que lo que he aprendido
con el paso de los años es difícil de olvidar. Pero necesito hacerlo. Pulir
vicios ocultos en mi alma que no me dejan correr más libre. Miedos que llevo
pegados en la piel y que no son razonables. Es verdad que el miedo nunca lo es.
Tengo claro que la meta de mi vida no me la marco yo. Sería absurdo. Hay un
Dios escondido en el camino que me habla de un cielo inalcanzable. Como querer
navegar hondo en el mar dando brazadas sobre las olas. Me hundiría. Sé que el
hombre libre que hay dentro de mí sueña con playas inmensas en las que dejar
las huellas. Y la paz que no poseo es la que he sentido en muchos momentos de
cielo. Quiero aprender de Jesús que me muestra el camino en su carne humana.
Aprender de Él que se hace presente para que aprenda yo a vivir de verdad: «Lo
decisivo para ser cristiano es tratar de vivir como vivía Él. Creer en lo que
Él creyó, dar importancia a lo que se la daba Él, interesarse por lo que Él se
interesó. Mirar la vida como la miraba Él, tratar a las personas como Él las
trataba: escuchar, acoger y acompañar como lo hacía Él. Confiar en Dios como Él
confiaba, contagiar esperanza como la contagiaba Él. ¿No es esto aprender a
vivir?» . Me pongo ahora mismo a desaprender esos viejos hábitos, tal vez
vicios, pegados en mi alma. Esa forma mezquina y egoísta de ver la vida. Me
detengo a mirar a los demás sin prejuicios, sin miedos, como Jesús los miraba.
Y deseo que mi horizonte sea tan amplio como el que Él tenía. Su pasión por la
vida. y su forma de vivir lo cotidiano. Ese abrazo a Pedro con una mirada. Y
esa forma suya de hacerlo todo fácil. Tendré que desaprender lo que ya he
aprendido. Y desandar el camino recorrido. Tendré que liberarme de viejas
ataduras y saber que en amar nadie va a superarme.
Algo hay en mí que me invita a soñar con las alturas. Es un
deseo profundo por no conformarme con la realidad tal y como es. No quiero ser
mediocre y vulgar. No quiero vivir adaptado a lo que ahora tengo y vivo. Quiero
ser mejor persona, mejor cristiano. Quiero que el mundo sea mejor de lo que
ahora es y que mi vida sea más honda y verdadera. Quiero aportar algo, mi
originalidad, mi verdad más propia. Tengo algo que dar, que decir, que hacer.
Algo que arde dentro de mí como un fuego que nunca se apaga. Tengo una idea
fuerte en mi alma que me quema si no logro encarnarla, hacerla vida. No deseo
responder a lo que otros esperan. Tengo claro hacia dónde voy, lo que sueño y
anhelo. Esa gran idea es la que me quema dentro, la que me llena de vida.
Nietzsche dijo una vez: «Tu gran idea es lo que quiero conocer». Esa gran idea
tiene que ver con mi verdad más íntima, con mi valor escondido. Los santos
fueron hombres enamorados de un gran sueño, de un gran ideal: «¿Y dónde radica
la fuerza formativa de una gran idea? En que forma personalidades grandes,
vigorosas, forma un carácter perfilado» . Quiero ser esa personalidad grande y
vigorosa. Dueño de mí mismo, con los pies en la tierra y el alma unida al cielo.
Leía el otro día: «Los grandes hombres no han sido volubles en sus ideas.
Grandes educadores de verdad son hombres de una sola idea. Incluso cuando el
amor los capacita para tener muchas ideas, esta multiplicidad se recapitula
bajo un solo concepto. ¿Tuvo Jesús esa gran idea?» . No quiero ser voluble, no
quiero cambiar de un día para otro. No quiero soñar hoy con el cielo y mañana
olvidarme de todo lo que me ha dado vida. Entiendo que tener una sola idea que
mueve mi alma es lo que me va a capacitar para dar la vida, para entregarme de
verdad. No cambiar de ideas. No saltar de una cosa a otra. Tal vez ser obsesivo
acabe siendo una ventaja. Cuando me empeño en buscar lo que deseo. Y me da vida
esforzarme por llegar a lo más alto de una misma cumbre. Quiero ser santo,
quiero ser de Dios, quiero estar lleno de Dios. no quiero que sea solo un
pensamiento errático que llega y se va de mi corazón para volver de nuevo. No
quiero vivir en continuos altibajos. Conozco a personas que tienen una gran
idea que mueve sus vidas. No tiemblan, no se dejan llevar por la corriente.
Aman y entienden que la vida sólo merece la pena si se exprime hasta la última
gota. Eso me encanta. Yo quiero vivir esa santidad anclada en lo humano,
apegada a lo divino. Quiero vivir una santidad de la generosidad, del alma
grande. Esa magnanimidad con la que sueño. Me dejo hacer haciendo lo que
anhelo, dándome y amando hasta perder la vida. Deseo vivir una santidad que
crezca desde la alianza de amor con María en el Santuario. Allí Ella me educa
entre esas cuatro paredes para hacerme un hijo dócil y confiado. Deseo vivir
una santidad de niños pequeños que confían y se dejan llevar por el amor de
Dios en sus vidas. No quiero vivir aferrado con miedo a no equivocarme. Lo dejo
todo en las manos de Dios y me pongo en camino. Entonces la vida es más
sencilla, más pura, más limpia. No libre de pecados. Pero sí llena de
esperanza. Creo que ser hijo es lo que me salva. Creo en la dependencia de
Dios, no tanto en esa autonomía que me venden como ideal. Creo en la santidad
de barro, no en la de mármol blanco, perfecto, sin fallas. Creo en la santidad
de los niños que se dejan aupar por sus padres hasta lo más alto del cielo, así
hace Dios conmigo. Creo en la santidad que es seguimiento a ese Jesús por el que
estoy dispuesto a entregar la vida porque lo amo y Él me ha llamado a navegar a
su lado, en mi barca rota. Llevo en el alma un sueño grabado, que el mismo Dios
dejó en mí un día. Y por eso me levanto cada mañana alegre y dispuesto a poner
una piedra más en los cimientos de mi vida. Deseo vivir con una paciencia
infinita que aún no poseo, me siento tan impaciente. Sé que Dios puede hacer
obras grandes, con piedras muy pequeñas. Y sólo necesita mi sí para poder hacer
milagros en mi vida. Creo en una santidad de andar por casa, no por eso menos
digna de ser imitada. Creo en la sencillez y en la alegría como bases de mi
vida. Y siento que si no amo en lo concreto, en lo humano, estoy tirando mi
vida y mis abrazos, y mis sueños. Pienso que Dios ha sembrado un fuego dentro
de mí para dar esperanza a muchos que están ciegos. Él no espera que lo haga
todo perfecto simplemente porque no sé hacerlo. Esta es la santidad que he ido
descubriendo en el camino, viendo a otros, siguiendo los pasos de Jesús a mi
lado. Una santidad original, para cada uno, lejos quedan los moldes. Una
santidad de hombres libres que eligen cada día el camino que sueñan. Una
santidad de miradas alegres e ingenuas, que no se han llenado de amargura pese
a muchas caídas y derrotas. Esa santidad saca lo mejor de mi alma y me lleva a
pensar que puedo dar la vida, si le pongo empeño.
Cristo me ha invitado a estar con Él, a su lado. Me ha
pedido que camine junto a Él, que trabaje con Él. Hoy me lo explica con una
parábola: «Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la
rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la
arrendó a unos labradores y se marchó de viaje». El reino de Dios es esa viña,
es su Iglesia, allí donde Él vive, donde yo estoy llamado a vivir con Él. Allí
donde me pongo a trabajar codo con codo con Jesús, a su lado. Soy su apóstol y
Él me envía para entregar la vida. No hay cristiano que no sea apóstol. Es imposible
haber encontrado el amor de Dios y no tener necesidad de contarlo, de trabajar
a su lado para que la viña dé fruto. Ser de Cristo es ser enviado como apóstol.
Después de encontrarme con Jesús, con María en el Santuario, cambia mi vida y
necesito salir a contarlo a los que nunca han visto su rostro. Arar la tierra,
trabajar el campo, sembrar esperanza que pueda dar fruto. Sólo tengo que ser
fiel a la promesa grabada en mi pecho. Los discípulos en Pentecostés se
volvieron apóstoles por obra del Espíritu Santo que cambió sus corazones. Con
ese fuego, con ese viento, acabaron con el miedo y el pudor dentro de su alma.
Los discípulos antes eran temerosos y ahora son capaces de ponerse en camino.
Es lo que hace Jesús conmigo. Me invita a su viña para que trabaje la tierra a
su lado y en su nombre. Mi única misión consiste en hablar en un lenguaje que
todos entiendan. Actuar de tal manera que todos vean algo diferente, algo
nuevo, un motivo para seguir esperando. La conversión me lleva a ser apóstol.
Me pongo manos a la obra en mi viña y hago todo lo que hoy escucho: «Mi amigo
tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó, y plantó buenas
cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar». Me convierto en
instrumento. Y eso sólo sucede cuando he tocado un amor más grande. Alguien me
ha amado más de lo que nunca nadie antes me amó y más de lo que yo nunca he
amado a nadie. Necesito saberme amado por Dios en lo más profundo para
convertirme en su apóstol, en viñador, en trabajador por su Reino. Necesito
vencer los miedos que tengo muy dentro, ese miedo al fracaso y al rechazo. Y
ponerme a caminar por los caminos llevando vida y esperanza allí donde el
Espíritu me lleve. Tengo claro que no me anuncio a mí mismo. No hablo de mí, de
mi poder, de mis capacidades. No hago ostentación de nada de lo que tengo.
Simplemente me vacío de mí mismo para llenarme de Dios. Me vacío de mi orgullo,
de mis derechos, de mi vanidad, de mi búsqueda enfermiza de éxito. Y así,
vacío, inútil, doy paso a Dios en mi vida. No busco el éxito en lo que hago. No
lo pretendo. Los frutos que da la viña son de Dios, no son míos, no me
pertenecen. Los frutos son siempre de Dios, no del que siembra. Yo sólo
deposito la semilla en la tierra, la riego con constancia, la cuido para que no
muera, ya que la viña no es mía, no me pertenece. No soy el dueño de la viña,
sólo soy uno de los trabajadores. No me he inventado yo la vida, no he
fabricado la planta, no he tejido yo el fruto, no he compuesto yo los logros.
Comprendo cada vez más con el paso de los años que todo lo que hago es obra de
Dios en mí. Pero también veo que en ocasiones el orgullo y la vanidad, el amor
propio y mi propia pasión son siempre un peligro en mi vida. ¿Cuál es la
intención que me guía cuando soy apóstol de Cristo? ¿A quién anuncio, de quién
hablo? Si no muero a mí mismo para dejar espacio a Dios en mi vida. Si no logro
vaciarme de mí mismo, de mis intereses, no podré nunca llenarme del Espíritu
Santo. Tengo claro que no voy a cambiar el mundo con mi propia fuerza, con mis
capacidades y talentos. No puedo. La tarea es inmensa. Y yo tan pequeño. No
tengo su poder. Sólo podré hacerlo con sus fuerzas, con su gracia. No son míos
esos milagros que con tanta frecuencia veo a mi alrededor. Frutos visibles,
conversiones reales. Obras que son dignas de Dios, no del hombre. Veo que ese
milagro es obra de Dios en mi corazón. La primera gran obra es la
transformación interior que yo mismo he vivido. Mi anhelo de santidad ya es
obra suya. El deseo de querer trabajar en su viña es suyo. Todo lo demás, los
frutos que no controlo, la lluvia que no programo, la vida que yo no creo. Todo
eso es de Dios y me viene dado por añadidura, no me pertenece. De mí no depende
que un campo sembrado acabe dando fruto. No depende de la intensidad que pongo
para trabajar y vivir mi vida con pasión. No depende del tiempo invertido, ni
de mis talentos. Dios puede hacer que la vida surja en el desierto y debajo de
las piedras. Dios puede con su luz, con su agua hacer fecunda mi vida cuando yo
veo que no lo es. Yo solo no puedo hacerlo. Lo único que pide Dios es que sea
fiel, que vaya a la viña, que trabaje a su lado, que invierta mi tiempo en su
presencia. Que me vacíe y me deje llenar. Que me ponga manos a la obra sin
buscar excusas para no actuar. Lo que Dios necesita es mi Fiat alegre y
confiado, con eso le basta.
Las cosas no resultan siempre como yo espero. Sueño con un
fruto y lo que obtengo es algo muy diferente. Sueño con bienes y recibo males.
En lugar del fruto que deseo me encuentro sin nada, o con un fruto no querido.
¿Por qué sucede esto? Hoy se lo pregunta el profeta Isaías: «Esperó que diese
uvas, pero dio agrazones. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya
hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?». En lugar de uvas
dulces recibió agrazones, que son racimos verdes que nunca llegan a madurar.
Son amargos. El dueño esperaba un fruto y no recibió lo que quería. El
desengaño, la pena, la frustración. En la vida, si siembro lo que sueño, ¿por
qué a veces lo soñado no se hace realidad? Cuenta Jesús en su parábola: «En
aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo: -
Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para
percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los
criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon». Quiero
obtener un fruto, un resultado y todo sale al revés. Lo que quería lograr no me
resulta. El fruto es lo que el dueño de la vida espera. Es como si Dios mirara
mi vida, mi viña, y esperara un fruto concreto. ¿Cómo puedo saberlo? A menudo
creo que los frutos son los que puedo dar, los que tienen que ver con mis
capacidades. No entiendo que no pueda ser todo como deseo. Quisiera dar los
frutos que Dios espera de mí. Pero no sé cuáles son en realidad. Mi viña es mi
alma, es mi campo de batalla, es la tierra que trabajo y siembro, es mi jardín
interior. Pienso en los frutos que yo mismo espero y en los que Dios espera. No
sé bien lo que espera de mí. A menudo creo que lo único que quiere es que esté
a su lado, que no sufra sin motivo y que no espere de la vida lo que no puede
darme. Quiere que mi fruto sea el amor. Es lo único que quedará tras de mí
cuando me vaya. Lo sé muy bien. Ese amor que entrego, ese amor que recibo. S.
Agustín tiene una frase que a menudo se malinterpreta. «Agustín sabía de la
fuerza unitiva y asemejadora del verdadero amor. Por eso, para él era evidente
que el que ama a Dios asimila por completo su voluntad a la voluntad de Dios.
Ama, y haz lo que quieras, significa, por tanto: - Sólo ama y, después, harás
por ti mismo lo que Dios quiere» . Basta entonces con amar bien, para acabar
amando lo que Jesús ama. Parece tan sencillo. Mi corazón desea el bien de ser
amado. Pero rehúye la renuncia del amor que se entrega. Amar está bien cuando
soy correspondido. Amar sin esperar ser amado parece imposible. El amor
asemeja. El amor a Dios me asemeja a Él. Si lo amo de verdad me acabaré
asemejando a Él y querré lo que Dios quiere para mi vida. Entonces tendrá
sentido esa frase de S. Agustín. Cuando amo bien, acabo queriendo el bien del
amado. No lo rechazo, no lo niego, no lo maltrato. Deseo que no sufra. Deseo
que tenga todo lo que necesite aunque yo no lo tenga. Si amo nunca haré el mal.
Es curiosa esa frase que parecía dar tanta libertad. Lo que quiero acabará
siendo lo que Dios quiere. Me pareceré más a Dios de lo que ahora me parezco.
Lo que espera Jesús de mi viña es que en ella, en mi alma, reinen Él, su amor,
su presencia, su vida. Desea que mi viña le pertenezca. Que pueda poner todo en
sus manos y no tenga miedo a perder la vida amando. Eso me pide, sólo eso. Para
que haya fruto tendré que cercar mi viña, mi alma. Un huerto cerrado. Un
espacio sagrado en el que Él habite. Eso me gusta. Cercarlo para que no saqueen
mi alma. Hoy estoy tan expuesto. Es como si el mundo quisiera saber todo de mí,
conocer mi vida, mis virtudes, mis defectos, mi historia, mis logros y mis
pecados, mis caídas. Parece ser que Dios quiere hacerme un lugar cerrado y
sagrado. Vivo expuesto al mundo y así es imposible cultivar bien mi tierra.
Dejo con facilidad que entren otros y saqueen mi interior. Dejo que las
críticas, los juicios, las miradas, envenenen mi ánimo y provoquen mi tristeza.
Quiere trabajar Dios en mi jardín. Entrecavar, sanear la tierra, regarla,
dejarla mullida y permitir así que la semilla se asiente y muera para dar vida.
Dios regará mi interior esperando frutos. Pero no son mío esos frutos, son
suyos. Yo sólo cuido que la cerca no se rompa. E impido que entren personas
ajenas que puedan no amar lo que hay en mí. Intento estar cerca de Dios y trato
de que nadie entre donde estoy a solas con Él. ¡Qué sano es el pudor! Me
protege de intromisiones. No permite que otros entren dentro de mí. Me sana por
dentro. Me purifica. Quiero que Dios desee mis frutos porque así sé que le
importo. Quiero conocer mi originalidad, mi verdad, el tipo de fruto que puedo
dar. Es el que Dios va a esperar. Sólo eso. No necesito parecerme a nadie. «En
esta era de la creciente masificación, deberíamos evitar cuidadosamente todo
aquello que incremente esta tremenda enfermedad del tiempo» . Me masifico
cuando vivo expuesto, sin cerca, sin pudor queriendo ser como otros. Cuando no
valoro el fruto que yo doy que es distinto al de los demás. Cuando no me
comparo y vivo feliz con mi viña. Cuando cultivo mi mundo interior y dejo que
en él muera la semilla para dar fruto.
Miro a Dios en este día. Sé que mi vida es suya y le
pertenece. «Nada os preocupe. Y la paz de Dios custodiará vuestros corazones y
vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Todo verdadero, noble, justo, puro,
amable, laudable, tenedlo en cuenta. Y el Dios de la paz estará con vosotros».
Vivir así es lo que quiero, pero no es sencillo. Me preocupan las cosas que
suceden. Tengo miedo. Me preocupa el futuro y me asusta perder las seguridades
que me sostienen. En realidad nadie me asegura una hora más de vida, ni un solo
minuto. Eso me inquieta. Las seguridades humanas son muy escasas. ¿Por qué es
tan frecuente la ansiedad? Porque intento vivir como si la vida fuera mía. Como
si todo dependiera de mi control. Y al no lograr dirigir las cosas hacia donde
yo quiero, tiemblo y me derrumbo. El control no es posible. Puedo vivir en
tensión continua, pretendiendo que los astros se alineen según mi conveniencia.
Puedo vivir sin dormir para que nada se escape a mi control. Pero no tengo nada
asegurado. Ni la vida, ni la paz, ni el éxito, ni la fecundidad, ni los logros.
Nada es mío, nada me pertenece. Al mundo llegué desnudo. Igualmente vacío lo
abandonaré. Eso a veces me asusta porque no quiero dejar de poseer lo que ahora
poseo. Desprovisto de todo, desnudo en las manos de Dios. Tener confianza en
Dios me parece un milagro que sólo vivieron los santos. Yo no lo soy. Vivo con
ansiedad, muy inquieto. Este tiempo de pandemia aumenta mi inquietud. Quisiera
aprovechar cada minuto de mi vida. Pero no lo consigo y se escapan los segundos
entre mis dedos. Me da miedo el fracaso y la soledad. Necesito aprender a vivir
con paz sin preocuparme por esas cosas que tanto temo y tan poco controlo. No
quiero que me pase lo que hoy escucho: «Por eso os digo que se os quitará a
vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos». Si yo
no cuido su tesoro me quedaré sin él. Si no invierto en mi vida, en mi viña,
perderé la oportunidad. Hay oportunidades que pasan ante mis ojos sin que yo
haga nada. Podría elegir, optar, salir, ponerme en camino. Me quedo quieto
temblando de miedo. Dicen que el mundo y la vida son para los valientes. ¿Por
qué soy tan cobarde? Me da miedo perder. Lo sé y lo temo. Prefiero quedarme sin
hacer nada. Al que no habla no le critican. Al que no se expone no lo juzgan.
El que no se la juega no pierde nunca. El que no lucha, no sale herido. Así es
en la vida. No quiero dejar de ser audaz en mi entrega. No quiero dejar de
luchar por esos sueños que se aparecen ante mis ojos como un ideal. La vida
pasa tan fugaz que puedo dejarla huir sin intentar retenerla. Es ahora y aquí
donde tengo que decidir cómo vivir, cómo invertir, cómo sembrar, cómo cuidar.
No quiero que nada me preocupe. Me doy cuenta de que hay tantas cosas que me
quitan la paz a menudo. Me quita la paz la enfermedad. Me acuesto cada noche
seguro de que despertaré sano al día siguiente. Nadie puede asegurarlo. Vivo el
día haciendo planes de futuro. Planes que nadie va a garantizarme. Hago
pronósticos y apuesto por un futuro siempre incierto. Y me produce ansiedad la
posibilidad de que lo que tanto deseo nunca se haga realidad. Deseo llegar lo
más alto posible. Deseo amar lo más hondo que pueda. Deseo vivir con paz para
poder dar paz a los que me rodean. Cuido mi viña, mi vida, mi alma. Cuido a los
que Dios ha puesto en mi camino. Y confío, sí, en que la fecundidad de mi vida
no es mía. Y el éxito o el fracaso de todo lo que hago no está bajo mi control.
Sólo Dios sabe si lo que estoy haciendo está mal o está bien. sólo Él me juzga
y mide con misericordia mis acciones, mis pasos, mis omisiones. Sólo Él lo sabe
todo y eso me deja tranquilo. Soy tan consciente de mi debilidad, de mi
vulnerabilidad, que me he acostumbrado a depender de Dios para todo. Sólo
siendo hijo puedo crecer en esa confianza que es un don que pido.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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