18 de diciembre de 2020
Hermano:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos
es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán
la tierra».
«Dios prefiere una vida accidentada, pero llena de amor
humilde, antes que una vida perfecta, llena de resentimiento. Siempre se alegra
cuando busco en mi interior lo que desea de mí».
Estoy llamado a la santidad, eso no quiero olvidarlo. El
otro día escuché una definición obre santidad que me dio qué pensar: «Los
santos no son más que la buena voluntad de los hombres canonizada». La buena
voluntad llevada a los altares. Me gusta ese concepto. A veces pienso que los
santos nunca yerran, no se cansan de hacer el bien, llegan a todo, cumplen con
todo. Nunca están tristes ni pierden la paciencia. No caen en el orgullo en
ningún momento. Jamás pecan de egoísmo ni de soberbia. Pienso que lo santos han
de cumplir todas las normas. Amar siempre a Dios por encima de todo y con toda
el alma. Respetar a sus hermanos amándolos por encima de sí mismos. Un concepto
de santidad universal en el que nadie encaja, al menos nadie que conozca. Leo
historias de santos y espero encontrar milagros, vidas ejemplares que yo no
puedo imitar, actitudes perfectas. Espero de ellos la infalibilidad. Espero que
no me fallen nunca y siempre estén a la altura en sus actitudes y comentarios
de lo que se espera de ellos. Una vida ejemplar muy lejos de la mía, me siento
tan imperfecto. Entonces es como si la santidad no tuviera que ver conmigo. Es
algo reservado sólo para unos pocos desconocidos. Los miro de lejos, no conozco
sus errores y no tengo acceso a su piel humana frágil y falible. Ese concepto
de santidad que a veces me han transmitido me desconcierta. Me piden un amor
perfecto que no poseo. Me piden un cumplimiento riguroso de todo y no llego. Y
luego me dicen que sea santo imitando las vidas de esos santos lejanos e
inmaculados. Yo no soy de esos. Por eso me gusta esa definición. Se canoniza mi
buena voluntad, mi pobre deseo de hacer el bien, de llevar a Cristo encarnado
en mi corazón tan débil y humano, tan impuro y frágil. Pienso que la santidad
de cada uno es diferente. Escribe el beato Carlo Acutis: «Todas las personas
nacen como originales, pero muchas mueren como fotocopias». El santo no muere
como una fotocopia de los demás. muere siendo fiel a sí mismo, a su misión
única, a su carácter y temperamento. Fiel a la madera con la que Dios puede
tallar en él una obra de arte. Fiel al barro con el que el Alfarero hace el
mejor jarrón humano. Es Dios el que se hace fuerte en mi alma única. No quiere
Dios fotocopias, esclavos de galera. Necesita hombres libres fieles a su
originalidad. Me necesita fiel a mí mismo y luego Él hará el resto. Como hoy
escucho: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del
Cordero!». La santidad no es el triunfo de la fuerza de voluntad del hombre. Es
más bien el triunfo de Dios en mí, en mi alma, en mi vida pobre y limitada. Es
Él quien ensancha mi universo, despeja las nubes, acrecienta el amor de mi alma
y me hace capaz de cruzar mares revueltos en medio de la tempestad. Es Él quien
sostiene mi vida para que se revista de su luz. El que aclara mis sombras y
despeja mis dudas. Es Dios el que me sube a la altura de sus ojos para decirme
muy quedo que me ama. Es Él quien respira dentro de mí y me enseña a pronunciar
su nombre con voz temblorosa. Y no pretende que siempre diga lo correcto, lo
haga todo bien y salve a todas las vidas perdidas que encuentro. Porque es Él
quien salva y no yo. Es Él el que levanta al caído y no yo con mis débiles
brazos. Es Él el que sostiene al pobre y perdido y no yo cuando me lleno de
orgullo pretendiendo ser el salvador de todos. Hoy escucho en el salmo: «Esta
es la generación que busca tu rostro, Señor». Yo busco su rostro. Yo quiero
conocer a Jesús. Mi buena voluntad prevalece. Quiero llegar a las alturas.
Tengo una voz en mi interior que me dice cómo tengo que vivir. La escucho. No
me doblego a los moldes que el mundo me ofrece. Ni siquiera a los moldes que a
veces la misma Iglesia parece ofrecerme. Quiero ser fiel a la misión que me
confía Dios en medio de mi camino. Quiero ser ese niño que se levanta cada
mañana dispuesto a tocar el cielo. Dispuesto a abrazar a ese Dios que me ama
por encima de mis miserias y me quiere tal como me ha creado. Con mis talentos
y defectos. Con mis grandezas y límites. Con mi barro va a hacer maravillas. Mi
propia herida, esa provocada por otros o por mi propio pecado, va a ser una
fuente de vida y luz para muchos. Porque es Dios el que da luz a mis actos, el
que ilumina mi camino. Es Él en mí y yo dentro de Él, cubierto por su manto. Es
su amor el que me da la fuerza. «La historia de vida de los santos nos enseña
que, por lo común, comenzaron a entregarse heroicamente a Dios cuando se
creyeron y experimentaron tratados por Dios como la niña de sus ojos»6. La
santidad no consiste en vivir en tensión por no saltarme ninguna norma, por
respetar todas las señales, por vivir cumpliendo todo lo que me piden. La
santidad no es un libro en perfecto estado, sin anotaciones en los márgenes, ni
manchas, ni desperfectos. No es canonizado mi mérito, sino mi buena voluntad.
Mi deseo por hacer el bien, mis ganas de dar la vida. El sueño de ser fiel
hasta el fin de mis días. Mis ansias de amar a los demás y a Dios con toda mi
alma, con todo mi ser.
Tienen las bienaventuranzas un poder que transforma la
realidad. Hoy escucho a Jesús hablar desde lo alto del monte a una muchedumbre
de la que formo parte: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos
heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán
consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque
ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la
justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros
cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Todos quieren ser felices. Yo también lo deseo con todas mis fuerzas. Quiero
ser bienaventurado, bendito, feliz. Quiero ser tocado por Dios desde lo alto.
Quiero tener una vida plena. Y tengo claro que una vida plena no depende de lo
exterior, de lo que todos ven. Una vida aparentemente plena puede no serlo
cuando escarbo suavemente levantando la piel. Y veo entonces lo que de verdad
habita en el alma, una profunda insatisfacción, un gran vacío. No es oro todo
lo que reluce. No está bien todo lo que parece estar en orden. Tampoco está mal
lo que huele a fracaso. Es todo más complejo, más sutil o quizás más sencillo.
Mi vida puede ser infeliz cuando yo decido que así lo sea. Puede ser plena
cuando mi mirada la ve completa. Sé que todo sucede en lo más hondo de mi
corazón. Bienaventurado yo cuando ría, cuando llore, cuando me persigan, cuando
fracase. La bienaventuranza de Dios me dice que mi vida es perfecta siendo
imperfecta. Me dice que la felicidad está dentro de mí, al alcance de mi mano,
y no fuera. Que nadie puede quitarme un ápice de paz, ni de alegría. Nadie
puede decidir cómo ha sido mi vida, cómo soy yo. Sólo yo tengo las riendas de
mi vida. Puedo reír, puedo llorar, puedo amargarme, puedo ser feliz. El juicio
de los demás no me condena, sólo el mío lo hace. Cuando no me perdono errores
perdonables, cuando no acepto mis propias decisiones mal o bien tomadas, ya no
lo sé. Soy yo el que echo, por tierra todos mis sueños y hago fracasar mis
ilusiones, llenándome de amargura. Comentaba Jesús Adrián Romero: «Miro mi
historia y confieso que tengo muchas razones para ser feliz». Miro el pasado y
veo una felicidad que supera mis expectativas. Tantos motivos para la alegría,
para agradecer. Soy yo el que veo el vaso medio vacío o medio lleno, la vida
medio fracasada o completamente feliz. Tiene mucho que ver la santidad con la
felicidad, lo sé muy bien. El santo es un hombre feliz porque confía. Comenta
Eduardo Punset: «La felicidad es la ausencia de miedo». El miedo desaparece
cuando mi vida descansa en Dios y Él sostiene tranquilo el timón de mi bote. Es
en Él en quien reposa la vida de los santos. En esos hombres de Dios, niños
confiados, se hace realidad la paradoja de las bienaventuranzas. Lloro de
compasión por el que sufre y soy feliz en mis lágrimas. Lloro por el amor
perdido, por la ausencia de los seres amados, por el fracaso que no quería, y
permanezco feliz, porque me sostiene Dios. Soy perseguido de forma injusta y
fracaso habiéndolo intentado, me difaman e insultan, mancillando mi nombre, mi
fama y soy feliz, porque de Dios dependo totalmente, y no del juicio de los
hombres. Vivo en la incertidumbre de esta vida sin controlar nada y soy feliz,
porque no tengo miedo a perder nada de lo que poseo, porque todo lo he puesto
desde el comienzo en las manos de Dios. Y confío en su amor que me sostiene en
medio del camino lleno de amenazas. No importa, sus manos me levantan antes de caer
o después de haber caído. En momentos tan duros como los que hoy vivo mi
felicidad no me la dan las noticias amenazantes que escucho con pavor, ni los
mejores augurios. No descansa mi paz en lo que los hombres hacen, en las
medidas que adoptan para evitar los contagios. No soy más feliz si me
desconfinan, ni me amargo al ser confinado. Vivo en la paz que de Dios que me
sostiene. Mi felicidad tiene que ver con mi forma de vivir en Él, arraigado.
Soy bienaventurado si confío, porque el Reino es mío, me pertenece. Estoy hecho
para el cielo, mientras dejo mi semilla en la tierra. Soy bienaventurado porque
el amor de Dios sostiene mis pasos y me regala el poder caminar confiado. Nada
temo porque todos mis miedos se los he entregado a Él y le he dicho que no se
aparte de mí. Los santos no son perfectos, no lo hacen todo bien, simplemente
se han despojado de muchas pretensiones. Y han aprendido a vivir pegados a
Dios, anclados en su pecho, en su costado abierto, en la herida de su alma.
El mundo me ofrece otras bienaventuranzas. Me dice que seré
feliz si tengo éxito, si estoy delgado, si soy atractivo. Me dice que coma
sano, que cuide mi descanso, que busque momentos de paz apartándome de las
personas tóxicas que me hacen daño. Me promete la felicidad si me marco
objetivos altos y los logro. Bienaventurado seré si me mantengo joven sin
importar la edad que tenga. Si consigo que muchos me sigan y me admiren, sin
jamás criticar nada de lo que hago. Persigo una felicidad inestable y pasajera
que el mundo me promete como una certeza si cumplo ciertas condiciones. Pero
fallo y veo que no soy feliz. Mi plenitud cada día se pone a prueba. No está
asegurada nunca porque es todo tan voluble y pasajero. Como lo es mi propio ánimo,
tan cambiante. Esa felicidad que el mundo me promete se vuelve esquiva y
desaparece rápidamente. Una contrariedad, un fracaso, algo inesperado.
Cualquier cosa puede alterar los planes marcados. La felicidad de la que me
habla Dios es otra. Es otro el camino, otra la actitud. El mismo F. W.
Nietzsche comenta: «¡Hombres más expuestos al peligro, más fecundos, más
felices! Porque el secreto para cultivar la existencia más fecunda y gozosa
consiste en vivir en medio de peligros. ¡Construyan sus ciudades al pie del
Vesubio!». los santos son hombres expuestos al peligro que viven tranquilos y
confiados al pie de un volcán a punto de entrar en erupción. Hombres que se
entregan a Dios en medio de los peligros que los acechan. Para vivir así en la
dificultad hace falta un corazón que repose en Dios. Hoy escucho las palabras
de S. Pablo: «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque
lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí
mismo, como Él es puro». Quiero ser como Él, asemejarme a Él en su pureza. Mi
felicidad no depende de mis logros ni de todo lo que pueda conseguir con mi
fortaleza. Quiero poner mi confianza en sus manos. Sólo Él puede conducir mis
pasos y salvar mi vida. Esa certeza me sostiene, soy hijo de Dios. Y la
santidad consiste en vivir como hijo de Dios, en vivir confiado haciendo lo que
Dios quiere. Besando la cruz cuando duele y acariciando mi alma cuando ha sido
herida. Esa confianza en Dios me permite sonreír en medio de momentos
complicados. Cuando el futuro se vuelve incierto y temo que todo pueda salir
mal. Me detengo a pensar en las bienaventuranzas que Jesús lanza al aire
esperando que cambien mi corazón. Feliz seré cuando sea pobre y pequeño. Cuando
no pueda con mi alma y sienta que fracaso en todo lo que me propongo. Feliz
cuando mis lágrimas parezcan no servir para nada. Feliz cuando sea manso y no
reaccione con violencia al ser agredido. Feliz cuando sea misericordioso
incluso cuando conmigo hayan sido injustos. Feliz cuando tenga un corazón puro,
que piensa siempre bien, que ve lo positivo y lo bueno de cada uno. Feliz
cuando me persigan o insultan porque Dios no se desentenderá nunca de mis
pasos. Feliz cuando entienda que no soy dueño de mi vida, porque esta le
pertenece a Dios y yo solo soy su instrumento. Feliz cuando sepa sonreír en
medio de los fracasos y las incertidumbres. El protagonista de una película
decía: «Los errores no son lo que te limitan. Lo que te limitan son los
miedos». Feliz cuando entregue mis miedos a Dios y siga caminando cada mañana
con el corazón tranquilo, pacificado. Me alegra tanto esta felicidad que Dios
me promete y me asegura. Nada temo porque pongo mi confianza en aquel que
guarda mi vida y mis sueños en sus manos, mis deseos más profundos. Nada temo.
Hoy quiero elegir esa bienaventuranza que tiene que ver conmigo, con mi vida en
este momento. ¿Qué me pide Dios que haga ahora? Puedo ser más misericordioso, o
más pacificador, o más puro, o más manso. Cada uno sabe la bienaventuranza que
más toca su corazón.
Pienso en la mía, la elijo. Quiero ser manso:
«Bienaventurados los mansos». Una mansedumbre que viene de lo alto. Dios quiere
que no me altere, que no me indigne, que no pierda la paz y la alegría. Quiere
que sepa que estoy en sus manos. Él sabe mejor que nadie lo que me conviene.
Sabe lo que puede hacer por mí si me entrego a Él y me dejo hacer. La santidad
es un Fiat, no un sí decidido y activo. Es más bien un dejarse hacer, no un
lograr méritos que justifiquen mi entrada en el cielo. El paraíso no me lo gano
a base de buenas obras recogidas en la mochila de mi alma. Todo eso tiene un
gran valor, porque va cambiando el mundo. Pero el cielo es misericordia, es
don, es gracia. Igual que lograr que mi voluntad se asemeje a la de Dios y
poder decir que soy puro como Él es puro, santo como Él es santo. Es esta
santidad de andar por casa, cotidiana, sin un nombre importante la que Dios
pone ante mis ojos. Quiere simplemente que me abrace a Jesús y no lo suelte
nunca.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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