sábado, 13 de febrero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 14 DE FEBRO DE 2021

 



14 de febrero de 2021

 

Hermano:

«Todo el mundo te busca». «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido».

«La audacia es el mejor antídoto para la desesperación. Siempre puede haber una oportunidad. Lo que ahora no funciona no tiene por qué ser siempre así. Dios no se baja de mi vida».

Alarma por la expansión de la cepa británica del COVID-19: podría ser la dominante en Asturias en menos de un mes.

Los epidemiólogos consideran que se trata de una variante del virus «más transmisible» que contagia a grupos más amplios de población, como pueden ser los jóvenes.

Asturias confía en haber alcanzado el pico de una tercera ola en la que el 40% de los contagios ya son de la cepa británica.

Científicos británicos advierten: «Tendremos que vivir con este virus igual que vivimos con el de la gripe».

Aseguran que el virus va a estar mutando en todo el mundo, pero no hay ojos para vigilarlo en todas partes.

Cinco de las diez regiones con más coronavirus de la UE son españolas.

Hay personas que parecen inmunes a la realidad. Por más que las cosas sean muy diferentes a lo que ellos piensan no cambian de idea. Es como si su concepto de las cosas o las personas tuviera que corresponderse con lo que ven ante sus ojos. Y si no encajan, fuerzan la realidad, nunca la teoría. Me ha tocado conocer a muchos que, por más que los hechos lo desmientan, no se bajan de su creencia limitante sobre algún aspecto de la personalidad de alguien al que incluso aman. Es curioso, mi creencia acaba transformando la realidad o choca con ella haciéndome daño. Me aferro a mis pensamientos dejando a un lado lo que otros ven, incluso lo que yo mismo veo. Pero no puedo aceptar haberme equivocado. Muchos parecen haber estudiado un máster para ser «opinólogos». Miran la realidad y opinan, forman su juicio, saben lo que se debería hacer en ese caso. No les es indiferente la realidad, les afecta. Y por eso opinan. Aunque no tengan nada que ver con lo que está sucediendo. Aunque no sean su vida, su fama ni sus proyectos los que están en juego. Aunque no conozcan todo lo que está detrás de una decisión, de un proyecto. No importa, nacieron para opinar. Y además, opinan sin que nadie les pida su opinión. Me da miedo convertirme en alguien así. Aferrarme a mis pensamientos como columnas rígidas, a mis creencias como a un decálogo pétreo que la realidad nunca podrá cambiar. Aunque también está bien decir lo que pienso, cuando me presionan a hablar: «Hace falta mucho coraje para nadar contra la corriente y decir francamente su opinión. Esforcémonos por agradar a Dios y no a los hombres» . Me asusta volverme intransigente y crítico con todo lo que sucede a mi alrededor de lo cual yo no soy parte. Hoy en día cualquiera puede opinar de todo. Sin saber, sin experiencia, sin cultura, sin conocimientos. No por mucho opinar sobre algo, la realidad cambia con ello. Me asustan mis juicios rígidos, mis opiniones que quieren influir sobre la realidad. Tengo claro que una creencia puede cambiar las cosas, es cierto. Si creo que no puedo llegar a la cima de una montaña, nunca lo intentaré o en medio de la lucha me sentiré abatido y desistiré. La creencia limitante me impide luchar. O pensar que puedo hacer algo de manera maestra. No me arriesgo a perder un partido porque creo que no lo voy a ganar. Tengo claro que el único que rompe un plato es el que intenta lavarlo. Y el único que se confunde es el que trata de hablar con otros buscando un acuerdo. El único que falla un penalti es el que lo lanza. Y el que se confunde en un discurso es el que lo escribe y se presenta ante el público. Cuando no hago nada sólo me podrán acusar de pasividad, de omisión. Nunca de haber cometido un error actuando. Prefiero hacer a no hacer. Decir a callar. Siempre y cuando lo que diga construya y una a las personas. Creo que sería bueno que no opinara, sobre todo, más aún si no me lo preguntan. Y tal vez no debería ser tan inmune a la realidad aceptando que mis creencias puedan estar erradas. Tal vez esa persona no es como yo pensaba, lo muestran sus obras. O tal situación no es como imaginaba, sólo presuponía lo que no conocía. Los malentendidos llegan cuando no hay un diálogo franco y abierto. Suceden cuando no pregunto, cuando no me pongo a hablar con la persona afectada para saber lo que ha sucedido. La realidad se impone siempre, aunque yo no lo quiera. Y dejar de creer en ciertas creencias que me limitan me hace bien. Pensar mal de los demás o de lo que hacen, no siempre me lleva al acierto, la mayor parte de las veces a la amargura. No por tener opinión sobre todo soy más sabio, a lo mejor soy demasiado intruso. No tengo por qué saber de todo y tal vez en ocasiones me haría bien callarme. El silencio no es muestra de ignorancia, la mayoría de las veces lo es de sabiduría. Callar es guardar la ocasión de decir algo que valga la pena para otro momento, no siempre tengo respuestas. La mayoría de las veces abundan en mi alma las preguntas. Y no pasa nada por vivir buscando. La realidad siempre puede sorprenderme y descolocarme, y hacerme cambiar cosas que yo pensaba que eran inamovibles. Me hace bien ser más flexible y menos duro con lo que hacen los demás, con lo que piensan. No siempre el que no piensa como yo es mi enemigo ni desea mi mal, sólo no está de acuerdo conmigo y eso no es malo. En la vida las cosas no se cambian gritando más fuerte lo que creo que debería suceder. Casi siempre hay que esperar y ser pacientes. No por gritar mucho cambia la realidad. No por vivir denunciando lo que no está bien pasa a ser todo correcto a mi alrededor. Podré llenarme de amargura y no por eso el mundo es mejor. Me viene bien sonreír y esperar. Y alegrarme con lo que los demás viven, sólo eso.

Creo que pierdo mucho tiempo tratando de hacerlo todo bien. O malgasto mi vida queriendo que todo encaje y esté en orden. ¿Es eso posible? El desorden forma parte de la vida. El orden perfecto será en el cielo, eso espero. Mientras tanto sufro cuando no soy feliz. Y recuerdo una frase que escuché hace poco: «¿Quién te ha dicho que tienes derecho a ser feliz?». No tengo derecho a ser feliz. Y en la vida habrá muchos momentos de infelicidad. Como leía el otro día: «A cada uno le tocaba su ración de desgracia y de felicidad sin haber tenido nunca intención de participar en la rifa» . Habrá sueños truncados, heridas causadas por el desamor, la pérdida y el desencuentro, los malentendidos y los fracasos en las empresas que inicié lleno de alegría. La felicidad no es un estado aquí en este camino de barro. Son más bien momentos que llegan y se escapan y me dejan a veces satisfecho y otras veces anhelando un cielo aún lejano. Deseo que todas las piezas de mi vida encajen. Que todos aquellos a los que amo sean felices. Que todas las empresas que emprendo lleven a buen fin. Que reciba el eco necesario para levantar mi ánimo y mi autoestima. Que sepa acoger con alegría los contratiempos del camino. Que aprenda a vivir la vida que me toca sin desear una diferente. Que alguien me recuerde en cada momento cuánto valgo para que no me olvide al escuchar desaires. Que sea feliz con lo poco que tengo sin necesitar nada extra. Que aprenda a valorar los regalos del día, que no son derechos, sino dones inmerecidos. Que mire mi vida como un regalo magnífico sin pretender compararla con otras vidas. Que sepa levantarme después de la caída y olvidar el momento de tristeza ya pasado y no quedarme apegado a los fracasos. Lo que ya fue lo dejo ir. Lo que pasó, lo dejo atrás. No me quedo llorando por la leche derramada, por la oportunidad perdida. Pienso en positivo, miro hacia delante. Aprendo a valorar los pequeños pasos que doy. No escatimo el esfuerzo, no dejo de luchar, porque la vida es corta y sólo es una. Siempre puedo elegir cómo vivir todo lo que me sucede. La actitud es lo importante. La manera cómo interpreto la realidad y la acepto con un corazón alegre y lleno de entusiasmo y fuerza. La insatisfacción no cuenta tanto. Es constatar que mi corazón está hecho para el cielo y nada de la tierra logra llenarlo por completo. Y las heridas o dolores son grietas en el alma por las que puede acabar entrando la luz de la esperanza. El desánimo es una enfermedad que se me pega a la piel y me quita las fuerzas para seguir luchando. No me gusta sentirme desanimado porque eso me hace menos capaz de amar y dar la vida. No dejo a un lado mis sueños, es imposible, son fundamentales para seguir amando. No desfallezco, no me echo atrás por miedo. La audacia es el mejor antídoto para la desesperación. Siempre puede haber una nueva oportunidad. Lo que ahora no funciona no tiene por qué ser siempre así. Podrá haber momentos mejores y en todos no voy a estar solo, Dios no se baja de mi vida. Me sostiene y da un nuevo empuje en cada ocasión. No tengo derecho a ser feliz, nadie me lo ha prometido. Pero sí tengo en mi mano la oportunidad para serlo. Y no va a depender de que se alineen todos los astros en mi favor. Llevo dentro la llave para abrir la puerta de la esperanza. Decía Albert Espinosa: «Si sólo te fijas en los problemas, te perderás la belleza del mundo que te rodea. Esa era la base de la felicidad». Importa la fe del que ve más allá de lo que ahora duele. Una derrota nunca es el final. Y después de la muerte hay una vida que colmará todos mis miedos presentes. Pero ahora, en medio de mi camino, elijo ser feliz, vivir con paz, convencido de que Dios me necesita y le hago falta. Mi vida es útil, no es indiferente. Lo que yo no entregue nadie podrá darlo. Porque es mi forma de hacer las cosas, el color de mis actos, la melodía de mi vida la que faltará si yo no me entrego. No desisto en mi lucha por vivir con una sonrisa. A la pregunta que algunos me hacen me quedo pensando: «¿Eres feliz?». Y sí, tengo mis momentos. En los que pienso que este es el mejor lugar, son las mejores personas con las que me toca caminar, o es lo mejor que puedo estar haciendo. Y acierto, porque es así. Y habrá momentos de desánimo, de vacío o de tristeza. No son los más importantes, sin duda. Pero aparecen y los aparto de un manotazo para que no me molesten. Para que no me aten al pasado herido o me hagan sentir que no vale la pena la lucha. Porque no es cierto. No tengo derecho a ser feliz, pero sí tengo la oportunidad de serlo. Esa oportunidad se presenta en mi ventana cada mañana con un sol radiante desde montes inmensos que me contemplan. Y yo vuelvo a mi rutina con el corazón radiante. Soy feliz haciendo lo que Él me pide. Y acabando cada día cansado en su regazo. Y soñando con los cielos que se dibujan en mi alma. Sé que puedo sonreír para hacer reír al resto. Merece la pena vivir con un sentido. Lo que yo no haga, diga o sienta, nadie más podrá hacerlo en mi lugar. Es mi manera, mi sueño, mi vida la que es semilla de esperanza en esta tierra.

Me gusta pensar en ese Jesús al que todos acuden al caer la tarde: «Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar». Al ponerse el sol, cuando el día declina, le llevan todos los enfermos. Entonces lo buscan para que los cure. Tal vez su fama de taumaturgo se ha extendido por Cafarnaúm y lo buscan esperando un milagro. Es en esta tierra de Pedro, en Cafarnaúm, donde Jesús hace más milagros. Y en la actualidad no queda nada de esa población, sólo hay ruinas que dan testimonio del paso de Jesús. Hoy medito sobre estos milagros y pienso en esos atardeceres junto al lago. Allí se acercaban muchos hombres. Es cierto que tal vez sólo buscan a Jesús por los milagros. Aun así lo buscan, creen en su poder, ven más allá de la apariencia de un hombre pobre venido de Nazaret. Hoy medito esta escena, en medio de esta pandemia y tengo la misma tentación al caer la tarde. Le quiero llevar a Jesús todos los enfermos para que los cure. Quiero cargar con todos los que no pueden respirar con facilidad. Con todos los que sufren en silencio sin entender nada de lo que les pasa. Con todos los que se sienten abandonados, tristes o perdidos. Quiero que Jesús me espere a la puerta de su casa para curarlos como esos días en Cafarnaúm. No le es indiferente mi dolor. Le importa el que sufre, el perdido, el pobre. Sólo le pido hoy que se acerque y toque al que está enfermo. Es eso lo que le pido. Es verdad que espero más cosas de Él. Pero es tan necesaria la salud para poder servir. ¿Quién va a alabar a Dios si no estoy vivo? Hoy escucho en el salmo: «Alabad al Señor que sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre. Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida». Si no puedo respirar no puedo alabar, ni cantar, ni agradecer por la vida y todo lo que me da Dios. La muerte no me va a permitir seguir alabando a Dios en la tierra. Yo amo la vida, la salud. ¿Qué sentido tienen todas estas muertes que me llenan de dolor y tristeza? ¿Y las vidas truncadas antes de tiempo? Al caer la tarde voy yo mismo con mi propia enfermedad a la puerta de la casa de Pedro, junto a Jesús. Tal vez no es el Covid lo que me atormenta. Puede que mi enfermedad esté en el alma y he oído que Jesús sana los corazones destrozados y venda sus heridas. Yo tengo muchas. Al caer la tarde lo busco en mi corazón y voy a la casa de Pedro. Allí es donde Él hizo tantos milagros. Quiero buscarlo y que sane mi alma y el alma de las personas a las que llevo en el corazón. Hay tanta gente enferma del alma. Tanta gente que sufre en agonía porque la vida que llevan no es la que ellos hubieran elegido. Tantas personas que no le encuentran sentido a las decisiones que fueron tomando en el camino. Tantas personas esclavas de sus propias adiciones y vicios. ¿Cómo puedo logra que el Señor siga hoy curando en medio de mi vida? Me acerco a Él al final de la tarde, cuando el sol declina. Es cierto que no lo busco sólo porque hace milagros, porque venda heridas y sana el alma. También lo busco porque lo amo y Él me ama. Pero saber que puede curarme me ayuda para todo lo demás. Lo busco porque me ha amado y porque quiero estar con Él. Lo busco porque sé que a su lado todos mis sinsentidos tienen razón de ser. Lo busco porque Él tiene palabras de vida eterna que consuelan. «Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: - Todo el mundo te busca. Él les respondió: - Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido». Hoy me recuerda que viene a predicar a todas las aldeas, a los que necesitan escuchar su voz. Su palabra y su esperanza son para todos. Él no se cansa. Yo a veces me acomodo y me canso. Me quedo pensando en mis propias cosas y buscando mi seguridad. Y digo que quiero dar la vida por Él pero voy midiendo y calculando. Busco lo que me conviene. Primero quiero estar bien yo. Después los demás y la misión que tienen en sus vidas. Pero primero yo. Ese egoísmo no lo consigo superar. Esa tendencia a buscarme a mí cuando predico, cuando recorro las aldeas tratando de llevar consuelo y esperanza. Me busco a mí. Quiero ser yo el primero en ser curado, sanado, vendado, salvado, vacunado, protegido. Luego ya me utilizará el Señor para sanar y salvar a otros. Miro a Jesús y veo que Él no es así, no descansa, no se cuida, no se protege, se desgasta por amor. Esa forma de ser de Jesús me conmueve. No tiene miedo de perder la vida por amor. Yo quisiera parecerme más a Él.

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

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