18 de abril de 2021
Hermano:
«Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor»
«El amor ensancha el corazón. Las personas que aman tienen una mirada más amplia, no viven retraídas en sus miedos. Se arriesgan más. Son más generosas. Están dispuestas a dar más»
El 24,1% de la población ya ha recibido al menos una dosis.
Nuevo récord de vacunas en Asturias: 14.585 dosis en una jornada.
El Principado cree que «no es momento» de relajar las restricciones ante el covid.
El consejero de Salud explica que se sigue pendiente de los efectos que aún pueda tener la Semana Santa.
Me impresiona esa escena en Betania en la que María rompe un frasco de perfume de nardos a los pies de Jesús. Jn 12, 1-3: «María tomó entonces como medio litro de nardo puro, que era un perfume muy caro, y lo derramó sobre los pies de Jesús, secándoselos luego con sus cabellos. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume». Me conmueve ese gesto exagerado en el que el amor se expresa sin medida. ¿Acaso es necesario expresar el amor de esa manera? Parece innecesario. Hay pobres a los que cuidar. Hay muchas cosas mejores que hacer con ese dinero. No resulta fácil expresar el amor. Cuando le digo a alguien que lo amo me vuelvo vulnerable ante él. Quedo expuesto ante unos ojos que me miran. No sé si me juzgan y condenan. O están agradecidos. No sé si me aman correspondiendo a mi entrega. No sé si tengo que seguir amando o dejar pasar el tiempo sin hacer nada. Cuando expreso mi amor me quedo expuesto. Puedo ser amado o rechazado. El amor duele. Más aún el desamor. Y ante el miedo que tengo al rechazo me escondo, me guardo, me reservo. Que no sepan lo que siento. Construyo una barrera para que nadie me toque por dentro, para que nadie me hiera. Así estoy más seguro y no sufro. Pero cuando decido romper un frasco de perfume ante la persona amada todo se complica. Me critican, me juzgan, pueden incluso rechazar mi osadía. Amar sin expresar es más seguro. O tal vez mejor aún no amar, para no sufrir con la pérdida, para no lamentar el desengaño. Y cierro mi alma. María esa noche expresa un amor incontenible que lleva guardado en su pecho. Ha sido muy amada y sólo puede corresponder con amor a quien tanto la ha amado. Y al romperse el frasco se llena el lugar de olor a nardos. Todo queda lleno de la esencia del amor. No puede ocultarse el amor verdadero. Y cuando se rompe el alma dejándolo escapar, todo se llena de una luz nueva. Debería aprender a expresar lo que siento, mi amor, mi alegría, mi misericordia. Si lo expreso todo lo que está a mi alrededor se llenará de un perfume a nardos, como esa noche en Betania. Me cuesta demostrar mi amor y, al mismo tiempo, me cuesta, no sé bien por qué, dejarme amar. Me pongo tenso. No soy como Jesús que esa noche en Betania no rechazó a María que llenaba de perfume sus pies. Me alejo, me tenso, me resisto. Recibir mucho amor es tan difícil como darlo. En ambos casos me siento en tensión. ¿Aceptarán mi amor? ¿Soportaré recibir tanto amor de forma alegre y paciente? Ser amado incomoda. Es como si me sintiera en deuda con el que me ama. Como si alguien al amarme me exigiera amarle de la misma manera. Ser amado duele. Me bloquea en mi interior. Siento que no soy capaz de recibir tanto amor inmerecido. Hay un desequilibrio y yo no lo quiero. Tendré que equilibrar y no puedo. El amor imposible sobre mi vida me desconcierta. Ser muy amado es incómodo. Me rompe. Me saca de mi confort. Me expone. El drama en mi vida sucede cuando no me dejo amar y cuando no soy capaz de demostrar cuánto amo. Me voy encerrando dentro de mi cueva. Voy construyendo barreras altas y resistentes. Y el corazón se seca y la vida se pierde. Siento que expresar lo que siento es imprudente. Y recibir mucho amor, excesivo. Y entonces me seco por dentro. El amor que no se cuida y se riega muere. La vida consiste en amar y ser amado. En expresar el amor y dejarse amar por los que me aman. El amor me fortalece por dentro y hace que sean mejores aquellos a los que amo. Dar abrazos, exagerar en los gestos. Nada es excesivo en el amor. Porque el que ama de verdad no conoce medidas ni tiene límites. Me gusta esta escena de amor excesivo. El corazón quiere expresar cuánto ama. Y en ocasiones mi amor a Dios lo siento dentro y no lo expreso. No alabo, no le doy gracias, no le canto. Y se seca ese amor que no toca mis sentimientos ni mis lágrimas. Un amor de teorías languidece pronto y muere. Quisiera tener un amor más grande, más hondo. Y ser capaz de expresarlo con fuerza. La vida es corta y en ocasiones se me escapan los días sin romper el frasco de mi perfume de nardos a los pies de las personas a las que amo. Si lo hago, corro el riesgo de ser herido. Si no lo hago morirá conmigo ese frasco duro y seco. Prefiero expresar el amor antes que guardarlo y dejar que se seque.
El amor siempre cura. No sólo cura el alma, también logra curar el cuerpo, aunque me cueste creerlo. El corazón que se sabe amado tiene una fuerza interior que se sobrepone a todas las dolencias y enfermedades. Tiene más resiliencia y más capacidad de lucha. No pierde la esperanza. No se detiene a revisar estadísticas. Porque la enfermedad del enfermo no es un caso más, no es un número entre muchos números. Los porcentajes me pueden orientar, pero no me limitan. Yo decido cómo enfrentar una enfermedad. Y en esa lucha, en esa batalla diaria, es fundamental que me sepa amado. Que comprenda que hay alguien junto a mí a quien le importa mi vida, mi futuro, los pasos que voy dando. Por eso es tan importante el amor, sentirme valorado y aceptado en mi debilidad, en mi verdad. Ese amor me levanta cuando estoy cansado y me permite creer cuando otros me aconsejan que ya no crea. Es como ese amor de María junto a Jesús caminando al Calvario. Un abrazo que lo sostiene para recorrer cayendo los últimos pasos hasta la cima. El amor me sana, me fortalece, me llena de luz y esperanza. Por el contrario, cuando mi corazón no se siente amado, me vuelvo débil y me faltan las fuerzas. Surge la desesperanza en mi corazón rodeado de tinieblas. Dejo de creer que mi vida esté fundada para siempre. Es tan fácil no tener un lugar en el que descansar. No es evidente pertenecer a una familia, saber que hay un corazón que me espera y me aguarda cada atardecer. Tocar el calor de una amistad. Acariciar ese amor de madre que vela mis noches desde niño. Abrazar ese amor de padre que me permite confiar en las fuerzas escondidas dentro de mi alma. Ese amor de un hijo que me hace sentir padre por vez primera y comprender que la vida siempre puede volver a comenzar. El amor es mucho más que un sentimiento, es una decisión. Quiero entrenarme en ese ejercicio del amor. Porque tengo claro que el enemigo del amor es el miedo y el antídoto del miedo es el amor. Cuando el temor se impone en mi corazón se bloquea mi capacidad de amar. El miedo me paraliza. Pero al mismo tiempo cuando me sé amado en mi verdad, tal y como soy. Cuando alguien me quiere sin querer cambiarme, dejo de tener miedo. El miedo es limitante. Bloquea mi vida y no me deja crecer. El amor ensancha el corazón. Las personas que aman tienen una mirada más amplia, no viven retraídas en sus miedos y seguridades. Se arriesgan más. Son más generosas. Están dispuestas a dar más. Porque han sido amadas y ese amor recibido las ha capacitado para decidirse a amar más. Las heridas provocadas por el amor me cierran, me hacen protegerme construyendo muros. Porque no quiero sufrir más. Pero es todo lo contrario. Cuanto más amo más sano me vuelvo. Cuanto más desprecio y compito con mi hermano, más me enfermo por dentro. Un corazón grande es un corazón en el que caben muchas personas. Cuando me sé amado, esa experiencia me sostiene y fortalece. Aprender a amar, a vincularme sanamente es una tarea para toda la vida. «Nos encontramos con toda una cantidad de enfermedades psíquicas porque no tenemos suficiente vinculación a personas y a lugares» . El que no se sabe amado, el que no ama, enferma más fácilmente del corazón. Conozco a personas enfermas del corazón que no lo saben. Simplemente creen que la culpa es de los demás, que no los valoran y enaltecen como ellos se merecen. Se comparan y enferman al ver cómo otros reciben más amor que ellos. Se han puesto una coraza casi sin darse cuenta. Se vuelven agresivos y viven a la defensiva. El amor sana los corazones. Pero para ello es necesario que la persona a la que amo lo sepa. Si no lo percibe, si no se lo cree, mi amor no entrará en su alma. Quiero aprender en esta Pascua que comienza el arte difícil de amar. Me decido a amar no sólo a los que me aman, sino también a aquellos que no me aman tanto. A los que no me buscan, a los que no me quieren. Si mi amor puede sanar a otros no quiero llegar al cielo y decirle a Dios que no pude darlo. No quiero pecar por omisión guardándome todo ese amor que he recibido en mi vida. Quiero mirar mi historia agradecido por tantos que me han amado, por ese pozo de mi interior que se ha llenado de gestos de amor. ¿Cómo puedo no corresponder con amor cuando he recibido tanto? Dejo de ser mendigo de amor para volverme donante. Ese es el camino que recorro de la muerte a la vida que me muestra la Pascua. Un amor tan grande como el de Jesús que se rompe en su costado abierto para llegar a todos. Ese milagro es el que quiero que suceda en mi vida. El amor que recibo me sana y el amor que doy sana al que se sabe amado por mí. Que lo sepan. Que sepan que los amo como son, no como a mí me gustaría que fueran. Si tienen esa duda, algo estoy haciendo mal. Si creen que sólo los amo cuando hacen lo que yo deseo estoy fracasando. Pero si tienen la confianza para mostrarse en su debilidad ante mí y no dudar de mi amor, ese amor sí que sana el alma y la levanta por encima de todos sus miedos.
Me gusta tocar la misericordia de Dios en mi vida. Y especialmente la recuerdo en este domingo de la misericordia. «Hay corrientes ascéticas que enseñan a decirse siempre: - Soy un esclavo de Dios, un perrito de Dios. ¿Y qué decimos nosotros en cambio?: - Soy una hija de Dios. Por eso no nos cansaremos de repetir: - Dios me quiere. Piensen si tuviéramos que decir como la mayoría de los occidentales: - Dios me mira para ver si tiene que echar mano de la vara. Seríamos entonces como perritos atentos a esquivar a Dios. Por eso será una gracia para nosotros repasar las incontables misericordias de Dios en nuestra vida y ver que somos hijos predilectos de Dios, que Dios nos mira a todos con complacencia» . Me gusta pensar en esa mirada de Dios sobre mi vida. No se fija en mis carencias. No pone su mirada en mis torpezas. No se indigna por mis incumplimientos y mis infidelidades. Se conmueve cuando vuelvo a abrazarle y a pedirle perdón por mi miseria. Y entonces Dios se ve desarmado y me acoge roto entre sus brazos. «Dios me ama con amor de complacencia significa que me ama a causa de mí mismo. Algo debe de haber en mí, conmigo y en mi interior, que atrae hacia mí su amor» . Algo debo tener que me hace querible ante sus ojos. No son mis obras, eso seguro, ni creo que sean mis talentos. Más bien es mi forma de amar y darme la que le cautiva. Le alegra mi alegría y llora con mis lágrimas, en mi llanto. Se turba con mis miedos y me recuerda que la noche está llena de luz porque Él camina a mi lado. Se abaja a la altura de mis ojos. Desde su tumba, ahora vacía, me contempla conmovido al verme llegar con las manos vacías dispuesto a besar su ausencia. Y yo me alegro hoy al pensar en todo lo que me quiere. Me busca cuando me alejo y me abraza cuando regreso. Su mirada es un bálsamo que eleva mi canto de alabanza cada mañana. Madrugo para encontrarlo como esas mujeres que querían ungir su cuerpo, sin imaginar quién podría mover la piedra para entrar. Eso no importaba. La fe mueve montañas y aparta piedras del camino. Especialmente esas piedras inmensas que tapan mi alma. Me asusta pensar en lo que pueda encontrar cuando Jesús la corra. Porque yo sólo no podré mover nada. La misericordia es una fuerza incontenible que brota del corazón de Jesús. La tuvo con los que amó. La tuvo con los que pecaban y se alejaban de Dios por miedo. Jesús no despertaba temor. No condenaba, no juzgaba. Sólo hablaba de un reino nuevo que lo podía cambiar todo, de un amor que sería una fuerza transformadora. Su misericordia despierta ecos en mi alma. Dios me respeta. El respeto hace que me sienta aceptado como soy. Dios respeta mis formas, mis debilidades, mis carencias. No me fuerza, no me presiona, no se cuela en mi alma poniendo en peligro mi pureza. Dios me protege apartando mis temores. Esa mano que me cubre es la que me salva. Muchas veces he tocado su mano que hacía milagros a mi paso. Milagros de amor que yo atribuía a la suerte o a mis propios talentos y virtudes. Que alguien me quiera y acepte es un milagro inmenso. Que salgan algunos de los planes que cultivo en mi interior es otro milagro. Que la vida cuadre y yo tenga paz es el mayor milagro. Dios me perdona y me devuelve la alegría cada vez que mis caídas y tropiezos enturbian mi ánimo. Su misericordia me hace sonreír entre lágrimas. Lo habré perdido todo y al mismo tiempo lo poseeré todo. No quiero despertar la compasión de los hombres, pero eso es parte de mi pecado de orgullo. Estoy dispuesto a ceder ante Dios y aceptar su mirada compasiva. Esa mirada me levanta del barro sin juzgarme, sin exigirme un cambio inmediato en mi interior. Porque igual que no puedo correr la piedra que esconde mi pequeñez, tampoco puedo corregir mis defectos y evitar mis debilidades. Tocar la misericordia de Dios en mi vida sólo es posible cuando me he visto desnudo en mi pecado. En momentos de turbación, de crisis, se desvela la materia de la que estoy hecho. Así lo comenta el Papa Francisco: «En las pruebas de la vida se revela el propio corazón: su solidez, su misericordia, su grandeza o su pequeñez. Los tiempos normales son como las almidonadas formalidades sociales: uno nunca demuestra lo que uno realmente es. Nos dedicamos a sonreír, decir lo correcto y salir de la estacada sin mostrar jamás quién soy en realidad. Pero cuando pasas por una crisis, ocurre todo lo contrario: te pone ante la necesidad de elegir y, al elegir, se revela tu corazón». En medio del dolor y de mis lágrimas elijo a Dios, opto por dejarme mirar, salvar, sanar, levantar por Él. Su mirada se abaja a la altura de donde estoy caído. En estos momentos difíciles que vivo me siento frágil y sin poder controlar nada. Miro a Dios compungido. Quiero su perdón, su mano que me levante y saque de mi miseria. Tal vez es necesario caer para poder tocar la fuerza de ese brazo que me saca de las aguas y me salva. Siento la fuerza de esa misericordia que me hace abrazar la esperanza cuando todo parecía perdido.
Jesús trae la paz. Llega hasta los que ama que están escondidos en el Cenáculo y les entrega su paz. Su corazón se calma: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros». Jesús entra por las puertas cerradas. No importa con qué fuerza cierre mi alma. Él entra. No presiona, simplemente pasa y me deja su paz. Es lo que ellos necesitan. Tenían miedo y temían por su vida. Estaban nerviosos y no querían morir. A menudo yo me aferro a mis planes, a mis seguridades. Me siento cómodo atado a mi vida tal y como es y no quiero que nada cambie en ella. Cierro las puertas de mi Cenáculo para que no entren los que desean mi mal. He construido muros para no ser herido, para que no me hagan daño. Me he protegido tantas veces de los que no me aman. Tengo miedo. ¿Por qué tengo miedo? Porque no confío en Dios, en su amor, en su vida. Porque no me creo que su amor me baste para ser feliz. Porque vivo buscando la felicidad en tantos bienes que no dependen de mí, son pasajeros. He construido una vida artificial y en ella quiero ser feliz. Y me alejo de todos los que me amenazan con sus propios planes y deseos. No veo en ellos a Dios. No descubro en ellos buenas intenciones. Sólo desean mi mal, pienso, y me pongo a la defensiva. No soy un hombre libre. Y pierdo la paz en esa esclavitud que he convertido en una forma de vida. Quiero controlarlo todo para que salga según mis deseos. Que no cambie nada cuando todo va bien y que cambie todo cuando nada funciona. A mi manera. Cierro las puertas de mi cenáculo donde me siento seguro. Gracias a Dios Jesús entra pese a mis resistencias. No puedo impedir que entre y me dé su paz. Y esa paz suya me calma. Es la paz del resucitado. Hay cosas en la vida que tienen mucha importancia. Es justo que me preocupe cuando suceden. Tienen que ver con la salud, con la verdad de mi vida, con la justicia, con el amor. Son sucesos y situaciones donde es razonable que pueda perder la paz por el miedo. Pero no todas las cosas que me inquietan merecen la pena. Hay sucesos y situaciones que son superficiales y no deberían afectarme mucho, pero lo hacen. Ahí veo mi inmadurez. Comenta el papa Francisco: «Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien». Hay cosas que suceden y tocan un nivel más hondo de mi vida. Son las cosas que tienen que ver con el mundo de Dios. Es la paz que viene de lo alto, del Resucitado. Él me da su paz y esa paz quisiera que fuera definitiva. No quiero perderla ante la primera contrariedad que sufra en el camino. Una paz honda que me haga libre y profundo. Una paz verdadera que impida que me turbe ante los pequeños problemas que trae la vida. No me quiero quedar en lo inmediato, en lo superficial. El otro día escuchaba una propaganda: «Entérate de lo que se está hablando en este momento en el mundo». Vivo inquieto queriendo saber cuál es el último trending topic o el último video viral o la última foto más difundida o la última noticia sobre algún tema crucial. Me importa lo actual, lo inmediato, lo que está pasando ahora. Y vivo sin paz, inquieto y agobiado por todo lo que sucede a mi alrededor. Sin paz en mi alma, sin calma en mi corazón. Angustiado, intranquilo, agobiado por lo que puede llegar a suceder. En esta pandemia de noticias en desarrollo me agobia que no pase pronto este virus y la situación que me atormenta no pase rápido. Y le exijo a Dios que cambie todo. Me quedo en la superficie de las aguas del río que pasa por mi corazón. Aguas revueltas, confusas, en las que no puedo ver el fondo del río. Es cierto que sumergirme en las aguas de mi alma tiene sus riesgos. Como esos buceadores que se sumergen en cuevas profundas recorriendo galerías estrechas. No pueden mover los pies con fuerza porque si lo hacen moverán la arena del fondo y las aguas se volverán turbias. Si sucede no podrán ver la salida y no lograrán subir a la superficie cuando les falte el oxígeno. Cuando me sumerja dentro de mi alma quiero hacerlo con calma. Sin prisas. Sin mover mucho los pies para no levantar la arena del fondo. Quiero ir buscando a tientas los caminos que me llevan a mi interior. Me dejo sumergir en lo más hondo. No fuerzo. No presiono. Dejo que Dios me guíe de su mano en mi interior. Él puede hacerlo. Y allí tomo mis miedos y se los entrego a Dios. Le pido que me dé su paz, esa paz que nada podrá quitarme y me permitirá distinguir las cosas por las que merece la pena que me preocupe y aquello que no es relevante. Dejaré de dar valor a las noticias pasajeras que vuelan rápidamente. No me agobiaré intentando llevar el control de mi barca en el mar abierto. Sólo Dios sabe cuál es la ruta que me conviene, yo lo ignoro. Dejo de hacer planes porque sólo Él tiene la paz que calma mis ansias. Simplemente dejo que entre y me calme por dentro. Y acabe de golpe con mis miedos.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales
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