martes, 1 de diciembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 2 DICIEMBRE DE 2020

 



2 de diciembre de 2020

 

Hermano:

«Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor».

«Sueño en Navidad con ese mundo nuevo que espero encontrar entre mis manos al poner el pesebre hoy en mi capilla. Y espero construirlo al colocar luces encima de mi árbol».

El balance de Salud informó de 141 nuevos casos y 8 muertos registrados en las últimas 24 horas, la tasa de positividad vuelve a bajar por primera vez por debajo del 5% Asturias afianza el descenso de contagios y fallecidos.

El presidente del Principado pide responsabilidad ciudadana para evitar una tercera ola después de las navidades. advierte de que «aún quedan semanas duras».

No sé bien cómo colocar mi pesebre este año. Guardando las distancias que la sanidad me impone, buscando que todo esté en orden para que no haya contagios. Los pastores, los reyes, José y María con mascarillas. Evitaré los abrazos y las distancias cortas. Buscaré que mi pesebre no esté contaminado para que Jesús venga al mundo y no se contagie con enfermedades. Seré muy precavido y prudente para evitar males mayores. Miro la Navidad que se aproxima a marchas forzadas, o yo hacia ella, lentamente, paso a paso. Un tiempo distinto de espera, de búsqueda, de sueños de niño, de miradas y sonrisas, de recuerdos guardados en lo más hondo del alma. Un tiempo de luces y cantos que despiertan ecos, melodías nunca olvidadas, simplemente dormidas, muy dentro de mi pasado. Avanzo cauteloso por este camino de Adviento, sin prisas, tomándole la medida a lo que vivo. Es todo tan distinto, hay más miedo, más rabia, más dolor, más injusticia, más inseguridad. Porque son injustas la muerte y la pérdida, y duele esa enfermedad que altera todos mis planes. Una Navidad distinta y un Adviento extraño de esperas imposibles. Mi corazón sueña con cumbres más altas que nunca he visto. Deseo llegar más lejos, más hondo, más dentro. El Adviento saca de mí recuerdos de mi historia aún cercana. De hojas caídas del otoño, de luces en las calles y en las plazas, de olor a musgo y a abeto, de regalos y escaparates llenos de luces y reclamos. Un camino de esperanza en medio de miedos fundados e infundados. De planes rotos y otros recompuestos. Quiero acariciar al buey y a la mula, sin guardar distancias. Y besar al Niño, abandonarme en un abrazo de cielo. No sé, puede que no me dejen. Hay que cuidar las distancias, ¿me estaré volviendo insensible? No quiero que en este Adviento que comienza se muera mi misericordia. Esa mirada mía hacia el que sufre, sacándome de mis muros. Me habla el Adviento de aproximarme, de salir, de ir al encuentro. Y es eso lo que me tienen prohibido. Puede que esta sea una Navidad distinta, un Adviento diferente con diferentes posadas. Un tiempo extraño y único que quedará grabado en mi alma para siempre. Porque lo que estoy viviendo en estos meses es una experiencia honda que nunca olvidará mi corazón tan acostumbrado a pasar página. No olvido. Me pongo en camino con el corazón, con el alma, con mi voz. No le tengo miedo a las nubes que amenazan en medio de la noche llena de estrellas. Tengo claro los regalos que les pediré a los Reyes Magos, cuando se acerque la hora. Quiero paz que acabe con la guerra. Quiero salud que acabe con la enfermedad. Quiero certezas que acaben con la incertidumbre. Quiero abrazos que acaben con mi soledad. Quiero un amor más fuerte que venza el abandono y la ofensa, trayendo perdón. Quiero sonreír por encima de mis tristezas y mis temores de invierno. Quiero saber que mis sueños son más fuertes que la muerte y se harán realidad. Igual que esos árboles desnudos del otoño volverán a vestirse de vida. Quiero construir un pesebre en el que todos se encuentren y se quieran. Quiero esperar a que nazca el Niño dentro de mi alma, en mi familia. Quiero dibujar caminos que conduzcan siempre al cielo, sin detenerse en medio de la lucha. Sueño con ese paraíso donde las sombras se rompan por la fuerza del sol que nace. Quiero estar en un lugar donde los cantos no dejen de entonarse. Porque la vida siempre es más fuerte que la muerte. Quiero pintar mi árbol de muchos colores. Y encender mil luces que parezcan estrellas. Quiero cantar a la puerta del pesebre esa canción llena de esperanza, de alegría, para que me dejen pasar muy dentro. Quiero sostener al que sufre y levantar al caído. Quiero abrigar al desnudo y sanar al herido. Quiero que el viento me anime a esperar lo que aún no tengo, y a desear lo que he perdido. Quiero que la luz acabe con tantos miedos que llevo dentro ocultos en mi noche más oscura. Y deseo que brote de mis entrañas una vida nueva llena de esperanza. Donde haya más abrazos y más besos, más cercanía que distancia, más miradas de amor que miradas de desprecio. Sueño con ese mundo en el que la paz venza a la guerra, donde no haya sospechas ni abandonos. Sueño en Navidad con ese mundo nuevo que espero encontrar entre mis manos al poner el pesebre hoy en mi capilla. Y quiero construirlo al colocar luces encima de mi árbol. Esperando que todo cambie algún día y se convierta en una vida distinta a la que vivo. Mejor, más plena, con más luz y alegría. 

Los protagonistas de las nuevas series de hoy no soy esencialmente buenos. No se presentan ante mí como la encarnación de una perfección inalcanzable. De la misma forma sus opuestos, los que podrían ser en otra época la viva encarnación del mal, tampoco son malos en esencia. Ambos tienen el bien y el mal confundidos en sus entrañas. Algo así como un poco de bondad y mucha debilidad. No hay protagonistas parecidos a los súper héroes de antiguas películas o de otras modernas, que siempre eligen la opción correcta, siempre hacen el bien, siempre logran solucionar los problemas que parecían sin solución. Muchas series presentan protagonistas como yo, humanos, de carne y hueso. Se levantan a menudo con miedo, sueñan lo imposible y les gustaría alcanzarlo, pero tropiezan. Después de cada caída piensan que son lo peor, indignos y torpes. Pero vuelven a intentarlo. No veo en ellos una perfección inalcanzable. Son personajes más reales que de ficción. Eso me gusta. Es la vida misma retratada ante mis ojos. No cometen grandes crímenes, sólo los comunes, los menos vistosos. No reaccionan como a mí me gustaría, en ese intento mío por ver fuera de mí lo que yo no logro vivir. Son héroes de andar por casa. Frágiles y muy reales. En una película decía la protagonista: «Nos portamos mal cuando no somos responsables. Fui la peor versión de mí misma. No creí que me estaban viendo. Pensé que estaba sola». Es como la vida misma, como yo mismo. Cuando no me ven soy yo mismo sin miedo. Cuando me ven trato de dar una imagen respetable, digna y santa. Y eso no me hace bien. No tendría que exponer mis pecados en público, eso no. Pero quiero mostrarme ante los demás en mi verdad. Miro a estos protagonistas tan frágiles y veo en mí los mismos desórdenes que ellos tienen. Y me identifico con sus luchas infructuosas y con sus fracasos. Me gusta idealizar a las personas. Busco héroes fuera de mí que sí sean lo que yo no logro ser. Por eso ensalzo a las personas poniendo en ellas pensamientos, acciones y deseos que realmente no tienen. Pero me gustaría que los tuvieran. Proyecto en mis héroes un ideal que me parece inalcanzable. Creo que ellos siempre actúan bien. Y así como ensalzo, luego derribo. Cuando veo que esos protagonistas de mi vida no están a la altura, no son tan bellos ni tan perfectos como yo creía. Y me duele en el alma. Me siento engañado, cuando ellos nunca lo pretendieron. Pero yo los ensalcé y ahora quiero hundirlos, que todos conozcan sus mentiras. Tengo que cambiar por dentro, dejar de buscar lo que no existe. Todas las personas que conozco llevan en su interior mi misma lucha. La lucha entre el bien y el mal, entre lo que sueñan y lo que logran. Yo me hago una imagen de la realidad, de las personas. Y veo lo que no existe, pero me lo creo. Y luego, cuando me confronto con la verdad, me duele en lo más hondo. Pero la culpa es mía. Quiero mirarme a mí y la realidad como es. Es difícil, pero puedo lograrlo. En mi Adviento hay protagonistas como en el primer Adviento. Allí estaban José y María, los pastores, los Reyes Magos, los romanos, los habitantes de Belén. He tendido desde niño a ver protagonistas totalmente buenos: María, José, los Reyes, los pastores, los ángeles. Y otros totalmente malos: los romanos que buscan al niño, los habitantes de Belén que le cerraron la puerta a Jesús. Pienso entonces que hay unos malos y otros buenos. Pero tampoco fue así realmente, no hay nada tan absoluto. Los que cerraron las puertas no eran tan malos. Seguramente no habría sitio por culpa del censo. Y actuaron como yo actúo, cerraron sus entrañas, no fueron misericordiosos. Como yo tal vez sería si me pasara lo mismo, o como yo actúo cuando me pasa algo parecido. Tengo mi tiempo, mi espacio, mi ritmo. No quiero que me molesten y cierro la puerta. O los pastores, no todos serían tan puros. Hombres rudos de campo que buscaban quizás algo distinto a lo que encontraron. No serían tan buenos como los dibujo. Ni tan malos todos los romanos. Es fácil meter en el mismo saco de bondad o maldad a las personas. Los descalifico totalmente o los ensalzo sin poner reparos. Pero la vida no es así, hay muchos tonos grises y en ellos se mueve mi camino. Voy eligiendo el bien que quiero realizar pero las intenciones que me mueven no son tan puras. Hago el mal sin quererlo, sin desearlo, y no era tan mala mi intención. Hago el mal con intención pero no es tan voluntario. Porque estoy herido y tengo intenciones que me mueven desde mi dolor. Encasillo a las personas, me encasillo a mí mismo. O soy santo o soy un pecador sin remedio. No es tan claro. Hay claroscuros en mi vida. Hay sombras y luces. Hace frío y calor. Hay día y noche. No todo lo que hago está bien. No todo el bien que hago es puro. Saber esto me da paz, no me la quita. Me hace pensar que el protagonista de mi vida no es perfecto. Como no lo fueron los pastores, ni los reyes, ni los romanos. En todos había esa lucha escondida entre el bien y el mal. Así emprendo este Adviento, desde mi pobreza y mi riqueza. No soy lo peor y no soy lo mejor. Es una mezcla extraña que me hace más consciente de mi verdad. Soy de Cristo. En Él quiero descansar. No busco héroes sin mancha. No pretendo hacerlo todo bien.

Pienso en los protagonistas del Adviento. Ellos son los que me enseñan a vivir este tiempo. Me gusta detenerme en ellos, mirar su corazón en esta espera inquieta de la Navidad. Me adentro en su alma y busco respuestas para mis miedos e inquietudes. En este primer domingo de Adviento pienso en Isabel. Esa mujer ya mayor que creyó, siendo estéril, que era posible concebir en su seno. Creyó contra toda esperanza. Albergaría dudas e inseguridades en su interior. Y seguramente ese día, al ver ante ella a su prima María, todo se volvió certeza, claridad, luz apacible. Y volvió a creer. Siempre me ha conmovido su fe tan honda. Me han admirado su humildad, su respeto, su discreción. Una mujer sabia de la Biblia. Al llegar su prima María a su puerta ella estalla de gozo (Lucas 1:42): «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!». Me adentro en el Adviento con la alegría de este encuentro. Isabel cree en la fe de María y se conmueve en sus entrañas. Juan salta de gozo en su vientre y se llena del Espíritu Santo. Es un pequeño Pentecostés el que tiene lugar en Ein karem. María se alegra al escuchar estas palabras de Isabel y alaba a Dios por lo que ha hecho en Ella. Me gusta la discreción de Isabel. Su caminar silencioso por este Adviento. No busca el protagonismo, no lo pretende. Permanece en la oscuridad de Ein Karem esperando el nacimiento de su hijo. No sabrá lo que suceda en Belén hasta más tarde. No podrá cuidar a su prima María después del parto, ni siquiera en ese momento tan difícil en Belén. Su papel es otro, sólo puede permanecer oculta, y eso me impresiona. Ella, que tuvo tanta fe como para creer lo imposible en su propia historia, se mantuvo siempre fiel, aguardando oculta. Creyó en María y en ese Niño que iba a nacer para cambiarlo todo. Creyó contra toda esperanza, no buscó nunca otro lugar diferente al que Dios le daba, ni pidió pruebas, ni exigió cumplimientos. Simplemente optó por permanecer donde estaba, sin desear otra cosa. Vivió la rutina de su vida como el camino más sagrado. En la vida a veces busco otro lugar diferente al que tengo. Me comparo con otros, ese es mi problema, y veo que ellos hacen más cosas, son más productivos, más generosos, más radicales en la entrega. Veo que ellos son más valorados que yo, más tomados en cuenta. Y me rebelo. Miro mi pobreza y tengo envidia, lo reconozco. Me veo en mi lugar, ese lugar que no he elegido, el que Dios me ha dado. Y me cuesta no rebelarme contra la realidad que me resisto a aceptar. Por eso me hace bien hoy mirar a Isabel al comenzar mi Adviento. La miro de pie ante María, las dos esperando la vida en su seno. Llenas de alegría, sonriendo. Se miran, se reconocen, se quieren, sonríen y estalla la alegría en su interior. Una alegría profunda que se comparte. Miro a Isabel, paciente, serena, prudente, sabia. Y quiero ser como ella. Tener su entereza y aceptar mi lugar como lo hizo ella con el suyo. Ser madre de un hijo que buscaría su camino por el desierto. Y sería sólo la antesala de la salvación, el lugar previo a la vida. Ella permanecerá siempre en la sombra, igual que su hijo Juan, también en la sombra. Los dos tejiendo el camino sin ser ellos los protagonistas principales. Así fue Isabel. Su actitud me impresiona. Se sorprende al ver a María. No se siente digna de acoger en su casa a la Madre de Dios. ¿Y yo me siento digno? No lo soy, pero a veces me creo con derechos. Derecho al reconocimiento, a la aceptación, al éxito, al amor. Y no tengo ningún derecho. ¿Quién soy yo? Me pregunto en el silencio de mi corazón. ¿Quién soy yo para que Dios me llame a estar a su lado? No lo merezco y ese sentimiento es el que prevalece al comenzar este Adviento. No tengo derecho a muchas cosas que he perdido habiéndolas tenido. Doy gracias a Dios por lo que he disfrutado en la vida, por lo que he amado y me han amado. No lo merecía, todo es un don que no agradezco. Sé que nada es un derecho. Aunque lo olvide a veces.

El Adviento me habla de algo que ha de venir y tengo que esperar. Más que de algo, es de alguien, de una persona que puede cambiar mi vida para siempre. Si yo me dejo. El Adviento me invita a desear lo que aún no tengo. Miro el vacío de mi vida, su inconsistencia y tomo consciencia de todo lo que aún me falta para ser feliz. Veo los vacíos del corazón y el motivo por el que caigo con frecuencia en compensaciones. Tengo un gran vacío dentro de mi corazón. Son carencias de mi historia, de mi familia. Ha crecido en mi interior la inseguridad y busco seguridades exteriores que compensen mi falta de estabilidad. Guardo resentimientos por heridas del pasado. Es esa necesidad mía de ser amado. Y deseo entonces que Dios compense todo, que me llene de paz y calme mis miedos. Esta realidad de mi corazón herido me anima a pedirle que haga un milagro conmigo. Deseo un cambio en mi vida que a lo mejor aún no veo. Busco una resurrección desde la muerte en la que me siento a gusto sin entender nada. El Adviento es una oportunidad que se me brinda para experimentar un cambio que todavía no llega. Es la oportunidad que tengo para comenzar un nuevo camino, una nueva etapa, y navegar un nuevo océano que se dibuja ante mis ojos. Espero con ansias lo que aún no poseo, lo que me ha prometido Dios como mi camino de felicidad. Ansío una tierra que todavía no conozco. Deseo unos encuentros que ni tan siquiera intuyo. Encuentros hondos, auténticos, sinceros. Siento muy dentro la necesidad de tocar a ese Dios oculto, al que de verdad no conozco. El Adviento me invita a descorrer las cortinas que ciegan mi ventana. Deseo que venga Dios. Hoy escucho: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!». Es una ocasión para encender un fuego dentro del frío de mi alma. Es la hora de abrirme a tocar a Dios escondido en todo lo que me pasa. No quiero que huyan estos días de espera sin hacer nada, sin dar ningún paso. Son días de anhelo, de sueño. Quiero aprovechar cada uno de ellos como una oportunidad que me da Dios para cambiar por dentro. Es una oportunidad que se me entrega para que mi vida sea diferente pero no mañana sino ahora, en este mismo instante. En este tiempo me hace ver mis propios defectos y debilidades para crecer allí donde pensaba que no había esperanza. Puedo ser mejor persona, puedo crecer en hondura, pueden aumentar mi amor y mi entrega. No quiero pensar en mis pecados y debilidades para regodearme en ellos sumergido en mi tristeza. Creo que no hay nada tan terrible que me impida volver a comenzar de cero una vez que recibo de Dios la misericordia como punto de partida. Dejo de recriminarme por todo lo que hecho mal cada día. Y empiezo a agradecerle a Dios por todos los regalos que me entrega sin que yo se los pida. La gratuidad forma parte de mi historia y yo no soy tan consciente de la generosidad de tantos conmigo. No doy gracias tanto como debería. Le agradezco a Dios en este Adviento que venga a hacerse carne entre los míos, en mi propia familia, en mi casa. Escucho y me identifico con el profeta: «Señor, Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y Tú el alfarero: somos todos obra de tu mano». El Adviento es un tiempo de sueño, de ilusiones, de alegrías y de paz, de esperanza y abrazos posibles en medio de esta pandemia que me priva de tantas cosas. Puedo hacerlo bien de forma diferente. El Adviento me ayuda a levantar cada mañana la mirada a lo más alto esperando un cielo lleno de estrellas y de sol. Le grito a Dios: «Vuélvete, por amor a tus siervos». Quiero que Dios vuelva su rostro hacia mí. Siempre he querido ver su rostro. Quiero que me mire y tenga misericordia de mi miseria. Que se acuerde que soy una de sus ovejas, de las más heridas y abandonadas, de las más perdidas y desconsoladas. Quiero que me regale su misericordia y calme mis miedos con un abrazo, levantándome sobre sus hombros. Y se lo pido: «Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que Tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti; danos vida, para que invoquemos tu nombre». No me alejaré de Él, porque de Él viene la vida. Sé que el Adviento es una ocasión para encontrarme con el Dios de mi vida y tocar su amor que viene a acampar entre nosotros. Esa imagen refleja la realidad de este tiempo que comienzo. Un Dios que acampa entre los hombres. Lo que espera el corazón es descansar en Dios para siempre. Y más aún pensar que Dios puede descansar en mí, en mi morada, en mi alma. Anhelo con fuerza su venida que vendrá a llenar todos mis vacíos interiores y calmar todos mis miedos. Quiero esperar tal vez lo que no va a suceder en estos días, quizás más tarde sí, o tal vez nunca. Será un Adviento distinto, lo sé, con posadas diferentes, con abrazos no como los de antes, con saludos navideños de otra manera, con ausencias dolorosas, con miedos más palpables, con dolores reconocibles y justificados, con cansancio después de tanto tiempo de confinamiento y pandemia. Será un Adviento diferente y una Navidad muy distinta a otras que he vivido. Me preparo para reconocer a ese Dios que vendrá a visitarme de otra manera, con otros pasos, con otra voz. Y aumentará mi deseo de que esta Navidad me cambie de verdad por dentro. Calme mis miedos más ocultos e inconfesables y me ayude a sentir que todo va a salir bien. Dios quiere que confíe en su promesa. Recuerdo en este tiempo que mi vida está en manos de Dios y eso es lo importante. No quiero pensar que todo se acaba cuando parece que nada sale bien. En medio de la noche brilla una luz. Siento que Dios está a mi lado, abrazando mi carne.

Jesús me invita a despertar y estar atento: «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!». Me gusta la invitación a permanecer en vela. En realidad, me cuesta quedarme en vela esperando. El tiempo se me escapa de las manos y me da miedo. Me asustan el sueño, los despistes, mi falta de atención. Me descentro y pierdo el norte. No logro estar atento a lo que sucede a mi alrededor. Me gustaría, pero no lo consigo. Me duermo y la vida se me escapa de las manos sin que me dé cuenta. Me duermo y nadie me despierta. Paso de largo y pierdo la hora prevista, establecida por Dios. Yo no sé ni el día ni la hora de su venida. A menudo es porque estoy centrado en mis cosas, pienso en lo que deseo, en lo que a mí me interesa. Y dejo de mirar a los lados. O pienso que tengo toda una vida por delante para hacer el bien. Pero no es cierto, las horas que pasan son oportunidades que se me escapan. Quiero llegar a la meta, al cielo, a la eternidad. Quiero jugar bien mis cartas, sin despistarme. Estoy atento. Quiero vivir en presente. Con los ojos bien abiertos y el alma despierta. Eso es el Adviento. Una oportunidad para despertar como escucho en el salmo: «Pastor de Israel, escucha, Tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que Tú hiciste vigorosa». Quiero que Dios venga a mí y me salve en mi indigencia, en mis problemas, en esta pandemia que me llena de amargura. ¿Cuándo acabará todo esto? ¿Cuándo pasará el virus y volverá la normalidad perdida? Y siento que el tiempo se me ha escapado entre los dedos. Y ahora escucho que tengo que despertar. ¿No tendrá que despertar Dios y venir a hacer algo a este mundo que parece haber abandonado? Me gustaría que ese Dios al que amo interviniera, hiciera algo. Un milagro, una obra portentosa. Deseo que llegue a mi tienda y me despierte para caminar a mi lado, para recorrer mis pasos de su mano. Quiero estar atento para cuando venga, para cuando llegue. Leía un pasaje de Santa Teresa de Jesús que habla del sueño, de velar y orar, descansando en el pecho del Señor: «Nunca te acuestes en la cama soñoliento, sino muy despierto en el deseo del Señor; y, a ejemplo de la esposa, busca a Dios de noche en tu cama. Bienaventurados son los que irán mucho antes del sueño y despertando tornan presto a orar, porque estos, a ejemplo de Elías , comen un poco, y duermen y tornan a comer otro poquito y de esta manera pasan su tiempo cuasi reclinándose después de la cena sobre el pecho del Señor, como los niños sobre el pecho de su madre, donde recibida la leche se duermen, y tórnanse a dormir; y de esta manera, con estos gloriosos intervalos, pasa el tiempo del dormir que más se les cuenta por oración que por sueño». Velar y orar. Y dormir en el pecho de Jesús. Descansar en la mirada de Dios. Estar despierto, con las ventanas del alma que se abren al cielo. No es mi sueño ese sueño culposo que me aleja de la vida, de los hombres, del amor. Porque quiero despertar al amor y que mi amor despierte al saberme amado. «Nuestro instinto de amor se despierta de la forma más rápida cuando se sabe, se siente y se cree amado» . El amor es lo único que puede mantenerme en vela, despierto. Cuando se apaga el amor me invade el sueño. Quiero estar atento al comenzar este Adviento. Amar más, ser más amado. Dios viene a mi vida, se va a hacer carne de mi carne, me viene a visitar allí donde me encuentro. ¿Dónde lo hará? ¿Cuándo llegará hasta mi tienda? ¿Cómo me manifestará todo su amor? Me gustaría sentir su amor, oler su presencia, saber que está cerca, llegando. Por eso no quiero vivir adormilado, cegado por esas preocupaciones que me quitan con frecuencia la paz, la alegría, la esperanza del momento. Quiero estar en vela, estar atento para ver dónde quiere Dios que actúe, que me entregue. «Velad», grito en mi corazón, porque viene el Señor a verme, a encontrarse conmigo en medio de mi vida. Esa actitud de la espera paciente y despierta me gusta. Con la primera vela encendida, entonando cánticos, abrazando la esperanza de una vida nueva. Tantas noticias llegan a mi corazón, tantos estímulos. Siempre vivo reaccionando. No soy capaz de tomar la iniciativa porque me siento desbordado. Más que actuar siempre reacciono. Respondo a lo que me piden. Hago lo que me dicen. Contesto a lo que me preguntan. Y así vivo. Pero ahora en Adviento Jesús simplemente quiere que esté atento. Sin pretender tener todas las respuestas. Sin intentar responder a todas las expectativas. Simplemente estoy con mi primera vela encendida. Me mantengo despierto esperando a que llegue Aquel a quien amo. Esa mirada sobre la vida me emociona. Si siempre estuviera atento a lo que acontece en presente mi vida estaría llena de luz y de esperanza. Eso lo sé. El corazón se calma.

Las velas de la corona de Adviento me hablan de esa luz que entra por debajo de la puerta cerrada. Es un pálido reflejo que intenta romper las sombras de la noche. Brota de la nada una esperanza en medio de las tinieblas. Y la luz de mi primera vela rasga la oscuridad. Hay personas que tienen luz dentro. Vayan donde vayan siembran alegría, luz, claridad. Junto a ellas la vida parece más fácil, tiene más alegría. Son personas iluminadas por dentro, nace una llama en su interior y eso me conmueve. No necesitan que nadie las ilumine para ser visibles. Simplemente se nota cuando están presentes. No hacen mucho ruido, sólo dan luz casi sin saberlo. Esa forma de vivir, de mirar la vida, me conmueve. Tienen luz en el alma, en los ojos. No hay sombras ocultas dentro de su corazón. No se esconden, no se ocultan. Brillan desde su interior. Hay muchas otras personas que brillan por la luz que viene de fuera. Cuando esa luz no está, se opacan. Cuando no reciben halagos, cuando no les resultan sus planes y proyectos, cuando se entristecen con o sin motivo para ello. Entonces ya no tienen luz. Brillan por la luz de otros. «Todo rostro humano del que no nos llegue el reflejo de los rasgos divinos impresos en él termina por desengañarnos, tarde o temprano. Pierde su atractivo. Su luz y su calor disminuyen. Y toda unión humana que no nos permita presentir y percibir algo de la imagen de Dios en nosotros arroja una y otra vez a los que participan en ella a la mazmorra del aislamiento y del vacío interior». Cuando no veo esa luz que viene de dentro, de lo alto, me decepciono, me entristezco. Por eso me gusta más la luz que viene de aquellos que llevan la luz de Cristo dentro, el fuego de su amor. Esos son como esa vela que arde hasta consumirse. Yo quisiera ser de estos últimos. Que el fuego, el calor, la luz de mi alma no dependa de lo que pasa fuera de mí, en el exterior. No quiero vivir reaccionando a lo que veo, a lo que me dicen o hacen. Si me tratan bien brillo, si me rechazan me apago. No lo quiero. Quiero que esta vela de Adviento irrumpa en la noche de mi alma y me ilumine. ¿Cómo son las sombras que ocultan el sol en mi corazón? Pienso en ello. ¿Dónde quiero que arda esta primera vela? Tengo claro que esa luz viene de Cristo. Hoy escucho: «Por Él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y Él es fiel!». La llama de la vela me habla de fidelidad. Dios es fiel. Yo quiero ser fiel en lo pequeño. Esta vela pequeña se enciende cada día para iluminar el camino a seguir. La fidelidad de lo cotidiano. No quiero que abunden dentro de mí la tristeza, la angustia, la pena. No quiero perder la esperanza al dejarme llevar por mis propias sombras. Quiero que Jesús me ilumine, me marque el camino, abra la puerta de mi corazón para entrar y sembrar vida. Es lo que quiero en esta corona de Adviento que pongo ante mis ojos. Las ramas verdes me hablan de esa vida que nunca muere. Jesús es el que vive para siempre en medio de mi propia muerte. No lo olvido. Viene a mí para salvarme, para sostenerme. Eso me da esperanza. No dejo de mirar más lejos de mis miedos, de mis pesares. Dios es más fuerte que todos mis límites. Me pongo en pie al encender esta primera vela. El primer día de estos días de Adviento que Dios me regala. Es una oportunidad que se me da para crecer, para acabar con las sombras que apagan mi luz. Quiero brillar con una luz propia que surja dentro de mi alma. El Adviento comienza así, con el silencio de esta primera vela. Es un tiempo de luz en medio de esta oscuridad de la pandemia que vivo. Cuando no tengo certezas y la inseguridad y el miedo tienen tanta fuerza. Entonces la luz de las velas irrumpe con fuerza en mi vida. Cada vez hay más luz. Quiero dejar que esas velas ardan en mi interior. Quiero cuidar el fuego del amor de Dios en mí. El amor que me levanta y anima. El amor que me permite ver la vida de forma diferente. No quiero que se apague esta luz. Con mis palabras, con mis buenas obras, con mis gestos de amor, la quiero mantener encendida. No quiero que se agote la cera. No quiero que se apague el fuego que acaba con las impurezas. El amor de Dios es más fuerte que todos mis miedos. Su luz siembra luz en mi oscuridad. No le tengo miedo a la vida. Sigo adelante, consciente de mi pobreza, feliz por todo lo que Dios va a hacer dentro de mí en este Adviento. Yo puedo ser lámpara encendida, vela que no se consuma. Puedo dar esperanza a tantos que viven en la oscuridad de sus miedos y debilidades.

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

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