sábado, 30 de enero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 31 DE ENERO DE 2021

  



31 de enero de 2021

 

Hermano:

«Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Dejaron a su padre Zebedeo en la barca y se marcharon con Él»

«Aceptar la vida como un don en medio de cruces y dificultades es el mejor antídoto para vencer la depresión y el desánimo. Creer en la posibilidad imposible de volver a intentarlo»

La tasa de positivos se eleva al 12,37% y el número de pacientes hospitalizados se acerca al medio millar.

Asturias suma otros 8 muertos por covid-19 en una jornada en la que bajan los contagios.

A veces no sé bien lo que es mejor o lo que es peor. Una vida larga y fecunda o una vida corta y llena de sentido. Una vida demasiado corta, en la que apenas da tiempo a vivir o una vida excesivamente larga y sin sentido. Tampoco sé muy bien el peso de otras vidas en mi propia vida. Ni entiendo esa muerte que llega y cambia mis pasos de repente, tal vez demasiado pronto. No puedo ver con los ojos de Dios y parece que los míos son torpes para entender la vida. En una película un terapeuta le pedía a un hombre ya casado que pensara varias opciones posibles para su vida suponiendo que su padre no hubiera muerto cuando él era adolescente. El protagonista da dos versiones. Interpreta lo que podría haber pasado en su propia vida estando su padre presente. En una opción todo sale perfecto, mejor que ahora. La presencia de su padre hace que la vida ahora para él sea mucho plena. En la otra posible realidad las cosas salen peor incluso estando su padre presente. Me pareció muy fuerte e intensa la propuesta. Muchos posibles imposibles se hacían realidad en la pantalla. Sabía que no era real, pero ahí estaban mostrando una algo inexistente. A menudo me planteo esos posibles imposibles en mi vida. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera tomado esa decisión y hubiera seguido otro camino? ¿Qué hubiera pasado si mi madre hubiera muerto siendo yo todavía joven o al nacer? ¿Habría sido mi vida mejor o peor? Son preguntas sin respuesta. Algo habría cambiado, seguro. Habría sido una vida diferente, ni mejor, ni peor. Nada reemplaza a la vida que ahora vivo. Lo que sucede es que a lo mejor me cuesta aceptar simplemente la vida en su verdad tal y como es. Y me gusta imaginar qué hubiera sido de mí si las circunstancias hubieran cambiado, si las decisiones hubieran sido otras, si hubieran estado presentes otras personas. Pero son posibles inútiles que sólo pueden atormentarme o bloquearme en mi intento por ser feliz y hacer la voluntad de Dios en mi camino. Lo único que queda después de muchos pensamientos y sueños es lo real, lo que toco, lo que hoy es, lo que ha sido, no lo que podría haber sido. Aun así me doy cuenta del peso que tiene una vida en las personas que la rodean. Mi presencia o mi ausencia en un lugar y en un momento determinado afecta a muchas personas. Si no estoy donde antes estaba o si estoy donde ahora vivo, habrá un vacío o una presencia. Eso es lo real. Si estoy en un lugar habrá una influencia sobre otros, positiva o negativa, eso depende de mí. El peso de mi realidad es irrefutable. El peso de la realidad de las personas que entretejen sus vidas con la mía, no lo puedo negar. Todo importa, todo influye en el camino que recorro. Y al mismo tiempo esos posibles imposibles no tienen tanta fuerza. La vida hubiera sido distinta, mi camino, mis decisiones, pero lo que queda al final es lo que hay y el pasado no puedo cambiarlo. Puedo, eso sí, intentar no repetir lo que salió mal y tratar de hacer bien lo que está en mi mano. Me gusta pensar que una vida no vale más por el número de años que acumula. Los años no dan valor a la vida, simplemente son un aspecto más de la misma. Una vida es bella, honda y fecunda sin importar el número de años vividos, gastados, o entregados. No se mide en años, sino en verdad. En la verdad de los gestos, de las palabras y las obras. En la verdad de las decisiones, de los errores y los aciertos. No se mide la vida por su perfección, porque no hay vidas más perfectas que otras. Simplemente hay vidas felices y logradas, aunque no tengan todos los años que hubieran podido tener. Hay vidas plenas y llenas de paz aun siendo imperfectas, aun habiendo errores y pecados. Decido mirar mi vida sobre la palma de mi mano. Acariciar los años caídos, esos que he vivido. Acariciar los miedos y las pasiones desordenadas. Sostener las miradas de asombro ante los días que enfrento. Levantar el desánimo que en ocasiones me hacen sentirme inútil. Un paisaje cubierto de nieve es mi propia vida. Es bello un bosque con nieve, y un edificio. Incluso una calle sin gracia con la nieve parece una calle preciosa. Será así con mi vida si la dejo que la cubra la gracia de Dios, su amor me sostiene y levanta todas mis ansiedades y torpezas. La nieve viste de belleza el barro. También puede tornarse una tortura si me impide hacer mi vida normal. Lo bello puede hacer que todo se complique. Puedo ver sólo la belleza. O puedo centrarme en la incomodidad que implica. De mí depende, de mi mirada. En mi vida hay nieve que me embellece. Y yo puedo agradecer mirando la nieve y pensando.

El tiempo de Navidad me ha dejado el corazón cubierto de gratitud. No me acostumbro a agradecer todo lo que recibo. Me creo que la vida consiste en dar para recibir, en hacer para que me paguen, en regalar para que me regalen, en acoger para que me acojan. Quizás lo aprendí de niño debatiéndome con mis obligaciones pequeñas de cada día. Si cumplía recibía el abrazo, el elogio, el aplauso. Si fallaba recibía el castigo, el enfado, el desprecio o lo que es peor, la indiferencia. Me acostumbré a trabajar duro para poder merecer. Y vi a Dios como ese empresario exigente y acostumbrado a recibir siempre más de lo que sembraba e invertía. Y no podía creer en la gratuidad porque no la conocía. No sentía que la vida fuera gratis, ni la salud, ni el amor. No sé bien por qué me acostumbré a pensar que lo merecía. Merecía levantarme cada mañana sano y feliz. Merecía ser amado. Merecía poder caminar y gozar de logros importantes en mi camino. Merecía los regalos que recibía. Lo merecía todo porque me había portado bien, había cumplido y era ejemplar. El merecimiento formaba parte de mi vida. Premio o castigo. Pago por lo realizado o ausencia de ese pago. Dependía de mí. La gratuidad no existía. Los regalos no existían. Y luego hablaba de lo que era justo o injusto con mucha facilidad. Me comparaba con los que estaban mejor que yo. Con los que tenían más éxitos o lograban más regalos. Ellos sí que eran felices, pensaba, mientras me volvía cada día más inconformista con la vida. Me debían algo, pensaba en mi interior. La gratuidad seguía sin existir. El perdón por mis errores era más un derecho que un don. Si me arrepentía, merecía ser perdonado. Si pedía perdón podía exigirlo acto seguido. Me haría bien cambiar mi corazón enfermo por uno lleno de paz. Pero para eso necesito cambiar ciertos criterios que alguien, o yo mismo quizás, ha dejado crecer en mi interior. Nunca me he creído eso de que alguien desconocido me regale algo. Habrá un truco, pienso. O un error. O buscarán que después pague más de lo que quería. Nadie regala nada, pensaba. Y cuando recibía la gratuidad en mi vida me sentía incómodo. Estaba en deuda. Alguien me regalaba cosas y me sentía en deuda. O me acostumbraba y me olvidaba de ese don. Y pensaba que merecía eso y mucho más. Y la deuda desaparecía porque era impagable. Y así, de la misma manera, me costaba entender el perdón en mi vida. O era merecido o no existía. O hacía méritos para ganármelo o no tenía sentido. Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio, comentaba: «Un nuevo encuentro, una segunda etapa de la llamada. Pedro necesitaba sentirse amado cuando no tenía nada que presentar. El amor es gratuito. Ya no afirmará jamás daré mi vida por ti. Acoge el verdadero don del discipulado. No puede haber lugar para el desánimo». Pedro, que ha negado tres veces, recibe un amor gratuito y no lo merece. No ha hecho nada por Jesús, no lo ha salvado, no ha luchado por Él arriesgando su vida. Ha negado conocerlo y amarlo. Y aun así recibe el perdón en una mirada de misericordia. Gratuidad absoluta. ¡Cuánto me cuesta creer en esa mirada de Dios y de los hombres! Siempre espero que me exijan algo, que me pidan, que me demanden. No me siento tranquilo si me perdonan de forma absoluta. No lo espero, no lo quiero. Si me porto mal, que me castiguen, lo merezco. No quiero que me hagan blando. Quiero luchar por lo que quiero, por lo que amo. No quiero que me den nada sin merecerlo. ¡Cuánto bien me hace recibir un don que no merezco! Me enseña que la vida no es justa. Que no todo se basa en esa relación mercantilista del dar para recibir. Que de repente recibo lo que no merezco. Y muchas cosas en mi vida no las merezco, simplemente suceden. Que alguien me ame, que me den confianza, que me acepten, que me busquen, que me acojan. El perdón nunca es un derecho, es un don inmerecido después de haber fallado. Ese mismo perdón que me cuesta darme a mí mismo después de una caída. Las relaciones sostenidas por el mérito se acaban rompiendo. En algún momento no daré lo que esperan de mí como una obligación. Las relaciones sostenidas en la gratuidad tienen bases firmes y alas que llevan al cielo. Pensar en merecimientos me acaba enfermando, porque nunca haré lo bastante para merecer el cielo y nunca será suficiente lo que entrego para que mi vida sea perfecta. Aceptar la imperfección de mis actos me vuelve más misericordioso y paciente. Los demás pueden equivocarse, tanto como yo. Es parte de la vida, no importa que las cosas no funcionen bien. Perdonar y alegrarme con los dones que recibo cada mañana sin merecerlo sana y ensancha mi alma. Aceptar la vida como un don en medio de cruces y dificultades es el mejor antídoto para vencer la depresión y el desánimo. Creer en la posibilidad imposible de volver a intentarlo. Siempre surge una segunda oportunidad, una nueva opción a elegir cuando recorro la vida. La gratuidad es esa forma de medir que alegra y libera. Siempre estaré en deuda por todo el amor recibido. No importa nada, yo sonrío agradecido. Sólo eso basta para que la sonrisa no se borre nunca de mi alma.

No sé por qué no siempre tengo tanta fe como quisiera. Me cuesta creer en la luz cuando vivo en medio de la noche, sin poder ver. No logro creer en el calor cuando sufro el frío que congela mi alma. Imposible creer en la humedad de la lluvia torrencial cuando toco la sequía. Sé que la falta de agua cuestiona mi fe en el agua, en mi deseo profundo de poder calmar la sed. Mis miedos me hacen pensar que no hay salida. Y mi ceguera no me deja ver al sol abrirse paso entre las nubes. Mi soledad me duele y me hace dudar de los abrazos que apaciguan el ansia. Las derrotas me hacen dudar de posibles victorias futuras. Dibujo sobre el azul del cielo la llama de una hoguera que no se apague nunca. Como si quisiera que todo estuviera ardiendo en mi interior, a mi alrededor. Se quemarán los fríos y se calmarán los vientos. Dibujo a tientas la luna en un paisaje muy claro, oscurecidas las estrellas. Para no dudar cuando todo se torne oscuro, poco claro y nada entienda. He aprendido a beber en fuentes escondidas, el agua más pura. Y me he ilusionado con futuros posibles que aún no veía. He descubierto oculto bajo la tierra una perla escondida, esa que todos soñamos. He caminado lleno de luz por caminos desiertos. Y he bebido un agua clara que no sé cómo da luz a los ojos. No me escondo por miedo detrás de mis deseos. No soy más que nadie, tampoco menos. Dejo de medir las cosas y a las personas. No hay vidas mejores, vidas más santas. Sí las hay más logradas o felices. Pero no depende tanto de lo que se posea, de los sueños logrados, de las metas alcanzadas. La felicidad cuando más se busca más se esconde. La llevo dentro del alma. Cuando menos la persigo aparece como por arte de magia en medio de mis tropiezos. He levantado la luz para descubrir bien el camino, un farol humilde rompiendo la noche. He sentido el frío muy dentro de mi alma. He balbuceado ciego el nombre de lo que amo. Y he palpado a ciegas la piel del cielo. Me levanto de nuevo como cada mañana a dibujar mis días con colores más vivos, más profundos. Llevo en el alma impresa la faz de mi esperanza, de ese Cristo que vive muy dentro, en lo escondido. Sé navegar sin rumbo y a la vez sé el destino. No le tengo miedo al fracaso que me aventuran algunos. No dudo de que las fuerzas nunca serán suficientes, ni el tiempo, ni la alegría, no lo espero. Me sé pequeño, muy torpe y niño. Y Dios actúa en mí, a través de mi debilidad. Comenta el Papa Francisco: «Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad». Es mi pobreza la que Él ama y mi indigencia. Pero sé al mismo tiempo que los ríos bajan de la montaña soñando el mar en su cauce. Así voy yo tan sereno, sabiendo que la vida es corta y lleva al cielo. No dejo de aventurarme dentro de cada mañana, siempre todo puede hacerse nuevo. Me visto con la esperanza como traje y como canto la calma. Así voy yo cada día lleno de esa paz bendita que sólo Dios sabe darme. No le tengo miedo al frío, ni a la nieve, ni a los hielos. Me río de las desgracias que parecen amenazarme, todo pasa. Mi seguridad está en el cielo y en el Dios de mi camino, ese que pisa mis pasos y me abraza si estoy solo. He descubierto el sentido de tanto remar sin vientos. He palpado ese dolor de la pérdida, de la ausencia, dentro de mí, dentro de otros. No le tengo miedo ya a los imposibles necios que dibujo hoy con calma. Esos que llenan de polvo mi caminar por la playa y me hacen soñar el cielo. No dejo de apapachar, de abrazar con el alma, a todos los que más sufren. Porque el sol siempre me muestra que puedo dar más, que puedo ser más de todos, más niño, más sabio, más pobre, más alegre. No quiero desesperarme cuando es nada lo que logro. No dejo de esperar a ese Dios que me llena en medio de mi indigencia y le da sentido al camino que recorro. Necesito hallar consuelo para poder dar consuelo. Conozco muy bien la sed que sufre el mundo, yo mismo la tengo dentro. Y sé que nada la sacia, sólo Dios colma mis ansias y me llena de esperanza. Quiero dar paz con mis labios, con mi vida y mis palabras. Quiero abrir caminos ocultos, despejar los que están escondidos bajo ramas por los bosques. Me adentro abriendo nuevas rutas, despejando ilusiones. No le tengo miedo ya a perder la vida entera en misiones imposibles. Puedo amar hasta el extremo, puedo dar hasta que duela, puedo ser más cada día y a la vez hacerme pequeño, para que sea Cristo el que venza. Llevo dentro de mi alma el sueño de una esperanza. Y camino convencido de que nada podrá quitarme nunca la fe en ese Jesús que me ama. Él le da sentido a la cruz, cuando cargo con ella. Y me hace ver que el sol aparecerá al acabar la noche. ¿Por qué temo? Si Él va conmigo y me salva. Me sostiene y me alienta. Y me llama por mi nombre para decirme que me ama. Que ya me ha salvado. Que está dentro de mí y no me va a dejar nunca. Incluso cuando crea que estoy solo en la batalla. Su bendición está sobre mí y me cuida. Nada podrá hacerme daño porque soy suyo, vivo en su presencia. 

Me gusta meditar sobre la misericordia de Dios. Tal vez porque la necesito y porque veo que yo no soy misericordioso. Y exijo justicia y cumplimiento. Salvo cuando soy yo el que caigo y entonces sí pido el perdón. Medito la historia de Jonás: «En aquellos días, vino la palabra del Señor sobre Jonás: - Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo. Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando: - ¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida! Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive». Me gusta mucho este profeta rebelde que no entiende a Dios. No quiere predicar la conversión porque no quiere que el pueblo se arrepienta y reciba el perdón. Es paradójico. Recorre la ciudad predicando la conversión y cuando aparentemente tiene éxito y cambian de conducta, él no entiende a Dios. No quiere que Dios se arrepienta de su juicio y los perdone. No cree en la misericordia como camino de vida. Cree más en la justicia, en el pago a cada uno por lo que ha hecho. El mal se paga siempre con un castigo. Y el premio es para aquel que obra bien. Si no es así el corazón no aprende. Me vuelvo blando al ver a un padre que siempre me perdona y pasa por alto mis caídas. No conozco esa misericordia que me hace mejor persona. Necesito ser perdonado en mis debilidades y encontrar que Dios nunca me rechaza haga lo que haga. Esa experiencia sana todas mis heridas. Comenta José Antonio Pagola: «Cuando os sintáis rechazados Dios os está mirando con misericordia. Escuchad vuestro corazón. Dios está con vosotros. No os abandonará jamás. No lo merecéis. Nadie lo merece». No merezco el rechazo ni el abandono. No merezco el perdón tampoco. Todo es gracia, no lo quiero olvidar. Dios me ha creado imperfecto y tendrá paciencia conmigo. Será misericordioso cuando vea que no estoy a la altura del ideal que ha sembrado en mi alma. Me mirará con paz al ver mi pobreza. Jonás se somete, obedece a Dios y predica. El pueblo se convierte y obtiene la misericordia. Y entonces se rebelará contra ese Dios que es bueno y paga lo mismo al que trabaja todo el día que al que llega al final del día. Cuesta ese Dios que ama de esa forma a sus hijos. Cuando medito esta historia pienso en lo lejos que estoy de la verdadera misericordia. Creo en la justicia, en el castigo, en la pena. Creo en hacer el bien y evitar el mal. En cumplir y no dejar pasar las oportunidades que tengo ante mis ojos. Pero no acabo de creer en las palabras del salmo: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor». ¿Será realmente Dios tan misericordioso como escucho? ¿Puedo estar tranquilo y creer en esa mirada compasiva sobre mis obras cada vez que no estoy a la altura de lo que soñaba alcanzar? ¿He palpado la ternura de Dios en mi vida? ¿Qué he aprendido en mi hogar, en mi familia? ¿Cuál es la imagen de Dios que guardo muy dentro al haber abrazado a mi propio padre en su pobreza? No pienso en esa imagen que guardo en la cabeza, porque esa imagen de Dios tal vez sí crea en la misericordia. Doy un paso más y pienso en mi corazón. Al corazón le cuesta más aprender y después desaprender lo aprendido. Tarda más que la cabeza que puede encontrar razonable ese perdón de Dios. Pero el corazón no es así y graba experiencias y desde lo vivido interpreta y mira por un tamiz la vida que le rodea. Así es el corazón que mueve mis pasos. Más que mis ideas, más que mi cabeza, cuenta mi corazón. Es ahí dónde se imprime el sello de ese Dios que he conocido dentro de mí. Ese Dios en el que creo y al que sigo. Actúo de acuerdo con sus normas. ¿Cuáles son? Ese Dios me muestra el camino y la forma de entenderlo todo. Hoy le digo a mi Dios como una súplica: «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque Tú eres mi Dios y Salvador. El Señor enseña su camino a los humildes». Quiero que cambie Dios mi corazón que se ha acostumbrado a la justicia y al deber. Mi corazón que cree en el castigo y en el premio que mantienen el orden y la paz. El que no trabaja que no coma. El que obra mal que reciba su merecido. El que no construye el bien a su alrededor que sea castigado por ello. Creo en la exigencia que pretende sacar lo mejor de mi débil corazón. Me cuesta creerme que baste el arrepentimiento verdadero para volver a empezar con el alma en paz. ¿Dónde quedan la penitencia y el cumplimiento del castigo? Sin ese pago de las deudas nadie puede cambiar de verdad. Es lo que tengo grabado en el alma y tal vez por eso juzgo tanto en mi corazón a los demás y a mí mismo. No me permito ninguna caída y no tolero que los demás sean tan imperfectos. Los condeno con facilidad y no veo tan factible que mi mirada misericordiosa pueda mejorar sus pasos. Si no los reprendo y exijo acabarán siendo débiles toda su vida. Si no soy un pilar que sostiene sus vidas se caerán una y otra vez sin remedio. Necesito creer más en la misericordia de Dios para ser yo misericordioso. Necesito el perdón para poder perdonar. Que todo pase por mi corazón.

El momento es apremiante. El instante que vivo ahora, el presente que toco es lo que cuenta. Dios viene a mi vida ahora, en este momento en el que me encuentro. Hoy dice el apóstol: «El momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina». En el presente en el que sucede mi vida, ahí está Dios saliendo a mi encuentro. Y tengo que vivir como si lo que ahora temo, no valiera la pena temerlo. O lo que ahora me angustia, no precisara mis angustias y ansiedades. Porque el mundo que veo ahora pasa y todo descansa en el corazón de Dios. Y entonces sé que Dios viene para cada ahora, en cada momento de mi vida, para salvarme, para enseñarme a vivir. Viene a mi rutina diaria, a mi vida cotidiana y me mira a los ojos: «Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago». Simón y Andrés estaban pescando que era lo que sabían hacer. Viene a sus vidas en ese preciso instante en el que son normales y hacen lo normal. Hacen lo que les gusta, cumplen con su deber, intentan sacar suficientes peces para poder vivir como familia. ¿Estaban buscando algo más en sus vidas? ¿Tenían una motivación más honda que movía sus pasos? La semana pasada escuché que Andrés busca a Jesús, lo sigue y pasa todo el día con Él. Lleno de alegría regresa a casa y se lo cuenta a su hermano Simón. Hoy están los dos hermanos pescando y viene a verlos Jesús. Pasa por sus vidas y se detiene ante ellos. En el otro evangelio contado por San Juan son ellos los que van a vivir con Jesús un día completo y entran en su cotidianeidad. Hoy es Jesús el que entra en lo cotidiano de sus vidas de pescadores. Están pescando y llega Jesús a amarlos. Parece que ellos no buscan al Mesías. O tal vez sí están buscando y en su interior hay una búsqueda constante. Lo cierto es que Jesús irrumpe en sus vidas, en mi vida, cuando menos lo espero. En la espiritualidad india hay una ley que dice: «En cualquier momento que comience es el momento correcto. Todo comienza en el momento indicado, ni antes, ni después». El comprender que las cosas suceden en el momento correcto me da paz. Ni antes ni después. Es en este momento. La pandemia ha llegado en el momento correcto. En mi corazón tal vez hubiera preferido antes o después, o nunca. Pero eso no importa, ha llegado cuando tenía que llegar. Aceptar que las cosas suceden en el momento correcto me da paz, me quita el miedo y la ansiedad. Es el mejor momento de mi vida para que esto ocurra. Entender así la vida me permite vivir con una paz honda y segura. Jesús también llega a mi vida en el mejor momento, en el correcto. No cuando yo se lo exijo, sino cuando Él ve que mi corazón está preparado para su venida. En ese momento se detiene delante de mi pesca. Si yo no estuviera preparado seguiría pescando sin entender que viene para mí. Si yo no estuviera buscando algo le cerraría la puerta y Jesús tendría que pasar de largo. Comienza todo en el momento correcto. Cuando mi alma está abierta y dispuesta a cambiar de vida. Tal vez antes no existía esa predisposición positiva. Decía Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio: «Hoy puede ser el momento de ver nuestra verdad. La esperanza sale a mi encuentro. Una persona, Cristo vivo». Estoy viviendo tiempos difíciles. Tal vez es la oportunidad para encontrarme con Dios en mi vida y que algo comience a ser diferente, mejor, más hondo. Me gusta pensar que la vida se juega en esos instantes en los que tengo que tomar una decisión. O me detengo o sigo de largo. O abro una puerta y paso por ella, o espero a que la puerta se abra. O vivo tranquilo como si nada fuera a pasar o estoy en tensión atento a la llegada de Aquel que puede cambiarlo todo a mi alrededor. Vivir el presente pasa por estar atento, lo tengo claro. El mundo cambia constantemente. Todo sucede a una velocidad vertiginosa. Es imposible estar atento a todo. Y corro el riesgo de vivir pendiente de todo lo que sucede fuera de mí, pero incapaz de ver lo que ocurre en mi corazón. Puedo vivir desparramado en las cosas del mundo y ajeno totalmente a lo que Dios susurra dentro de mi alma. Jesús me llama por mi nombre dentro de mí. Viene a mi pesca, en medio de mi rutina. Y quiere pescar conmigo, quiere quedarse conmigo. Si yo no me detengo en el presente de mi vida y escucho atento las cosas sucederán sin que yo decida nada, sin que yo haga nada. Pasará Jesús de largo y no lograré verlo ni escuchar su voz. Me gusta vivir así, atento, en tensión, dispuesto a escuchar su voz y saber lo que quiere que haga con mi vida, con mis horas.

Y Jesús entonces los invita a ser pescadores de hombres: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó». No dejarán de ser quienes son, ni de hacer lo que saben hacer. Saben pescar. Calculan cuándo los peces estarán más abiertos a dejarse pescar. En la noche se adentran en la oscuridad con sus redes listas. El pescador conoce el mar, conoce la vida de los peces, sus hábitos, su necesidad. Si ellos quieren pescar hombres tendrán que conocer al hombre, saber sus inquietudes, conocer sus miedos y angustias. Así quiere que sean ellos, conocedores del corazón humano. Es lo que Jesús va a hacer con ellos, por eso los invita a ir con Él a cualquier sitio y a vivir siempre a su lado. Es ese el misterio del cristianismo. Jesús se abaja sobre el hombre para cautivarlo con su presencia. Lo enamora, lo ata a su corazón. Jesús me conoce en mis necesidades más hondas y respeta mi forma de ser. Eso basta para que la invitación cautive a esos pescadores. Podrán seguir siendo ellos mismos. Y al mismo tiempo sus vidas cambiarán para siempre. Se hará más grande su mar. Y su pesca será más milagrosa. Por eso responden con prontitud: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él». Pedro, Andrés, Juan y Santiago se ponen en camino inmediatamente. La fuerza de la llamada y la rapidez de la respuesta me emociona. Siempre me ha impresionado su sí alegre y convencido. Dejaron su oficio, lo que sabían hacer, para vivir sin hogar siguiendo a Jesús por todas partes. Su respuesta me enamora. Me gustaría ser como ellos. Responder como ellos al unísono y sin pausa, sin miedo. Lo dejaron todo de golpe y lo siguieron. Se pusieron en camino, renunciaron a sus sueños de antes. Renunciaron a sus amores del momento. Dejaron sus redes caídas y emprendieron una nueva aventura. Esta vocación de los discípulos siempre me impresiona. No tienen miedo a quedarse sin nada. Es como si la certeza de la llamada eclipsara todo a su alrededor. No contaba nada más que la vida que se jugaba en presente de la mano de Jesús. Dejaron de hacer cálculos. Dejaron de medir las horas. Y se confiaron en una llamada que prometía llenar todos sus vacíos. Me gustaría ver siempre a Jesús en mi vida llamándome a estar con Él. Es la vocación de todo cristiano. Una llamada a dejar las redes de mis ataduras, de mis miedos y esclavitudes. Dejar las redes de mis pasiones desordenadas, de mis hábitos que me pierden. Es la llamada de Jesús una llamada a amar bien, a los hombres, a amar los sueños y a amar la vida. Dios me llama a amar como Él me ama. Quiere que aprenda a amar.  «Te amo en Dios, te amo a través de Dios, o amo a Dios a través tuyo y te amo por Dios. Más aún: te amo plenamente y amo a Dios plenamente. En ti amo plenamente a Dios y amo plenamente a Dios en ti. Esta disociación entre amor a Dios y a los hombres me resulta absolutamente inconcebible. Hagámoslo sencillo nuevamente: ¡amemos, sin más! ¡Dios no nos ha llamado de la nada para que nos atormentemos y torturemos mutuamente, para que tengamos miedo del amor!» . Dios integra en mi vida el amor a Él y el amor a los hombres. Quiere que ese pescar hombres en mi vida tenga que ver con amarlos. No quiere que los lleve donde no quieren ir. Sino que los ame como Jesús los ha amado, en su verdad. Que los ame respetándolos, cuidándolos, dejándoles ser quienes son. Esa es la forma de pescar de Jesús. Me ama de tal manera que mi respuesta de amor es inmediata. No lo amo como una obligación, como un deber. No lo quiero porque Él me haya querido a mí antes y yo me sienta obligado a corresponderle. El amor de Dios provoca mi amor, lo despierta. Y entonces salgo como Él al encuentro de los hombres para amarlos. Pescar es igual a amar y dar la vida por aquellos que Dios pone en mi camino. Me hago responsable de lo que amo: «Eres responsable para siempre de lo que has domesticado!» . La palabra pescar no expresa la vocación a la que me llama Jesús. Significa que Él quiere que siga siendo yo mismo en mi entrega a Dios. Que siga amando pero ahora desde Dios. Soy pescador de hombres como lo es Jesús. Pesco a su manera pero desde mi verdad. Pesco amando, buscando, cuidando, acompañando. Es la pesca milagrosa que Dios hace con mi vida cuando soy capaz de amar por encima de mis miedos y límites. Sólo Dios lo hace posible. Y estalla dentro de mí un cambio que me transforma por dentro. Él me enseña a ser amante.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

lunes, 25 de enero de 2021

La Septuagésima.


 

Durante más de mil años, en la Iglesia existió un tiempo litúrgico que servía de transición entre las alegrías del ciclo de Navidad y la penitencia cuaresmal: el tiempo de la Septuagésima.


Este tiempo inicia con el domingo de la Septuagésima, que se celebra el tercer domingo antes del Miércoles de Ceniza, y que corresponde al 64º día antes de Pascua. Es decir, el próximo domingo.

El segundo domingo previo al Miércoles de Ceniza es el domingo de la Sexagésima y el inmediato anterior es el de la Quincuagésima. Estos tres se agrupan en el tiempo de la Septuagésima.

Su origen se remonta a que en algunas comunidades el ayuno previo a la Pascua iniciaba cuarenta días antes (quadragésima, cuaresma), otras cincuenta (quincuagésima), otras sesenta (sexagésima), y otras setenta (septuagésima). De ahí las denominaciones de los domingos. Finalmente se fijó la cuaresma, pero se mantuvieron los domingos previos como un periodo de transición.

Hoy se conserva en la forma extraordinaria del rito romano. En la forma ordinaria, este tiempo ha pasado a ser parte del Tiempo Ordinario o Per Annum.

Durante la Septuagésima se usan ornamentos morados. En las Misas del tiempo se omite el Gloria y se dice el Benedicamus Domino al final; y en todas las Misas, después del Gradual se lee el Tracto en vez del Aleluya.


Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 23 de enero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 24 DE ENERO DE 2021

  



24 de enero de 2021

 

Hermano:

 

«Qué buscáis? Le contestaron: - Rabí, ¿dónde vives? Él les dijo: -Venid y veréis. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; era la hora décima».

«Vivir merece tanto la pena que justifica el esfuerzo de dar la vida, de enterrar la semilla, de dejarse uno el alma hecha jirones por los caminos».

El Principado implanta una estrategia de medidas restrictivas basadas en criterios demográficos e indicadores de riesgo para anticiparse al recrudecimiento de la pandemia.

 La norma prevé cierres perimetrales de concejos, la clausura del interior de los establecimientos hosteleros y reuniones de un máximo de cuatro personas cuando la situación lo aconseje.

La Consejería de Salud seguirá monitorizando a diario la evolución de los casos en todos los municipios para adoptar decisiones.

La nueva resolución, que se publicó el lunes en el Bopa, entró en vigor a las 00:00 horas del martes, 19 de enero.

Cuesta entender los caminos de Dios, aceptar la vida y aceptar la muerte. El sentido del final y la esperanza que guardo en mi alma de un sueño que es eterno. Lo he soñado eterno. En ocasiones el corazón se turba y parece que el final de un camino es más que un final, una puerta al cielo, una puerta a la vida para siempre, con mayúsculas. Me rebelo por dentro, como si quisiera cambiarlo todo. Entiendo que compartir los sueños en la tierra deja algo de nostalgia, algo por acabar, algo por cumplir. Como un llegar anticipadamente o un no llegar del todo. Como un amanecer claro lleno de luz o un atardecer con nubes que todo lo confunden. Vivir merece tanto la pena que justifica el esfuerzo de dar la vida, de enterrar la semilla, de dejarse uno el alma hecha jirones por los caminos. Sé que el amor sostiene la vida porque una sonrisa vale una eternidad, una sonrisa disparada al cielo. Y al mismo tiempo palpo cómo la tristeza opaca la luz de la esperanza y todo se torna gris, a media luz, poco claro. Es verdad que llevo escribiendo muchas palabras que guardan la historia de forma misteriosa y desvelan torpemente la grandeza de una vida. No sé bien cómo hacer para tejer los sueños y que sean como yo deseo. Tal vez debería aprender de los niños que sólo se ofuscan un instante ante el juguete roto y pronto pasan a vivir otra historia, otra aventura, otro sueño. Pero no soy tan niño y el amor duele, y lo vivido. Me duele el alma al dejar partir a los que quiero. El corazón sostiene en pedazos la vida rota. Intento recomponer la luz de tantos futuros posibles que se escapan entre los dedos. Merece tanto la pena vivir hasta el final la vida, sin importar mucho que las cosas sean perfectas. Sin dejar pasar los días sin intentar darlo todo. Sin olvidar los momentos en los que de mí depende amar, sin guardarme nada, sin miedo al futuro. Por una sonrisa ancha, grande, merece todo la pena. Esa sonrisa que habla de una paz honda y de un misterio. Porque detrás de cada sonrisa se esconde toda una vida. Sagrada porque es de Dios y de los hombres a medias. Me consuela saber que ya reirá para siempre. Y no tendrá más dolor, ni más penas. Mientras tanto sigo soñando con una vida grande, con una sonrisa ancha, con una esperanza ciega, con un amanecer eterno y un enterrar bien la vida, hasta que dé fruto en el cielo. Sigo soñando y no temo. Merecen la pena los sueños soñados juntos. Y el camino recorrido es un don que hoy agradezco. Miro hoy la muerte cara a cara, y la vida. «Durante las veinticuatro horas anuncio la muerte de Cristo hasta que Él vuelva en la nueva santa misa. Cada día muero. ¿Acaso no podemos comprender también esa expresión en el sentido de la frase que dice: constantemente muero a mi propio yo?» . En cada eucaristía toco la muerte y la vida en un mismo momento, en un mismo gesto. Realizar el misterio de ese amor tan grande me da la vida. Así es mi vida cada día y me sorprendo ante la muerte que es cotidiana. Un morir como el día al atardecer para nacer a una vida eterna en un amanecer nuevo y siempre repetido. Ante la pérdida de ese presente que tanto amo, siento vértigo. No quiero perder el tiempo que se me concede. Una vez más constato la fugacidad de mis días. Hace nada estaba en el comienzo del camino. Y ahora ya he pasado más de la mitad de mi vida. Sin saber nunca el día ni la hora. A veces pienso que yo lo controlo todo. O eso es lo que intento de forma tan torpe y banal. Como si yo pudiera poner un final feliz a mis días o postergar la hora más temida. ¿Pero acaso no amo el cielo? Tanto predicar del paraíso me ha hecho desear más que no llegue su momento. No lo entiendo. Digo que amo a un Dios que tiene preparada para mí una mansión en el cielo y me aferro a los días que se me escapan queriendo que no se acaben. Y me asombro ante la muerte temprana de mis amigos. Ante la partida de los que amo. Y digo tratando de hallar consuelo que ya están en paz, que ya descansan habiendo entregado la vida. ¿Cómo podré hacer yo para morir santamente? ¿Cómo dejar ordenada mi alma antes de la partida? No será ese día un camino de rosas en el que todo encaje y esté en orden. No es así la vida, me llegará de improviso la partida y me aferraré con mis manos al último aliento que me quede, a lo último que mis ojos miren. ¿No es tanta mi fe? ¿O es muy grande el amor a estos días que vivo y disfruto, en los que sufro y amo y sonrío? Lloro ante la hora de la muerte de los que amo. Y no cierro la puerta a la evidencia de una vida con sentido. Aunque no entienda los momentos que Dios elige. Y sigo confiando en que su mano me ayudará a elegir el camino más pleno, para mi alma enamorada de la vida. Sólo espero que los días los viva con conciencia, con paz, atado a Dios desde lo más hondo de mi alma que anhela el cielo.

En ocasiones necesito un abrazo, un «apapacho», para seguir caminando. Esta palabra en Náhuatl significa «caricia del alma». Es quizás sólo eso lo que necesita mi alma en ciertos momentos. Es quizás ese abrazo interior el que nos sostiene a todos. Cuando el corazón duele o la nostalgia es demasiado pesada ese «apapacho» interior me llena de alegría. Es tal vez esa caricia del alma la que necesito en este tiempo de pandemia en el que me han quitado los encuentros y me han cerrado las calles. Me han pedido que no vaya a cualquier sitio y no exprese efusivamente lo que siento con abrazos y caricias. Despedir sin fundirme en un abrazo y saludar sin cercanía es artificial. Entonces el alma siente la distancia y duele por dentro, muy hondo. Y es el alma la que necesita ser acariciada. ¿Cómo se apapacha el alma? ¿Cómo apapachar el alma de los que sufren, de los que están solos, de los enfermos en los hospitales o confinados en sus casas? ¿Cómo abrazar sin tocar al que llora por dentro? ¿Cómo se acaricia sin caricias y se abraza sin abrazos? Una forma sutil habrá inventado Dios para hacerlo. ¿Cómo me acarician en su vuelo los que ya han partido dejando en su ida una estela de luz y de vida? Es esa una forma extraña de abrazar que desconozco. Pero sé que lo hacen de una forma honda tocando por dentro mis entrañas cuando parten, porque no se van lejos, se quedan cerca, a mi lado, caminando en mi vida y empujándome cuando cuesta subir los caminos. Siguen siendo parte de mi presente y me mandan saludos que yo siento por dentro. ¿Cómo acaricio yo a los que están lejos o ya se han ido a ese cielo con el que yo también sueño? Me inventaré una forma nueva. O será la misma de siempre, la de Jesús al irse y dejarnos tan solos. Con esa presencia espiritual que muchas veces no siento y no palpo. Mi alma quiere sentir ese «apapacho» eterno, del cielo, de Dios dentro, muy dentro. Me acostumbro entonces a hablar sin palabras, con silencios profundos, con caricias hondas. Me acostumbro a caminar sin mover los pies, con el andar tranquilo de mi propia alma. Me acostumbro a abrazar sin alzar los brazos, tendiendo un silencioso vínculo que une alma con alma. Así es en este tiempo extraño que vivo y me enseña el valor de las cosas pequeñas, de esas que de verdad importan. Sé que Jesús lo hace así cada día conmigo. En su presencia constante a mi lado, me habla, me acaricia, me ama. ¿Acaso no reconozco muchas veces en mis lágrimas, o en mis risas, o en mis silencios más profundos su presencia llena de amor? Sí, ahí está conmigo, a mi lado y oigo su voz como un día Samuel aprendió a oír la voz de Dios en su interior: «Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: - Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: - Habla, Señor, que tu siervo escucha». Él no conocía a Dios: «Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado la palabra del Señor». Ese día descubrió su voz. Yo también la descubrí un día en medio de mi camino ¿No la conozco de nuevo cada día yo que la he escuchado más de una vez? Me habla en susurros y en silencios. Me habla en soledades que son sus caricias, tan extrañas a veces. Me habla en vacíos que son sus abrazos, y sostiene así mi pena. Y yo reconozco su presencia caminando, corriendo a mi lado, para que nunca me aleje de su lado. Sé que es Él, lo toco sin tocarlo, lo oigo con el corazón y está muy presente en mi vida. Es un «apapacho» espiritual que yo necesito. Es como esa nieve blanca que cubre mi alma sin hacer ruido. Y con el paso de los días, pesa su presencia y noto su canto. Reconozco que me gusta mucho esa presencia tan silenciosa, tan callada, tan blanca dentro de mi alma. Me han quitado posibilidades en este tiempo, me han cerrado puertas cuidando mi vida. Pero no me han bloqueado los sentidos del alma con los que soy apapachado y yo mismo apapacho. Quizás me acostumbro así a expresar el amor de otras maneras, o la cercanía, o mi afecto más hondo. Soy creativo y descubro nuevas formas porque la inquietud del alma nadie me la puede quitar, soy un soñador empedernido. No podré dar esos abrazos o juntarme físicamente con todos aquellos a los que quiero. Y aun así descubriré nuevas rutas para cruzar océanos y llegar a otras almas, aunque también como la mía estén cubiertas de nieve. Me vuelvo más sensible a los gestos de cariño, más empático sintiendo lo que sufre el que va conmigo. El lenguaje no verbal vale más que antes, más que mil palabras. Lo que mi cuerpo expresa, o mis gestos de cercanía muestran, es lo más valioso. Valoraré más que antes las palabras escritas o las dichas en voz alta y los silencios guardados. Sentiré que está cerca el que vive más lejos. Y entregaré a Dios con mis silencios y gestos, con mi voz y con todo el amor de mi alma. Lo haré en oración, sin muchas palabras, sin canto, en la hondura. Quiero conocer a Dios en todo lo que me pasa. Saber que es su abrazo sutil el que me toca por dentro. Comprenderé que me habla sin palabras, yo lo entiendo. Me ama sin abrazos, yo lo siento. Me busca sin detenerme, yo noto sus gestos. Así me he vuelto más de Dios, más niño, para abrazar la vida, más sensible, más blanco como Dios mismo.

Creo que me gusta hacer mi voluntad antes que la voluntad de otros. Si quiero algo lo persigo, lo lucho, me empeño en alcanzarlo. Y cuando lo consigo el alma se relaja y encuentra la paz. Pero luego otra vez vuelvo a la lucha, como si me empeñara en luchar contra molinos de viento que parecen oponerse a todos mis deseos. Quiero un bien, deseo alcanzar una meta, me vale ese objetivo que se dibuja ante mis ojos como un ideal a alcanzar. Mi voluntad por encima de cualquier otra, mi deseo delante de cualquier otro deseo. No sé por qué se envenena mi corazón con rabia cuando no logra llegar lejos y tocar el bien anhelado. Mi voluntad, lo que quiero que se cumpla, la realidad soñada que dibujo en mi corazón. Siempre mi voluntad. Y hoy escucho la historia de Samuel: «Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y llamó como las veces anteriores: - Samuel, Samuel. Respondió Samuel: - Habla, que tu siervo escucha». Me encanta su búsqueda de niño. No conoce a Dios y al final lo descubre. Dios lo llama por su nombre y él se pone en camino. Siempre me ha gustado la vida de Samuel. Un buscador del querer de Dios. ¡Qué lejos estoy de esa actitud dócil de niño! ¡Qué lejos de ese hombre recio que se levanta por encima de sus propios deseos y se pone en camino dejando a un lado sus propios caprichos! Mi voluntad quiere el bien. Mi corazón sueña con poseer lo que cree le hará feliz. Un plan, un viaje, un bien, una amistad, un amor, un sueño. Esa voluntad trato de que coincida con lo que Dios quiere. Si es bueno seguro que lo querrá Dios, pienso. Él quiere que sea feliz, que no sufra. Quiere que viva, que no muera. Por eso le suplico tantas veces por la salud de las personas que amo. Quiero que se sanen, que Dios cumpla mi deseo y el del enfermo. Porque la muerte es un mal. El aguijón que entró en el mundo sin quererlo Dios, porque Él nos soñó eternos. Y quiero que mi voluntad sea real. Y me turbo y enfado cuando no sucede la sanación y tiene lugar la muerte. Cuando el bien soñado no se realiza y sí ocurre ese mal que tanto temo. Y entonces sufro por dentro con angustia. No se ha cumplido mi deseo. El Dios de mi voluntad, el hacedor de mi dicha no es tan poderoso. No puede intervenir, no lo hace. No cumple mi voluntad. ¿Puede ser su voluntad la muerte? Seguro que no, Dios sólo la permite. Pero no interviene cuando se lo he pedido. ¿Para qué rezo tanto? No sé el fruto de mi oración, pero muchas veces, cuando pido por un enfermo, sé que Dios le va a dar paz, o esperanza, o algo de luz en el camino. Deseo su sanación pero también deseo que tenga paz sea cual sea el desenlace. No entiendo esos planes de Dios, porque Dios nunca quiere el mal. Tal vez en el cielo veré todo más claro, o quizás entonces las preguntas de ahora ya no requerirán una respuesta, lo veré todo más claro con más luz. Y mientras tanto sigo deteniéndome ante Dios con los ojos de Samuel: «Aquí estoy, porque me has llamado». Me llama Dios y yo corro a escuchar sus deseos. ¡Cuánto me cuesta entender sus planes! ¡Qué difícil interpretar entre las sombras la luz de su voluntad, de sus deseos! «El corazón no se ha entregado y abandonado a sí mismo de manera perfecta, ni se ha regalado ni entregado incondicionalmente a Dios, a sus deseos y a su voluntad. Por largos trechos de nuestra vida debemos contentarnos con ser un instrumento manifiestamente imperfecto en las manos de Dios. Nuestro carácter de instrumentos crece sólo lentamente, aplicando todos los medios disponibles con ayuda de la gracia, hacia grados más altos y perfectos» . Me encuentro en ese estado imperfecto del instrumento que lucha orgullosamente porque se cumplan sus deseos. Quiero mi voluntad, no el camino que Dios me propone. Quiero que se haga lo que yo sueño, no el otro camino, esa realidad que se presenta ante mis ojos como un camino real y concreto. Es tan verdadero que no puedo taparlo, ni esconderlo bajo las sombras. Esa voluntad suya se dibuja ante mis ojos en lo que estoy viviendo. Pero yo me resisto en mi orgullo a hacer su voluntad. Quiero que la mía se imponga por encima de todas las apariencias que parecen negarla. Necesito más docilidad, más pobreza, más humildad para correr como Samuel hasta los pies de Dios y decirle que sí, que lo amo, que sea lo que sea lo que me suceda le doy de antemano mi sí, mi corazón entero para que con Él haga lo que Él desea. Ese camino que estoy viviendo es su voluntad. Yo la elijo de nuevo. Le doy el sí a lo que me agrada y a lo que no me gusta. Digo que sí a lo que se presenta como una realidad innegable. Dios me ama en lo que vivo ahora. Y yo quiero que mi voluntad coincida con la suya. Tantas veces no sucede. Y siempre le repito lo mismo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Porque soy suyo, le pertenezco. Y sé que tiene sentido esa frase: «Si quieres hace reír a Dios, cuéntale tus planes». Y aun así se los cuento, porque me quiere y yo soy un niño en sus manos. Y le digo lo que deseo, lo que he soñado. Y luego Él sonríe. Yo a veces lloro, cuando me duele la vida. Y aún así miro a Dios de nuevo, conmovido. Y le digo que estoy ahí, para hacer su voluntad y seguir sus caminos. Y entonces Él me sonríe. Y me llega la paz de pronto. En un abrazo del alma.

No me canso de meditar y contemplar esa primera llamada a los discípulos. Ellos ya habían encontrado a un maestro, seguían a Juan. Pero aún faltaba algo y ellos lo sabían. Juan les muestra a Jesús, ellos no lo ven. Y entonces, cuando Jesús pasa junto a ellos, lo siguen de lejos. Jesús se da cuenta y les pregunta: «En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: - Este es el Cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: - ¿Qué buscáis?. Ellos le contestaron: - Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?». ¿Es la curiosidad, o el deseo lo que mueve los pasos de Juan y Andrés? Quieren saber quién es ese hombre. Quieren conocer a Jesús y se acercan sin esperar que Él se dé cuenta. Pero Jesús los ve y les pregunta por qué lo buscan. O mejor aún, qué es lo que buscan. Esa pregunta ha recorrido mi alma muchas veces a lo largo de mi vida. He buscado muchas cosas. Me ha movido el deseo de una vida plena, el anhelo de un infinito inalcanzable, el sueño de tocar las estrellas. Me ha movido la curiosidad, siempre he sido curioso. Me han movido esas ansias mías por ser feliz, por alcanzar todo lo que sueño. He buscado con ojos de niño, de joven, de adulto. He escarbado en medio de los bosques queriendo encontrar la perla escondida. He subido montañas empinadas queriendo ver la flor oculta en lo alto de la cima. He deseado tocar la plenitud en noches de insomnio. Como un náufrago soñando la orilla salvadora. Como un buscador perdido que desea hallar lo que no posee. Así he vivido desentrañando misterios y deseando tocar la meta dibujada ante mis ojos. Hoy me detengo ante esta pregunta que resuena de nuevo en mi alma. ¿Qué busco hoy, qué deseo? Busco lo imposible. Y tal vez me detengo ante la realidad que me rodea queriendo que acabe la pandemia, que pase la enfermedad, que vuelva aquella normalidad a la que me había acostumbrado y ahora echo de menos. Me daría miedo responder que ya no busco nada, que me he cansado de esperar, y de buscar. Es tal vez eso lo que en ocasiones siente mi alma al verse vacía de sueños y deseos, vacía de logros. No quiero una vida así sin nada a lo que aferrarse. No quiero una vida hueca, vacía. Quiero una vida llena de sueños, insatisfecha, incompleta, siempre en camino. Es la vida que me gusta, la que deseo. Creo en esa promesa que Dios me hizo un día como a Samuel: «Samuel creció. El Señor estaba con él, y no dejó que se frustrara ninguna de sus palabras». También a mí me prometió que no me dejaría nunca solo, que no me abandonaría. Y yo le dije lo que repito cada mañana: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito». Es la promesa que se repite en mis entrañas. Le pertenezco a Dios para siempre: «¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?». Deseo escuchar lo que grita en mi alma y no reprimirlo con falsos miedos. Quiero ser yo mismo, lo sé, soy de Dios para siempre. Y no hay nada fuera de mí que pueda apartarme de Él. Sólo puede alejarme lo que hay dentro de mí, en mis miedos enfermos, en mis deseos inmaduros. Dios posa siempre de nuevo su mirada sobre mí y me pregunta: «¿Qué buscas?». Y yo quiero decirle que sólo a Él, que sólo quiero vivir a su lado, perder la vida bajo su presencia. Y, ¿qué hago con esos deseos que no son de Dios o no me hacen bien o me enferman? Lo tengo claro: «Negar el deseo no protege del mal, porque el miedo y la negación acaban reforzando, más que atenuando, estas dinámicas. La tarea consiste, más bien, en aprender a leer el deseo, en descifrar el alcance simbólico que lo caracteriza» . Detrás de mis deseos enfermos o desordenados hay siempre escondido un deseo más hondo, más verdadero, más alto y puro, más sublime. Un deseo que me habla de un ansia de infinito que tiene el corazón. Comenta San Agustín: «Tu deseo es tu oración; si tu deseo es continuo, también es continua tu oración. El deseo es la oración interior que no conoce interrupción» . Quiero escuchar ese deseo más hondo que ya es oración. No reprimo lo que deseo, lo que busco. Pero sí trato de encontrar esa montaña a la que tiendo, esa altura inconsciente a la que aspiro. Esa plenitud que dibuja mi corazón enfermo. Ese deseo elevado es el que busco con un corazón herido. Busco un amor que no pase y una entrega que sea correspondida. Busco una vida lograda y no una vida perdida. Busco una amistad en la que no hagan falta las palabras porque sobran, basta el silencio del abrazo. Busco una intimidad con Dios que no poseo. Busco una música que no deje nunca de sonar y calme todos mis miedos. Busco un camino fácil o difícil que puedan recorrer mis pies cansados. Busco metas lejanas, no importa cuánto, pero metas alcanzables. Y busco resolver problemas que tengan solución. Sueño con lo imposible hecho posible por la gracia de Dios. Todo eso es lo que busco.

Jesús me mira en esa misma tarde, a esa misma hora y cambia mi vida: «Él les dijo: - Venid y veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; era como la hora décima». Fueron y vieron. No sé bien qué vieron pero eso bastó para cambiar sus vidas. Vieron tal vez a Jesús sanando corazones con su presencia. Escucharon sus palabras o simplemente se sintieron en casa. Sintieron que la espera había valido la pena. A partir de ahora no tendrían otro sitio a donde ir. Y ya no necesitarían seguir buscando. A veces en mi vida he tocado a Dios como lo hicieron ellos ese día. Y he sentido entonces que mis búsquedas habían concluido. Que ya podía caminar en paz, porque no estaba solo, porque Él iba conmigo fuera donde fuera. Esa paz me alegra tan a menudo el alma. Siento su presencia y me calmo. Está conmigo, no me deja nunca. He ido y he visto muchas veces dónde vive. Y allí he querido quedarme. Recuerdo la hora y el momento. Y mi sonrisa torpe tratando de asumir lo que estaba pasando. Su mirada sobre mí, su paz dentro de mí alegrándome el día. Siento esa presencia dentro de mí que me llena por dentro. Y el saber que mis búsquedas han concluido. Porque va conmigo adonde yo vaya. No es al revés. Es Él quien sigue mis pasos para ver dónde vivo y vivir conmigo. La primera llamada fue el seguimiento de los discípulos. La llamada de Jesús ahora es al revés. Yo le llamo para que se quede a mi lado y no me deje nunca. Se calman todos mis miedos y siento una paz hasta ahora desconocida. Justo esto que vivo es entonces lo que siempre he deseado. Aun cuando no lo parezca y esté marcado por la cruz. Pero sí, Él está conmigo y todo tiene sentido. Aunque no lo entienda todo, ni sepa bien cómo podría haber sido de otra manera. Su presencia lo justifica todo y me da la paz. Sí, recuerdo el día, recuerdo la hora. ¿Cómo olvidar el momento del encuentro? Y entonces necesito contarlo. Así le pasa a Andrés: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: - Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)». Lo comparte con su hermano que también era un buscador como él. Ha encontrado al Mesías y tiene que contárselo. No puede callarse el misterio descubierto. No puede esconderse el tesoro encontrado. Me gusta la actitud de Andrés. No se guarda la alegría, la comparte. Creo que mi vocación es la de Andrés. Ir gritando por las calles que he encontrado a Jesús y que Él le da sentido a toda mi vida. No puedo callarme el hallazgo. Salgo gritando por los caminos. Me gustan las palabras de Khalil Gibran: «Quiero saber si puedes estar con alegría, tuya o mía, y si puedes danzar libremente y dejar que el éxtasis te llene hasta las puntas de los dedos de tus manos y de los pies, sin advertirnos de ser cuidadosos, ser realistas o recordar las limitaciones de ser humano». El que vive la alegría verdadera, honda y permanente no se la guarda. La lleva grabada en el pecho y no quiere ser cuidadoso, ni realista, ni ser consciente de las limitaciones. Esa actitud del que no puede guardar el fuego entre las manos o el agua en un pozo lleno de límites. Me gusta esa alegría que sube a las estrellas. La posesión imperfecta de una vida perfecta. El ilimitado contenido dentro de límites finitos.

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

miércoles, 20 de enero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 21 DE ENERO DE 2021

  


21 de enero de 2021

 

Hermano:

 Asturias suma siete fallecidos y otros 242 contagiados por coronavirus.

La tasa de positividad sigue por encima del 10%.

Los datos de contagios siguen en un nivel alto, pero han dado un pequeño respiro en la última jornada. Eso sí, son números del fin de semana, fechas en las que las estadísticas suelen contabilizar menos casos.

 La Consejería de Salud ha confirmado 242 nuevos positivos por coronavirus diagnosticados en una jornada en la que la mortalidad por la pandemia ha crecido con fuerza, al registrarse siete fallecidos de personas de entre 78 y 103 años.

Comienza el año y se abre una puerta. En la catedral de Santiago de Compostela en España, por ser año jacobeo, se abre la puerta del perdón. Se derriba el muro que la cubre y queda abierta la puerta para que los peregrinos puedan pasar bajo su umbral y experimentar la misericordia de Dios en sus vidas. Es lo que yo necesito para sentirme totalmente aceptado, integrado, amado. Pasar por esa puerta que se abre ante mis ojos. Sé que antes es necesario que un muro sea derribado. Una puerta oculta, la puerta del perdón. Entrar por una puerta tiene un significado muy hondo. En la Basílica del Nacimiento de Jesús en Belén hay también una puerta pequeña por la que uno entra agachándose, humillándose. La puerta se abre para que pueda pasar, para que mi vida pueda cambiar. Me gusta esa imagen de la puerta. En ocasiones no veo puertas que atravesar. Y me quedo quieto, paralizado, sin saber el camino a seguir. Me gustaría entender que mi vida comienza cuando paso por una puerta. Cuando entro a través de una puerta. O cuando salgo por esa puerta. Todo depende del momento de mi vida. He atravesado muchas puertas en mi camino. Unas veces implicaron un comienzo. En otras ocasiones era el final de algo, una puerta de salida. Pero recuerdo con cariño muchas de esas puertas que se dibujaron ante mis ojos. Tal vez tuvo que caer un muro que las cubría y entonces vi claro el camino. Puede que fueran muy pequeñas y no quería abajarme tanto para pasar por ellas. Especialmente guardo cariño a las veces en las que pasé por una puerta del perdón. Me agaché, me humillé, pedí perdón por mi pobreza, por mi pecado, y comencé un camino nuevo, un camino de salvación. Me gusta pensar en esa puerta del perdón que me lleva al corazón de Dios. Sólo ahí puedo descansar, en Jesús. En mi vida hay muchas puertas. Algunas dan al mundo, al exterior. Ahora muchas de mis pantallas son esas puertas que me vuelcan en el mundo que me rodea, con su dolor, con su violencia, con sus cosas bellas, con el amor que también veo. «Se han abierto de par en par ventanas y puertas (…), nosotros no sólo hemos mirado hacia el interior de la Iglesia, sino que también miramos hacia afuera, miramos hacia el mundo» . Puertas que se abren. Ya no puedo ponerle puertas al mundo tratando de que no entre en mi alma. Sería como querer poner puertas al campo. Pero yo tengo otra puerta interior que me lleva a lo más profundo de mi alma donde hay mucho misterio. Si abro mucho la puerta hacia fuera y nunca la cierro, corro el peligro de dejar cerrada la puerta que me lleva a encontrarme conmigo mismo. Comienza este año con una puerta y pienso que esa puerta interior es la que tengo que cruzar muchas veces para saludarme a mí mismo, para quererme más, para comprenderme. Y dejar que por esa puerta entre Dios. Él está a la puerta de mi alma y llama. Espera paciente. Jesús siempre aguarda. Apocalipsis 3:20: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo». No me niego a que el mundo me toque por dentro. No quiero detener el viento. Pero sí abro la puerta a Jesús. Este año es un año santo y el perdón es la puerta que me lleva al corazón de Dios. Dejo que entre y con Él quiero que entren también otras personas. No me cierro, no me aíslo, no me niego a la vida ni al amor. No dejo a un lado la confianza que me dan, los lazos que me tienden. Quiero al mismo tiempo guardar cerrada la puerta de mi alma. No me quiero derramar sin cuidado en el mundo. Dejando sin misterio lo que guardo escondido. Es mi verdad que guardo con pudor, con sana distancia. No quiero vivir contando todo lo que siento, lo que me pasa, lo que me asusta, lo que me alegra, lo que me inquieta, lo que me preocupa, lo que amo, lo que sueño, lo que espero. No vivo desparramado en el mundo. Me abrirán otras puertas en este año. Puertas de corazones que se confiarán. Entraré de rodillas con inmenso respeto. Sin violentar la entrada. Agachándome con humildad. Sin más pretensiones. Y habrá otras puertas que Dios pondrá ante mis ojos. Pasos que habré de dar o retener. Palabras que habré de decir o cubrir con un pudoroso silencio. Puertas que se abren y se cierran. Puertas que me abren a la vida, puertas que me enseñan la senda de la entrega, de la generosidad. No lo dudo, me pongo en camino. Sólo el que busca encuentra puertas ante sus ojos. Si yo no busco nada nuevo, nada encontraré en mi vida. Y me parecerá que todas las puertas siguen cerradas. Me quedo mirando la puerta del perdón. Quiero pasar por ella para volver a empezar. Para sonreír, para soñar. No me detengo.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 16 de enero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 17 DE ENERO DE 2021

 



17 de enero de 2021

 

Hermano:

 

 «Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar bacía Él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: - Tú eres mi Hijo amado, mi preferido»

«He aprendido a confiar en otros. No me he dejado llevar por el pánico. No he caído en la desesperanza. En medio de mi dolor me he vuelto más niño, más confiado, más de Dios»

Los contagios se estabilizan y Asturias suma cuatro muertes.

La pasada jornada se registraron 19 ingresos en los hospitales y dos en cuidados intensivos.

Paso la última página de mi año y abro una página en blanco, todo por escribir. Hay años que son indiferentes, con regalos y dolores. Otros años tibios, en los que no recuerdo nada relevante. Hay otros años alegres porque trajeron bendiciones a mi hogar, a mi alma. Hay años grandiosos y otros años, que como el que acaba de concluir, vienen marcados por el dolor. Cierro esa última página y pienso que por arte de magia todo lo que va a suceder en las siguientes horas va a mejorarlo todo. Pero no es tan sencillo. En la vida, cuando no me resulta algo, creo que con cambiarlo todo se soluciona. Un ordenador, un coche, un móvil. Cambio de médico cuando no sana mi enfermedad. Cambio de cónyuge cuando no me alegra la vida como lo hizo al principio. Cambio de hijo incluso alejándolo de mí cuando no responde a mis expectativas. Vivo una cultura en la que todo tiene un recambio. Y lo que no funciona bien, mejor condenarlo a morir. Como diría Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «Vivimos en una cultura que odia la muerte sin amar la vida». Una cultura a la que no le tiembla la mano para decretar la muerte de los inocentes que no llegan a nacer. Ni ve tan mal que mueran los que lo desean, aun sin estar en plena posesión de sus facultades para decidir. Esa misma cultura sí tiembla cuando la promesa de inmortalidad en esta carne se ve amenazada por una enfermedad desconocida. Cuando una pandemia pone en peligro esa proyección de un futuro que quiere ser eterno en esta tierra. Parece que yo mismo me uno a esa cultura del descarte y me detengo al final de este año que ha salido mal, como fallado, y quiero cambiarlo por otro. Igual que cambio el amor por otro cuando no funciona. O cambio la ropa ya vieja, o mis bienes cuando no van bien. Y por eso me levanto con el deseo de un año mejor, diferente, sanador. Y cierro el almanaque del año que acaba con el alma feliz. Y abro el año nuevo deseando que todo mejore. No puede salir todo tan mal. ¿Será todo tan rápido? No es todo malo lo vivido, porque un año como el pasado me ha dejado muchas enseñanzas. Me he fortalecido en mi debilidad. Me he vuelto más humano en mi forma de mirar, más solidario, más empático. He dejado de ser tan individualista porque como dice el Papa Francisco: «Nadie puede pelear la vida aisladamente. Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante» . He aprendido a confiar en otros. No me he dejado llevar por el pánico. No he caído en la desesperanza cuando a mi alrededor mis planes no resultaban. En medio de mi dolor por la pérdida, por la enfermedad, por la ausencia, me he hecho más de Dios, más niño, más confiado. No ha sido un año ausente y vacío. Más bien su dolor me ha hecho comprender el verdadero sentido de la vida y el valor de las cosas pequeñas, esas que a menudo no valoro, y no cuido. No quiero descartar este año así como así, sin darle su valor, su peso, su importancia. No olvidaré ninguno de los meses del año que ahora muere. ¡Cómo hacerlo! Se han grabado a fuego dentro de mi alma. Soy hijo de mi pasado y así voy construyendo mi presente. Es esa la mirada con la que ahora comienzo. Y hago mías las palabras de esa revolución del 68 en Francia: «Seamos realistas, pidamos lo imposible». De pequeño aprendí a prueba de golpes que no podía exigirle a la vida lo que no podía darme y me volví realista. Sólo hacía lo que podía hacer bien y sólo iba allí donde estaba seguro. Me movía en mis entornos sagrados y protegidos. Corrí el riesgo de ser poco niño y más bien un adulto triste. Este año me ha hecho cambiar la mirada. Dejo de ser tan realista y me vuelvo soñador. Pido a este año y a la vida lo imposible. Pero en todos los sentidos que eso tiene. Quiero exigirle más a mi vida, a mi alma. Más a mi forma de amar y de darme. Más a mi fe en Dios, en ese Dios que camina a mi lado. ¿Acaso no tengo claro que para Dios no hay nada imposible? Pero yo sigo pensando que sí. Que lo que no es razonable, no es posible. Que no puedo esperar de la vida lo que no puede darme. Que las cosas siempre van a ser así y no hay solución cuando no soy tan capaz de vivir la vida. Me niego al conformismo. Miro al cielo esta mañana de este nuevo año. No creo que hayan cambiado las cosas de golpe, pero quizás yo sí he cambiado. Eso basta para empezar de cero. Claro que sí, todo puede ser posible si creo en lo imposible, si creo en el poder de Dios que sostiene mi vida y me vuelvo niño. Si creo en el poder de los sueños que me hacen esperar mucho más de todo lo que vivo. Dejo el miedo a la puerta de mi alma. Y camino seguro por caminos empinados, poco importa. Aprendo a valorar la vida como es sin querer que sea distinta. Simplemente cambio yo mi forma de vivir, para que todo cambie. Creo en la vida, no en la muerte. Y deseo vivir con todos los sentidos, con toda mi alma. Creo en lo imposible.

Miro de frente este año que comienza con dificultades, tal como acabó el anterior. Pero no tengo miedo. Tal vez el año pasado me haya hecho más fuerte, o más recio, o con más capacidad para la resiliencia. Con más paciencia. Recuerdo las palabras con las que rezaba Santa Teresa de Ávila: «Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta». Con estas palabras quiero comenzar este año. Miro a los ojos de María que me abraza al entrar por la puerta de un nuevo año. No le tengo miedo a lo que pueda venir. No hago planes, espero con paciencia, estoy dispuesto a renunciar a muchas cosas. Ya me he acostumbrado. Pero ante todo le pido a Dios un corazón de niño para enfrentar la vida. Sólo así tendré la fantasía para pedirle a Dios lo imposible. No esos posibles que veo realizables con mis fuerzas y capacidades. No esos posibles que dependen de la suerte o de que se den bien las cosas. Quiero pedirle imposibles que están fuera de mi alcance. Con un corazón de niño puedo soñar con cosas grandes. Tal vez lo más difícil en la vida sea vivir siempre con la actitud correcta. No es tan sencillo porque tengo mucha inmadurez pegada a la piel. Y la actitud entonces no es la mejor para enfrentar los días que tengo ante mis ojos. Los niños tienen esa capacidad para dibujar en su fantasía mundos ideales, salidas imposibles, caminos ocultos para cualquier adulto. Los santos fueron muy niños porque siempre vieron realidades ante los ojos que los demás no veían. En su corazón había sueños que tenían forma muy concreta. Esa fe en lo imposible es la que mueve montañas. Y tal vez la montaña más difícil de mover sea la de la desesperanza. Tengo planes, deseos, quiero a los que caminan conmigo. Temo perder lo que me hace feliz. Me asusta la incertidumbre y esa impaciencia mía me quita la alegría. Proyecto, construyo, levanto y el miedo a que no sea posible lo que ahora acaricio con las manos me llena de temores. La montaña del desánimo se yergue ante mis ojos. ¿Podré superar todo lo que la vida pone como obstáculo ante mis pasos? Quiero haber sacado enseñanzas del año que ahora acaba. Una actitud nueva y poderosa para enfrentar la vida. Una alegría que ve el lado positivo en todo lo que me sucede. Esa mirada es la que quiero para poder crear a mi alrededor una atmósfera de cielo. Sé que «el Señor bendice a su pueblo con la paz». Yo soy su pueblo y su bendición me levanta. Me da paz en medio de las turbulencias y las olas que amenazan con hundir mi paso firme. Tal vez me he vuelto más recio, más sólido que hace un tiempo. Lo vivido me ha hecho más capaz de valorar los pequeños regalos de la vida. Aprecio ahora mejor lo cotidiano como un don caído del cielo. Ahí me está hablando Dios en medio de la rutina. Y me dice que confíe, pero yo no quiero. Necesito certezas, es lo que pienso. Me resisto a dejarme llevar por la corriente de la vida. ¿Cómo puedo cambiar la realidad cuando no me gusta? No puedo mover las agujas de reloj hacia atrás. A veces lo he deseado. Tampoco puedo adelantarlas pasando por alto los momentos peores que ahora vivo para llegar al momento mejor dentro de un tiempo, cuando ya no haya pandemia. No soy dueño del tiempo, ni de la vida, pero sí lo soy de mi actitud en el presente, es lo único que decido. Es el único momento en el que puedo cambiar algo siendo yo diferente y siendo yo mismo. Puedo hacerlo con esa confianza de los niños que se sienten hijos de un Padre misericordioso. Me gusta esa actitud que quiero hacer mía. Decía José Antonio Pagola: «Con Jesús nos empezamos a encontrar cuando comenzamos a confiar en Dios como confiaba Él, cuando creemos en el amor como creía Él, cuando nos acercamos a los que sufren como Él se acercaba, cuando defendemos la vida como Él, cuando miramos a las personas como Él las miraba, cuando nos enfrentamos a la vida y a la muerte con la esperanza con que Él se enfrentó, cuando contagiamos la Buena Noticia que Él contagiaba». Mirar la vida como la miraba Jesús. Mirar a las personas con sus ojos. Mirar la cruz con su misma confianza. No comenzará este año saliendo todo bien. Tampoco es eso lo que le deseo a nadie. No pedimos la bendición de Dios para que resulten todas nuestras empresas y proyectos. Sino para que en medio de éxitos y fracasos seamos capaces de ver siempre la mano de Dios detrás y demos gracias con un corazón de hijo. Es la bendición que pido al comenzar estos días. No quiero que me salgan todos mis propósitos y buenas intenciones con las que estreno el año. No deseo que todo me resulte y encaje. Sería necio pedir tales cosas. Siempre estaría frustrado y de mal humor cuando no sea así. Conozco a personas que siempre están protestando porque las cosas no se hacen como ellos quieren. Esas personas nunca son felices y siembran a su alrededor tensión y tristeza. No importa si las cosas salen como yo quiero. Lo importante es que yo no deje en ningún caso de estar feliz y no pierda nunca el buen humor. Esa actitud de los niños confiados que no se aferran a su forma de hacer las cosas es la que yo le pido a Dios al comenzar estos nuevos días.

Quiero agradecer conmovido por el año que acaba. Nunca debería cansarme de dar gracias. Hago mías las palabras de Santa Teresa: «Demos gracias a Dios por todo, sin dudar en lo más mínimo de que lo más conveniente para nosotros es lo que acaece según la voluntad de Dios y no según la nuestra». Le doy gracias a Dios por lo que he vivido durante tantos meses, días y horas. Estando confinado o saliendo a la calle con mascarilla. Rezando por los enfermos o acompañando el dolor de los que han perdido seres queridos. Compartiendo alegrías y haciendo que esos momentos vividos aumenten el gozo del alma, eso sí, guardando las distancias prudentes. No quiero olvidarme de todo lo que he amado y de lo que me han amado, más de lo que esperaba. Doy gracias por sentirme en casa y tener ya nuevas raíces, en una tierra que era nueva. No quiero dejar de agradecer la confianza recibida sin merecerlo, nunca se merece. Y valoro como un tesoro los encuentros profundos. Recuerdo con paz las reuniones por pantalla y las conversaciones al aire libre, con media cara visible. Me llevo en el alma tantas palabras guardadas. Y aún creo escuchar muy dentro las palabras gritadas al viento. Conservo en el mismo saco el dolor y la tristeza. Y dejo que quede a un lado esa risa mía tan honda. Agradezco las montañas de esta tierra que me habita, son como una corona que cubre, protege y guarda lo más sagrado del valle. Recorro esos cauces secos, que aun sin agua me hablan de una vida oculta que desconozco. Agradezco la confianza de Dios en mí y de los hombres y mi propia confianza en medio de tantas guerras. Doy gracias por las miradas de misericordia que he recibido. Y por haber palpado la esperanza en tantas manos que luchan entregando la vida cada día. Hoy quiero soñar más fuerte, más hondo, con más libertad, recorriendo estas montañas. Quiero caminar seguro por este año que empieza. No será fácil, me auguran y yo confío. Es tanto lo que queda por trabajar, por conquistar, por encontrar, que no me desanimo. Sé que no soy dueño del futuro, lo aprendí con la pandemia. No tengo el control de nada y mis planes ya no sirven. Aprendí a ser más humilde a fuerza de algunos golpes y más niño al mismo tiempo, dejando de ser adulto. Aprendí a reír por nada y a llorar también por nada. A sacar lo que hay muy dentro del pozo de mi alma. Aprendí a guardar la vida ajena que se hace propia de golpe, con un respeto infinito. Tejí bajo mi piel redes que cubren la vida, la protegen, sosteniendo entre los dedos la fragilidad del alma. Y sé que nada está escrito, todo puede ser distinto, de mí depende. Sé que llevo muy dentro el don de ser feliz y de hacer feliz al resto. Basta con aceptar las diferencias que veo en mí y en otros, por amar mis deficiencias que tanto me escandalizan y comprender de verdad al que más sufre, sin apartarlo de mi camino. Basta con mirar alegre la vida que se me ofrece. Sin exigirle al presente lo que nunca puede darme. Despierto tras esta noche con el alma llena de vida, feliz y confiada. Estoy dispuesto a vivir atento, a querer aún más la vida que Dios me regala y a soñar que María estará dándome abrazos en medio de las tormentas. Los silencios están llenos de gritos de mi alabanza, dando gracias. Puedo construir un mundo más humano, más fraterno. Me pongo manos a la obra. No estoy solo, lo sé, vamos juntos. Eso me levanta el alma. Y así, viviendo el presente, construiremos el mañana. Sé que la vida se escapa si no la vivo con pasión cada día, cada hora. Y sé que los sueños se desvanecen si no los sigo soñando. Tengo mucho por delante, la vida es larga. Hay caminos por abrir, algunos ya se han abierto en medio de la montaña. Y mucho por construir, lugares santos que hagan que mi alma sea más honda. Todo lo que ya he vivido me ha hecho más consciente de una cosa: lo que importa son los detalles de la vida. Cuentan las horas perdidas con los míos, con los que amo, y no esas horas que les robé haciendo siempre algo importante. Valen las palabras dichas, no las guardadas por miedo a no ser escuchado. Cuentan los abrazos dados, esos que entregué sin miedo, y no aquellos esquivados. Cuentan la intimidad que hago posible y el compartir lo más sagrado. Y sé que el dolor de los que sufren es menos dolor si lo comparto con ellos, en medio de mi camino. Dejo de mírame a mí mismo, preocupado por mis problemas, para mirar al que va conmigo, es quien importa, quien cuenta, el que sufre a mi lado. No me importan tanto las pequeñas derrotas de la vida, la pena siempre pasa y al final quedan la paz y la alegría. Sé que mi confianza no está puesta en la vacuna, ni en los políticos, ni en la economía, ni en el fin de la pandemia. Este año he aprendido a poner en Dios mi esperanza. Sólo en Jesús, sólo en María, en ellos descansan mi vida y mi confianza ciega de niño. Creo que me he vuelto más hondo haciendo un surco en la tierra y todo empezó ese día en el que perdí mis seguridades. Por algo coroné a María con los montes de esta tierra, una corona bendita. Y le entregué mi vida, dejando de ser yo dueño, para que con ella hiciera lo que quisiera. Esa paz viene del cielo, en esa paz sí confío. Y camino, y sueño, y doy la vida.

Lo que me sostiene en la vida es la certeza de saberme amado y entender que todo lo que vivo merece la pena. En ocasiones me pregunto cuál es mi misión, qué quiere Dios que haga. En la película «Soul» se plantea uno de los protagonistas: «Dicen que naces para algo, pero ¿cómo sabes qué es esa cosa? ¿Qué pasa si eliges la incorrecta? O la de otra persona, y quedas atrapado». He nacido para algo, tengo una misión delante de mis ojos y a veces no la veo. Hago cosas, vivo experiencias, ¿tengo claro lo que quiere Dios para mi vida? Un año más ante mis ojos. ¿Será el año en el que sepa el sentido de lo que hago? ¿Seguiré haciendo lo mismo que hasta ahora? Comenta el protagonista de la película: «No sé qué voy a hacer con mi vida, pero sí se que voy a vivir cada minuto de ella». Trato de acertar con mi propósito, con mi sentido, con mi misión. ¿Y si no acierto? ¿Y si me meto en la piel de otro queriendo vivir su vida y no la mía? Corro el peligro de no ser fiel a lo que dice mi corazón. Simplemente quiero aprender a vivir el presente con un sentido. En ocasiones tengo expectativas de lo que creía iba a ser el sueño de mi vida. Y cuando llega no es tal como yo lo había soñado. Y entonces me levanto con un nuevo sueño. Queriendo recorrer otra etapa distinta del camino. Y no sé si acierto tampoco. Esa lucha mía por acertar, por encontrar, por ser feliz haciendo lo que me hace feliz, a mí, a otros. Lo importante será vivir cada minuto de mi vida con pasión. «Un pez joven le pregunta a un pez sabio: - ¿Dónde está el océano? Y el pez sabio le responde: - Aquí donde nadas es el océano. Y el joven responde: - No, esto es solo agua». Vivo soñando con océanos que no toco, que no veo, que no encuentro. Y no me doy cuenta de que lo que hoy hago puede que sea mi océano. Quiero vivirlo con alegría. Sin pedirle más al hoy de lo que me pueda dar. Escucho las palabras del profeta. Son las palabras que Jesús hizo suyas en su corazón. Son palabras que dan alegría y esperanza: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra y sus leyes, que esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas». Parece una misión imposible, inabarcable. Una misión que supera las fuerzas de cualquier hombre. Pero Dios sostiene a su hijo en esa entrega. Es su elegido, su preferido. Estas palabras me tocan personalmente. Yo también quiero ser como Jesús. No quiero quebrar la caña cascada, pero a veces, con mis gritos, con mi falta de respeto, puedo hacerlo. No quiero apagar la llama vacilante, y a veces con mis exigencias y demandas, la acabo apagando. Quiero abrir los ojos de los ciegos, para que vean lo que yo veo, lo que Dios les muestra. Y llevar sus corazones y atarlos al de Dios. Quiero liberar a los cautivos que viven presos de sus ambiciones y pecados. O dejar que sea Dios a través mío el que los libere. Jesús libera, no soy yo. Quiero dar luz al que habita en las tinieblas, más con mis obras que con mis palabras. Veo a menudo que mis obras no son de luz, sino de oscuridad. Me parece una misión para toda una vida. ¿No podría ser ese el sentido de mis pasos? ¿Es suficiente para colmar todos mis sueños y pretensiones? Sueño con un océano que a menudo no logro ver en lo que me sucede, en lo cotidiano, en mis aguas diarias donde Dios habita. Me imagino recorriendo parajes diferentes. Habitando tierras distintas a la de ahora. Haciendo cosas únicas y sagradas, nuevas. Y dejo de valorar mi presente, mi momento, la tierra que habito, el silencio que guardo, las palabras que lanzo al viento. Quiero amar la misión de hoy, la que ahora toco. Mi misión humana en el plan de Dios. El otro día escuchaba una canción de Cristóbal Fones: «Vivo en el lado desnudamente humano de la vida, vivo en el lado sagradamente humano de la vida. Amo lo que se gesta en el silencio, el confluir del río en la llanura, los embarazos y el muy sabio invierno. Soy figura emergiendo de la piedra». Pensaba que también vivo yo en ese lado humano de la vida, allí donde la belleza surge silenciosamente de la tierra y no hay nada que temer. Basta con tener paciencia y esperar. Con vivir dejando que surja la figura tallada desde la piedra. Poco a poco descubriré para qué he nacido. Mientras tanto tendré que vivir con alegría cada hora de esta vida donde Dios me habita. Esa certeza es la que me sostiene. Un Dios que me ama y sabe que me necesita en esta tierra para dar alegría y sembrar esperanza. El cómo quiere que lo haga lo iré descubriendo paso a paso, sin miedo, no me complico demasiado. Sé que Él sabe mejor que yo lo que me conviene. No pretendo una misión que no sea la mía. Y sé que puedo confundirme a veces. Vuelvo a empezar. La vida merece la pena cuando la vivo con pasión y alegría. No me desanimo. Los días pasan sin darme cuenta. Tengo el poder oculto bajo la piel de transformar lo que toco. Puedo reinventarme cada nuevo año, volver a existir con una fuerza antes desconocida. La misión me supera, eso siempre lo espero. Como me deseaba una persona al comenzar el año: «Que siempre tengas un trabajo que te supere y la certeza de tener siempre menos dinero del que necesitas». Me gustó pensar en un desafío ante mis ojos que supere mis fuerzas. Para que no me acostumbre a recorrer siempre los mismos mares. Y no caiga en ese aburguesamiento que le quita la magia a mis días. Quiero comenzar siempre de nuevo a recorrer caminos nuevos. Con menos poder del que quisiera. Con menos fuerzas de las que necesito. Con menos capacidades de las que me hacen falta. Con menos tiempo del que quisiera. Siempre viviré al límite, en tensión, sin bajar la guardia. Atento a la vida que pasa ante mis ojos, dispuesto a vivir, a actuar, a dar la vida.

 

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

martes, 12 de enero de 2021

MODIFICADO EL RITO DEL MIÉRCOLES DE CENIZA EN TIEMPO DE PANDEMIA

  



 

La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha publicado una nota en la que explica la modificación del rito del Miércoles de Ceniza, adaptándose a las medidas de seguridad sanitarias establecidas en este tiempo de pandemia.

 

Para poder respetar las medidas sanitarias de seguridad y evitar el contagio del COVID-19, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha modificado el rito del Miércoles de Ceniza adaptándose a este tiempo de pandemia.

 

 

Tal como se lee en la nota difundida por la Congregación, "pronunciada la oración de bendición de las cenizas y después de asperjarlas, sin decir nada, con el agua bendita, el sacerdote se dirigirá a los presentes, diciendo una sola vez y para todos los fieles, la fórmula del Misal Romano: «Convertíos y creed en el Evangelio», o bien: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás».

 

Después, el sacerdote se limpiará las manos y se pondrá la mascarilla para proteger la nariz y la boca. Posteriormente, impondrá la ceniza a cuantos se acercan a él o, si es oportuno, se acercará a los fieles que estén de pie, permaneciendo en su lugar. Asimismo, el sacerdote tomará la ceniza y la dejará caer sobre la cabeza de cada uno, sin decir nada".

 

La nota fue firmada en la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el 12 de enero de 2021 por el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos desde 2014 y Monseñor Arthur Roche, Arzobispo Secretario.

 

Fuentente:

 

Vaticannews

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

sábado, 9 de enero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 10 DE ENERO DE 2021

  



10 de enero de 2021


Hermano:

 

 «Juan intentaba disuadirlo: - Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí? Jesús le contestó: - Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia»

«¿Cuáles son mis sueños? ¿Las batallas que tengo que librar? No le tengo miedo a la derrota. Ese miedo paraliza mis pasos y no me deja creer. Quiero confiar más en ese Dios que camina conmigo»

En la última jornada se produjeron 23 ingresos en planta y 2 en cuidados intensivos.

Los contagios se disparan y doblan a la jornada anterior con un saldo de tres muertes,

Comienza un nuevo año lleno de desafíos. Un año con tantos propósitos por delante. Tantas cosas por cambiar. Tantas otras por mantener. Quiero ser mejor. Quiero seguir siendo el mismo, auténtico, fiel a mi verdad. Comienzo un nuevo año lleno de esperanza. Mientras entierro callado las últimas horas del pasado. ¿Volverá a tener flores el jardín de mi alma? ¿O morirán las que ahora florecen al llegar el frío? ¿Despertarán los sueños dormidos? ¿Se mantendrán vivos los recuerdos guardados? ¿O son sólo recuerdos que se olvidan y se pierden desfigurados en algún lugar del alma? Lo he aprendido a base de golpes, por más que lo quiera intentar el corazón no olvida. Y la tierra que es muy sabia, siempre guarda la semilla, la raíz, el agua, la vida. Lo guarda todo en lo más hondo, en cavernas recónditas. Por eso me gusta la tierra. Y también amo el mar. La tierra me da estabilidad. El mar me muestra un infinito que no alcanzo. Lo miro desde la arena de mi playa. No tiemblo ante lo desconocido. No tengo derecho a temblar ante lo nuevo que aún no me pertenece. ¿Soy dueño de algo? Nada es mío. Estoy de paso. Aun así, me empeño en abrazar el presente conmovido, como un niño reteniendo su juguete. Siempre he tenido corazón de niño. Sé que he soñado, he vivido y he amado más de lo que nunca pensé que pudiera hacerlo mi corazón inquieto. Eso aumenta la sonrisa de mi rostro. Profundiza mi nostalgia y mi deseo. Y me hace extender los brazos a Dios agradecido. Porque me ha dado tanto. En medio de los vientos he tejido esperanzas junto a un reloj de arena, o de pared, o de bolsillo. He soñado orillas nuevas. Tengo claro que la vida se balancea trémulamente entre un ahora sí y un quizás suceda. Todo parece tan inseguro ante mis ojos de hombre que pretende controlar la vida. Miro los días de invierno que son tan cortos, con sus noches tan largas. ¡Qué pronto se pone el sol ante mis ojos! He aprendido a hacerme amigo de la soledad que golpea el alma, hiriéndola a veces. Ya no tengo miedo a la oscuridad, no necesito encender una vela para conciliar el sueño. O tal vez sí me asusta el hecho de desconocer el contenido de la siguiente escena, del capítulo que comienza. Vivo tranquilo entre el ayer y el mañana, en ese segundo lánguido llamado presente. Sé que tan sólo es un momento fugaz de desconcierto que se escapa ante mis ojos. Y yo decido cómo vivir el ahora, el presente. Me la juego. Opto, doy un paso, me quedo quieto. Lo hago todo con miedo o más tranquilo. Con angustia o con la paz de los niños que no entienden muy bien el sentido del tiempo ni conciben cuánto falta, o cuándo sucedió lo que recuerdan. Yo guardo en mis alforjas lo aprendido. No tanto para no olvidarlo, porque el corazón no olvida. Sino para sacar de vez en cuando la sabiduría que he guardado dentro del alma. Como ese viejo sabio que no quiere vivir improvisando cada día. Quiero aprender a vivir la vida desde la vida misma, no desde mis teorías, tengo ya algunas. No sé bien cómo se hace, pero lo intento. Dejando de lado los prejuicios, esas frases que me hacen daño, como siempre se hizo así, o a mí siempre me resulta hacerlo de esta manera. Fuera los prejuicios y las formas de siempre. Deseo empezar de nuevo. Aprender cosas nuevas. Ensanchar el alma. Algo se me ha quedado día tras día pegado en la piel pasado el tiempo. No voy a desperdiciar ni un segundo en este nuevo año. Sé que todo es tan banal en medio de mis días y puedo vivir de forma superficial lo que es importante. Mi vida es sagrada porque no me pertenece. Sólo sé que me pongo de nuevo manos a la obra. En manos de Jesús, de María. Un año nuevo, virgen. Una vida nueva, abierta. Una nueva oportunidad para ser yo mismo y 2ser mejor persona. ¿Y si no gusto a muchos? No importa tanto. Creo yo. Al fin y al cabo, seguro que a Dios le gusto. Ha creado mis manos, ha insuflado mi voz. Y ha despertado sueños imposibles en mi alma. Su amor incondicional consuela mi inseguridad de niño con un abrazo. Y sonrío mirando al frente para no perderme un solo detalle. Sin temer la burla, o el desprecio, o el olvido. Valgo más de lo que pensaba. Eso me ha dicho Dios al oído. Lo llevo guardado muy dentro como una certeza.

¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? ¿Por divulgar una mentira por las redes sociales se convierte en verdad? ¿La ficción crea realidad? ¿Por ocultar una verdad pasa a ser una mentira? Vivo en una época en la que todo parece relativo. Tanto la verdad como la mentira. Se impone la emoción, el sentimiento, lo que la realidad contada despierta en mí. Me impresiona el valor que tiene la emoción. Por encima de la verdad, de la realidad tal y como es. En una película puedo cambiar una cosa por otra. Puedo hacer que importe poco la historia verdadera. En mi propia vida puede suceder lo mismo. Lo que los demás dicen de mí determina mi vida. ¿Sabrán de verdad cómo soy? Sólo Dios lo sabe. El arte expresa con símbolos verdades más profundas. Personajes ficticios parecen ser reales, históricos, sin pretender serlo. Tiene su peligro. No siempre la historia verdadera importa. Lo que importan son las emociones que se despiertan al escuchar ciertas posturas. Los de un lado, los del otro. Emociones contrarias. A favor o en contra. Yo soy de tu lado, de tu partido o soy del otro. Y por eso no te puedo ver y me alejo. Oculto la verdad, cuento la historia a mi manera. Todo se absolutiza, se relativiza. O soy del mundo o soy de Dios, casi como si fuera algo antagónico. O soy cristiano o pagano. ¿Me estaré dejando llevar por los vientos del mundo? Jesús se hizo hombre, carne de mi carne para asumir mi historia tal y como es, mi naturaleza igual en todo menos en el pecado. Jesús quiso asumir mi verdad para que nunca fuera mentira ante los ojos de nadie. Para Él soy verdadero, soy bueno, soy suyo. Asumió mi carne para que aprendiera a quererla como es. En su fragilidad, en su pecado. He decidido no quedarme en la apariencia de las cosas. La verdad es lo que importa. Jesús unió la verdad y la caridad en su alma humana y divina al mismo tiempo. Dios y hombre. No me dejó extremos contrapuestos. Unió lo que parecía imposible unir. Un Dios todopoderoso atado a la carne impotente. A veces parece que, si soy del mundo y lo amo, irremediablemente me mundanizo y pierdo a Dios de mi mirada. Y sólo si rechazo el mundo, con sus pecados y tiranías, sólo entonces puedo ser de Dios. Pero es mentira. Me lo repito para no olvidarme mientras miro a un niño en el Belén. No es eso lo que Jesús hizo, lo que quiso. La verdad sigue siendo la misma. Aunque yo cuente otras cosas, o hable de mi verdad, de mi punto de vista. De lo que sé o he escuchado. Parece que lo histórico es lo que vale. Lo que ocurrió de verdad, lo que yo pensé en ese momento, lo que en realidad hice. Y es distinto a lo que puedo llegar a inventarme para que sea más interesante. La tensión siempre va a existir entre la emoción y la realidad. Me cuesta cuando se pretende presentar la vida como opuestos enfrentados. O eres de un lado o de otro. O eres de Pablo o de Apolo. O de Cristo o del demonio. Dos formas diferentes de ver la vida. O de derechas o de izquierdas. O conservador o progresista. O de un bando o de otro. A Jesús también quisieron encasillarlo. Así era más fácil. Cuesta creer en el punto medio. La emoción va unida a cada uno de los extremos. Todo parece irreconciliable. La caridad y la verdad no se pueden separar. La verdad sin caridad es insufrible. Van unidas siempre. Me impresionan esas personas que lo ven todo blanco o negro. Noche o día. Frío o caliente. De Dios o del mundo. No quiero contemporizar. Ni ceder en todo. Eso tampoco. Sé que es fácil lanzar una mentira al viento. Se convierte en verdad casi sin quererlo. Lo que digo pasa a ser creído como verdadero. Y surge la sospecha. Ya es difícil apagar los ecos de una difamación cuando es pública. Sea verdad o mentira. Tengo la fama que me han creado. Me han encasillado en un lugar y no puedo salir de él. Eso hago yo con las personas. Las encasillo, las someto a mi juicio, las aprisiono en mi forma de verlas. Einstein decía: «Preocúpate más por tu conciencia que por tu reputación. Tu conciencia es lo que eres. Tu reputación lo que los demás piensan que eres». La verdad sin caridad es un cuchillo afilado. La verdad es lo que soy, no lo que parezco. Lo que hay en mi corazón sólo Dios lo sabe. El hombre inventa. Pretende saberlo todo y juzga. Se queda en los extremos. Me aferro a la verdad en la que creo. No quiero que en mí impere la mentira. Es fácil caer en ella. Recuerdo una canción antigua que cantaba siendo niño: «Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas. Me encontré con un ciruelo, cargadito de manzanas. Empecé a tirarle piedras y caían avellanas». Mentiras de niño, absurdas. Pero mentiras que luego se hacen mentiras de adulto. Si me acostumbro a mentir siendo niño, me acabaré haciendo mentiroso siendo hombre. Y me creeré mis propias mentiras. No distinguiré la verdad de la mentira. Y la emoción que despierta lo que creo será lo que me haga optar por uno u otro camino. No quiero vivir en los extremos. Enfrentado con los otros. Con los que no piensan como yo. Miro en el corazón de Jesús. Para verme en mi verdad mirando dentro de Él. Allí descanso y soy yo mismo.

¿Cuáles son mis metas en este nuevo año? ¿Qué desafíos me planteo? Es importante despertar el corazón. Soñar con cosas grandes, no pequeñas. Desear lo imposible para llegar muy lejos. Imaginar, crear, despertar. No quedarme dormido desde este primer día del año. Deseo enamorarme más de la vida. Arriesgar, entregar, sufrir, sacrificarme. Merece la pena sentir que lo doy todo. Sin escatimar esfuerzos. Me propongo ser yo mismo siempre y en todo. No vivir acomplejado pensando que los demás son mejores que yo. Quiero creer que puedo cambiar algo en este mundo difícil. En el que todo parece en continua evolución y cambio. No pretendo ser mejor de lo que soy. Porque lo he comprobado, voy a seguir siempre siendo yo mismo. Y eso me gusta. Por eso me gustan las palabras que leía en un texto de Mirta Medici: «No te deseo un año maravilloso donde todo sea bueno. Ése es un pensamiento mágico, infantil, utópico. Te deseo que te animes a mirarte, y que te ames como eres. Que tengas el suficiente amor propio para pelear muchas batallas, y la humildad para saber que hay batallas imposibles de ganar por las que no vale la pena luchar. Te deseo que puedas aceptar que hay realidades que son inmodificables y que hay otras, que si corres del lugar de la queja, podrás cambiar. Te deseo que logres ser feliz, sea cual sea la realidad que te toque vivir». Me gusta enfocar así este nuevo año. ¿Cuáles son mis sueños? ¿Y las batallas que tengo que librar? No le tengo miedo a la derrota. Porque ese miedo paraliza mis pasos y no me deja creer. Quiero confiar más en ese Dios que camina conmigo. En María que me abraza el primer día del año. Descorro las cortinas que no dejan que entre la luz a mi alma. Puedo ser feliz con muy poco, lo he visto tantas veces. Pero se me olvida. Aprendo lentamente. Creo de repente que seré más feliz cuando más posea y cuando mis sueños se hagan realidad. Me da miedo pedirle al año que me conserve lo que hoy me alegra. Se lo pido. Sin querer que sea mágica mi forma de pedir. Pero ya me lo dijo Jesús, que lo pidiera todo. Y luego tuviera la libertad interior para seguir corriendo, luchando y creyendo en todo lo que puedo seguir amando. No le tengo miedo a Dios en medio de mi vida. Pues Él me ha dicho de muchas maneras que me ama hasta el extremo y dio su vida por mí. Nunca me va a pedir lo imposible. Y siempre va a cuidar mis pasos para que no me desanime cuando caiga. Sigo soñando con grandes ideales. ¿Acaso no puedo cambiar yo y conmigo todo lo que me rodea? Puedo sembrar yo mi semilla. Aportar mi amor, mi lucha y mi entrega. Me detengo de nuevo ante mis ideales. «El proceso de vida que está ante nosotros como ideal es una y otra vez el mismo. Estar arraigado en el otro mundo. Punto de Arquímedes desde el cual hemos cambiado radicalmente el mundo, también el mundo actual»1. Si me creyera que puedo vivir anclado en el mundo de Dios. Anclado en el corazón de Jesús. Cobijado en Él cada momento de mi vida. Si lograra vivir así tantas cosas dejarían de preocuparme. Viviría con paz, seguro en Dios, tranquilo, sin nada que defender, sin nada de lo que defenderme. Estoy tan lejos, tan apegado a mis deseos del mundo. A mis aficiones y gustos. Vivo con miedo y no es lo que deseo. El ideal vuelve a brillar hoy ante mis ojos. ¿Cómo quiero vivir este nuevo año que se me regala? Con un corazón libre y sencillo. Con un corazón humilde que sepa sobreponerse a las decepciones y volver a nadar en mares de alegría. Es lo que deseo. Vivir de tal forma que el presente me sea fácil. Y viva sin temer el futuro que ignoro. La vida es tan corta. No tengo asegurado ni el futuro más inmediato. Sé sonreír en medio de las lágrimas y después de una derrota, no me quedo saboreando su sabor amargo. Vuelvo al trabajo, a la lucha. No importa el tiempo invertido. La vida es para darla, para perderla en medio de las dificultades. Sonrío. Soy feliz haciendo mi camino, su camino. Al fin y al cabo, fue Él el que se empeñó en seguir mis huellas. Me buscó para imprimir su rostro en mi pecho. Me amó para que yo aprendiera a amar sus caminos. Me eligió sabiendo la pobreza de mi vida, mi impureza y poca capacidad de amar. Me sigue llamando, conociendo mis pecados, mis debilidades, mis egoísmos y miedos. Y sigue detenido a la puerta de mi vida golpeando para que abra y lo deje entrar en medio de mis miserias. Yo que he pensado con frecuencia que lo que le gustan de mí son mis logros y triunfos. Mi pobreza, esa que resalta con tanta nitidez, es lo que despierta día tras día su ternura. Me conmueve su mirada alegre sobre mi vida. No se escandaliza, no se asombra. Simplemente me mira con una sonrisa y me anima a volver a decir que sí, aunque no sepa, aunque no quiera. Vuelven los ideales que Dios ha sembrado en mí a brillar en mi camino. El ideal de vivir consagrado. El ideal de ser un hombre pobre, libre y alegre. El ideal de ser fiel a las promesas sembradas en mi alma. Y a los sueños con los que sueña Dios dentro de mí. El ideal de ser peregrino por mares revueltos. Y la confianza de que en mi barca Él hace su morada.

Hoy se manifiesta el poder de Dios en el Jordán. Hoy se revela el misterio que esconde la carne mortal. Hoy se hacen vida las palabras de Isaías: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre Él. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará. Te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas». El Mesías, el salvador, el que ha de cambiar el mundo. El poder oculto en las tinieblas. Es el elegido, aquel al que Dios sostiene. En el Jordán se manifiesta el amor de Dios. Jesús es el elegido, el amado: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». Dios se complace en Él. Un hombre entre los hombres. Elegido, aquel al que Dios sostiene. Un hombre que no gritará ni voceará. No apagará al vacilante. No herirá al débil. Salvará a los justos. Rescatará a los que se mueren. Me impresionan estas palabras. Una elección. El amor que elige. No me siento elegido por Dios tan a menudo. Son otros los que valen, los que tienen méritos. Otros a los que merece la pena salvar y enaltecer. Otros, no yo. Puede que de ahí vienen mis complejos de inferioridad. He mirado a otros y los he visto más capaces. Y a mí me he visto pequeño, insignificante, pobre y sin valor. Me he sentido demasiado miserable. ¿Qué sentiría Jesús en su corazón antes de llegar al Jordán? No puedo ponerme en su piel. Era hombre, era Dios. Y María lo amaría con toda su alma, y José. No tenía la herida del pecado en su piel. Jesús habría saboreado el amor en el hogar de una familia. Una elección. Sé que muchos de mis miedos e inseguridades se esconden en lo hondo de mi memoria. En lo profundo de mi alma. En las heridas pasadas que no recuerdo. Y en esas heridas, en esa ruptura de mi alma, siento que no soy digno. Un sentimiento que no me lo quitan los aplausos ni los reconocimientos que intentan calmar mi sed de amor. He tocado tantas veces esta misma herida. En mí, en muchos que llegan buscando misericordia. He visto heridas profundas y superficiales. Llenas de pus, cubiertas por costras sin haber llegado a sanar desde la raíz. Y en cada grito violento, en cada queja amarga, he visto el hedor de una herida oculta. Ignorada incluso. Desconocida por la poca capacidad de introspección que el hombre tiene. Esa herida viene de haberse sentido no amado en un grito de bebé al nacer al mundo. De forma incomprensible llevamos un lastre difícil de salvar. Un peso con el que cargamos renegando de un mundo que no nos reconoce, no nos ama. ¿Con cuántos likes y gritos de apoyo se satisface mi alma herida? Una cadena interminable de búsquedas enfermizas y desesperadas queriendo oír un grito a través de las nubes, el mismo grito de hoy: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». Y aún así corro el riesgo de no creer en las palabras. Se las lleva el viento. Muy amado pero olvidado. Mucha complacencia y desprecio. No me creo la bondad del amor incondicional que nunca desaparece de mi vida. ¿Cómo se puede calmar la sed que supura en mi carne herida? El grito de mi corazón que busca a Dios. A un Dios que me ame como soy, no como debería ser. Un Dios que no espere mi comportamiento perfecto. Y simplemente me cubra con su manto de ternura y susurre a mi oído esas palabras de esperanza. Si soy amado de verdad por alguien, ¿Qué puedo temer? Nada es tan fuerte como el amor. Nada tan sanador como un abrazo. Nada tan insondable como un te quiero dicho con palabras, gestos y hechos. Su amor no es quebradizo y es capaz de suturar y curar las heridas más feas. Las provocadas por desprecios y odios. Ese amor me hace por un momento sentirme digno. Las palabras que escucha hoy Jesús me conmueven. Es el amado, el predilecto. ¿Cómo no empezar a correr la carrera definitiva después de esa certeza? Los grandes santos iniciaron su camino de santidad en el momento en el que se sintieron amados. Vuelven hoy a mi corazón. He pretendido recorrer la carrera de la santidad siendo justo, ecuánime, verdadero, fiel. Apretando los dientes. Olvidando el amor. Sin el amor primero. ¿Cómo voy a recorrer caminos imposibles? Me gusta pensar en ese amor incondicional que Dios me tiene. Santa Teresita se sentía muy pequeña y necesitada del amor de Dios: «El pajarito se vuelve hacia su amado Sol, expone a sus rayos bienhechores sus alitas mojadas, gime como la golondrina y en ese suave canto le confía sus infidelidades contándolas en detalle, pues en su temerario abandono, piensa que atraerá más plenamente el amor de Aquel que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores»2. Yo me siento pequeño como esta santa. Pequeño e infiel, pecador. Y en mi impotencia estoy convencido de la mirada bondadosa de Dios sobre mí. No la olvido. Sé que su misericordia es infinita. Y conoce la torpeza de mi alma, mi poca hondura, mis inconsistencias, mis banalidades. Ha tocado mi traición. Ha acariciado mis caídas. Y sabe que lo único que puede levantarme de nuevo es su voz que estalla sobre mi barro. Soy su hijo amado, su predilecto. Y yo me lo creo y confío.

Este Jesús que se manifiesta a los ojos del pueblo en el Jordán como el Mesías tiene una misión salvadora: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él». Viene Jesús a liberar al oprimido, a salvar al débil. Pasó haciendo el bien. Sus palabras, sus gestos, sus abrazos, su amor han salvado el mundo. No han sido sus discursos. Ha sido su mano haciendo el bien. Jesús es amado en el Jordán. Escucha la verdad más honda que ya había acariciado en su vida oculta en Nazaret. En esos años de silencio aprendió a saborear el amor familiar. Se volvió seguro. Y hoy en el Jordán experimenta la bendición. Se llena del Espíritu Santo. Jesús no tiene pecado, pero sí tiene que descifrar el querer de Dios en medio de su vida. Se retira tantas horas a orar en silencio. Para saber qué debe hacer. No es tan sencillo tomar decisiones. Y hoy se llena del Espíritu Santo. Habita en Él el fuego de Dios. Tiene lugar en este día el primer Pentecostés. Y se llena Jesús de una fuerza que le muestra así el querer de Dios, los pasos a dar. Se llena de una fuerza nueva. Me gusta ese Jesús que pasa haciendo el bien. Yo quisiera ser recordado por haber pasado haciendo el bien. Se me olvida. Pienso en mi bien, en mi plan, en mis sueños. Y me olvido de los que sufren junto a mí. Es fácil que me olvide. Hacer el bien exige un esfuerzo. Decía el apóstol en Gálatas 6,9: «No nos cansemos de hacer el bien». Quiero aprender a salir de mí mismo y vencer mis miedos. Quiero ser capaz de mirar fuera de mí, dejar de lado mis agobios y angustias. Quiero pedir la capacidad de preguntar cómo se encuentra el otro. No tengo que hablar siempre de mí. Es mejor callar más y escuchar siempre. Hablar bien de los demás. Enaltecer, no denigrar. Decía santa Teresita: «Para no ser juzgada en absoluto, quiero tener siempre pensamientos caritativos pues Jesús ha dicho: - No juzguéis y no seréis juzgados»3. Es mejor admirar que condenar. Escucho la expresión hacer el bien y me parece muy amplia. Puedo hacer el bien de muchas maneras. Sé que puede llegar a ser algo cotidiano en mi vida. No tengo que hacer demasiadas cosas. Sólo el bien. Siempre el bien. Pensar y hablar bien de los otros. Hacer el bien que puedo hacer. No siempre me resultará fácil saber qué bien tengo que hacer. Especialmente si tengo que escoger entre dos bienes. ¿Cómo puedo aprender a distinguir entre el mal y el bien? ¿Cómo se elige entre dos bienes posibles? ¿Y si hacer el bien a alguien significa un mal para mí? ¿Y si mi renuncia es lo único que logra hacer un bien al que amo? No me gusta la renuncia. La renuncia a mis intereses, a mis deseos, a mis planes. Renunciar y sacrificarme siempre duele. Ponerme en un segundo plano me hace crecer en humildad, pero cuesta. Me resulta difícil ceder los mejores puestos. Enaltecer antes que hablar mal. Vencer en mi corazón perdiendo en lo que hago. Amar renunciando a lo propio, a mi amor propio. Parece todo tan complejo y a la vez tan sencillo. La frase suena muy bien: Hacer el bien. Pero luego todo se complica en medio de la vida, cuando se concreta. No es tan fácil. Tal vez todo estriba en un cambio de mirada. En palabras de Santa Teresita: «Siempre me ha dado lo que yo deseaba, o más bien, me ha hecho desear lo que Él quería darme»4. Esa mirada me la da Dios. Cuando el bien que temo perder deja de ser un bien para mi vida, todo cambia. Dejo de obsesionarme por bienes que no me traen la felicidad a la larga. Y pienso que esos bienes pueden ser un verdadero bien para aquel al que amo. Elijo el bien de mi prójimo antes que el mío propio. Elijo la felicidad de aquel que se cruza en mi camino. No quiero yo ese bien para mí, lo cedo. Y en mi corazón acabo deseando lo que Dios me ofrece. La pobreza de mi vida. Elijo la cruz que no puedo dejar pasar. La paz se encuentra en mi mirada. Parece sencillo y no lo es. Es un milagro. Es la verdadera santidad con la que sueño. Me inmolo por amor. No quiero que se haga siempre lo que deseo. Cedo mi voluntad y hago mía la de Dios. Dejo de querer bienes que tal vez no me hagan feliz. Y me pongo en un segundo plano por amor. Cedo en mis intereses. Renuncio a lo que antes deseaba, por amor. ¿Hay algo más noble que esa renuncia sincera? Parece un sinsentido vivir renunciando, cuando lo miro todo con ojos totalmente humanos. El mundo me dice que no ceda, que no renuncie, que no me sacrifique, que no sea tonto. A menudo me tienta ese mensaje. Necesito una conversión del alma. Es necesario que Jesús mire con mis ojos. Y que sus sentimientos acaben siendo los míos. Es toda una locura de amor que me supera. Hoy la suplico en medio de mi Belén del que me despido. Cuando va pasando el tiempo navideño y guardo al niño mientras lo beso.

Tengo que renovar mi bautismo una y otra vez para que pueda reinar Dios en mi alma. Necesito el agua y el fuego para ponerme en camino. Que me unjan con aceite sagrado y me indiquen a quién pertenezco. Soy hijo de Dios. Necesito que me laven de nuevo porque sigo sucio. Acepto ser bautizado para volver a empezar. Juan tuvo que bautizar a Jesús, aunque era él quien más lo necesitaba: «En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: - Soy yo el que necesito que Tú me bautices, ¿y Tú acudes a mí? Jesús le contestó: - Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia. Entonces Juan se lo permitió». Yo como Juan me siento indigno. Veo que no logro estar a la altura de lo que sueño. Y miro más allá de mis vértigos, de mis miedos. Sueño con un agua que cambie mi alma por dentro. ¿Existen los milagros? Sí, existen cuando dejo que Dios cale en mí. Me dejo bautizar. Pienso en las aguas del Jordán. Uno se descalza y se adentra en sus aguas. No son aguas trasparentes. ¿Qué sentido tiene? ¿Qué poder tienen ahora esas aguas? En esas aguas fue bautizado Jesús. Y el contacto con Él santificó el agua para siempre. Me adentro feliz en las aguas. Me dejo bautizar de nuevo. Renuevo mi alma. Dejo que Jesús me toque por dentro, me sane. El agua limpia. Quiero bañarme en las aguas para quedar limpio. Miro mi suciedad interior. No hay paz dentro de mí. No son mis pensamientos puros. Deseo una pureza que no tengo. Una trasparencia que me es esquiva. Mirar con pureza. Ser trasparente en todo lo que hago. No lo consigo. Se enturbia mi mirada. Y dejo de ver lo bueno, lo bello, lo puro en los demás. Veo lo que hay en mi propio corazón. Veo y juzgo desde mi pecado. Mi mirada que no está limpia. Ve las impurezas en los demás. Interpreta, juzga, cuestiona. «Francisco da una y otra vez el consejo: ¡créete amado, siéntete amado, sábete amado! La pieza maestra es la conciencia de que es Dios quien poda, el Padre quien limpia»5. El agua de Dios limpia mi mirada, mi corazón, mi conciencia. Limpia mi alma para que viva con paz. Decía S. Juan de la Cruz: «El alma que anda en amor, ni cansa, ni se cansa». El alma limpia. El pecado ensucia el fondo de mi ser. Mi amor deja de ser tan puro. Mi mirada cambia. El pecado me hace entrar en un círculo enfermizo. La confesión me permite volver al comienzo. Lava mi alma. Me deja volver a empezar. Siempre de nuevo. Un nuevo paso hacia dentro, hacia los hombres. Me libera de mis egoísmos y orgullos. Me siento de nuevo niño, hijo. Eso es lo que me salva, saberme amado, sentirme amado en lo profundo. Es el agua que se derrama por mi ser. El agua como una cascada. Quiero recibir el amor de Dios como un agua nueva. Guardo silencio en este día del bautismo. Es una invitación a adentrarme en lo más hondo de mi ser. Hacen falta hombres renovados por el agua del bautismo que sean Jesús en medio de los hombres. Ese Jesús al que poder señalar como aquel que me cambia la vida y me salva. El Padre Jerome afirma: «Hacen mucho bien quienes, con el peso de su silencio, actúan de diques y rompeolas, frenando todo alboroto procedente de fuera o de dentro. Gracias a ellos las aguas se mantienen siempre en calma. No se rompen las amarras de las barcas ni chocan sus cascos»6. Hacen falta personas con las aguas de su alma en calma. Aguas tranquilas en puertos seguros. Aguas en las que la barca no se sienta alterada por las olas. El agua de mi bautismo me vuelve hoy hijo confiado. Me convierte en agua limpia. Renueva mi deseo de entrega. Me lleva a besar con fuerza y alegría mi misión de vida. Me convierto en un puerto en el que muchos puedan y quieran descansar. El agua de mi corazón se calma y mi mirada ve la vida de forma diferente. Aprende a ver lo bueno, a rescatar lo valioso de la vida. El agua penetra como un surtidor en mi corazón. Sacia mi sed y me permite saciar la sed de tantos. No es violento el oleaje. «Muro de hielo, torrente de montaña, bajando desbocado, sin remanso ni playas. Así era mi alma, antes de que tú llegaras, antes de tu vida sosteniendo la mía, antes de tu barca tomando posesión de mi historia. Desde cuando acepté que me alzaras como un río en el hueco de tu mano para hacerme el alma navegable con la temperatura de tu paz». Quiero tener agua navegable en mi corazón. Para que no choquen con mi violencia, con mi dureza.  

 

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

Estandarte

  Estandarte Del fr. ant. estandart, y este del franco *stand hard”, mantente firme. Es una confección textil con colores y símbolos que rep...