31 de mayo de 2020
Hermano:
Duele el alma al decir adiós a un ser querido. Duelen
las distancias impuestas y el alma se queda sola llorando en silencio. El
corazón se ensancha o quizá se repliega sobre sí mismo en un gesto de dolor.
¿Qué recordarán de mí cuando me haya ido? ¿Qué recuerdo de aquellos a los que
he amado, me han amado, han jalonado mi camino? El recuerdo es el lazo
invisible que me une con los vivos. El recuerdo pegado en la piel, en las manos
de los que aman. En las palabras guardadas, en los gritos de esperanza. Me conmueven
las palabras de una hija espiritual de un sacerdote que partió al cielo hace
unos días: «Era prudente, sencillo, alegre, misericordioso. Tenía el don del
trato. A todos trataba con el mismo respeto y delicadeza. No importaba la clase
social o el nivel económico. Solo una cosa era importante para él: llevar las
almas al Santuario, y ser transparente de Cristo, Buen Pastor. Pero con un
respeto absoluto hacia la libertad personal. Cumplir la voluntad de Dios con
cada uno parecía su norma de vida, pues nunca forzó ninguna situación que fuera
en contra de la dignidad de la persona». Estas palabras quedan resonando en mi
alma. Al final lo que queda es el amor. El amor se compone de palabras y
silencios, de gestos respetuosos, de compañía tranquila y calmada. El amor
calma el alma con la delicadeza de una brisa. Y al final, en la ausencia, pocas
cosas quedan guardadas en la memoria. Pocas palabras escritas, pocas palabras
dichas. Me quedo pensando en la partida de este sacerdote al que he querido.
Que acompañó diferentes momentos de mi camino. No me fijo al partir en alguno
de sus talentos. No me detengo en sus virtudes. Me conmueven sus formas
sencillas, esa humildad que retrata a los santos. Era un hombre de Dios, de
Cristo. Decía José Antonio Pagola: «Con Jesús nos empezamos a encontrar cuando
comenzamos a confiar en Dios como confiaba Él, cuando nos acercamos a los que
sufren como Él se acercaba, cuando miramos a las personas como Él las miraba,
cuando nos enfrentamos a la vida y a la muerte con la esperanza con que Él se
enfrentó». Así vivió él. Así murió. Recuerdo su fortaleza audaz y callada para
vivir con paz una enfermedad crónica y luego una mortal. Recuerdo sus silencios
y sus gestos. Alegra mi alma poder hablar bien de un sacerdote que gastó su vida,
que derramó su alma, que enterró sus sueños sin esperarse a recoger el fruto.
Yo he sido testigo de su amor humilde. Y hoy ante su partida me quedo mirando
el cielo, es tiempo de ascensión, lo recuerdo. Lo veo partir ahora para
siempre, no como otras veces, solo por un tiempo. Siempre duele la partida.
Pero hoy mi corazón, entre tristezas y recuerdos llenos de luz, mira tranquilo
al cielo. Acaricio fotos antiguas y pienso en la fragilidad de una vida. Merece
la pena vivir y darlo todo. Jesús no quiso pasar de puntillas por la vida de
los hombres. Quiso quedarse en cada corazón y echar raíces hondas allí donde
nadie pudiera arrancarlas. Se hizo recuerdo constante. Al final lo que queda es
el amor humilde, la sencillez de trato, la libertad y el respeto. Al final lo
que vale es amar hasta el extremo, aún olvidando los nombres, sin olvidar nunca
cada alma. Al final lo que importa es cómo vivo mis días sirviendo la vida que
se me confía, sin pretender grandes cosas, sin soñar con grandes puestos, ni
con grandes logros. Sin querer figurar, sin querer ser valorado. Al final Dios
sí me valora. Me quedo pensando en la muerte, en la ascensión, en la vida
entregada, en esos años que merecen la pena. Me quedo pensando en el sí dado un
día, en los sueños que se han realizado. Parece que está mal visto hablar hoy
bien de las personas. Quizá por un extraño pudor, o por no despertar envidias.
Siempre habrá alguien que me diga que exagero. Por eso me gusta hoy dedicar
estas palabras a un padre, a un hijo, a un hombre, a un niño enamorado de Dios
hasta la médula. Sonreír con sus despistes, alegrarme con sus miedos. Y saber
que Dios hizo de su alma noble y pura un reflejo de Cristo aquí en la tierra. Y
cuando veo las lágrimas de sus hijos pienso en mis adentros que merece la pena
ser de Cristo. Que vale la pena hoy ser sacerdote. Que tiene sentido entregar
la vida amando sin esperar nada. Que da alegría saber que querer a las personas
fuerza lentamente esa puerta soñada del cielo. Pienso hoy en ese sacerdote que
murió entregando la vida de forma silenciosa. Con dolores, pero sin quejas. Con
su discreción humilde, con su mirada calmada. Pienso que los años pueden
purificar mi alma, también podrían amargarla. En él veo cómo el dolor fue
sanando su corazón de niño, acrisolándolo, elevando sus ideales. Uno parte
hacia el cielo tal como ha vivido. Uno asciende entre las nubes liberando
suavemente el abrazo de los que ha amado y quieren retenerlo. Así suele ser
siempre con las despedidas. Un adiós que duele dentro del alma. Y una promesa
que se me clava hoy dentro del alma. Como decía su hija espiritual: «Y nos
volveremos a ver muy pronto porque en el Cielo no existe ni el tiempo ni el
espacio. Y gozaremos junto a usted de todo lo que allí nos espera». Sí, hasta
muy pronto, cuando nos llegue a todos ese mismo cielo. Y gracias le doy a él
que me precedió en el camino. Gracias por su sí sencillo y su alegre fidelidad.
Por los pasos que dio siguiendo a su Maestro. Hoy me quedo mirando al cielo. Su
vida me conmueve.
Enviado
por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.